lunes, 7 de noviembre de 2011

ARCHIE SMITH, NIÑO MARAVILLA


Los Renegados presentan:

Los Misterios de Harris Burdick

ARCHIE SMITH, NIÑO MARAVILLA

Escrito por George Valencia (Calavera)
Basado en una ilustración de Chris Van Allsburg




Una vocecita preguntó: —¿Es él?



1

El bate de béisbol descansaba junto al alféizar de la ventana, como un mudo centinela montando guardia en la habitación de Archie. Y es que si había un objeto en aquella alcoba que mereciese el título de guardián, no había duda de que era aquél bate: testigo de triunfos y alegrías; tristezas y derrotas; tardes de carreras, strikes y home runs.
Y ahora testigo de lo que iba a ocurrir.
Aunque el chico que dormía plácidamente en la cama no lo sabía, en la tierra de la cual provenían los visitantes que estaba a punto de recibir era conocido como el Niño Maravilla. Para sus vecinos, amigos y compañeros de clase, incluso para los padres que tanto lo querían, él era simplemente Archie Smith. No era el alumno más aventajado de la clase, no tenía ningún talento asombroso (al menos que él supiera), ni era especialmente bueno para las matemáticas, pero aún así era un buen chico, y sus padres estaban muy orgullosos de él.
Ahora disfrutaba del sueño de los justos. Archie nunca se acostaba más allá de las nueve de la noche, excepto en el fin de semana, cuando se quedaba viendo alguna peli o se iba a pasar la noche en casa de Thomas, su mejor amigo. Eran memorables esas noches, Archie las esperaba con ansias. A sus once años, su mente soñadora seguía intacta, y nunca se había escuchado hablar de una noche de sábado en la que a Archie no se le hubiese ocurrido algún novedoso juego para poner en práctica.
Pero ahora era miércoles, no sábado, y Archie dormía profundamente en su alcoba del segundo piso. Excepto por el hecho de que era mediados de octubre y tanto la fiesta de Halloween como su cumpleaños estaban cada vez más cerca, era una noche como cualquier otra.
Al menos hasta que las campanas de la capilla del Santo Redentor dieron las doce.


2

En ese momento, justo después de la última campanada, media docena de globos luminosos de vivos colores se colaron por la ventana de la habitación, provenientes del jardín. Si Archie tuviese perro, éste seguro habría armando un escándalo memorable que hubiera despertado a los vecinos, pero su última mascota había muerto hacía unos meses (pérdida de la que aún no se recuperaba por completo) y su casita de madera, ubicada justo bajo la ventana de la alcoba de Archie, estaba vacía y silenciosa.
Por tanto, los globos de colores entraron en la habitación y rodearon al chico como si celebrasen una luminosa mesa redonda, solo que en lugar de mesa había una cama.
Los minutos pasaron y nada sucedió. De haber habido alguien presenciando la escena, habría terminado por aburrirse, por muy extrañas que resultaran las luces, pero de pronto una de las esferas se iluminó más vivamente, y una vocecita preguntó:
—¿Es él?
La voz, apenas audible, parecía provenir del interior de la esfera. Una vez habló, su luz menguó hasta su estado normal. Luego, otra esfera resplandeció de igual forma antes de escucharse la respuesta:
—En efecto. Es él.
Entonces dos de las luces, probablemente las que habían hablado, resplandecieron tan fuerte como una supernova, al punto de convertir la habitación de Archie en un mar de blancura. Pasado un instante, todo volvió a la normalidad, y allí, a los pies de la cama, se encontraban dos personajes bastante singulares. En realidad lucían como dos personas normales, excepción hecha de la vestimenta, que los hacía lucir como salidos de una película de ciencia ficción.
Archie, que apenas se había removido un poco durante toda la escena, no sabía que en su habitación se hallaban, escoltados aún por los cuatro restantes globos luminosos, nada más ni nada menos que el rey y la reina de un mundo conocido como Pangórida.


3

—¿Crees que deberíamos despertarlo? —preguntó el rey Alasad luego unos momentos.
Su esposa, la reina Fridala, se quedó mirándolo como si lo viese por vez primera. Entonces le espetó:
—¡¿Qué clase de estupidez es esa, Al?!
—Lo que quiero decir… —comenzó éste, pero la reina lo interrumpió.
—¿Crees que hemos venido hasta aquí solo para verlo dormir?
—Es que…
—Es que nada. Vamos, despiértalo.
—Querida, está profundamente dormido. Sabes cómo se ponía ella cuando la despertábamos: de muy malas pulgas. ¿Crees que él estará dispuesto a ayudarnos después de que lo despertemos en medio de la noche sin ninguna clase de recato? —el rey se veía francamente incómodo.
—Yo no te estoy diciendo que lo zarandees ni nada parecido —dijo la reina con el ceño fruncido. Se veía a la legua que había sido muy hermosa. De hecho, aún lo era, pero su rostro preocupado le sumaba años que no tenía—. Solo llámalo o muévelo un poco, qué sé yo.
El rey Alasad la miró un instante más, como haciendo un último intento impotente de hacerla entrar en razón. Pero entonces ella le recordó lo que ambos sabían, lo que los había llevado hasta ese apartado lugar, y él ya no tuvo nada que objetar.
—Es nuestra última esperanza, Al, querido. Si él no puede hacerlo, nadie podrá.
El rey asintió y acto seguido se dirigió a la cabecera de la cama.
No obstante, no fue necesario: Archie ya estaba despierto, y los miraba con estudiada curiosidad.


4

El rey y la reina de Pangórida se miraron, indecisos.
Archie los observaba con atención, los ojos algo adormilados, aunque no parecía sorprendido por su presencia. A lo mejor pensaba que seguía dormido. Hubo un silencio incómodo, al cabo del cual Archie dijo con cierta picardía:
—Ya resuelto el problema de si despertarme o no, me mata la curiosidad de saber quién es la esperanza de quién.
El rey lo observó, admirado por su valentía. No todas las noches se presentaban desconocidos en tu habitación, pero Archie parecía estar tomándolo con toda la calma del mundo, aunque estuviese más dormido que despierto.
La reina observaba al niño, que se había incorporado y sentado contra el respaldo de la cama, y sonreía, complacida. Era tal como lo había imaginado. Su esposo estaba mudo, así que tomó la palabra.
—Archie… Archie Smith.
—Sí —dijo éste—, ese soy yo. ¿Para qué soy bueno?
—Para muchas cosas, Archie, pero si hemos venido hasta aquí es porque te necesitamos para algo importante.
—¿Ah, sí?
—Sí, ya te contaremos, pero antes déjanos presentarnos. Mi nombre es Fridala, y él es mi esposo Alasad. Somos los reyes de Pangórida.
—Y esas luces que flotan a su alrededor son sus lámparas portátiles, ¿no? ¿O acaso son algo así como guardianes?
—De hecho, lo son.
—Claro, y yo soy Súper Smith, comandante de la Liga de la Justicia —se rió Archie, observando a los dos extraños de pies a cabeza.
—Tal vez no seas un superhéroe —dijo la reina—, pero en nuestra tierra eres conocido como el Niño Maravilla.
—¿El Niño Maravilla? ¡Eso sí que mola! —exclamó Archie, entusiasmado.
—Así es —aprobó ella, sonriendo.
—Archie Smith, el Niño Maravilla… —murmuró nuevamente Archie, como saboreando el epíteto—. ¿Y qué es lo que me hace maravilloso?
Esta vez fue el rey quien respondió:
—Tienes un corazón muy noble, Archie, y todo lo que deseas, al menos lo que deseas con tu corazón y de modo desinteresado, se hace realidad.
Archie lo miró, muy serio. No es que se considerara un santo, pero su madre solía decirle que era un chico muy correcto. Archie no sabía muy bien a qué se refería con eso, pero sí era consciente de que era un buen chico. No alardeaba de ello, pero rehuía las peleas y los malos rollos, y antes de hacer algo se planteaba si estaba haciendo bien o mal. Thomas siempre le decía que era un santurrón, aunque lo decía por bromear cuando Archie se ponía en plan moralista.
Escuchar semejante descripción de él, de una forma que él mismo no se había planteado, y proviniendo de un completo desconocido, lo había cogido por sorpresa.
—Las cosas siempre te han salido bien, Archie —continuó el rey—, y eso es porque tienes una especie de don. Las cosas que deseas con tu corazón, repito, siempre se hacen realidad.
—Eso no es del todo cierto —dudó el chico, que nunca había reparado en tal cosa. Siempre se había considerado un niño común y silvestre.
—Claro que sí —repuso la reina, mientras se sentaba en el borde de la cama—. ¿Recuerdas cuando ganaste aquél examen de matemáticas para el que no estudiaste por estar enfermo?
Archie recordaba ese examen. De hecho, no había podido olvidar la cara de lelo que había puesto al ver el resultado. Su madre lo había felicitado con más ímpetu del acostumbrado.
—Tuve suerte, eso fue todo.
—Fue mucho más que eso, Archie. ¿Recuerdas cuando quedaste campeón con tu equipo el verano pasado? Remontaron el marcador en los últimos minutos, y un error del equipo contrario permitió que hicieras la carrera que significó el triunfo.
—Bueno, esas cosas pasan…
—Sí, pero tú lo deseaste con todo tu corazón.
—He deseado cosas con todo mi corazón, y muchas no se han hecho realidad. ¿Qué tienen que decir a eso?
—¿Recuerdas cuando tu abuela enfermó —prosiguió ella ignorando su pregunta— y tú te pasaste toda la semana visitándola después de clases, leyéndole el periódico y cuidando de ella? Alivió con prontitud ante el asombro de los médicos.
—Pero…
—¿O cuando tu padre fue despedido del trabajo y tú lo acompañaste todas las tardes a buscar empleo en las fábricas del norte de la ciudad? No pasó una semana hasta que consiguió trabajo.
—Fue mérito suyo, no mío.
—Pero tú lo acompañaste, y estuviste deseando con todo tu corazón que encontrara algo.
—Sigo sin ver qué hay de maravilloso en todo eso.
—Hay algo en común entre todas esas cosas que se han hecho realidad solo por la fuerza de tu deseo —dijo el rey.
—No tengo idea… —dijo Archie, un poco exasperado, mirando a uno y a otro—. Por cierto, ¿cómo es que saben todas esas cosas de mí?
—Es porque te hemos estado observando desde hace un tiempo, y porque tu mundo está directamente conectado al nuestro. Todo lo que sucede en la Tierra afecta de una u otra manera a Pangórida, y lo que te sucede a ti no es la excepción.
—¿Y qué es lo que quieren de mí?
El rey y la reina se miraron, afectados por un dolor que evidentemente los acompañaba hacía mucho. Cuando respondieron, lo hicieron casi al unísono:
—Que ayudes a nuestra hija.


5

Archie no entendía nada. Soñador como era, en el fondo esperaba que algún día recibiera una visita de esa clase, pero no con semejante petición. Thomas no le creería cuando le contase.
—¿Y bien? —preguntó el rey, con aire esperanzado.
—Por mí no hay problema, pero creo que es una pérdida de tiempo.
—No lo será, créeme.
—Bueno, ¿y dónde está ella? —inquirió Archie mirando alrededor.
—Tendrás que acompañarnos, si no te importa.
Archie dudó.
—No creo que a mi mamá le guste mucho que me ausente, y menos en miras a los parciales de mañana.
—No tardaremos, Archie —dijo la reina—, te lo prometo.
—¿Adónde iremos?
—A Pangórida, por supuesto.
—¿Y eso queda muy lejos?
—Por el contrario —dijo la reina poniéndose en pie—, queda más cerca de lo que imaginas.
Ambos, el rey Alasad y la reina Fridala, se acercaron a Archie, cada uno por su lado de la cama. Éste notó que la habitación estaba un poco más oscura, y luego descubrió sorprendido que los globos de luz habían desaparecido en algún momento.
—Danos la mano, Archie —pidió el rey.
—Denme unos minutos para cambiarme. Un pijama no es adecuado para conocer a una princesa.
—Descuida, no será necesario.
Archie los miró.
—Si ustedes lo dicen.


6

Lo último que supo Archie antes de verse envuelto en una blancura completa fue que la campana de la iglesia había sonado una vez más, aunque no tenía idea de la hora. Podía ser la una, o podía tratarse de la campanada que sonaba cada media hora. El caso es que la escuchó, y luego todo se hizo blanco. Sintió un vértigo momentáneo, y entonces se halló en una inmensa habitación iluminada a raudales por los potentes rayos del sol que se colaban por los ventanales.
Miró a su alrededor, cada vez más sorprendido, y descubrió una gran cámara con un techo altísimo del que pendían largos cortinajes de color granate. Todo lucía inmaculadamente limpio, tanto las paredes y los pisos de brillante mármol, como las estanterías que cubrían gran parte del recinto. Archie notó que éstas se hallaban plagadas de figuritas de porcelana de todos los tamaños, colores y formas. Mirando detenidamente, se dio cuenta de que se trataba de cientos, quizá miles de colibríes que inundaban la habitación como en un colorido aviario.
Una mano se posó sobre su hombro, sobresaltándolo. Por un momento se había olvidado del rey y la reina, que lo escoltaban a ambos lados. Archie los miró y notó en su expresión una mezcla de nostalgia y esperanza.
—¿Te gustan? —preguntó el rey.
—Sí, son muy bonitos —respondió Archie, quien de verdad estaba maravillado con tamaña colección.
—Le encantaban los colibríes —dijo la reina con un dejo de tristeza en su voz.
—Lo dice como si ya no estuviese —acotó Archie con inquietud.
—Es que en cierta forma es así. Hace un par de años tuvo un accidente y quedó en coma. Un coma del que nada ni nadie ha sido capaz de sacarla.
—Oh, lo siento mucho, señora Fridala. De verdad.
—Gracias, Archie. En realidad todo el mundo se ha portado de maravilla con nosotros. Ven, acompáñanos —dijo la reina, y juntos se encaminaron hacia el fondo de la habitación.
Allí, en medio de una tenue penumbra, se encontraba una enorme y hermosa cama. Archie había visto muchas como esa en las películas. Era larga y muy ancha, y en cada esquina sobresalían sendos pilares de madera, tallados con estilizadas figuras, que sostenían un dosel del que colgaban cortinajes de blanca seda que reflejaban mediadamente la luz que entraba por las ventanas. Junto a ella había varios muebles y tocadores en los que había toda clase de frascos e instrumentos que evidentemente estaban allí para el cuidado de la princesa.
Archie, que aunque no había sentido temor en ningún momento sí tenía la impresión de hallarse en la más ensoñadora de las fantasías, veía todo como a través de un velo de irrealidad. Caminaba lentamente, mirando extasiado cada detalle de la habitación, aspirando el suave y fragante aroma de ésta y preguntándose cómo era posible que se encontrara en semejante lugar apenas minutos después de haber estado profundamente dormido en su propia alcoba.
Al llegar a los pies de la cama, no pudo evitar sentir cierto temor reverente. No era cualquier persona la que se hallaba tras los velos de seda. Era alguien de la realeza; una princesa. La princesa de Pangórida.
Flanqueado por el rey y la reina, que en ese momento halaban de un cordón que corría los blancos cortinajes, Archie se asomó con timidez.
En medio de la cama, envuelta en prístinas sábanas y mullidas cobijas, se encontraba la joven más hermosa que Archie hubiera visto en su vida.


7

Tenía una piel blanca y suave, unas mejillas tersas y una nariz bellamente cincelada. Unos labios generosos realzaban aún más su hermoso y pulido rostro. Pero lo mejor era su cabello. Negro como el azabache, caía en frondosas cascadas a su alrededor, creando un paisaje en miniatura como salido del bosque de un cuento de hadas.
Archie se encontró preguntándose, con inesperada congoja, de qué color serían sus ojos. Supuso que serían negros, aunque probablemente fueran de un café cremoso u oscuro.
Pasado un momento notó un movimiento a su espalda, y al volverse vio que el rey había acunado en sus brazos a la reina, que lloraba silenciosamente. Sintió lástima. O más que lástima, hizo suya la tristeza que embargaba a aquellas dos seres que más allá de su condición real no dejaban de ser más que unos padres preocupados por la salud de su hija.
Observó de nuevo a la princesa, tan quieta, tan vulnerable, y notó la lenta respiración que evidenciaba que seguía con vida.
—¿Nos ayudarás? —preguntó entonces el rey.
Archie lo miró, y en lugar de responder, preguntó:
—¿Cuál es su nombre?
La reina se separó un poco de su esposo y limpiándose las lágrimas contestó:
—Mariah… Princesa Mariah.


8

Archie pidió un poco de tiempo a solas para pensar. No es que necesitase meditar su decisión, pues obviamente quería ayudar a la princesa, sino que en realidad no sabía cómo hacerlo.
En ese momento había salido a un pequeño balconcillo ubicado en medio del recinto y observaba extasiado aquél mundo extraño, lejano, diferente.
Desde donde se encontraba, a una altura considerable de unos cincuenta metros, podía ver cómo se extendía una pradera que parecía perderse en el infinito, y que apenas se veía interrumpida por pequeños focos de verdor, bosquecillos que surgían cada tanto, como goteras de oscuro verde en ese lienzo claro. Un angosto río zigzagueaba perezosamente hasta perderse en una pequeña laguna que se divisaba a lo lejos como un espejismo azul. Muy, muy lejos, a la izquierda de Archie, se vislumbraban unos promontorios que más que montañas bajas, parecían colinas muy altas, y que despertaban en el chico la urgencia de caminar y respirar el fresco aire de aquellos parajes.
En el firmamento, dos tempraneras y coloradas lunas escoltaban el sol hacia el horizonte, que a esas horas había adquirido un tono violeta que en la Tierra habría resultado extraño.
Archie se debatía en la incertidumbre. Hasta esa tarde se había visto a sí mismo como un chico del común, y ahora llegaban aquellos dos personajes a decirle que tenía un don. Dudaba mucho de que lo tuviera, y más aún de que pudiese utilizarlo a voluntad, pero a pesar de que apenas los conocía, no quería defraudar a aquellas personas que habían puesto su esperanza en él.
Se puso en pie, aún sin saber muy bien qué haría, y entró de nuevo a la habitación. Se quedó de pie un momento en el umbral, mientras sus ojos se acostumbraban nuevamente a la penumbra. Cuando lo hizo, vio que el rey Alasad y la reina Fridala seguían donde los había dejado, a los pies de la cama de la princesa, observándola con una mirada llena de amor y tristeza.
Cuando se detuvo a su lado, ellos lo observaron esperanzados. Él les sonrió, luego miró a la joven dormida, y se sorprendió al notar un cambio en su postura.
El rey, al ver su reacción, le aclaró:
—A veces se mueve un poco, en ese sueño eterno en el que se encuentra, pero son impulsos normales. Nada de lo que hemos hecho ha servido para despertarla.
—¿Te dejamos a solas, Archie? —intervino la reina.
Archie los miró, algo avergonzado, como cuando alguien te atribuye méritos de los que tú mismo no estás convencido, y asintió.
—No sé muy bien qué pueda hacer por ella, pero lo intentaré.
Ellos lo miraron, sonriendo, pero no respondieron.
Acto seguido, salieron de la habitación.


9

Archie se sentía raro; había sido sincero con ellos: no sabía qué hacer.
Se quedó observando a la princesa Mariah, pensando en lo que sería caer en un sueño sin fin. Se preguntó en qué mundos de ensueño habría estado vagando su alma todo ese tiempo. Dos años era demasiado.
Respiró hondo y cerró los ojos. Y así, ajeno a su alrededor, comenzó a rezar. Fue lo único que se le ocurrió.
Oró, y pidió al Dios de los cielos por el bienestar de la chica. Rogó porque se despertara y les diera a sus padres la felicidad que tanto habían esperado. Apeló a todas las razones que había para que ello sucediera, como si se hallase en una corte exponiendo todas las pruebas a favor de su causa.
Lo hizo por un buen rato, y trató de poner todas las fuerzas de su deseo en ello. Murmuraba por lo bajo y apretaba sus manos nerviosamente, tratando de hacer lo que suponía se esperaba de él.
Un parte de Archie incluso comenzaba a creer que podía ser posible, que después de todo quizá sí tenía un don y que podía hacer uso de él para ayudar a la princesa.
Fue por ello que la desilusión fue enorme cuando abrió los ojos, expectante, casi esperando ver una sonrisa iluminando el rostro de la princesa Mariah, y se encontró con la misma escena de hace unos minutos: la joven, aún dormida y con su respiración lenta y acompasada, envuelta en la media luz de la habitación.
Al comienzo vino la desilusión, luego la tristeza, y por último una inesperada rabia que hizo mudar su rostro.
Archie echó un último vistazo al hermoso rostro de Mariah, y después salió corriendo en dirección contraria, hacia donde esperaba estuviese la salida. Corrió y corrió, con unas airadas lágrimas de decepción inundando su rostro, y entonces…


10

Despertó.
O mejor dicho, lo despertaron.
Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue a su mamá zarandeándolo y diciéndole que se le hacía tarde para ir al colegio. Archie parpadeó varias veces, tratando de volver a la realidad, y las últimas hilachas de su extraña fantasía se fueron difuminando.
Se incorporó y se sentó en la cama. Su madre salió de la habitación, no sin antes asegurarse de que estaba completamente despierto y lanzarle una mirada de advertencia. Archie se quedó unos instantes pensativo, notando cómo los detalles del rey, la reina, Mariah y ese mundo de fantasía en el que dos lunas atravesaban el cielo se iban borrando poco a poco.
Cuando salió para el colegio, cuarenta minutos más tarde, era muy poco lo que recordaba.
Cuando a la salida de clases, a eso de la una, quedó con Thomas para reunirse más tarde e ir a jugar béisbol, lo que hasta ese momento había considerado como un sueño, se había borrado por completo de su cabeza.


11

O al menos eso fue lo que pareció en un principio.
A pesar de que apenas lo recordaba y de que nunca pensaba conscientemente en ello, en el fondo, en su mente inconsciente, aquella experiencia había quedado grabada a fuego.
A lo largo de los siguientes seis años, Archie Smith, conocido por el pueblo de Pangórida como el Niño Maravilla, soñó una y otra vez con lo sucedido en aquella noche de octubre. Al comienzo solo eran sueños pasajeros que olvidaba al despertar. Tenía la vaga sensación de haber soñado algo, algo importante, pero cuando se sentaba a desayunar esa sensación había desaparecido.
A veces se despertaba sobresaltado en medio de la noche, preocupado por algo que no sabía definir, pero al no recordar nada y al ver que todo no era más que un sueño más vívido de lo normal, le restaba importancia y se dormía de nuevo.
En ocasiones le parecía haber visto unos globos luminosos que entraban por la ventana y flotaban un rato por la habitación, como si lo vigilasen, pero lo atribuía al sueño o al cansancio, o incluso a su fértil imaginación, y al final terminaba olvidándose.
Cuando cumplió quince años, a Archie le regalaron un juego completo de acuarelas, con pinceles y lienzos incluidos, y no pasó mucho tiempo para que él mismo notara que las pinturas, para las que tenía un talento que a él mismo le sorprendía, guardaban cierto patrón reconocible: todas y cada una de ellas retrataban paisajes, bosques y castillos que parecían provenir de un lugar específico, como si se tratara de una guía turística de un país de cuento de hadas. En muchos de ellos, y casi sin pensarlo, pintaba no una, sino dos lunas de vivos colores que escoltaban a un sol solitario.
Pero lo más sorprendente eran los colibríes.
Cuando Archie pintaba era como si una parte de él se desdoblara y viajase por parajes fantásticos que a su vez iba plasmando en el lienzo. Cuando salía de esa especie de ensoñación veía sus propias pinturas como a través de los ojos de un extraño, y siempre, ya fuera en el diseño de algún cortinaje, grabado en un escudo, como emblema de una bandera o estandarte, o simplemente revoloteando alrededor de un jardín, había uno o varios colibríes que picaban aquí y allá con sus puntiagudos picos.
Por ese motivo, cuando su madre compró una serie de juegos de cama que incluían sábanas, cortinas y fundas en las cuales el diseño principal estaba compuesto por la mencionada ave, a Archie no le sorprendió ni un poco.


12

El problema comenzó cuando, a los dieciséis años, Archie comenzó a recordar partes de su sueño. Más específicamente cuando la presencia de una hermosa joven de cabello negro comenzó a ocupar su mente. Archie no sabía muy bien de quién se trataba, aunque la chica le resultaba vagamente familiar, pero sabía que era una princesa (al menos lo sospechaba) y que su nombre empezaba por “M”.
Pero el problema real inició cuando sus ensoñaciones invadieron su vida social y personal. Archie se tornó distraído, meditabundo y algo introvertido. No comía bien, y sus notas fueron descendiendo hasta el punto de verse comprometida la aprobación de su año escolar.
Sus padres veían preocupados e impotentes el cambio en el muchacho, ahora un chico apuesto de metro setenta de estatura. Nada les daba el más mínimo indicio del origen de tan extraño e inusual cambio, lo que los preocupaba aún más. Archie los tranquilizaba restándole importancia al asunto, pero él mismo era consciente del cambio.
En todo momento la imagen de los colibríes, las lunas y, sobre todo, la princesa de cabello negro, invadía su mente, negándose a desaparecer por más que intentara pensar en otras cosas, distraerse en otras actividades. Sus sueños eran cada vez más vívidos, y al despertar los recordaba perfectamente.
El día de su decimoséptimo cumpleaños, el sueño fue más vívido que de costumbre, y al despertar algo sobresaltado, Archie, con tristes lágrimas deslizándose raudas por sus mejillas, susurró un nombre: Mariah.


13

Ese año resultó particularmente difícil.
Archie, a pesar de todo, había conseguido aprobar los anteriores años lectivos con una eficiencia teñida de suerte. Pero ahora, en su último año escolar, todo indicaba que no aprobaría, que no se graduaría, lo que lo llenaba de un sentimiento de frustración para consigo mismo y culpabilidad para con sus padres que apenas soportaba.
Con el tiempo, había terminado por extrañar, por añorar a esa joven princesa que vivía en sus sueños. Había terminado pensando que la realidad era esa otra, la de ese mundo de dos lunas y praderas sin fin, y que la que vivía no era más que una extrañamente vívida fantasía, lo que lo había llevado a pensar con nostalgia en la princesa de cabello negro, a necesitarla, a amarla.
Entonces, el día que cumplió su mayoría de edad, Archie Smith supo que no podría resistir más. Todo el día estuvo con su mente en otra parte, recibiendo con forzadas sonrisas e insulsas palabras los regalos y atenciones que le brindaban familiares y amigos.
Esa misma noche, antes de acostarse, se asomó a la ventana y elevó una plegaria a la estrella más brillante que encontró.
Después se acostó, con un vacío en su corazón, y se durmió.
Y soñó…


14

No tuvo que pasar mucho tiempo para descubrir que era mucho más que un sueño. Los contornos eran más definidos, los colores más vivos, y la sensación de estar en un lugar real era innegable. Se hallaba en la misma habitación de siempre. Estaba a oscuras, pero muy pronto notó que el recinto iba iluminándose gradualmente.
Estaba amaneciendo.
No habían pasado un par de minutos cuando notó que una puerta se abría a sus espaldas. Al voltear a mirar, vio una pareja de ancianos que lo miraban con muda sorpresa. Él no pudo más que mirarlos con igual expresión.
Pasado el inicial estupor, la pareja se acercó, y Archie vio que en realidad no eran ancianos. Eran el rey Alasad y la reina Fridala, que tenían un aspecto de preocupación y desesperanza que había terminado por minar sus rostros y darles la apariencia de poseer una avanzada edad que en realidad no tenían.
Cuando llegaron a su altura, y sin mediar palabra, la reina dijo:
—Volviste.
No era una pregunta, y Archie supo que era verdad, que él, de alguna manera que ni recordaba ni alcanzaba a imaginar, había estado allí una vez, hacía mucho tiempo.
Trató de esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió, así que asintió.
El rey asintió a su vez y dirigió la mirada hacia la cama ubicada al fondo de la habitación. Archie lo imitó y sintió un nudo en el estómago. Había soñado muchas veces con esa cama, y con la persona que en ella dormía, o aparentaba dormir.
Echándole una última mirada a los padres de la princesa, se encaminó hacia ella, y a medida que avanzaba se dio cuenta de dos cosas: primero, de que no cabía la menor duda de que aquél lugar era real, tan real como lo era él mismo, el fragante aire que respiraba y los rayos del sol que comenzaban a colarse por los ventanales, arrancándole tenues destellos a los cientos de colibríes de porcelana que poblaban la habitación; y segundo, que sin lugar a dudas había estado allí antes.
Entre más se acercaba a la ornamentada cama, más recuerdos y detalles de su primera visita iban llegando a él en lentas oleadas: las luces, la visita del rey y la reina en su alcoba, la luz blanca, la petición, la princesa, el paisaje lleno de verdor. También recordó lo desilusionado y avergonzado que se había sentido al tratar de curar a la princesa Mariah con un don del que él mismo no estaba convencido, y en ese momento no pudo evitar sentir un miedo terrible de que la escena se repitiera, de que hiciera el ridículo de nuevo y todo terminara igual: con la joven aún en coma, los padres destrozados y él desconsolado. El temor de verse impotente de nuevo casi minó las pocas esperanzas que tenía.
Pero entonces llegó a los pies de la cama, corrió los cortinajes de seda, y la vio. Y entonces, a diferencia de la primera vez, su corazón saltó descontrolado, sintiéndose invadido por una sensación que no supo definir.
Mariah, la hermosa princesa, no había cambiado en lo más mínimo. Era como si los años hubiesen pasado por su lado sin hacerle mella. Estaba un poco más pálida, pero por lo demás seguía luciendo como la joven de diecisiete años que viera en aquella noche de hacía tanto tiempo.
Archie, con un nudo en la garganta, rodeó la cama y se arrodilló al lado de la princesa. Buscó su mano, y la cogió entre las suyas, mientras observaba cada detalle de su rostro: sus mejillas, sus labios, su cabello negro, sus ojos…
Sus ojos.
Archie descubrió lo mucho que deseaba ver esos ojos. De hecho, descubrió que en realidad sí sabía cuál era la sensación que lo embargaba. Era amor. Apenas hasta ese momento se dio cuenta de lo mucho que amaba a la joven que había visto y añorado en sueños a lo largo de los últimos años. Ahora ella era parte fundamental de su vida, y verla allí, dormida, perdida en un estado de completa inconsciencia, hizo que le doliera el corazón hasta un punto insoportable.
Archie Smith, el Niño Maravilla que ahora era un joven de dieciocho años, arrodillado aún al lado de su princesa y con sus manos apretando la de ella, hundió su rostro en las níveas sábanas y lloró.
Lloró y lloró con tal dolor que el rey y la reina, que observaban la escena a varios metros de allí, no pudieron dejar de imitarlo.
Archie derramó lágrimas de dolor, tristeza y nostalgia por esa princesa de la que aún no había escuchado palabra y a la que nunca le había visto los ojos. Lloró, mientras murmuraba su nombre una y otra vez: Mariah, Mariah, Mariah…


15

No supo cuánto tiempo permaneció así, ahogado en su propio mar de sufrimiento. En un momento dado sintió que el sueño lo invadía, y sintió miedo de despertar y encontrarse en su cama, solo. Pero entonces recordó que aquella era una realidad innegable, que para bien o para mal, aquél era también su mundo.
Entonces levantó la vista, y lo que vio le hizo pensar que se hallaba en otro sueño, en un sueño dentro de un sueño.
Mariah, la princesa, lo miraba fijamente, con unos ojos tan oscuros como su cabello y tan hermosos como su rostro. Lo miraba, con una sonrisa sorprendida pero también cariñosa.
Archie no salía de su estupor. Se negaba a creer que aquello que había deseado con todo tu corazón se estuviese haciendo realidad. Pero si había algo que faltaba para que se convenciera fue lo que sucedió a continuación.
Mariah liberó su mano de las suyas y la llevó al rostro de Archie, posándola sobre su mejilla. Sintió que limpiaba sus lágrimas, que aún humedecían su rostro, con una ternura que le embargó de felicidad el corazón.
Entonces la princesa pronunció las primeras palabras que se le escuchasen en muchísimo tiempo:
—Archie Smith, Niño Maravilla, he soñado contigo.
Sus padres, que habían estado ajenos a lo que sucedía, se acercaron corriendo al escuchar la voz de su hija. Se acercaron por el extremo contrario de la cama y, sorprendidos, incrédulos y aliviados al mismo tiempo, la llenaron de besos, abrazos y caricias. Mariah, aún débil luego de tan larga inconsciencia, solo pudo regresarles su cariño con tranquilizantes palabras llenas de consuelo y alegría.
Después de un rato que pareció alargarse por horas, el rey y la reina se dirigieron a Archie y le obsequiaron sendas manifestaciones de afecto y agradecimiento, recordándole lo que le habían asegurado hacía tanto tiempo: que tenía un don, y que todo lo que deseara con la bondad de su corazón se haría realidad.
Acto seguido, se dirigieron a uno de los balcones para desbordar juntos su alegría, que ya comenzaba a rejuvenecer sus abatidos rostros, y para brindarles un poco de privacidad a la princesa reanimada y al aparente hacedor del milagro.


16

Archie se arrodilló una vez más a su lado, y observó a Mariah con una mirada llena de sentimientos.
—Yo también he soñado contigo —dijo, como si los padres de la princesa no hubieran interrumpido la conversación.
Ella sonrió y le dijo:
—Estaba perdida y tú me encontraste.
—No, yo no… —trató de negar Archie, quien aún no creía eso de tener un don, pero ella lo silenció con un gesto.
—Sí, lo hiciste, Archie. En medio de la oscuridad, tú fuiste mi luz.
Él trató de negarlo de nuevo, pero esta vez bastó una mirada de la princesa para frenarlo.
—Dicen que tienes un don —continuó ella.
—Eso dicen tus padres —dijo él, sonriendo.
—Dicen que todo lo que deseas con tu corazón se hace realidad.
—¿Y por qué la última vez no pasó nada?
—Porque no estaba lo suficientemente cerca de tu corazón. Por el contrario, ahora sí, y esta vez lo lograste. Por eso te llaman el Niño Maravilla.
—Mis padres me dicen en secreto el Chico Problemático.
Mariah rió por la ocurrencia, y su risa se esparció por el recinto como un bálsamo que acabó de borrar por completo la tristeza y la nostalgia que se había apoderado del lugar por años.
—Eso no es del todo cierto. Supongo que es una mala época.
—De todas formas no me considero un Niño Maravilla.
—Lo eres —aseguró ella—, ¿y sabes por qué?
—Ni idea.
—Lo eres porque tu corazón es bondadoso, y porque no has olvidado tus sueños.
—¿Y cómo sabes eso?
—Porque lo vi en los míos.
—Pero hay muchas personas así, y no por eso son maravillosas.
—En eso tienes razón. Hay muchos niños y niñas maravilla, pero cuando crecen se olvidan de ese niño o niña que fueron, y su corazón se vuelve duro y egoísta. Aun así, hay muchos como tú, que no olvidan sus sueños ni pierden la esperanza, lo que hace que a su vez nuestros respectivos mundos no pierdan la suya.
—Tu mundo es mi mundo ahora —dijo Archie.
—Lo sé —dijo Mariah—. Cuando deseas algo con todas las fuerzas de tu corazón, todo el universo conspira para que se haga realidad.
—Bueno, no sé antes, pero estoy seguro de que el milagro que se acaba de obrar lo deseé con todo mi corazón.
—Antes también, Archie, y de ahora en adelante. Y si te queda alguna duda, te voy a probar que tengo razón.
—¿Ah, sí? —preguntó él.
—Sí —respondió ella, e incorporándose trabajosamente, se inclinó hacia Archie, lo tomó por el mentón y le dio un beso.




La ilustración, el título y el epígrafe del presente relato son propiedad exclusiva de Chris Van Allsburg.

En ningún momento, ahora o en un futuro, el autor pretenderá lucrarse de alguna manera con la escritura del presente relato. El mismo ha sido escrito y publicado con fines lúdicos.



2 comentarios:

✿ Belle ✿ dijo...

Va al Ipad!!! ^^ todavía me quedan los últimos capítulos del anterior :$
pero es que he tenido bastante aparcada la lectura, a lo sumo comics de Tintin (andaaa mis bemoles!!! ) Un abrazooo :) te cuento mis impresiones a medida que vaya terminando de leer :D

✿ Belle ✿ dijo...

uhhh no puedo "cogerlo" :S :(

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