miércoles, 16 de marzo de 2011

BIENVENIDOS A SOLEDAD - (Parte 2 de 4)

 
BIENVENIDOS A SOLEDAD
(Parte 2 de 4)
 
 
 
 
 
8

Víctor miró a su alrededor con impotencia. Sentía una desagradable sensación de incertidumbre en la boca del estómago. No sabía qué hacer.
Hacía menos de una hora se encontraba caminando por el sendero de la propiedad, admirando la naturaleza y la tranquilidad de aquellos parajes, y ahora se hallaba encerrado en una cámara subterránea, prisionero de una vieja loca.
Pasado un momento, optó por intentar abrir la puerta que tenía más cerca. Creía que posiblemente era esa por la que había entrado. Se acercó, alzó su puño para tocar, lo pensó mejor y posó su oído contra la madera.
No se escuchaba nada.
Cogió el pomo, lo movió y haló en su dirección.
La puerta se abrió.
Víctor se quedó pensativo, sin decidirse a abrirla del todo. Quizá la vieja estaba escondida detrás esperando a que abriera para golpearlo con un objeto contundente. Después de lo que había pasado, estaba seguro de que la anciana era capaz de muchas cosas.  
Respiró profundo y abrió la puerta de golpe, preparado para lo peor.
La entrada estaba tapiada.
Víctor sintió un terrible vacío en el estómago. Se quedó mirando la pared de ladrillos con mirada estúpida. Cerró la puerta lentamente, y luego la volvió a abrir de golpe.
El muro seguía allí.
Increíble, pensó, cerrando la puerta de nuevo. Realmente increíble. Todo eso parecía cosa de locos, como salido de una de esas historias de terror que solía ver en la tele. Sólo que ésta no era ninguna cutre historia de terror. Era la realidad. Estaba en una cámara subterránea, frente a una pared llena de puertas, rodeado de pinturas, esculturas, muebles y sabría Dios qué cosas más.
Se volteó en dirección al gran salón.
Todo estaba cubierto por una leve capa de polvo. Daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien había estado allí. Los cuadros y cortinajes que cubrían las paredes atrajeron su atención. Luego de pensarlo un poco, se encaminó a la pared situada a su izquierda a echar un vistazo.
Las pinturas no eran nada del otro mundo. Se trataba en su mayoría de cuadros familiares con personas vestidas a la usanza antigua. Trajes de cuello alto y chalecos en los hombres. Elaborados vestidos de encajes en las mujeres. Parecían antiquísimos.
Creyó reconocer el salón en el que se hallaba al fondo de algunos de los cuadros. El primero estaba borroso y desgastado, y no se alcanzaba a ver casi nada. El segundo retrataba una fiesta de gala o algo por el estilo. Los dos siguientes, que reproducían reuniones familiares, eran casi iguales. Víctor pensó que habían sido pintados con un lapso de diez o doce años, a juzgar por el aspecto de los retratados.
Los que venían a continuación parecían ser de una generación posterior, pues casi todos los miembros que aparecían en estos no estaban en las pinturas anteriores.
Pasó al siguiente.
Con este empezaban una serie de cuadros individuales. Parecían ser antepasados más cercanos de Margarita Benavides. El primero era un hombre grueso de expresión adusta. Tenía una mata de cabello negro y unas pobladas patillas que le llegaban al mentón. Una nota al pie del cuadro indicaba que se trataba de Fausto Benavides. A juzgar por sus vestimentas, Víctor decidió que la pintura debía de tener casi doscientos años de antigüedad.
El siguiente era un joven apuesto y delgado con un traje militar lleno de condecoraciones. Sonreía, pero era una sonrisa inquietante, como si supiera algo que uno no sabía. La placa decía Enrique Benavides.
Siguió adelante.
Con frecuencia debía esquivar o quitar de en medio los objetos que poblaban el lugar, en su mayoría viejos muebles destartalados y trastos de metal corroídos por el óxido. Una que otra escultura sin cabeza o con el soporte roto completaba el decorado.
Hizo a un lado un viejo sillón de respaldo alto y contempló el siguiente cuadro. Dio un respingo. Era una señora gorda con las facciones deformadas. La frente abultada tapaba uno de sus ojos, tenía el pelo ralo casi inexistente, las orejas pequeñas y su nariz brillaba por su ausencia. La boca era un agujero lleno de dientes, pues sus labios no podían esconder adecuadamente la protuberante dentadura. Era Esperanza Benavides.
Víctor se preguntó cómo semejante monstruo se había dejado retratar.
Para su sorpresa, la siguiente pintura mostraba lo que parecía ser el hermano gemelo de Esperanza. Se llamaba Salvador y era prácticamente igual, a excepción del cuerpo. Se hallaba en una arcaica silla de ruedas y su cuerpo estaba compuesto por un torso pequeño y deforme, dos enclenques manos que se aferraban como garras a los brazos de la silla y dos muñones en lugar de piernas.
Víctor alejó la vista asqueado y siguió observando las pinturas.
La siguiente era una jovencita hermosa de cabello castaño y ojos azules. Tenía en su expresión una mezcla de orgullo y timidez. Vestía un conjunto sencillo pero elegante, con algunos encajes en forma de rosas. Le faltaba un brazo.
Víctor se sentía cada vez más incómodo. En un par de ocasiones miró a sus espaldas sintiéndose observado.
Las siguientes pinturas eran similares. Por cada tres, dos de ellas retrataban personajes con extraños defectos o deformidades. Decidió que ya era suficiente y se dirigió a la pared contigua.
En ésta, los temas de las pinturas cambiaban. Llevado por la curiosidad, las contó. Había trece pinturas y todas ellas reproducían familias enteras. Cada cuadro contaba con una placa dorada con una inscripción que identificaba el apellido del núcleo familiar.
Las fue repasando rápidamente.
Quiceno, Villa, Montes, eran los primeros. Víctor les prestó poca atención. Luego venían los Aristizabal y los Valencia. Todas las familias no se diferenciaban mucho entre sí. Constaban de diez o doce miembros, con el que parecía ser el líder en el centro del grupo. En los Montes, era una anciana de metro y medio escaso de estatura. En el resto, los líderes eran hombres. Viejos robustos y huraños elegantemente vestidos en la mayoría de los casos.
Luego de los Valencia estaban los Peña, y Víctor recordó al hombre que lo había guiado hasta la propiedad de la señora Benavides, Saúl Peña. Supuso que era probable que estos fueran sus antepasados.
El siguiente, que se encontraba en el centro de la inmensa pared, pertenecía a los Benavides. A diferencia de los demás, este tenía una placa adicional con los nombres de los miembros de la Familia. Allí estaban, de pie, Esperanza, Enrique, Hernando, Rubiela, Federico y, en el medio de ellos, Fausto Benavides, acompañado de su esposa Constanza. Sentados se hallaban Salvador, en su silla de ruedas, y los más jóvenes de la Familia, entre ellos Margarita Benavides, que por ese entonces era sólo una pequeña de unos siete años, sentada en la esquina inferior derecha con una muñeca de trapo en su regazo.
Pero si aquellas pinturas tenían casi doscientos años de antigüedad, pensó Víctor, ¿cuál era la edad real de la señora Benavides?
Un frío lo recorrió de pies a cabeza. Algo andaba mal en todo aquello. Trató de tranquilizarse pensado que quizá había calculado mal la antigüedad de las pinturas. No obstante, las ropas le daban a entender que no estaba equivocado, a menos de que los Benavides vistieran con ropas pasadas de moda.
Se acercó al cuadro y examinó de cerca a la pequeña Margarita. Era una niña encantadora, sin duda. Posaba con un aire de dignidad que a esa edad resultaba un poco cómico. Algo en ella le producía un sentimiento de familiaridad, pero no podía determinar exactamente qué era.
Pasado un momento decidió seguir con los demás cuadros.
El siguiente, el octavo ya, pertenecía a la Familia Domínguez. El noveno, a los Tuberquia, la única familia de raza negra. En décimo lugar, estaba la Familia Cardozo, la mitad de cual estaba compuesta por albinos. Luego venían los Bohórquez.
El penúltimo cuadro le llamó la atención porque el líder de la familia era otra mujer. Estaba compuesto por ocho miembros. Curiosamente, estos se hallaban separados unos de otros, como si no se llevaran muy bien entre sí. Por un lado estaban una mujer alta y delgada, acompañada de un hombre enjuto y deforme con una pronunciada joroba. Delante de ellos estaban un apuesto niño de cabello negro y una bonita y delgada niñita de tez pálida. Al otro lado, a la izquierda del cuadro, se hallaba un hombre de expresión afable acompañado de un niño de unos tres años. Los vestidos lo desconcertaron de nuevo. Esta familia vestía de manera más moderna, y Víctor se preguntó si las pinturas corresponderían a épocas distintas.
Finalmente, en el medio de todos ellos, la señora en cuestión. Su semblante irradiaba una fuerte personalidad, pero algo en su expresión agradó a Víctor. Una especie de honestidad que parecía surgir de cada unos de sus rasgos. Tras ella, como si se tratase de un guardaespaldas, había un hombre alto, con el ceño fruncido y aspecto tirano que, a juzgar por la edad, debía de ser el hermano de la señora. La placa ubicada en la parte inferior de la pintura anunciaba que se trataba de la Familia Ricaurte.
Sólo quedaba un cuadro y cuando Víctor lo vio quedó de una sola pieza.
La placa decía Familia Tejada.
Ha de ser una coincidencia, pensó. Pero entonces vio a su bisabuelo, y su sospecha se convirtió en certeza. Su abuela solía hablarle mucho de él. Mi padre era un gran hombre, decía ella con orgullo mientras le contaba infinidad de historias acerca de él. Colgado de su cuello, su abuela llevaba siempre un camafeo con dos pequeñas reproducciones de retratos de sus padres y Víctor las había visto en numerosas ocasiones.
No había duda. El hombre que se hallaba en el centro del cuadro era Don Horacio Tejada, y la niña que llevaba cogida de la mano no debía de ser otra que Isabel Tejada, su abuela.
Y entonces Víctor recordó por qué la imagen de Margarita Benavides le había resultado familiar.
La muñeca. Conocía esa muñeca. Su abuela tenía una igual, y la cuidaba como si de un valioso tesoro se tratase.
Víctor sintió un nudo en la garganta. Se disponía a echarle otro vistazo a la pintura de los Benavides cuando un ruido a su espalda atrajo su atención.


9

Al otro lado del salón, una figura lo observaba desde el vano de una de las puertas, en diagonal al lugar donde estaba. Víctor no alcanzó a ver su rostro pues la figura iba ataviada con un hábito y tenía la capucha puesta. Parecía una especie de monje.
—¡Oiga! ¡Espere un segundo! —gritó Víctor, y echó a correr en dirección a la puerta, esquivando los empolvados trastos o brincando por encima de ellos. La figura no se inmutó. Se quedó observando a Víctor sin moverse un milímetro, con la mano derecha sobre el pomo de la puerta. Su rostro era una sombra indefinible.
—Espere un momento. Me dejaron encerrado aquí y no tengo ni idea de lo que pasa. ¿Podría…? —empezó a preguntar, y entonces tropezó y cayó de bruces soltando una maldición. Se puso en pie rápidamente, pero el monje, si es que de eso se trataba, había desaparecido.
—¿Qué demonios? —espetó Víctor, pero al notar que la puerta seguía abierta, echó a correr de nuevo. Se hallaba ya a unos pasos de ella, cuando ésta se cerró de repente con un golpe sordo.
—¡Oh, maldición!
Frenó en seco respirando entrecortadamente. Haló el pomo con fuerza, pero la puerta no se abrió.
Vislumbró un movimiento por el rabillo del ojo y volteó hacia la izquierda. Otra puerta se había abierto y un delgado rostro demudado lo observaba. Tenía los ojos abiertos como platos y la boca abierta. Más que de sorpresa, su expresión parecía de horror. A Víctor le dio un vuelco el corazón. Aún no había atinado a hacer o decir nada, cuando el rostro desapareció, como si alguien halara de él, y la puerta se cerró.
¿Y ahora qué fue eso?, pensó.
Se dirigió a la puerta, pero ésta estaba cerrada a cal y canto.
Retrocedió un poco, inquieto, y observó detenidamente las puertas. Todas era iguales, sin duda, pero quizá alguna de ellas lo llevara de nuevo a la superficie.
Decidió probar suerte y se dirigió a la primera puerta, la que estaba situada en el extremo derecho.


10

La luz empezaba a menguar. Debía darse prisa si no quería pasar la noche allí deambulando a oscuras, luchando por conservar un poco de cordura. Echó un vistazo a su alrededor por enésima vez, y luego posó su mirada en la primera de las puertas.
No había nada que la diferenciara de las demás.
Contuvo el aire y accionó el pomo.
Cerrada.
No se sorprendió. Golpeó la puerta con fuerza, pero esta no se movió un ápice. La miró con desdén y pasó a la siguiente, repitiendo la operación.
Cerrada.
Se situó frente a la tercera puerta, recordando que era esa por la que había aparecido el enigmático monje. Asió el pomo, pero como era de esperarse la puerta no se abrió.
Víctor soltó una maldición. Empezaba a pensar que era una pérdida de tiempo. Seguramente todas las malditas puertas estaban bien cerradas con llave, y al final tendría que optar por buscar otra salida. No obstante, decidió que nada perdería intentándolo, así que continuó.
La cuarta y la quinta arrojaron el mismo resultado.
Se acercó a la sexta puerta, aquella por la que había aparecido el extraño y famélico personaje. Idéntico resultado. Pero entonces notó algo nuevo en la superficie opaca del pomo. Éste tenía una diminuta inicial grabada en el centro. Era una P, sencilla y sin ornamentos.
Intrigado, pasó a la siguiente puerta. También ésta tenía una letra grabada. Una B. Tiró del pomo y la puerta se abrió. El mismo muro que le había impedido el paso hacía un rato seguía en su lugar.
Cerró la puerta con desgana.
Qué raro, pensó. Se quedó meditando unos momentos, con el ceño fruncido, y entonces la compresión fue surgiendo lentamente en su rostro, como una burbuja que asciende letárgica a la superficie de una laguna.
Se volvió en dirección a la pared opuesta y arrancó a correr, esquivando muebles, cerámicas y demás. En un momento estuvo al otro lado, frente a los cuadros que reproducían a las trece enigmáticas familias. Se volvió de nuevo hacia las puertas, mirándolas una por una.
Trece puertas.
Trece familias, trece puertas.
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Las puertas y los cuadros de las familias se hallaban situados paralelamente en perfecta simetría. No había que ser especialmente sagaz para deducir que cada puerta correspondía a un grupo familiar. Miró hacia los cuadros y observó el que estaba ubicado en la sexta posición, contando de izquierda a derecha. Era el que pertenecía a los Peña. Su correspondiente puerta era la que tenía el pomo marcado con la P. El siguiente cuadro no era otro que el de los Benavides, situado en el centro de la pared al igual que su respectiva puerta, la que estaba marcada con la B. Aquella por la que había entrado y que ahora, como por obra de algún oscuro conjuro, se hallaba tapiada por completo.
Entonces su deducción llegó aun más lejos.
Su mirada se dirigió al último cuadro, el que pertenecía a sus antepasados. La pintura que retrataba a la Familia Tejada. Acto seguido, desvió la vista a la puerta ubicada en la esquina de la pared opuesta.
Víctor echó a correr. Tropezó un par de veces, en una de las cuales cayó de bruces produciéndose un ligero corte en la rodilla derecha, pero apenas se dio cuenta de ello. Siguió corriendo. No se molestó siquiera en intentar abrir las puertas que le faltaban. Su mirada estaba clavada en la primera de las puertas. La puerta de la Familia Tejada.
Al llegar ante ésta, observó el pomo y no le sorprendió descubrir una pequeña T grabada en su superficie. Respiró hondo y tiró de la puerta.
Se abrió con un ligero chasquido.


11

Ante él se abría un túnel de piedra de unos dos metros de alto por poco más de un metro de ancho. El aire estaba viciado a humedad y a encierro. Iba en descenso, y esto le produjo una ligera inquietud. La idea era volver a la superficie, no descender a más profundidad. No obstante, era la única opción que tenía.
Optó por no prestarle atención a su inquietud y entró.
Estaba en penumbra, pero más adelante se alcanzaba a vislumbrar una luz parpadeante. Más esperanzado, echó a andar sin mirar atrás. El trayecto comenzaba en línea recta, pero unos metros más adelante el pasillo empezaba a tomar una ligera curva hacia la derecha.
Muy a su pesar, Víctor se sentía oprimido. No le gustaba estar encerrado de esa manera. La claustrofobia empezó a hacer acto de presencia. Respiró profundamente y centró su atención en la luz que se iba acercando cada vez más, tratando de dejar los miedos a un lado.
Había recorrido un centenar de metros cuando llegó a una pequeña cámara iluminada por un par de antorchas. El pasillo por el que venía continuaba al otro lado, pero a izquierda y derecha sendas aberturas en la roca se abrían también, como retándolo a realizar una elección.
Víctor cogió una antorcha, se dirigió a la abertura de la derecha y la iluminó. Unos escalones de piedra ascendían en línea recta hacia la oscuridad. Examinó la de la izquierda y se encontró con unos escalones descendentes que trazaban una curva hacia la izquierda.
Se volvió hacia la abertura ubicada frente al lugar por donde había llegado y descubrió que el pasillo proseguía en línea recta. Observó la cámara una vez más y decidió proseguir por allí su recorrido.
Calculó que estaba por anochecer.


12

El túnel parecía continuar en una línea recta interminable.
De vez en cuando encontraba nichos en las paredes con erosionadas vasijas de piedra. Otras veces veía negras aberturas con pasillos igualmente rectos y oscuros. En un par de ocasiones iluminó unos agujeros sin fondo que le pusieron la carne de gallina.
Una vez, cuando era niño, su abuela le había hablado acerca de unas antiguas cavernas que había visitado en compañía de su padre. Iban unas seis u ocho personas con ellos, incluyendo un par de guías. Eso había sido en el Perú, creía recordar. Habían partido en una especie de safari arqueológico que tenía más tintes de paseo que de expedición. El hecho era que habían estado paseando por horas en el interior de una enorme montaña llena de cavernas, escuchando atentamente las explicaciones de uno de los guías, cuando de repente oyeron un grito desgarrador.
Uno de los amigos de su padre había decidido curiosear un poco por su cuenta, alejándose del grupo principal y desoyendo las reiteradas recomendaciones de los guías, que decían que no era adecuado quedarse a solas en aquel lugar. Era fácil perderse y podías andar por horas sin encontrar la salida. El hombre había pensado que sería divertido explorar algunas de las galerías laterales cuando una profunda garganta lo sorprendió. Antes de que pudiera retroceder y ponerse a salvo, había resbalado y caído por un enorme precipicio.
Nunca lo encontraron.
Al ver aquellas profundas aberturas al lado del túnel, Víctor recordó de repente la historia de su abuela y un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza.
Siguió caminando.
El túnel comenzó a desviarse hacia la derecha y el descenso se volvió cada vez más pronunciado. Esto no me gusta nada, pensó Víctor angustiado. El trayecto se hizo recto unos cuantos metros y luego volvió a torcer hacia la derecha, hasta que pasado un rato Víctor se topó con algo que le provocó un nudo en la garganta, haciéndolo proferir un lastimoso gemido.
El túnel terminaba de repente en un callejón sin salida.
Víctor se quedó observándolo sin saber qué pensar. Se sentía abatido y desorientado. Debía haber algún error. No podía estar allí, era una locura. No obstante, en situaciones como esa era un hombre bastante pragmático, así que no pasó un minuto antes de que diera media vuelta y echara a andar en dirección contraria.
Esta vez Víctor prestó más atención a las aberturas que se abrían a los lados del túnel. Pasillos rectos, escaleras ascendentes, escaleras descendentes, abismos sin fondo… Víctor no se decidía a tomar alguno de los desvíos. Temía perderse y vagar por aquellos profundos túneles hasta el fin de los días.
Llegó a una nueva abertura a su izquierda. Estaba a punto de aventurarse un poco por ella cuando un sordo clamor empezó a escucharse en la distancia. Ruidos de objetos que se movían y voces que exclamaban llegaban hasta él a través del pasillo subterráneo, rebotando en débiles ecos.
Víctor agilizó el paso. Pasados unos metros, echó a correr, con la antorcha produciendo danzarinas sombras a su alrededor.
¿Qué demonios está pasando ahí afuera?, se preguntaba una y otra vez.
Cuando llegó a la cámara donde había cogido la antorcha, aminoró el paso y decidió dejarla donde la había encontrado antes de proseguir caminando sigiloso. Si había personas en el gran salón, no quería llamar su atención antes de tiempo llevando una delatadora antorcha consigo.
No obstante, los ruidos habían ido menguando a medida que se acercaba al salón. Comenzó a desplazarse pegado a la pared, echando furtivas miradas adelante, en espera de que la curva del muro terminara y se hallara de nuevo frente la puerta. Quería ver qué demonios había sucedido en su ausencia antes de delatar su presencia.
Cuando por fin pudo vislumbrar la puerta, los ruidos se habían apagado casi por completo. Sólo se escuchaban leves susurros, como si hubiera personas allí afuera planeando algo. Se detuvo un instante, respiró hondo y se disponía a asomarse cuando una voz femenina exclamó:
—¡Sal de ahí, Víctor Tejada! ¡Te estamos esperando!
La voz era inconfundible.
Pertenecía a Doña Margarita Benavides.



Continuará…



Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Octubre de 2010.

8 comentarios:

✿ Belle ✿ dijo...

Hola hola!!! feliz de ver esta segunda parte! ya me lo he metido en el ipad y esta noche me lo leo :D (lo dejo un poquito porque hoy se echa gran hermano!! jaja) gracias por escribir!!!!!!!!!!!!!! :D

✿ Belle ✿ dijo...

Leidísimo!!!! no puedo esperar al siguiente! jajaja que pasará en ese salón?!?!! :D

Calavera dijo...

Hola, Belle!! :) Muchas gracias por leer mi relato. :) Me alegro mucho de que te tenga intrigada. ;) Te prometo que en la tercera parte habrá muchas respuestas. :D

La tercera parte la publico esta noche o mañana a mediodía, pues estoy aprovechando para darle un revisión a cada parte y pulir cositas antes de publicarlas. :P

En España sería a eso de las 4:00 hrs o a las 19:00 hrs del sábado, según... :P

Un abrazo! ;)

✿ Belle ✿ dijo...

pues me muero de ganas de continuar la historia!!! en cuanto la cuelgues me la descargo, además se ve genial en el ipad (es que el pdf de La Tienda tiene una letra muy rara, pequeña y muy junta pero tu relato se ve de lujo) :) anoche lo leí casi todo pero el sueño me venció, y hoy en el médico estuve leyendo hasta quedarme a solo un párrafo para terminar ya que ya salía mi familiar con la escayola y tuve que quedarme a medias, pero una vez en casa acabé esa última parte. En serio que ando super curiosa por saber que sucederá ahora XDDD

Calavera dijo...

Me alegra mucho que lo estés disfrutando. :) Además, es la primera vez que un relato mío viaja en un iPad!!! XD

Gracias por leerme!! :)

Sonix dijo...

Ya me he leído esta parte, me gusta mucho! Y la parte de los cuadros y las puertas me ha parecido muy curiosa. Me gusta cómo está evolucionando esto, no pensé que fuera a ser algo así. A ver quién llama al pobre Víctor, hum! ^^

Calavera dijo...

¡Hola, Sonix! :)

Nuevamente me alegro de que la historia te haya enganchado y te tenga intrigada. :) Y mejor aun si no te esperabas lo que sucedió. :P

Los que lo han leído me han dicho que las dos últimas partes son las mejores, así que espero que las disfrutes mucho. :)

Gracias por leerme. ;)

PAULI AYALA dijo...

lo mejor es que cada parte te envuelve mas, y te deja a la expectativa de que es lo que va a pasar despues.... FELICITACIONES :D

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