lunes, 16 de mayo de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo II


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo II

Escrito por: Adrián Granatto




12 de mayo de 2011

El otro día me pasó algo extraño. Bah, si se puede llamar extraño a cualquier cosa que me ocurra en mi estado. Como dije anteriormente, cuando el aburrimiento me satura nada mejor que un nuevo suicidio. Eso como que me despabila. Por eso me acerqué hasta la estación y me recosté plácidamente en las vías. Era la hora pico y los andenes estaban hasta el culo. Como no tenía otra cosa que hacer, me entretuve mirando a las personas agolpadas en el andén. El movimiento de esa marea humana comenzó a adormecerme, y a punto estuve de cerrar los ojos cuando, entremedio de dos hombres de traje (seguramente oficinistas), apareció una mujer. Llevaba el cabello largo y rojo y un vestido holgado que le llegaba hasta las rodillas. Estaba descalza. Se acercó hasta el borde del andén, justamente frente a mí, y se dejó caer. Por puro instinto me incorporé y la abarajé en el aire, antes que golpease contra las vías.
—¿Por qué hiciste eso? —me recriminó muy enojada.
Me quedé con la boca abierta. Y antes de que pudiera replicar, vino el tren y nos pasó por arriba.
Como siempre, lo primero es la oscuridad, oscuridad total. Le sigue el olor, olor a resina.
         Abrí los ojos y me encontré en el claro. El rumor del agua sonaba a mi derecha.
         Me puse de pie y me pasé las manos por la cara. La hierba me cubría hasta más arriba de los talones y minúsculos insectos sobrevolaban aquí y allá. Me sacudí los pantalones y me acerqué hasta la primera hilera de árboles, unos abetos que lucen distintos tonos de verde. Crucé entre ellos empujando las ramas bajas. Del otro lado comienza una suave pendiente. Subí a pasos largos sintiendo el sol pegarme en la nuca. Cuando llegué a la cima me detuve y observé la ciudad que se levanta a lo lejos envuelta en oscuridad, aunque es mediodía. No es de extrañar viendo las enormes chimeneas del parque industrial que asoman al fondo lanzando gigantescas columnas de humo negro y grasiento que ocultan la luz del sol. 
          Aquella vista de la ciudad me asusta. Mi corazón gritaba que me quedara en el claro, que volver a la ciudad era mala idea, pero a la vez había una voz que me decía que debía volver.
         No me gustaba esa voz, más que nada porque me es conocida. Es una voz que escuché varias veces en mi cabeza, una voz de mujer, que me incita a que comience a caminar, que deje de perder el tiempo y empiece a mover las patas.
         Y al final eso hice. No porque la voz me haya convencido por completo, sino porque quería saber de la pelirroja.
Son cinco kilómetros. Un sendero angosto que baja de la colina termina convirtiéndose en un camino de tierra que acaba en una ruta asfáltica de dos carriles. Según el cartel indicador que encontré unos metros más allá, se trata de la I 19.
         Llevaba unos quince minutos caminando por la carretera cuando un auto se acercó a mis espaldas. Me hice a un lado con rapidez. El coche, un Mustang de finales de los sesenta, me sobrepasó y, para mi sorpresa, vi que se encendían las luces de freno. Me quedé de una pieza viéndolo detenerse en el arcén. Mucho más cuando el conductor sacó el brazo por la ventanilla y me hizo señas para que me acercara.
­          —¿Va a la ciudad? —me preguntó cuando llegué a su lado. Llevaba un habano al costado de la boca y sonreía amistosamente.
         Asentí con la cabeza.
         —Suba —me dijo.
Le eché una mirada a la ruta, perdiéndose en la lejanía, y me sentí cansado de solo pensar en caminar tanto. Así que mi falta de estado físico terminó convenciendo a mi parte desconfiada. Después de todo, no le veía nada de malo a aprovechar el aventón. Además, el hombre me inspiraba confianza. Y si deseaba comenzar algún contacto con los otros de mi especie, este muerto era tan bueno como cualquier otro.


         —¿Cuánto hace? —me preguntó el hombre cinco minutos después. El interior del auto hedía a tabaco, un olor penetrante que me hacía cosquillas en la nariz.
         —Cuatro años —le respondí.
         —¿Y lo lleva bien?
         —Se vive.
         El hombre lanzó una carcajada y soltó el volante. El auto comenzó a dar bandazos de un lado a otro de la ruta. Por un momento temí que nos matáramos, pero al segundo siguiente recordé que ya estábamos muertos. Reí yo también, pero, por las dudas, tomé el volante.
         —Se vive —repitió el hombre mientras recuperaba el control del auto—. Eso es gracioso.

               
               15 de mayo de 2011

En estos tres últimos días no pude sacarme de encima al tipo este. Decía que en una ciudad como esta era bueno tener un compañero, que a partir de ahora éramos compadres, hermanos de sangre, familia.
Creo que le faltan varios caramelos del frasco. Habla continuamente y gesticula demasiado, amén de que es un peligro arriba de un auto, pero me divierte.
 Al poco rato que llegamos a la ciudad me invitó unas cervezas. Fue muy insistente y no me pude negar. Además, sentí que se lo debía por acercarme hasta allí.
Estacionó el auto… (aquí me permito abrir un paréntesis para explicarles una situación, ya que imagino que este auto les debe dar mucha curiosidad. No sé exactamente el por qué, pero cuando uno muere y queda en esta situación de pausa, a falta de un nombre mejor, porque lo de “almas perdidas” nunca me gustó, suele ocurrir que algunas de sus antiguas posesiones terrenales también se vuelvan parte de uno. Son aquellas cosas a las que estábamos ligados en vida, por ejemplo un auto, una casa o un negocio. Cosa rara, ninguno de los vivos parece darse cuenta de estas pérdidas. Nadie extraña un auto o una propiedad, los familiares parecen olvidarlos. Algunas veces se preguntarán ¿pero papá no tenía una casa, esa con la galería, donde nos criamos de chicos? Y se quedarán con la mirada perdida, esforzando la memoria, teniendo una leve imagen de un patio cubierto por una frondosa parra que la luz del sol traspasaba en finos rayos creando dibujos abstractos en las baldosas. Se esforzarán tanto en esta imagen que al final les dolerá la cabeza y reirán tontamente. Y nunca dirán nada de esto por miedo a que los tilden de locos, pero en sueños volverán a esa casa y la recorrerán habitación por habitación. Los avasallará una repentina congoja y se removerán inquietos en la cama. Capaz hasta lloriqueen. Y al despertar no recordarán con lo que habían soñado. Agradecerán a Dios por eso, porque haya sido un mal sueño. Y no es que la casa desaparezca del lugar dejando un hueco vacio. Sigue ahí, pero invisible para todos).
Entonces, como decía, estacionó el auto y entramos al bar.


El local era oscuro y ruidoso. Una banda de heavy metal ocupaba un escenario al fondo. El lugar estaba repleto, la mayoría saltando y agitando sus cabezas delante del escenario, y sobre mi cabeza flotaba una nube de humo de cigarrillos y otras yerbas.
En vida nunca habitué estos lugares. Están en la zona baja de la ciudad, cerca del parque industrial; divertimiento para la clase obrera. Aquí puede encontrarse música pesada, cervezas hasta emborrachase y, si se quiere, compañía femenina a muy bajo costo. Un combo completito para el hombre que trabaja doce horas diarias y desea olvidar que tiene una vida de mierda.
La cantidad de gente me abrumó. Después de cuatro años esquivándolos, creo que es normal.
—Sentémonos en la barra —dijo el hombre a mi oído.
—¡Bueno! —grité.
Nos sentamos en unos taburetes altos y al momento se acercó un hombre desde el otro lado de la barra. Una fea cicatriz le cruzaba la cara.
—¿Qué quieren? —preguntó de mala gana.
—Dos cervezas —dijo mi compañero.
El hombre gruñó y sacó dos cervezas de debajo de la barra. Destapó ambas con los dientes.
—Aquí tienen.
Lanzándonos una última mirada, se fue a atender a otros clientes.
La cerveza estaba fría y la bebí con ganas. Un riff de guitarra me hizo chirriar los dientes y fruncí el entrecejo. Ese hijo de puta debería dedicarse a otra cosa, pensé.
El hombre dio un trago a su botella y tendió la mano.
—George Valencia —se presentó.
—Alan Santos —dije yo, estrechándosela.
El hombre miró hacia el escenario y agitó la cabeza siguiendo el ritmo. Luego me sonrió y bebió otro trago.
—Buena banda —dijo.
Pensé que el pobre hombre tenía un pésimo gusto musical. Ahora, aparte del movimiento de cabeza, golpeteaba la barra con su dedo índice.
Me sonreí por lo bajo y me acomodé mejor en el taburete. O yo tengo mucho culo o esos asientos eran muy chicos.
Ese pensamiento me hizo recordar a mi ex, no sé por qué… Bueno, sí sé: Paola siempre estuvo muy orgullosa de su culo. Decía que era la parte de su cuerpo que más le gustaba. Para ser francos, ese culo le gustaba a todo el mundo.
  Los primeros días después de mi muerte la rondé bastante. Suena enfermizo, lo sé, casi algo voyeur, pero tampoco es que la observaba bañándose o teniendo sexo con otros. Gracias a Dios esto nunca sucedió. Lo de tener sexo con otros, digo. Bañarse se bañaba, Paola nunca fue una mina roñosa.
George había dejado la botella de cerveza y golpeaba con fuerza el borde de la barra con ambos índices. Seguía agitando la cabeza como un poseso. Va a terminar con los dedos quebrados, pensé. Pero esas son cosas que no nos afectan mucho a los de nuestra calaña: a las pocas horas estamos como nuevos.
Volví la vista al escenario y distinguí un refucilo rojo entre tanto negro y brillo de tachas.
Ahí, saltando entre todos y con una alegría que hasta hace unas horas no tenía, estaba la pelirroja.


El que se pregunte qué posibilidades había de volver a encontrarnos, les tengo que decir que demasiadas, casi un noventa y ocho por ciento. Lugares de reunión para muertos no hay muchos, una mano alcanza para contarlos. La mayoría son bares. Parece que a los muertos, cuando les pinta el bajón, se les da por chupetear.
—Ahora vengo —le dije a George.
Él asintió con la cabeza. No sé si porque me había escuchado o porque seguía llevando el ritmo de la música con la cabeza.
Me acerqué a esa masa uniforme y saltarina y quedé atrapado en la vorágine. Un muchacho pelilargo se me colgó del hombro.
—¡Saltá, loco! —me gritó eufórico en el oído—. ¡Saltá!
Empecé a saltar y al poco rato ya me empezó a gustar la cosa. Y así, a los saltitos, me fui acercando a la colorada arrastrando al pelilargo que había tomado mi hombro como punto de apoyo de sus propios saltos.
De pronto hubo un grito y vi algo que se me venía encima. Era el guitarrista. El tipo quedó sostenido por las manos alzadas de toda la muchedumbre, e iba siendo paseado por la gente.
Mis manos, lamentablemente, fueron a parar a su bragueta.
No fue agradable.


La pelirroja saltaba junto a dos muchachos. Uno de ellos se parecía a ese personaje de película con la cara llena de clavos. Llevaba unas calzas negras (la pelirroja, no el de los clavos) muy apretadas que dejaban poco y nada a la imaginación, y una remera también negra con la imagen de Eddie.
Junto a mi nuevo compinche, que no me soltaba del hombro, me puse al lado de ella. Las tetas le rebotaban dentro de la remera (a la pelirroja, no a mi compinche). ¿Eddie tiene ojos saltones? Este sí.
Para estar muerta, se la veía bastante bien.
El de la cara con clavos le dijo algo y ella comenzó a sonreírse a la vez que giraba la cabeza. Entonces me vio y la risa se le cortó en seco.
Hola, modulé con los labios. Tratar de hablar tan cerca del escenario era imposible.
Se acercó hasta mí y me habló al oído. La verdad, con ese ruido, no sé qué me dijo. La sensación de su aliento en mi oreja me producía cosquilleos y me erizaba todo el vello…, aparte de erizarme otras cosas.
¿Qué?, volví a modular frunciendo el entrecejo.
Ella me tomó del brazo y me arrastró hasta un rincón.
—¿Quién sos? — me preguntó sin soltarme el brazo. Se la notaba enojada y asustada a la vez.
—Me llamo Alan —dije—. Nos conocimos esta mañana en la estación. Nos pasó un tren por arriba, no sé si te acordás.
—¿Qué hacías en las vías?
—Un problema de columna —dije tomándome la cintura y estirándome hacia atrás—. El médico me dijo que me acostara sobre algo duro.
—No le veo la gracia —dijo ella.
—Y no la tiene —accedí—. Te la regalo que te duela la espalda.
Hubo un pequeño temblequeo en sus labios. No fue una sonrisa con todas las letras, pero por algo se empieza.
—¿Valió la pena? —le pregunté.
—¿Lo qué?
—Suicidarse. ¿Valió la pena suicidarse? ¿Tan mal te iban las cosas?
—Podría preguntarte lo mismo. Vos también estabas ahí.
—Yo ya estaba muerto de antes, no cuenta.
—Pero como… —se sorprende.
—¿Que cómo pudiste verme?
Ella asintió.
—Bueno, cuando estabas en el andén no reparaste en mi presencia. Es normal, estabas viva. Aunque compartimos el mismo espacio, es otro plano. Es como el negativo de las fotos. No sé a vos, pero a mí siempre me dieron escalofríos los negativos. Es como otro mundo. Te ves en él, te reconoces, pero a la vez no sos vos. —Miré alrededor—. Esto vendría a ser el negativo de la vida. Al echarte al paso del tren, a segundos de morir, se abrió un resquicio y diste tu primera mirada al otro lado. —Sonreí—.  Y me viste a mí.
—¿Y qué es este lugar? —preguntó—. No parece el Cielo, aunque tampoco el Infierno. En verdad no se parece a nada que me hayan explicado cuando iba a catequesis.
—Supongo que esas cosas no existen.
—Había una luz —dijo ella—, pero me dio miedo. La luz hablaba.
—¿Hablaba?
—Bueno, no hablaba como hablamos nosotros. Hablaba dentro de mi cabeza.
—¿Y qué te decía?
—Que fuera con ella.
—¿Y por qué no fuiste?
—Ya te dije que me dio miedo.
—¿Te daba miedo la luz?
—No, la luz no. Me daba miedo lo que podría haber del otro lado de la luz. Y viste como dicen: mejor malo conocido que bueno por conocer. ¿A vos no se te apareció la luz cuando…, bueno…, cuando te pasó lo que te pasó?
—Nada. Ni luz ni otra cosa…


16 de mayo de 2011

Hasta aquí llego hoy. Hubo más conversación ese día entre la pelirroja y yo, pero nada importante. Al menos nada que merezca mencionarse en este diario. Lo que me dijo sobre lo que experimentó al morir aún me da vueltas en la cabeza. ¿Una luz que le hablaba? ¿Una luz que la invitaba? ¿Adónde demonios quería llevarla? ¿Por qué yo no experimenté nada de eso?
Repito: la cabeza todavía me da vueltas. Pero ya es tarde. Madrugada del lunes, de hecho. Quiero dormir un poco…
Por cierto, ahora que lo pienso, nunca llevé un diario en mi vida, lo que significa una tremenda ironía esto de llevarlo en la muerte, ¿no es cierto?
Bueno, ya les seguiré hablando de la chica y de George.
Y de mí.
Principalmente de mí.

6 comentarios:

✿ Belle ✿ dijo...

Bueno me lo llevo para leer, mañana escribo las impresiones aunque por los antecedentes ya se que me va a encantar! :D

PAOLA RUIZ dijo...

Que bueno,bastante entretenido el segundo capitulo.Y algo gracioso a veces (para mi que no me rio de nada ,estuvo muy bien)

Fleurr dijo...

¡Muyyyy bueno el segundo capitulo! Me gustó la inclusión de la pelirroja, me cae bastante bien jaja. Alan muy bien retratado como les dije; los elementos del relato bien descriptos, George (Valencia!) jaja quiero saber mas de el!! Estaré a la espera de un nuevo capitulo, ¡muy bien chicos!

Calavera dijo...

Muchas gracias a las tres por sus comentarios!! :)

Anónimo dijo...

Adrián y el finado George me disculparán por la tardanza, pero aquí estoy, al tanto de la historia. No en palco, pero sí en gallinero XD
Me gustó la entrega. Noté el cambio radical de la escritura, debo decir.
Estuvo bueno lo de George Valencia y que se abre la puerta a un nuevo misterio: la luz que habla... y la peliroja buenona.
Espero la próxima entrega!!! (que si no estoy mal será dentro de poco)
;)

Calavera dijo...

Gracias por leernos, Luther!!! :D

La idea de mi alter-ego fue de Adrián. :P Vamos a ver cómo se desenvuelve... ;D

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