lunes, 20 de junio de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo VII


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo VII

Escrito por: George Valencia (Calavera)




7 de junio de 2011

La luz de la luna se colaba furtiva por la ventana cuando reanudamos la conversación.
Habíamos tomado un receso de poco más de una hora para comer y hablar de temas insustanciales. Música, cine, libros y demás. Descubrimos que tenemos varios gustos en común. Valeria, al igual que George, es amante del rock pesado. Aunque eso ya lo sabía, por supuesto. No por nada la descubrí aquél día en El Zaguán saltando y gritando como una loca. Pero resultó también que ambos son apasionados de los libros. Estuvieron de acuerdo en que no hay nada como adentrarse en las páginas de un buen libro y olvidarse de la realidad. Y les gusta los mismos temas que a mí. Es decir, la ciencia ficción, el terror y esas cosas. Aunque eso sí: yo, si les digo la verdad, prefiero las pelis. A mí que me pongan una película de dos horas y quedo contento con disfrutar un rato de la historia. Prefiero mil veces eso a pasar horas y horas leyendo la historia en cámara lenta, corriendo el permanente riesgo de quedarme dormido.
Sé que suena contradictorio teniendo en cuenta que esto es un Diario, pero créanme cuando les digo que yo he sido el primer sorprendido con esto. Si nunca se me dio bien lo de leer, mucho menos escribir. Pero, no sé, un día me dio por comenzar a plasmar mis experiencias como muerto, y miren, de eso ya hace un mes. Supongo que el hecho de no haberme relacionado con nadie en estos cuatro años tuvo mucho que ver. Había comenzado a experimentar la urgencia de contar a alguien lo que me pasaba, lo que sentía, y redactar un Diario resultó ser una buena manera de volcar todo eso, de desahogarme. Miro las páginas que he escrito y, repito, soy yo el primer sorprendido. Son muchos ya los folios que ocupa este Diario y, según parece, quedan muchos más por delante, pues ha querido el Destino que entre todos los muertos con los que me hubiera podido relacionar, haya terminado conociendo justamente a unos a los que Carvajal ha conseguido joder de alguna manera. Curiosa manera la del Destino de entretejer su inexplicable trama.
El caso es que ayer, mientras hablábamos de preferencias, hobbies y esas cosas, al conocer su gusto por la lectura, me pregunté qué pensarían Valeria y George si supieran que llevo un Diario. Qué impresiones les causaría leer lo que he volcado en él en este último mes…


Bueno, como decía, en un momento dado, mientras la noche proseguía y los rayos plateados de la luna iluminaban la cocina, parecieron agotarse los temas y se hizo el silencio. Habíamos comido (“no más masas secas, por favor”, había pedido George), nos habíamos relajado un poco y había llegado la hora de retomar el tema principal donde lo dejamos.
Noté que no era un silencio incómodo, y eso me gustó. Hacemos un buen grupo este trío de muertos pelotudos.
Miré a Valeria, que se había puesto en pie, estirando los músculos, y observaba por la ventana con aire pensativo. George estaba mirando al vacío y silbando por lo bajo una melodía, también algo meditabundo.
Éste notó que lo miraba, me observó y guiñó el ojo diciendo:
—Suelta el rollo, viejo Alan.
Sonreí.
—Ya pasó mi turno —dije—. Al menos por ahora.
—Bueno, ¿entonces a quién le toca? ¿Tiramos una moneda?
Lo miré sin decir nada. De repente se me había ocurrido que había un cabo suelto en la historia de Valeria. Recordé que el día en que la conocí, primero en las vías y luego en el bar, yo le había preguntado algo y su respuesta había sido poco clara. Así se lo hice saber:
—Mira, Valeria, tengo una duda.
Esta no se movió. Siguió mirando por la ventana, con los brazos cruzados. Parecía cansada.
—Yo tengo muchas —dijo sin volverse.
—Yo también tengo unas cuantas —intervino George—, así que te puedes dar por bien servido.
—El día en que te conocí, Valeria —dije yo ignorando sus comentarios—, te pregunté qué te había llevado a tomar la decisión de suicidarte, pero creo recordar que te saliste por la tangente y no me respondiste, cambiando de tema. Ahora sé lo que pasó en realidad, pero por lo que me dijiste ese día hasta ahora seguía pensando que algo te había llevado al suicidio.
—Eras un extraño, Alan. ¿Qué querías? Venía de pasar un mal trago tras otro en vida, ¿e iba luego a sincerarme con el primer aparecido que se me atravesara, uno que además estaba tan muerto como yo? No lo tomes como algo personal, Alan, pero luego de ese primer encuentro no me inspiraste mucha confianza.
—Bueno… —acepté—, supongo que tienes razón.
—Tú tampoco te hagas el santo, Alan —dijo George—. ¿Qué diablos hacías allá tirado en las vías del tren?
—Estaba…, este…, suicidándome. Se me da bien eso.
—Eres un palurdo de campeonato, Alan.
—Oye, oye, no tenía nada más que hacer. Además, luego de un tiempo lo encontré divertido y cada vez que lo hacía me sentía renovado. ¡Como un borrón y cuenta nueva!
—Ya veo… Pero no me lo habías contado.
—No lo creí importante.
—Pues lo es. Eso confirma mi teoría. Estás encadenado a alguien que aún sigue vivo. Alguien con quien hiciste un pacto, así te mantengas en tus trece como un imbécil diciendo que no te acuerdas. Llegaste a algún tipo de acuerdo y hasta que la otra persona no muera, tú seguirás aquí… ¿Qué pasa cuando te suicidas?
—Pues, por un momento todo es oscuridad, y luego despierto en un lugar que queda cerca a la carretera en la que me recogiste ese día. Es un claro. Siempre en el mismo lugar y, vete tú a saber por qué, siempre es mediodía.
—Vaya, eso sí es curioso…
—Sí, es raro. Supongo que esos segundos en los que me siento flotar en esa oscuridad en realidad son horas, sólo que yo no las siento. Como te digo, siempre es mediodía…
—Eso me da algunas ideas. Podrás ser un pelotudo, viejo Alan, pero eres un pelotudo con suerte —sonrió George. Valeria seguía abstraída en sus pensamientos. A lo mejor le gustaba mucho la luna, qué se yo—. Mira que si yo hago lo mismo, es decir, tirarme como un pendejo a las vías del tren, la tendría bien jodida. No me saldría el letrerito de “Game over. Try again.” como a ti. Yo sí me iría para el orto. Igual Vale.
—“Valeria”, por favor —dijo esta, a pesar de su ensimismamiento.
—Disculpa —dijo George mirándola divertido—. Como te digo, igual le pasaría a ella —continuó dirigiéndose a mí—. No sé adónde iríamos a parar, y ni siquiera tengo ganas de imaginármelo, pero puesto que ya rechazamos la oportunidad de irnos para el Cielito, supongo que iríamos a parar a un submundo o algo así. A menos, claro, de que esa lucecita bonita nos dé una segunda oportunidad.
—Entiendo —dije yo. Empezaba a comprender por dónde iba la cosa, y no me gustaba mucho que digamos. El hecho de pensar que estoy encadenado a este plano por culpa de un maldito pacto que hice y que ni siquiera recuerdo, me pone los pelos de punta.
—Tendrás que hacer memoria, Alan. Quizá esa marca que te hiciste pueda tener algo que ver en todo esto.
—Es que no me acuer… —comencé a decir yo.
—¡Ya sé que no te acuerdas de una mierda —estalló George—, pero inténtalo, maldita sea!
—¡Está bien, está bien, no te sulfures!
—Es que a veces no sólo luces como un pelotudo, sino que parece que lo hicieras a propósito.
—Lo intentaré, te lo prometo. Intentaré recordar —dije.
—Así me gusta, viejo Alan. Ahora, si la damisela aquí presente está de acuerdo, solicitamos de su presencia.
—Sí, Valeria —intervine yo—, hay muchas cosas que no nos has contado.
Valeria, una vez más, no se inmutó.
—Para empezar, todos estos días me he preguntado adónde es que te pierdes, adónde vas cuando dejo de saber de ti por varios días.
Valeria suspiró profundamente, y por fin se volvió.
Estaba llorando.


Llevo cuatro años muerto, eso ya se lo saben de memoria, pero nunca había visto a un muerto llorando. Y verla precisamente a ella en ese estado me provocó un pesar inesperado. Sentí lástima por ella, y en un impulso repentino me puse de pie y la abracé, consolándola. Ella pareció resistirse un momento, pero luego aceptó el abrazo y posó su cabeza en mi hombro un instante.
Se sintió bien abrazarla, si les digo la verdad. Y a ella también pareció hacerle bien.
George, que guardó un prudente silencio durante esos minutos, dijo entonces:
—Vamos, chica, cuéntanos qué te aflige. Puedes confiar en nosotros. Somos tus amigos.
Ella deshizo el abrazo y sonrió, mirándonos alternativamente.
De repente, se volvió de nuevo hacia la ventana, como si se sintiera avergonzada de sus lágrimas. Se limpió la cara con las manos y guardó silencio durante un momento.
Yo me senté de nuevo y miré a George, que me devolvió la mirada y encogió los hombros: sólo nos quedaba esperar a que ella decidiera contarnos. No podíamos forzarla a hacerlo.
La miramos, aguardando. Pasado un momento, comenzó a hablar:
—Siempre me gustó la luna. De niña pasaba horas y horas mirándola, hasta que desaparecía en el horizonte o las nubes la ocultaban. Cuando estaba triste o preocupada, observarla me tranquilizaba. Incluso la extrañaba cuando no se podía ver. —Hizo una pausa—. Pero esta noche me ha traído muchos recuerdos. Bonitos y tristes a la vez, de cuando mis padres, mi hermana y yo vivíamos tranquilos y felices. Tuve una infancia muy apacible, chicos. Mis padres siempre se ocuparon de que a mi hermana y a mí no nos faltase nada.
»Nosotros éramos de Nérida. Mis padres tenían un bufete de abogados. Mi padre era penalista y mi madre especialista en derecho laboral. Les iba bien. Muy bien en realidad. A mi hermana y a mí nunca nos faltó nada. Desde pequeñas estuvimos acostumbradas a tener todo lo que quisiéramos…
»Todo cambió cuando mi padre se negó defender a Carvajal en un asunto de drogas. Mi padre siempre fue muy correcto, y sólo defendía a aquellos de quienes estaba seguro de su inocencia. Pero Carvajal era otra historia. Él sabe cómo hacer las cosas, pero en el círculo político para nadie es un secreto que él está involucrado en los negocios del bajo mundo: drogas, armas, corrupción… No obstante, nadie se mete con él, porque él no se pone en evidencia.
—Eso me consta —apunté.
—Pero por ese entonces cometió un desliz. No estoy al tanto de mucho de eso, no sé de qué se trataba, pero sé que mi papá fue rotundo en su negativa para defenderlo en los tribunales. Y no sólo eso, sino que lo dijo abiertamente, y fue eso lo que a Carvajal no le gustó ni un poco…
—Grave error —acotó George, que había retornado a su infrecuente seriedad.
—Eso fue lo que dijo mi madre, pero mi padre siempre fue muy testarudo. —Valeria se volvió una vez más, nos miró a ambos con pesadumbre y tomó asiento con un suspiro—. Ese hijo de puta no sólo acabó con mi padre, con mi familia, sino que se ensañó con todo el bufete, que incluía a una decena de abogados. A mi padre lo amenazó. Le dijo que si no se iba con cuidado en lo que decía, no volvería a ver a sus hijas. Y mi padre cometió el aún más grave error de no tomarlo en serio…
Valeria respiró hondo, procurando mantener la compostura. Teniendo en cuanta sus recuerdos, era algo harto difícil.
—Chicos —nos dijo—, tendrán que excusarme, pero no quiero revivir en detalle esos últimos meses de pesadilla, al menos no en este momento. Sólo quería que supieran a grandes rasgos lo que pasó y por qué sucedió. Pero lo que realmente quiero contarles, y esto nunca se lo dije a nadie, es que sospecho que el alcance del poder de ese hombre va mucho más allá de lo que pensamos. Mmm… No sé cómo decirles esto, por dónde empezar…
—¿Qué tal por el principio? —dijo George.
Valeria lo miró sin sonreír.
—Esto no parece tener principio conocido, George. Lo de Carvajal viene de familia, si no recuerdo mal lo que me contó mi padre una vez. Y ni hablar del final, pues lo veo muy difícil, nebuloso y complicado. Miren —dijo ahora dirigiéndose a los dos—, Carvajal tiene muchas maneras de actuar y de intimidar a las personas que se le atraviesan en el camino, sí, pero lo que sucedió con los miembros del bufete, la forma en que no sólo destruyó a esas familias sino que también logró sacarles hasta el último provecho, no puede ser fruto de simples amenazas o chantajes.
—¿A qué te refieres? —pregunté yo, intrigado.
—Andrés Cuellar, por poner un ejemplo, era, junto con mi padre, uno de los miembros con más influencia del despacho. No sólo ejercía su rol como abogado penalista, sino que estaba metido en la política y tenía varias propiedades de gran valor esparcidas por los alrededores de Nérida. Era dueño de un campo de golf y de una franquicia de almacenes dedicados a la venta de artículos tecnológicos. Sobra decir que le iba muy bien, tanto que ni siquiera tenía necesidad de trabajar. No obstante lo cual laboraba en el bufete con un ahínco admirable.
»Su error pudo ser tan simple como apoyar a mi padre, pero creo que los motivos por los cuales Carvajal lo puso en su mira van mucho más allá de un simple conflicto de intereses. La forma en que Andrés Cuellar pasó de ser un hombre poderosamente millonario a un alcohólico en vías de hallarse en la bancarrota me parece sospechosamente extraña. Y no sólo sucedió con él. Muchos otros también corrieron igual suerte. Carvajal, de alguna manera, consiguió no sólo destruirlos, sino también hacerse con sus bienes materiales y su poder político y económico. Y todo eso de una forma aparentemente limpia y legal.
—Espera un momento —interrumpí. Tanta información en tan poco tiempo había hecho que me diera vueltas la cabeza. Sabía que el hijo de puta de Carvajal era un hombre poderoso y con una gran influencia en muchos niveles, pero lo que acababa de decir Valeria me parecía casi ridículo. ¿Cómo podría hacer un simple hombre para destruir personalidades, empresas y familias a diestra y siniestra y salir impune después, sin ningún rasguño?— Todo eso que dices parece una locura.
—Alan, lo mismo pensé yo. Lo mismo pensaba mi padre, que fue el último en caer gracias a su tesón y sus ganas de luchar contra ese bastardo.
—Valeria, dime algo —intervino George, que había fruncido el ceño hasta cotas insospechadas y se sonaba los nudillos una y otra vez—. ¿Cómo es eso de que Carvajal se hizo con los bienes y el poder de los miembros del bufete, saliendo airoso luego? —preguntó, como si leyera mis pensamientos.
—¡No lo sé! Sólo sé que algunos de los amigos de mi padre comenzaron a tomar las peores decisiones. Es verdad que en algunos casos unos se quejaron de que su familia se había visto amenazada, pero también es cierto que esa no fue la constante. Fueron varios los que empezaron a cambiar su comportamiento de una manera descabellada y sin razón aparente. Algunos perdieron demandas de forma negligente, otros comenzaron a beber y a faltar al trabajo constantemente, y otros tantos, entre ellos mi padre, simplemente vendieron sus propiedades a precios irrisorios, abandonaron sus puestos políticos, muchos de gran influencia, para hacer tratos absurdos con políticos y empresarios salidos de la nada.
—Discúlpame, Valeria, pero eso no tiene ni pies ni cabeza —dije yo. George, no obstante, seguía con atención las palabras de la pelirroja.
—¡¿Y crees que no lo sé?! —exclamó ésta—. Casi perdí yo misma la cabeza al ver cómo todo el mundo que conocía se derrumbaba a mi alrededor como un castillo de naipes, incluyendo a mi propia familia, que tampoco se libró de la despiadada avalancha de Carvajal.
—Pero acabas de decir que los amigos de tu padre realizaron negocios con empresarios, políticos y demás. No con Carvajal.
—Sí, sé muy bien lo que acabo de decir. Pero estoy segura de que estaban bajo su mando. Sus amplias garras se extienden mucho más de lo que crees, y su estela de corrupción expide un hedor que con el tiempo aprendes a reconocer. Créeme, Alan. El hombre que conociste es sólo una sombra de lo que en realidad es.
Miré a George, como en busca de un apoyo, o al menos de una tercera opinión, pero este seguía mirando a Valeria con atención, como perdido en sus pensamientos.
Me volví de nuevo hacia ella, que se había parado un momento para sacar agua del grifo.
—Está bien —dije—, supongamos que todo eso es cierto. ¿Cómo diablos crees que hace para lograr todo eso, para conseguir que todo el mundo haga lo que él quiere sin que se note, sin ponerse en evidencia?
Valeria dejó el vaso a un lado, se sentó de nuevo y bajó la vista; pareció reprimir un escalofrío.
—A lo mejor lo que voy a decir es una locura, pero luego de lo que ha pasado en las últimas semanas, ya no estoy tan segura.
—Cuenta —dijo George, muy serio.
Valeria lo miró y asintió.
—Una vez, de eso hace unos cuatro o cinco meses, cuando ya todo se estaba yendo al garete, me levanté a medianoche. Creo que eran las dos de la mañana, más o menos. Quería ir al baño, y ya saben que cuando esa urgencia se presenta a medianoche es imposible hacer caso omiso de ella porque tu vejiga no te deja dormir. —Hizo una pausa, como buscando la forma correcta de contarnos lo sucedido—. Bueno, el caso es que me levanté y caminé de puntillas por el pasillo para no hacer ruido, y a medio camino del baño sentí el urgente deseo de entrar a la pieza de mis padres y mirar cómo estaban. Ya sé que eso lo suelen hacer los padres con los hijos, no al contrario, pero ya por esos días las cosas estaban peliagudas, así que entré con la intención de asegurarme de que estuvieran bien.
»La puerta estaba entornada, así que muy silenciosamente, en medio de la oscuridad, entré. La cama de mis padres está ubicada a la derecha de la entrada de la habitación. Me asomé y vi que ambos dormían plácidamente. Ya más tranquila, me disponía a salir por donde entré cuando un movimiento que provenía de un lugar ubicado al frente de la cama de mis padres llamó mi atención. Miré en esa dirección y lo que vi casi me provoca un paro cardiaco: a través del espejo del tocador vi a un hombre de mediana edad inclinado sobre mi padre, con su boca pegada al oído como si le estuviese susurrando algo.
»Sentí un escalofrió que me heló el corazón. Supongo que emití un gemido o algo por el estilo porque el hombre me miró a través del espejo. Tuve que reunir toda mi fuerza de voluntad para no gritar y despertar a mis padres. Los escasos dos segundos que transcurrieron mientras intercambiábamos esa mirada me parecieron eternos. Entonces volví la vista hacia la cama.
»No había nada.
»Miré de nuevo el espejo y ya no había rastro del hombre.
»El resto de la noche la pasé en vela, dando vueltas en mi cama. No podía dejar de ver los penetrantes ojos del ser que me observaba. Fue una noche atroz, que aún ahora me produce un escalofrío al recordarla…
—Disculpa que te interrumpa y perdona lo que te voy a decir —dije yo—. Pero ¿qué tiene que ver el hombre que viste en todo esto?
Valeria me observó detenidamente. Luego dijo:
—A ese hombre lo había visto antes, quizá uno o dos años atrás. Era uno de los hombres de Carvajal.


Les juro que aún ahora no me recupero de la impresión. Lo que nos había contado Valeria ya era para volverse loco, pero lo del hombre que vio por el espejo ya hacía que la historia tomara visos completamente perturbadores. Y por si eso fuera poco, lo que comentó George a continuación fue la guinda del pastel.
Después de esa revelación, nos habíamos quedado callados por un momento, tratando de digerir la información. Creo que hasta tenía la boca abierta. Miré a George y su expresión tranquila y pensativa me desconcertó. Parecía estar haciendo memoria u observando en su interior en busca de algo.
Fue entonces cuando dijo:
—Eso explica muchas cosas.
Yo lo miré casi atónito.
—¿De qué diablos hablas? —le espeté.
—¿Recuerdas que te hablé de mi estadía en Nérida y de cómo decidí venirme para Los Altos antes de que la mierda me salpicara?
—Sí, sí, claro.
—Bueno, pues tenía que ver también con el tipo ese, Carvajal. Aunque eso fue algo que supe sólo al final. Antes no tenía idea de quién era el palurdo ese. Lo que pasó en realidad fue muy sencillo, viéndolo en perspectiva —dijo George mirando a Valeria—. Yo también vi algo muy parecido a lo que nos acabas de contar, aunque yo no necesité de ningún espejo, por supuesto. La primera vez que lo vi fue por casualidad, pero luego quise investigar un poco y descubrir lo que pasaba…
—Ahora que lo dices, George, eso justamente lo que he estado intentando hacer en las últimas semanas: tratando de indagar un poco y descubrir lo que pasaba, quizá para confirmarme a mí misma que no me estaba volviendo loca. Era esa la razón de mis pérdidas, Alan.
—Entiendo… ¿Y descubriste algo? —le pregunté.
—No, desgraciadamente mis pesquisas fueron en vano.
—Las mías no —continuó George—. Yo sí descubrí unas cuantas cosas. ¡Vaya si lo hice! Lo malo fue que me pillaron. Por eso me esfumé.
—Pero ¿quiénes? —pregunté—. ¿Quiénes te pillaron?
—Alan, Alan… Si no fueras tan pelotudo ya te habrías dado cuenta.
Valeria asintió. Parecía que el único perdido era yo.
—Lo siento, pero no caigo —me disculpé.
—Los muertos de los que te hablé el otro día fueron los que me pillaron —dijo George—. Los Muertos de Carvajal.



2 comentarios:

PAOLA RUIZ dijo...

Que bueno que se esta poniendo esto!! Resulto que Carbajal es mal malo de lo que crei.Felicitaciones George!! Como siempre tus entregas son geniales ;)

Calavera dijo...

Muchas gracias por tu comentario, Pao!!! :)

Sabes que me alegra mucho que te guste el relato. Te dije que se pondría mejor y que la oscuridad terminaría invadiendo el relato. ;)

Muchas gracias por leernos! :D

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...