lunes, 30 de mayo de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo IV


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo IV

Escrito por: Adrián Granatto





             24 de mayo de 2011

George vino hoy con una noticia: encontró casa.
—No es la gran cosa —dijo mientras me arrastraba hasta el auto—. No tiene ninguno de los servicios y tuve que llenar la bañera con agua del arroyo para poder usar el inodoro. Yo pensaba que una vez finado no cagabas más, pero parece que me equivoqué. ¿Y querés que te diga algo? Capaz que la gente no pueda ver un sorete fantasmal, pero yo sí. Y el pudor es el pudor, viejo, y no me gusta verlos flotando ahí todos orondos.
—¿Qué arroyo? —pregunté.
—El arroyo —dijo él sentándose tras el volante—. Ese que cruza por allá.
No conocía ningún arroyo. Pero eso no significaba nada ya que tampoco conocía gran parte de las afueras de la ciudad (porque estaba seguro que era en las afueras. No podía ser que un arroyo cruzara la city, como me gusta llamar a Los Altos, el pueblo donde vivimos). Mi radio de acción se limitó siempre a la parte central de la ciudad. Recién con la llegada de George conocí un poco más allá.
De reojo capté algo por el espejo retrovisor. Como ya dije, mi casa está rodeada de un tupido seto y los fondos dan al comienzo del bosque. Entre el seto y la casa se forma un pasillo de metro y medio de ancho. En la parte izquierda está muy crecido y las ramas arañan la fachada, lo que hace un sonido muy irritante los días de viento. Exactamente ahí puedo jurar que había alguien o algo asomando la cabeza. No pude saber qué era porque George arrancó el auto y el petardeo del caño de escape hizo que aquello desapareciera rápidamente.
—Es una casa de dos pisos —dijo George. No se había enterado de nada y yo tampoco se lo conté. Se sonreía—, pero la escalera se vino abajo y se convirtió de una sola planta. Qué mal que no podamos volar, o por lo menos flotar, ¿no es cierto? También tiene un sótano, pero está inundado. Supongo que será por problemas de napa.
—¿No encontraste algo mejor?
—¡Pero si la casa me gusta! —exclamó sacando la vista del camino—. Siempre quise una casa con piscina interior. No será lo mismo, pero sigue siendo agua.
Abrió la guantera y sacó un cassette. Lo besó y me guiñó un ojo.
—Un poco de buena música para el camino —dijo a la vez que lo introducía en el pasacassette.
Back In Black empezó a sonar y ya no se habló más.


Sorprendentemente, la casa no estaba en las afueras y el arroyo al que hacía mención George era real. Avanzaba desde el bosque y dividía la calle en dos. Por un momento se me vino a la memoria el rumor de agua que escucho cuando estoy en el claro y siempre asocié con un riachuelo. Pues bien, ese que tenía en frente no era para nada un riachuelito. Y creo que decirle arroyo también es desmerecerlo. Es un caudal de agua que ruge con ganas. Dos puentes lo cruzan: uno para autos, con dos carriles, y otro para peatones.
La casa se encontraba del otro lado. Era de ese tipo de lugares que uno comprende al instante que debe estar habitada por fantasmas. Las ventanas estaban tapiadas igual que la puerta, y las del piso de arriba se encontraban rotas, seguramente víctimas de los niños del barrio.
Me dio un escalofrío.
George rodeó la casa hasta la parte trasera, donde un camino pavimentado se abría paso entre los altos pastos del jardín hasta un garaje. El interior de este estaba oscuro ya que los dos postigos que tenía habían sido pintados desde adentro.
Bajamos del auto y George entró al garaje. Me quedé parado afuera observando aquella negrura.
Nunca le temí a la oscuridad, ni de chico. Mi madre tenía la costumbre de dejarme la puerta abierta de la habitación para que la luz del pasillo iluminara el cuarto; pero yo iba rato después, cuando sabía que ella dormía, y la apagaba. En verdad me hacía un recorrido por toda la casa y apagaba todas las luces. Luego volvía a mi cama sin tropezarme con nada, como si un radar interno me mostrara donde estaba cada mueble.
—¿Y? ¿Venís o no venís?
La voz de George desde el interior del garaje me sobresaltó y di un respingo. George se rió.
—¿Te asustaste?
—Me sorprendiste. Estaba pensando en otra cosa.
—Te cagaste en las patas —fue categórico George—. Dale, pasá.


El garaje comunicaba con la cocina. Había una mesa a la que le faltaba una pata y ninguna silla. De la pared colgaba una alacena sin puertas.
De la cocina pasamos al living. Tiras de empapelado se desprendían de las paredes. Como me había contado George, la escalera yacía derrumbada en un montón de maderas ya podridas.
—Arriba supongo que están las habitaciones —dijo George—, pero acá abajo también hay una. Creo que es el cuarto de invitados.
Me llevó por un corto pasillo y me mostró la habitación. No tenía muebles, ni uno solo; pero tirado en el suelo había un colchón nuevito.
—¿De dónde lo sacaste? —le pregunté.
—Me lo traje del centro del pueblo. Lo cargué en el auto.
—¿Lo robaste?
—Era una colchonería —se encogió de hombros George—. Tienen colchones para tirar para arriba. No van a estar extrañando un colchoncito.



            27 de mayo de 2011

George hizo una fiesta para inaugurar la casa.
El baño tenía una de esas viejas bañaderas de loza con patas. La llenó de cerveza y otras bebidas hasta el borde y las tapó de hielo.
Lo ayudé a limpiar un poco. Sacamos al jardín trasero los pedazos de escalera y gran parte del empapelado. George quería prenderles fuego.
—¿Estás loco? —le dije—. Llegas a prender fuego acá y todo este pastizal  va a arder como la san puta. De ahí a que se te prenda fuego la casa hay un paso.
Tuvo que darme la razón.


La fiesta fue un desconche, con un montón de mechudos que yo no conocía y que se la pasaron toda la noche sacudiendo la cabeza al son del heavy metal. Hacía tiempo que no me divertía tanto. Creo que la última fiesta en la que estuve fue una que hizo Carvajal.
Y en esa no me divertí.
Y no porque Carvajal hiciera malas fiestas. ¿Querías putas? Había putas. ¿Querías merca? La que quisieras. ¿Querías juego? Póker, rula, dados, blackjack. Lo que pidieras. Carvajal no se iba con chiquitas. Lo que pasaba era que a esa altura ya estaba pensando largar todo, la cosa se estaba poniendo muy pesada para mi gusto. Carvajal manejaba todos los business sucios de Nérida, la Capital. Podría decirse que era un negocio familiar. Una vez me mostró un árbol genealógico que colgaba en su oficina, un tapiz de tela como pana en donde un enorme árbol de numerosas ramas lo ocupaba totalmente. Bordados con hilos dorados aparecían los nombres de todos sus ancestros.
—¿Sabe leer un árbol genealógico, señor Santos? —me preguntó. Llevaba una copa de cognac en la mano. Yo había declinado la invitación.
—No, señor.
—No es complicado. Este de acá —señaló el tronco principal— son los iniciadores o cabezas de familia. La primera generación de hijos son las ramas gruesas que se separan del tronco, la segunda generación de nietos son las ramas más pequeñas que salen de las ramas anteriores, y así sucesivamente.
Me acerqué un poco más al tapiz y leí los nombres del tronco:

Melquiades Carvajal, Nicolasa Berbanari.

—Mis bisabuelos —dijo a mis espaldas Carvajal. Su voz denotaba orgullo—. Y este de aquí es mi hijo —marcó con el dedo en el tapiz, muy por arriba de mi cabeza.
—Julián.
—Así es.
A Julián lo conozco. De chicos éramos muy buenos amigos. Luego el padre lo mandó a estudiar al exterior y, cuando volvió, comenzó a moverse en otras esferas.
—Vas a escuchar que somos una familia de mafiosos, de asesinos —me dijo Carvajal poniéndome la mano en el hombro—. Nada de eso es verdad. Yo soy un hombre de oportunidades. No hay negocios buenos o malos, son sólo negocios y nada más. Ofrezco un servicio a la comunidad dándoles lo que piden. ¿Eso es malo? Si la gente necesita emociones fuertes, ¿quién soy yo para negárselo? ¿Quieren droga? Les ofrezco droga. Yo sería el hombre más feliz del mundo si la legalizaran. ¿Por qué el cigarrillo está permitido y la droga no? Nunca entendí eso. ¿Quieren emborracharse para olvidar los problemas? Les doy todo el alcohol que necesiten. Tenemos derecho a tomarnos una copita, ¿no es verdad? ¿Quieren armas? Se las doy. Este es un mundo que muestra los dientes, y si no te andas con cuidado, te muerde. No le veo nada de malo tener un arma para defenderse de los mordiscos.
—¿Qué problemas puede tener un niño de ocho años para drogarse o emborracharse? —me animé a decir.
Carvajal me miró.
—Más problemas de los que te puedes imaginar —dijo en voz baja—. Igualmente, no vendemos a los niños, por lo menos no a los niños de mi ciudad. En Nérida eso está prohibido. A los pequeños no se los toca. Espero que eso te quede claro.
—Sí, señor.
Y así era: a los pibes no se los tocaba. Si Carvajal se enteraba de que alguno de sus hombres le vendía merca a un pendejo, ya podía darse por muerto.


¿Cómo terminé trabajando con Carvajal? De la misma forma que todos en la Capital: o estabas del lado de él o eras enemigo de él. Por descarte, era mejor trabajar para él.
—Bienvenido a nuestras filas —me dijo la primera vez, rodeado de sus hombres de confianza—. A partir de hoy harás lo que yo te diga. Si sabes obedecer, serás recompensado; si cometes un solo error, te arrepentirás de haberme conocido. ¿Soy claro en lo que digo?
Asentí con la cabeza.
—Me gusta este muchacho —les dijo sonriendo a los demás—. Es calladito y escucha. Varios de ustedes tendrían que aprender de él.
Nadie pronunció palabra. Ni una risa, ni un carraspeo.
Así que comencé a trabajar para él. Me tocó la zona rica, la de autos lujosos, mujeres increíbles y billeteras llenas. Las palabras de Carvajal perdían sentido aquí. ¿Qué problemas podía tener esta gente para necesitar droga? No lo sé. Los he visto con mis propios ojos esnifar cocaína con billetes de cien y luego tirarlos a la basura.
Muy pronto me convertí en un dealer importante y el dinero dejó de ser un problema para mí. Me codeaba con la farándula y las mujeres se me entregaban por una dosis, concurría  a los Night Clubs más sofisticados y vestía trajes de categoría. Levanté mis pocas pertenencias de la pensión a la que la palabra “hogar” le quedaba demasiado grande y me mudé a un hotel cinco estrellas del centro.
A Jessy no le gustaba esto, este cambio en mí, decía que no era el Alan del cual se había enamorado. Le dije que ese Alan era un pobre infeliz y que este era un Alan importante al cual se le abrían todas las puertas. Ella me dijo que si pensaba eso estaba demasiado ciego para ver la realidad de las cosas. Yo le dije que esta realidad me gustaba más que la anterior, que en esta realidad podía darle todo lo que necesitábamos para estar juntos. Ella no dijo nada, sólo me miró. Fue una mirada triste.
Luego se fue para Los Altos, nuestro pueblo natal.
Y yo, en vez de seguirla, la dejé ir.


Y todos los meses me reunía con Carvajal para entregarle la parte que le correspondía.
—Las cosas te van bien, según veo.
—No me quejo.
Al lado de Carvajal estaba Bagliatto. Bagliatto se encargaba de llevarle la contabilidad. Luego de contar el dinero que había traído y verificar unos números en sus libros, me miró por encima de sus anteojos e hizo una mueca que algunos podrían entender como una sonrisa, pero que a mí siempre me resultaba irritante. Daban ganas de borrarle esa mueca de una trompada.
—¿Todo en orden? —le preguntó Carvajal.
Bagliatto le dijo algo al oído y Carvajal asintió.
—Estamos gratamente sorprendidos —me dijo Carvajal.
—¿Por qué? —me sonreí tontamente.
—Porque por lo general nos roban —respondió, tajante.
Palidecí al escuchar eso, les juro. Había escuchado historias de gente que osó robarle a Carvajal y de cómo habían acabado. Se contaba que a uno de ellos le cortó el pene y lo obligó a comérselo. Algunos decían que eran puras mentiras, leyendas urbanas que dejaba correr para crear un aura de miedo a su alrededor. Pero estando ahí sentado frente a él, todas esas historias se volvían terroríficamente reales, se los aseguro.
—No muerdo la mano de quien me alimenta —me acuerdo que dije—. Me conformo con las migajas que me tocan.
¡Con las migajas que me tocan! ¡Qué estupidez, por Dios! Las cosas que uno puede llegar a decir estando nervioso son las más vergonzantes de todas las que diremos en nuestra vida.
Pero a Carvajal y a Bagliatto les debió parecer graciosa porque se echaron a reír.
—¿Escuchaste, Bagliatto? “No muerde la mano de quien lo alimenta. Se conforma con las migajas”. Este chico me agrada, me hace reír. Te diré una cosa, muchacho: mi mano ha sido mordida muchas veces. Tantas que ya la tengo insensible. Pero siempre observo hasta qué punto creen poder engañarme. Y lo increíble es que ese punto cada vez se extiende más.
Se levantó, cruzó la habitación hasta el bar personal y se sirvió un cognac.
—Trato de no ser duro con ellos, yo también he sido joven. El dinero es tentador, lo sé. Pero es mi dinero, y con mi dinero no se juega. Y no importa que castigue al que me roba de las formas más terribles, siempre habrá otro que se querrá pasar de listo. Pero, muchacho, tú nos sorprendes: no te has quedado con ningún billete.
Abrí la boca sorprendido.
—Bastante me llevo ya —dije.
Carvajal se había acercado al ventanal mientras hablaba. Bebió con delicadeza y corrió la pesada cortina. Miró hacia afuera, hacia la palpitante ciudad que la noche comenzaba a cubrir.
—¿Cuánto hace que trabajas para mí? —dijo sin quitar la vista de la ventana.
—Tres años, señor.
—Tres años —repitió Carvajal—. Creo que ya es tiempo de un ascenso, ¿no crees, Bagliatto?
—Lo que usted diga, señor.
—¿Tenemos algún lugar disponible?
—Necesitamos a alguien que se haga cargo de la zona intermedia, señor.
—Ah, sí —movió la cabeza Carvajal—. ¿Qué pasó con Welles?
—Fue removido, señor.
—¿Removido? —alzó las cejas Carvajal.
—No cumplió las expectativas, señor.
—Entiendo. ¿Piensa que el señor Santos podrá hacerse cargo?
—Claro que sí, señor. Ha dado muestras de buen desempeño.
—Muchacho, ¿hay alguna cosa que te ate a la Capital? No sé, familia, novia, esposa, hijos.
—No, señor —dije, y era verdad. Hacía casi un año que Jessy se había vuelto para Los Altos, y yo sólo la visitaba de vez en cuando.
—Entonces no tendrás problemas en irte.
—No, señor.
—Muy bien. Bagliatto te pondrá al tanto. Espero que sepas aprovechar la oportunidad.
—Por supuesto, señor. ¿Puedo hacerle una consulta?
—Adelante.
—¿Dónde es la zona intermedia?
—En las afueras de la Capital. Es una zona que nos está costando mucho. La llamamos así porque está a medio camino entre Nérida y Los Altos.
—Creí que entre la Los Altos y la Capital sólo había bosques.
Carvajal sonrió sin sacar la mirada de la ventana. Me di cuenta que me observaba por el reflejo.
—¿Cuánto hace que no sales de la Capital?
—Hace casi cinco años —mentí—. Pero en los mapas no figura nada.
—Hay muchas cosas que no figuran en los mapas, muchacho.


28 de mayo de 2011

Ayer les hablé un poco de Carvajal. Hay más para contar, pero lo tengo todo un poco difuso en la cabeza. Supongo que el pegarme un tiro en los sesos me revolvió los recuerdos, no sé.
La cuestión es que la fiesta del George llegó a su apogeo. La cerveza se había terminado y ya varios coches policiales habían pasado iluminando la casa. Recibieron muchos llamados por ruidos molestos en la casa abandonada cerca de Paso del Río, que es como se llamaba aquella zona. Los policías pensaron en un grupo de muchachos celebrando una fiesta de drogas y cerveza. Sobre la cerveza tenían razón. Pero la casa se veía desocupada (aunque, y esto no se lo dirían a nadie, estaban seguros de que cuando se alejaban escuchaban algo) y a la quinta llamada ya dejaron de ir.


George se ofreció a llevarme a casa, pero no acepté. Estaba amaneciendo y ya se veía que iba a ser una mañana agradable. Una caminata me haría bien para despejar la cabeza.
Me despedí de George y crucé el puente. El agua había sido encauzada entre paredes de cemento, lo que le confería un eco extraño, como de gritos. Caminé entre las calles que despertaban. Un chico en bicicleta pasó a mi lado repartiendo periódicos. Robé uno de un umbral y lo abrí al azar mientras seguía caminando. Es una sensación divertida leer noticias que ya no te preocupan en lo más mínimo. ¿Que ha subido la canasta básica? ¡Pues que suba! ¿Que mataron a Bin Laden? Bueno, mientras no se le dé venir por estos lados, que haga lo que quiera.


Y así, leyendo (para aquellos que pregunten, no es que el diario flotase y la gente huyera espantada. Cuando un espíritu toma algo, esto pasa a ser parte de él y, por ende, se desvanece hasta que lo suelta), llegué al parque. Estaba lleno de gente con sus perros haciendo sus necesidades (los perros, no la gente). Caminar por el parque a esa hora era pisar un sorete seguro. Nunca entendí esa frase que dice que pisar mierda significa suerte. Será suerte para el que no lo pisó, porque el que lo pisó no creo que salte de alegría al grito de ¡Suerte! ¡Suerte!  
Un Gran Danés se puso a mi lado y empezó a saltar. Se le unió un Pastor Alemán y un Caniche. Los tres saltaban y ladraban muy alegres. Los dueños los llamaban a gritos, pero los perros no hacían caso.
No sé por qué pasa eso. Es como que los animales pudieran vernos, aunque “vernos” quizá no sea la palabra correcta. Me inclino por “presentirnos”.
Lo mismo pasa con los bebés y los niños de hasta dos años. Me ha pasado que los pequeños se me sonríen y me saludan con las manitos. Hay que ver la cara de esos padres. Es muy gracioso.
Lo que no me causaba gracia eran los perros. Los malditos seguían saltando y tirándoseme encima. Los dueños del Gran Danés y el pastor Alemán vinieron a buscarlos y les engancharon las correas. El Caniche decidió que hacer tanto barullo solo era aburrido y volvió con su dueño.
Escuché una risita y luego una voz que me decía:
—Se nota que los perros te tienen cariño.
Sentada en uno de los bancos de madera, con el culo en el respaldo y los pies en el asiento, la pelirroja me sonreía mientras se clavaba una hamburguesa.


—Hola —le dije.
—Hola —saludó ella tragando un pedazo de la hamburguesa.
—¿De dónde sacaste eso? —me dio curiosidad.
—¿Hummm? —dijo ella con la boca llena y sacudiendo la hamburguesa mientras la señalaba—. De ahí, del tacho de basura.
—¿Del tacho de basura? ¿Estás loca?
—No, tengo hambre. Nunca pensé que estando muerta seguiría teniendo hambre, pero la tengo.
—Hubieras ido a una casa de comida rápida y agarrado una hamburguesa como la gente. O ir a un restaurant elegante y atiborrarte de todo aquello que jamás pensaste que comerías.
—¿Si? —dijo ella dándole otro mordisco. El estómago me dio un vuelco en ese momento—. A esta no le veo nada de malo. Está buena.
—Vamos —le dije sacándole lo que restaba de la comida—, te voy a llevar a comer un desayuno decente.
—¿Adónde? —dijo ella bajándose del banco de un salto.
—A mi casa.
La colorada cruzó los brazos y se sonrió.
—Para estar muerto sos bastante vivo.
—Nada que ver. Lo que sucede es que preparo el mejor desayuno de esta ciudad. Vas a ser una de las pocas privilegiadas que van a probarlo.
—¿En serio? ¿Y cuántas privilegiadas hubo antes que yo?
—Ninguna… —confesé—. Vas a ser la primera.


Cruzamos el parque hablando de lo que hacíamos estando vivos. Me contó que era promotora en las carreras de Fórmula Uno.
—Nos acercábamos a los corredores cuando daban notas. Teníamos gorras con el logo de varias empresas. La cosa era que la cámara nos tomara con las gorritas.
—¿Y cuando no estaban delante de las cámaras?
—Nos divertíamos en los hangares —fue lo único que dijo.
No quise indagar más.
Delante nuestro aparecieron los juegos para niños. Se veían en bastantes malas condiciones. Eso no impidió que la colorada se subiera a una de las hamacas. Me senté en la de al lado y me di impulso con los pies.
—Es una vergüenza que te lo pregunte —comenté—, pero si me lo dijiste, me lo olvidé. ¿Cómo era que te llamabas?
—No te lo dije.
—¿Y entonces?
—Y entonces, ¿qué?
—Tu nombre.
—Valeria. Y no me digas Vale, que no me gusta.
Como las hamacas es algo que está fijo y no podemos trasladar, aquí sí se veían a ambas mecerse solas. Una mujer que hacia footing frunció el ceño y apuró el trote.
—¿Y vos cómo te llamás?
—Alan.
No pude evitar bostezar.
—¿Te aburro? Si te aburro me voy.
—No, no es eso. Es que vengo de una fiesta y estoy cansado. La falta de costumbre.
—Bueno, ¿seguimos? Estoy ansiosa por probar tu desayuno.
—Te vas a chupar los dedos —le dije a la vez que me ponía de pie y le ofrecía mi mano para ayudarla a pararse.
Ella estiró la suya y a punto estaba de tomarla cuando se fijó en mi palma.
—¿Cómo te hiciste esto? —preguntó agarrándome la mano y girándola hasta dejarme la palma hacia arriba.
Me miré la cicatriz que recorría la palma de mi mano izquierda. Valeria le pasaba la uña por encima, recorriéndola. Me hacía cosquillas.
—Un corte de cuando era chico —supuse. No recordaba cuándo me la había hecho—. Me caí jugando en el bosque.
Valeria inclinó un poco la cabeza.
—No parece una cortada hecha al azar —dijo ella—. Parece un ojo.
—Hay que ponerle ganas para ver un ojo ahí —dije riendo.
—No, en serio, lo parece. ¿No lo notas? —Me giró el brazo dolorosamente hasta ponerme la palma delante de mis ojos con el pulgar hacia abajo—. Es como un ideograma.
—Me estás doblando el brazo.
—Perdóname —dijo soltándome.
—Es solamente una herida, nada más. —Me miré la mano—. Y yo veo una oveja.
—¿Una oveja? —rió ella.
—Claro. Esta es la cabeza, este es su cuerpecito lanudo, y esta es la colita. Esto es como con las nubes: uno se pone a mirarlas y cada quien ve cosas diferentes. Supongo que es algo del subconsciente.
—Yo tengo un tattoo —dijo Valeria poniéndose de pie—. Un tribal. —Se dio vuelta y se bajó el pantalón hasta ese punto donde la espalda cambia de nombre—. ¿Te gusta?
—¿El culo o el tattoo?
—¡El tattoo! —rió.
Sí, me gustaba mucho.


30 de mayo de 2011

La llevé a mi casa y le hice el desayuno que le prometí. Hablamos de muchas otras cosas, pero no volvimos a tocar el tema de la herida en mi palma. Le conté lo que hacía en vida, claro que obviando algunos detalles.
Cuando fui a la cocina a dejar las tazas y platos en el fregadero, levanté la vista hacia la ventana y quedé atónito. Mirándome fijamente había un hombre desaliñado. Él se sorprendió tanto como yo y por unos segundos nos quedamos petrificados. Luego él salió corriendo hacia la derecha, hacia el frente de la casa, y yo crucé a las apuradas el living bajo la mirada sorprendida de Valeria.
Abrí la puerta y no vi a nadie.
Corrí hasta la calle y miré hacia ambos lados.
Nada. Había desaparecido.
Pero ahora sabía certeramente que alguien me estaba observando.
E iba a averiguar quién era.



1 comentario:

PAOLA RUIZ dijo...

Yo tambien pense en el diario volando solo en el aire ;)

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