viernes, 11 de febrero de 2011

EL REGRESO DEL DESTINO - (Parte 1 de 3)

Este relato (publicado originalmente en Ka Tet Corp. en Junio de 2010), al igual que RENACER, tuvo su semilla en una imagen que me rondó por la cabeza durante mucho tiempo.

Había comenzado el relato en dos veces, pero la idea no cuajaba. Entonces, un día, empecé a reescribirlo por tercera vez, ahora en primera persona… ¡y funcionó! O al menos eso espero. ;)

Puesto que el relato tiene una extensión de 6.300 palabras, he decidido publicarlo en tres partes para una más cómoda lectura.

Espero que lo disfruten. :)



EL REGRESO DEL DESTINO
(Parte 1 de 3)



 
1

Todos los días, sin excepción, me quedaba dormido en el asiento del autobús.
El trayecto desde la Granja del Tío Tom (nombre tan insulso como inadecuado, ya que el propietario se llamaba Simón y no tenía sobrinos), en la cual trabajaba cultivando alubias y patatas, hasta la pequeña casa que tenía en las afueras del pueblo era larguísimo y muy accidentado. El automóvil siempre traqueteaba y protestaba con su sonido mecánico por el estrecho camino de tierra, como un viejo cascarrabias cansado de la vida.
Pero eso a mí no me molestaba… En la noche, por supuesto, que era cuando me quedaba dormido. Por la mañana, aún sin amanecer y acabado de bañar con un agua heladísima, el autobús me hacía temblar como una marioneta epiléptica manejada por un hombre aquejado de mal de Parkinson.
Por el contrario, en la noche me dormía nada más arrancaba el autobús. Sin excepción. Agotado hasta los huesos luego de una dura jornada, aprovechaba los cincuenta y cinco minutos que tardaba el viaje para darme un pequeño descanso. Creo que el cuerpo humano, luego de un largo periodo de estricta rutina, adquiere una especie de reloj biológico, porque todas las noches, como por ensalmo, me despertaba unos cinco minutos antes de llegar a mi destino. Unas veces tranquilo, otras asustado, sin saber muy bien dónde estaba ni por qué mi lecho se movía de esa manera, despertaba justo cuando la colina donde se ubicaba mi casita empezaba a vislumbrarse en el oscuro horizonte.
A esa altura eran casi las ocho de la noche, y los tranquilos campos sólo se veían perturbados por el bulloso artefacto y el estridente chirriar de los grillos, que sólo se callaban ante el paso el vehículo.
A mi alrededor, los pocos pasajeros que quedaban, campesinos y sirvientas en su mayoría, dormitaban apaciblemente o miraban al frente con la boca abierta y una mirada vacua, casi alienados luego de la larga y agotadora jornada.
Recuerdo que a esa hora siempre éramos los mismos. Diecinueve cuando me subía a uno de los diez autobuses que había en el pueblo; conmigo completábamos veinte. Cuando despertaba sólo me encontraba con otros seis pasajeros. Ya nos conocíamos, e incluso intercambiaba un gesto de saludo con un par de ellos, para luego acomodarme en el mismo asiento de siempre, el cuarto del pasillo izquierdo, y tomarme la susodicha siesta.
Pero el 27 de mayo de 1973 fue otra historia.


2

Mi madre solía decir que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Fue algo que pude comprobar aquel 27 de mayo.
Esa jornada fue especialmente agotadora. Teníamos que abastecer la creciente demanda del municipio, que por esos días gozaba de cierto auge gracias al buen manejo que el nuevo alcalde le estaba dando a la producción agrícola de la región, por lo que no dábamos abasto con los tiempos de entrega de nuestros productos. Ese día no hubo hora de descanso. Quince minutos para almorzar, uno para mear, y seguimos dándole al azadón los unos, recolectando la cosecha los otros. Fue un día para olvidar, sobre todo por el agobiante sol que esa tarde estuvo en todo su esplendor.
No obstante, terminamos antes de lo esperado y pudimos irnos a casa a la hora habitual; exhaustos, pero con la tranquilidad del trabajo terminado. El autobús pasó tan puntual como siempre, a las siete menos diez de la noche. Más tarde desearía que el trabajo se hubiera prolongado un poco más y así haber perdido el autobús. Aunque siempre pienso que lo más probable es que el destino me hubiera buscado un poco más tarde. Supongo que no había manera de escapar. El destino, tarde o temprano, termina dando con tu paradero.
Ahora que lo pienso detenidamente, nada indicaba que fuera a pasar algo extraño esa noche. No necesitaba hacer un conteo para darme cuenta de que cuando me subí al autobús estaban los mismos diecinueve desaliñados individuos de siempre. Tampoco fue como en las historias de suspenso, en las que el protagonista huele algo raro en el aire o tiene extrañas sensaciones premonitorias.
Eso no pasó conmigo.
Saludé con una inclinación de cabeza al sujeto alto del primer banco de la derecha, y luego a la joven y humilde mujer que siempre se ubicaba en el asiento contiguo al mío. Ella me respondió con la dulce sonrisa de siempre. Me senté y me puse cómodo, en la medida en que era posible sentirse cómodo en aquellos gastados asientos. Miré por la ventanilla, a mi derecha, cómo iban desapareciendo los últimos vestigios de luz en el horizonte. Las amplias praderas tenuemente iluminadas me daban cierta sensación de bienestar, de paz. Me sentía a gusto en aquel lugar. Trabajaba duro, extrañaba mucho a mi familia, pero la tranquilidad que se respiraba en aquellos parajes no tenía precio. En las frías noches de invierno, la soledad me atenazaba como una despiadada mortaja. Daba vueltas en mi cama pensando en los míos, en los seres que había dejado atrás para buscar suerte en aquél apartado municipio. Pero al llegar la mañana me sentía como nuevo, y los tristes pensamientos de la noche anterior se despojaban de su importancia.
Me gustaba la apacible vida del campo. Sin bullicio, estrés ni contaminación. La tecnología brillaba por su ausencia. Según decían, había sólo dos televisores en el pueblo. Uno en la casa del alcalde y otro que pertenecía a un rico hacendado que vivía a unos tres kilómetros de la Granja del Tío Tom. Se rumoreaba que había uno más en casa del párroco, pero nadie tenía pruebas fehacientes al respecto.
En fin... Lo importante era que todas las carestías se veían recompensadas con creces por la belleza de aquellos campos. Me gustaba especialmente pararme en el vano de la puerta, recién levantado, y ver cómo la claridad del día iba llegando paulatinamente. Cerraba los ojos y escuchaba el tempranero canto de las aves. Su alegre trinar me llenaba le corazón y me hacía olvidar la soledad, mientras una suave brisa acariciaba mi rostro.
Me sentía feliz de estar vivo.


3

A esta altura, como podrán imaginar, ya me había quedado dormido.
Recuerdo que ese día soñé. Nunca soñaba mientras viajaba en el autobús. Simplemente me quedaba dormido y despertaba en las condiciones que he descrito más arriba: tranquilo o desubicado. Pero nunca soñaba.
Ese día soñé que estaba en la azotea de un alto edificio. Alguien me perseguía, pero no sabía quién ni por qué. Estaba aterrorizado. Miraba en todas direcciones, pero no había ninguna escapatoria. Sólo me quedaba saltar o enfrentarme a mi perseguidor. Sentía el corazón encogido, daba vueltas en todas direcciones tratando inútilmente de hallar la forma de escapar, mirando una y otra vez por encima de mi hombro hacia la puerta por donde había entrado. Esta se hallaba entornada y dejaba escapar una opaca luminiscencia proveniente del interior. En un momento dado, los bordes del edificio empezaron a estrecharse ante mi incrédula mirada. Parecía fruto de un efecto óptico. Empecé a retroceder, viéndome empujado de forma inexorable hacia el sitio del que quería escapar. Sentía el cuerpo bañado en sudor, me ardían los ojos y el corazón parecía querer escapar de mi pecho.
Sin saber qué hacer, opté por la única posibilidad que tenía: di media vuelta en dirección a la puerta de la azotea. En la entrada de esta, recortada por la luz del interior, había una silueta negra que me observaba. Estaba inmóvil, no obstante lo cual pude ver cómo se iba acercando hasta tenerla a un palmo de distancia. Entonces, por alguna razón, cerré los ojos.
En ese momento, sentí que una mano me sacudía enérgicamente el hombro.
Desperté.


4

         Pero tenía los ojos tan fuertemente cerrados, que por un momento permanecí así. Respiraba afanosamente tratando de recuperar la compostura. Sin duda alguna, el maldito sueño me había descompuesto. Mi corazón aún latía desesperado.
Poco a poco, mi pulso y mi respiración se fueron normalizando. Estaba a punto de abrir los ojos, cuando noté que el autobús no se movía. Agucé el oído tratando de percibir lo que sucedía a mi alrededor, pero había un silencio desconcertante. Es verdad que los demás pasajeros no solían modular palabra en todo el trayecto, ya fuera por cansancio o por timidez campesina, qué se yo. Pero sí era usual escuchar ronquidos, toses, alguna flatulencia, cosas por el estilo. No obstante, el autobús parecía estar completamente vacío. Concluido esto, abrí los ojos y eché un rápido vistazo alrededor.
Tenía razón, el vehículo se hallaba vacío. Excepto por un hombre, el más negro que he visto en mi vida, que me observaba tranquilamente desde el asiento posterior. Vestía traje negro, con camisa y corbata negras. Estaba sentado de costado, con la espalda en la ventanilla y su brazo izquierdo apoyado en el espaldar del asiento, mirándome como si tal cosa con una alegre sonrisa. Era negro, como dije, y tenía la cabeza pulcramente rasurada.
Recuerdo que en un primer momento me quedé mudo. No acertaba a decir nada, a pesar de que mi cabeza bullía como un torbellino. Eché un nuevo vistazo a mi alrededor y comprobé que, en efecto, estaba solo con aquél extraño sujeto. Miré por la ventanilla, y mi corazón se encogió. A pesar de que el vehículo estaba iluminado como de costumbre, el exterior era una negrura total. No se distinguía nada en absoluto. Ni el más tenue resplandor de alguna bombilla a lo lejos, ni siquiera la luz de las estrellas. Todo era oscuridad total.
Mi lengua pareció salir de su bloqueo. Iba a decir algo, no recuerdo qué, cuando el hombre habló con una voz grave:
—Hola, Freddy.
—¿Qui-quién es usted? —logré preguntar—. ¿Y por qué me dice Freddy? Yo no me llamo así.
—Oh, vamos, Freddy. No empecemos tan rápido con las mentiras. A mí no me engañas.
—¿Quién es usted, y adónde se fue todo el mundo?
—No te importa quién soy, y tampoco te gustaría saber adónde se fue todo el mundo. Créeme —dijo el hombre, haciendo un gesto con la mano, como quitándole importancia—. Lo primordial aquí es quién eres tú. Creo que sería genial que dejáramos eso bien claro.
—¿A qué se refiere con eso?
—Freddy, Freddy, muchacho. ¿A quién quieres engañar? —el negro sonreía de oreja a oreja. Parecía estar divirtiéndose mucho. Yo, por el contrario, empezaba a sentirme muy mal. No entendía nada. ¿Qué demonios hacía aquél sujeto allí? ¿Qué pretendía, y por qué me llamaba Freddy?
Eso es, pensé, dejemos bien clara esa parte de una buena vez.
—¿Por qué me llama Freddy? Yo no me llamo así. Soy Ángel Torres —dije, muy seguro de mí mismo—, y si quiere hablar conmigo, algo que, por cierto, aún está por verse, será mejor que me llame por mi nombre.
Entonces el negro profirió una sonora y escalofriante carcajada que me puso los pelos de punta, y que pareció extenderse por varios minutos.
—“Ángel” —dijo, por fin, en tono sarcástico—. Esa sí que estuvo buena, muchacho. No me reía tanto desde hace siglos. ¡Ángel! Demonios, qué ocurrencia. Entre todos los nombres habidos y por haber, tenías que escoger precisamente ese. —Se limpió unas inexistentes lágrimas—. Freddy, muchacho, a mí no me engañas. Sé que no eres ningún “ángel”. Sé muy bien lo que hiciste.
Sentí un vacío en el estómago. Eso no me gustaba nada.
—Mire, si se refiere a aquel asunto del Día del Trabajo, no yo tuve nada que…
—No, Freddy, no tiene nada que ver con eso y tú lo sabes.
—Yo no sé nada. Ni siquiera sé por qué estoy hablando con un maldito extraño. Creo que mejor me voy. Iré caminando el resto del trayecto —dije, haciendo ademán de levantarme.
—¡No! ¡De eso nada! —exclamó el hombre, y su simpática y divertida expresión mudó en una gélida y autoritaria mirada—. ¡De aquí no te mueves!
Y, en efecto, sentí que mis miembros se paralizaban. No respondían. Me sentí atado al asiento por una invisible fuerza que me atenazaba.
—¿Quién es usted y qué quiere de mí? —pregunté, cada vez más asustado.
—Ahora sí nos entendemos, Freddy, muchacho —dijo el negro, sonriendo de nuevo—. Mira, ¿qué tal si dialogamos como personas civilizadas? Estoy aquí porque tienes una deuda pendiente. Y he venido a cobrarla.
—Pero ¿qué dice? Usted ni siquiera me conoce.
—Claro que te conozco. Te llamas Freddy Villa y eres un asesino.


Continuará…



Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Junio de 2010.

3 comentarios:

✿ Belle ✿ dijo...

ooopa!!! ahora me he quedado con curiosidad de como sigue! espero ansiosa la siguiente parte!!! :D buen trabajo Calavera!!

Calavera dijo...

Gracias por leerlo, Belle! Me alegra que te guste! :)

Ya mismo se viene la segunda parte! ;)

PAOLA RUIZ dijo...

Que intriga...ya me voy a leer la segunda parte ;)

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