lunes, 12 de diciembre de 2011

UN EXTRAÑO DÍA EN JULIO


Los Renegados presentan:

Los Misterios de Harris Burdick

UN EXTRAÑO DÍA EN JULIO

Escrito por George Valencia (Calavera)
Basado en una ilustración de Chris Van Allsburg




Lanzó con todas sus fuerzas, pero la tercera piedra rebotó de regreso.



1

Imagina un lago.
Un lago prístino y tan azul como el más límpido de los cielos, enclavado en el interior de un valle al oeste de un pueblo pequeño; un lago rodeado de bosquecillos de árboles bajos y praderas tan verdes como nunca hayas imaginado, a través de las cuales riachuelos tranquilos y angostos desembocan en él con un murmullo cadencioso que invita al sueño, la tranquilidad y la paz. Aquí y allá el lago se pierde en rincones, recovecos y curvas, creados por los numerosos promontorios que se alzan en las colinas bajas de las faldas de la montaña. Algunas rocas de gran tamaño invaden los bordes en ciertas zonas, creando cuevas y pequeñas lagunas escondidas; hábitat ideal para los castores, las ardillas y los niños de nueve años.
Imagina un niño, justamente de esa edad, de cabello negro, piel blanca, ojos soñadores y sonrisa inocente. Es algo tímido y le cuesta relacionarse con los demás chicos del colegio. Le gusta dibujar, leer y adentrarse en la multitud de caminitos que rodean el lago y que se pierden en el interior del bosque en una telaraña sin fin. De cuando en cuando sale a cazar pececillos, para admirarlos y estudiarlos, y luego dejarlos en libertad. Es callado y soñador, pero saca buenas notas en el cole.
Ese soy yo a los nueve años.
Ahora imagina una niña, un año mayor. La más linda que jamás hayas visto. Delgada y grácil, de ojos negros y cabello oscuro y abundante. Su sonrisa invita a la alegría, a las risas, y su mirada lleva los sueños en su brillo. Es inteligente, locuaz y su compañía te hace sentir bien. También le gusta leer historias de aventuras y tiene una infinita creatividad para los juegos. Hermosa, tierna, de buen corazón, una criatura casi etérea, como una mariposa de vivos colores. Así es ella.
Su nombre es Estephanie.
Ahora une estos tres elementos, únelos en un extraño día en julio, uno en el que el tiempo parece estar más allá de cualquier medida; uno en el que los árboles no se mecen y las nubes parecen tardar días en recorrer el cielo, uno en el que el lago está tan quieto y sereno como un espejo. Hazlo, y la magia surgirá. Naturalmente, sin barreras ni límites, tan poderosa e inesperada como un atardecer violeta.
Con la fuerza suficiente como para cambiar vidas.


2

Fue Estephanie quien lo descubrió.
Era ella a quien siempre se le ocurrían las buenas ideas, y ella la que por alguna razón siempre descubría las cosas más curiosas. A veces eran cosas que solo ella (y con el tiempo yo también) entendía… Como quien ve figuras en las nubes donde los demás ven algodones blancos.
Era un mundo aparte, Estephanie, siempre tan soñadora.
Esa tarde de julio me llevó a una de las zonas menos concurridas del lago. Decía haber descubierto algo maravilloso. En ningún momento me cupo la menor duda de que así sería, aunque yo imaginaba algo como una cascada de agua escondida tras un bosquecillo o un árbol con forma de jirafa o elefante, algo aparentemente trivial, pero que visto a través de sus ojos sería sin duda maravilloso. Yo me maravillaría con ella, y escucharía extasiado alguna de sus extrañas historias mientras compartíamos algunas viandas a la sombra de un viejo olmo.
Pero cuando llegamos al borde del lago, en un rincón guarecido por las rocas que casi llegaba a ser una laguna secundaria, y Estephanie comenzó a recoger guijarros de la orilla, supe que esta vez se traía algo distinto entre manos.
—Tefi, ¿es eso lo maravilloso que tienes para mostrarme? —dije, no obstante, escéptico—. Hemos lanzado guijarros cientos de veces en el lago.
—Esta vez será diferente, Lucky —dijo ella, y me guiñó el ojo, sonriendo.
—Eso está por verse —respondí, sonriendo también sin poder evitarlo—. ¡Y no me llames “Lucky”! Mi nombre es Lucas.
—Tú me llamas “Tefi”.
—Pero a ti te gusta.
—A ti también. Deja de rezongar, Lucky, y ayúdame a buscar guijarros planos.
Así lo hice, y pasados quince minutos de buscar aquí y allá en la orilla del lago ya teníamos una buena cantidad apilados a nuestros pies.
La tarde transcurría lenta y apacible. El sol se colaba entre las nubes de cuando en cuando y le arrancaba destellos al vestido impecablemente blanco de Estephanie. Su cabello oscuro despedía apagados brillos que enmarcaban su hermosa carita como una aureola. El lugar en el que estábamos parecía estar ajeno a lo que sucedía alrededor, se palpaba un silencio soterrado, solo interrumpido a ratos por las risas de otros niños que disfrutaban de las vacaciones de verano.
—Bueno —dijo ella finalmente—, creo que fue aquí donde la vi.
—¿Viste qué? —pregunté, intrigado.
—La luz.
—¿La luz?
—Sí, Lucky, pero primero tenemos que encontrar el lugar exacto y lanzar la piedra tres veces, y…
—Vamos por partes —la interrumpí—. ¿Lugar exacto? ¿Tres piedras?
—Sí, Lucky —dijo Estephanie, ladeando la cabeza y poniendo los brazos en jarras, como si fuese una madre tratando de hacer comprender algo a su testarudo hijo—. Mira, ayer estuve por aquí, explorando, sin ninguna idea concreta. Entonces me aburrí y decidí lanzar guijarros. El récord está en…
—Ocho. Ocho saltos. Lo sé.
—Sí. Y aunque sé que nunca me hubieras creído si lograba nueve, decidí entrenar un poco para la próxima competencia. Había estado lanzándolos mientras recorría lentamente la orilla, cuando…
Se quedó callada, pensativa, y con una sonrisa pícara y curiosa que yo conocía muy bien.
—¿Cuándo qué, Tefi? ¡No me dejes intrigado!
Ella me miró, y pareció estudiarme detenidamente. Me gustaba cuando me miraba así, pero también me hacía sonrojar. Ella lo sabía, y por eso lo hacía a propósito.
—Creo que será mejor que lo veas tú mismo.
Entonces se inclinó, cogió un guijarro, lo examinó buscando su mejor lado, y lo arrojó con fuerzas a baja altitud. La pequeña piedra saltó… y saltó… y saltó… y…
—¡Uaaaaau! —exclamé, sinceramente sorprendido—. ¡Diez saltos! ¿Cómo lo hiciste?
Miré a Estephanie, y mi sorpresa fue mayor al ver su rostro inexpresivo y desilusionado.
—¿Qué pasa, Tefi? Acabas de romper la marca… ¡y no te inmutas!
Ella me miró, y sonrió tristemente. Si había algo que caracterizaba a mi amiga era que su rostro era un lienzo traslúcido a través del cual se evidenciaban sus sentimientos. Dicen que el rostro es el reflejo del alma, y el de Estephanie era quizá la máxima expresión de ello.
—Es que no funcionó como ayer —dijo.
—¿Y qué pasó ayer?
—Quizá no sea el lugar exacto… —murmuró ignorando mi pregunta, y dándose golpecitos en los labios con las puntas de los dedos. Siempre hacía eso cuando estaba tratando de resolver algo, o de llegar a alguna difícil conclusión. A mí me encantaba ese gesto.
—¿Podrías decirme qué demonios pasó?
Estephanie me miró con el ceño fruncido.
—No maldigas, Lucky.
—Lo siento.
—Ven, quizá me equivoqué de lugar.
Me cogió de la mano y me condujo rodeando lentamente la orilla. Miraba aquí y allá, como buscando algún rastro, alguna huella. A veces observaba el lago y murmuraba para sí palabras que no alcanzaba a escuchar.
Entonces, en un momento dado, frenó en seco y exclamó:
—¡Es aquí! ¡Estoy segura! —Me miró sonriente—. Lucky, ven y trae unos cuantos guijarros.
Obedeciendo sus órdenes, fui y traje de vuelta unos cuantos del montón que teníamos apilados. Estephanie estaba en cuclillas, mirando hacia el lago con los ojos entrecerrados, como si estuviese midiendo algunas misteriosas coordenadas. Yo seguía sin entender nada, y por momentos pensaba que mi amiguita sí estaba corrida de la teja después de todo.
—¿Crees que con estos bastarán? —pregunté enseñándole las piedras que llevaba en la bolsa improvisada que había hecho con los fondillos de mi camiseta.
Estephanie estudió los guijarros y asintió.
Cogió uno, y sin mayores preámbulos lo lanzó con fuerzas sobre la superficie del lago.
Recuerdo que en ese preciso instante me distraje por unos segundos descargando mi botín en el suelo, por lo que no vi lo que sucedió en el agua. Solo pude ver conmocionado cómo la piedra que hasta hace unos segundos había sido arrojada regresaba a reunirse con las demás en la orilla de la pequeña playa. Por un momento sospeché que Estephanie me estaba tomando el pelo, pero entonces vi su expresión extasiada y ya no tuve duda de que algo había ocurrido.
—¿Lo viste, Lucky? —preguntó.
—Mmm… La verdad… no —respondí después de balbucear un poco.
—¡Pero sí que eres…! Ven, pon cuidado.
Me cogió de la camiseta y me zarandeó hasta situarme a su lado. Cogió otro guijarro de la pequeña pila; se inclinó un poco y se colocó en posición.
—No te distraigas, Lucky; siempre te distraes.
—No lo haré —prometí.
Estephanie se concentró, y su carita adquirió el semblante de la mujer madura que sería algún día. Supongo que quien lea esto pensará que estaba enamorado ya a los nueve años… y tal vez tenga razón. Aunque en ese momento no tenía muy claro lo que era el amor. Al menos esa clase de amor.
Lanzó el guijarro con fuerza, y a punto estuve de perderme también este segundo lanzamiento por estar admirándola. Desvié la vista justo a tiempo para ver cómo la pequeña piedra alcanzaba una veintena de metros en la superficie del lago, dando saltitos cada vez más cortos… para luego regresar por el mismo camino, dando sendos botes hasta llegar a nuestros pies.
Me quedé alelado, observando las ondas que se esparcían por la superficie del agua, casi esperando ver alguna extraña criatura surgiendo de las profundidades. Estephanie aplaudía y reía entusiasmada.
—¿Lo viste, Lucky? Dime que lo viste o te arranco las orejas.
—Lo vi… lo… claro que lo vi. Es solo que no puedo creerlo…
—No sé a qué se debe, pero es como si la piedra rebotara contra algo. Ayer lo intenté en muchas otras partes, incluso desplazándome solo unos metros, pero parece que solo sucede en este punto específico del lago. ¿No es genial?
—Lo es, Tefi —contesté, aún conmocionado por el fenómeno—. Es maravilloso, tal como dijiste.
—Pues déjame decirte que aún no has visto nada.
—¿Ah, no? —pregunté, y aunque no tenía un espejo a la mano, creo que puse una cara de tonto de campeonato.
—Sipirili —respondió ella con una sonrisa de oreja a oreja.
Ver su alegre expresión me sacó de mi ensimismamiento. Sonreí y dije:
—Bueno, ¡veámoslo!
—¿Cuántos lanzamientos llevo?
—¿Dos?
—Exacto. Ahora mira esto.
Estephanie lanzó con todas sus fuerzas, pero la tercera piedra rebotó de regreso. Y justo en ese instante se vio un fogonazo verde que se esparció por todo el lago, proveniente del punto en el que el guijarro había rebotado, cambiando el tono de la soleada tarde. Duró apenas unos segundos, pero quedó grabado en mi retina por varios minutos. Fue como una explosión silenciosa y colorida que solo nosotros pudimos ver, pues nadie acudió a mirar y el bullicio lejano de los niños continuó con normalidad.
Estephanie y yo nos miramos; ella con una expresión de complacencia y yo con el rostro demudado por la sorpresa. Algo había allí, en ese punto del lago, y era un mágico secreto que solo los dos conocíamos. No hubo necesidad de palabras; los dos estábamos pensando lo mismo. ¿Qué había en el lago? ¿Qué clase de extraño lugar mágico habíamos descubierto? ¿De dónde procedía?
Entonces Estephanie interrumpió el hilo de mis pensamientos.
—Hazlo tú, Lucky.
—¿Yo?
—Sí, tú, Lucky tonto.
Miré los guijarros, y a continuación observé la superficie del lago, que poco a poco se había aquietado. ¿Por qué no?, pensé. Me agaché, recogí una piedra, miré a Estephanie, que asintió con aprobación, y la lancé.
La piedra dio ocho, diez, doce, ¡trece saltos!, y entonces rebotó de vuelta hasta parar a mis pies.
Estephanie y yo nos miramos, y reímos como tontos.
Recogí otra piedra y repetí el procedimiento, con igual resultado.
Agarré un tercer guijarro, respiré profundamente, y lo lancé con todas mis fuerzas. Tuve el tiempo suficiente para pensar que no sucedería nada, que la magia que había obrado por manos de Estephanie no arrojaría resultados por las mías, pero entonces un fogonazo de luz azul se levantó hacia el cielo, inundando el lago con su impresionante resplandor. El cambio de tonalidad era algo nuevo, lo noté en la expresión de Estephanie, por lo que, teniendo en cuenta su inagotable creatividad, no me sorprendió cuando me dijo:
—¿Y si lo hacemos al tiempo?
Era una gran idea, como todas las que se le ocurrían, y multitud de posibilidades cruzaron por mi mente como un torbellino. Sin pararnos a pensarlo detenidamente, recogimos sendos guijarros de la pila, y de manera sincronizada fuimos lanzándolos. Los primeros rebotaron con más fuerza de lo normal. Los segundos, más aún. Y ya antes de lanzar los terceros guijarros, con matemática exactitud, supimos que algo sin precedentes iba a suceder. Sin embargo, nada nos preparó para lo que ocurrió.
Lanzamos con todas nuestras fuerzas; los guijarros dieron igual número de saltos, y entonces en cierto punto los dos chocaron. Justo en ese momento un fulgor multicolor inundó no solo el lago y el sector donde estábamos, sino todo, absolutamente todo. Y esta vez no desapareció, ni mucho menos, sino que por el contrario pareció extenderse y extenderse hasta invadir nuestra realidad.
Fue entonces cuando, en el centro de todo, vimos la puerta.
  

3

Y el camino. También vimos un camino, un pequeño sendero que conducía desde la orilla del lago, justo a nuestros pies, hasta la puerta. Aunque más exacto sería llamarlo portal, pues no tenía marcos ni pomo, sino que era una abertura de luz que invitaba a traspasarla sin enseñar lo que se escondía detrás.
Yo no daba crédito a lo que veía, a pesar de tener nueve años y haber imaginado las más descabelladas aventuras. Me sentí cegado por aquella intensa luz. Fue por eso por lo que pasó al menos medio minuto hasta que me di cuenta de que Estephanie ya se había adentrado en el agua y se hallaba a menos de medio camino del portal. Vadeaba las aguas poco profundas sin importarle su vestido ni sus sandalias. De inmediato me puse en movimiento y me adentré en el lago. Pensé que mi mamá me mataría cuando llegara a casa empapado, pero en ese momento poco importaba.
Estephanie estaba hipnotizada por el insólito esplendor. Temí que si seguía así terminaría bajo el agua. Me apresuré con la intención de detenerla, pero entonces, quizá debido a la intensa luz que me cegaba, tropecé y caí de bruces al agua. Cogido por sorpresa, tardé casi un minuto en incorporarme y salir a flote, y para entonces ya Estephanie casi había cruzado el portal. Sentí un nudo en la garganta. Por más espectacular que luciese el fenómeno, no teníamos idea de lo que podía pasar si lo atravesábamos. Me apresuré de nuevo, vadeando a duras penas las aguas del lago. Estephanie estaba cada vez más cerca, y yo parecía avanzar a paso de tortuga. Decidí nadar, y me zambullí en las aguas bajas, braceando con todas mis fuerzas.
No obstante, llegué demasiado tarde para retenerla. Cuando estuve a su altura y la sujeté del brazo, ya tenía medio cuerpo dentro. No logré hacerla retroceder por más que lo intenté… pero Estephanie sí consiguió arrastrarme con ella hacia la intensa luz…


4

Después de unos segundos que parecieron eternos, y durante los cuales perdí toda noción de la realidad, todo sentido de la ubicación, la luz menguó y pude abrir los ojos, consiguiendo ver lo que había más allá del portal. Por un momento pensé que estaba viendo una especie de ilusión óptica, algo así como un reflejo del lago del que proveníamos, pues ante mí había una gran extensión de agua, calma y sosegada, tibia por el radiante sol, y a mi izquierda se extendía una playa baja y solitaria.
Estephanie estaba delante de mí observando el entorno con ojos tan extasiados y asombrados como los míos. Se volvió, libre al parecer de la hipnosis que la había invadido en los últimos minutos, y me sonrió. No parecía asustada o inquieta, ni nada parecido. Estaba simplemente maravillada, y los rayos del sol le daban a su expresión un aire casi angelical.
No pude menos que dejar mis temores a un lado y unirme a su regocijo. Sin mediar palabra, me tomó de la mano y me condujo hacia la extensa playa. Solo entonces pude ver que no estaba tan vacía como creía. Más allá, a unos cien metros de donde nos hallábamos, y extendiéndose por lo que parecían varios kilómetros, había cientos, quizá miles de… camas. Sí, camas. Era lo más raro que había visto en mi vida, incluso más que el mismo portal y su fuerte luz. A pesar de ser algo tan prosaico, el hecho de ver miles de ellas en un lugar tan poco común hacía de la visión algo un poco perturbador. Eran todas iguales; metálicas camas de hospital, todas bien tendidas y alineadas como si estuviesen esperando a sus pacientes.
La visión de miles de camas vacías no parecía sorprender especialmente a Estephanie. Las observaba con una especie de interés académico.
Cuando llegamos a la playa sentí la tibia arena bajo mis pies, lo que me hizo percatarme del hecho de que en algún momento había perdido mis zapatos. Miré los pies de Estephanie y vi que le había sucedido lo mismo con sus sandalias. Restándole importancia, nos fuimos acercando.
—Tefi —dije, y mi voz sonó estúpida y temerosa. Carraspeé y comencé de nuevo—. Tefi, creo que es mejor que regresemos por donde vinimos. Este lugar me da escalofríos.
—No seas gallina, Lucky —contestó ella, divertida—. Además, parece que el portal ha desaparecido.
Con un nudo en el estómago, me volví y descubrí que en efecto así era. El mar, porque de eso se trataba, estaba vacío y pacífico, sin ningún rasgo distintivo, excepción hecha de la playa que describía una suave curva hacia lo que calculaba era el noroeste.
—Esto no me gusta nada —murmuré.
Estephanie no me prestó atención, y llevándome casi a rastras, nos adentramos en medio de las camas.
El mar murmuraba suavemente, con un sonido adormecedor. El sol, ahora lo notaba, parecía dirigirse hacia poniente, pero a un ritmo tan lento que por momentos lucía estático. El lugar provocaba cierta inquietud que no podía describir. Quizá se debiese a la ausencia de los típicos ruidos de aves marítimas y del chocar de las olas contra la costa.
Estephanie lo observaba todo con ojos ávidos.
Las camas estaban pulcras, sin señales de óxido ni suciedad. Era como si alguien las hubiese puesto allí hacía unos minutos. Caminábamos y caminábamos, pero aquello parecía no tener fin. Entonces divisamos algo que nos hizo frenar en seco. A unos doscientos metros de donde nos hallábamos, una de las camas estaba ocupada. Un hombre de mediana edad estaba sentado en el borde, agachado y con los codos apoyados en las rodillas. Miré a Estephanie esperando ver alguna reacción, pero seguía calmada.
—Vamos —dijo—, veamos si ese señor puede decirnos dónde estamos.
Proseguimos; yo cada vez más incómodo, ella como si estuviese dando un paseo matutino.
El hombre no se había percatado de nuestra presencia, o acaso nos ignoraba deliberadamente. En todo caso, incluso cuando llegamos a su altura, siguió en su pose de pensador, silencioso y ajeno a su alrededor.
Una vez cerca, vimos que sostenía un espejo, a través del cual parecía observar algo con atención.
Estephanie y yo nos miramos, y nos encogimos de hombros.
Ella dudó un instante, y luego habló.
—Mmm… Buenas tardes, señor.
No hubo respuesta.
—¿Podría decirnos dónde estamos?
El hombre no se inmutó. Pensé que a lo mejor era una estatua o algo parecido, como esas de cera que parecen reales, pero entonces vi que su espalda se movía al ritmo de su respiración. Quizá estaba catatónico…
—Señor —insistió Estephanie, y le tocó el hombro, pero el hombre siguió sin inmutarse.
Hizo una pausa, y luego me tocó el hombro a mí, señalando algo a mi espalda. Miré, y vi una especie de mucama, con el uniforme de rigor, de pie y sosteniendo unas sábanas pulcramente plegadas. Parecía otro muñeco de cera, surgido de pronto donde hasta hace un momento no había nada.
Nos acercamos, temiendo lo que al final sucedió.
La mujer respiraba, era de carne y hueso, pero parecía no vernos ni escucharnos. Miraba hacia el horizonte con mudo servilismo. Seguí su mirada y mi vista se topó con algo aún más inusual: a unos cincuenta metros, muy cerca de la línea de la marea, había un grupo de pastores alemanes tranquilamente echados en la arena.
—Esto está cada vez más raro, Tefi.
—Sí, lo sé —respondió ella, que por primera vez se veía pensativa.
—¿Qué hacemos? —pregunté, observando a los perros con cautela, por si de repente les apetecía acercarse a nosotros.
—No lo sé —respondió Estephanie, y en ese justo instante vimos el parapente.
Procedía del sur, y volaba a poca altitud recorriendo el cielo lánguidamente. Cuando pasó sobre nuestras cabezas, pudimos ver que alguien lo pilotaba (raro sería lo contrario), y llegamos a la conclusión de que algo de vida inteligente debía haber en ese extraño mundo donde las personas no hablaban ni los perros ladraban.
Ambos nos quedamos mirando el pequeño aeroplano hasta que solo fue un punto lejano en el horizonte. Entonces decidimos que lo mejor era seguir tierra adentro en busca de civilización.


5

Una vez superada la primera estribación, vimos que la playa continuaba en forma de dunas por unos cuantos kilómetros. Parecía un desierto pequeño. A lo lejos se divisaban unas colinas bajas, por lo que proseguimos nuestro camino en espera de encontrar alguna población que nos sirviera de guía. Pero no llevábamos treinta minutos de caminata cuando las sorpresas continuaron.
Al transponer una duna especialmente alta, nos encontramos de frente con un pequeño lago interior. Estaba quieto por completo, sin la más mínima onda surcando su superficie. En medio de él había un hombre sumergido de cintura para arriba, con sus pies rectamente alineados en el exterior, como un deportista de nado sincronizado que hubiese sido paralizado en medio de su presentación.
Pero como si eso fuera poco, tenía público, el público más raro que había visto en mi vida. Eran varios hombres de traje, uno de los cuales tenía su vestimenta cubierta de bombillos, y que se hallaba de pie mirando hacia el lago. Sostenía un bastón, en el que se apoyaba a medias. Más allá había otro hombre, también trajeado, alrededor del cual dos docenas de palomas revoloteaban sin parar. Era una visión extraña, pero más lo era el hecho de que al hombre parecía no importarle.
Ninguno se inmutó cuando pasamos por su lado.
Al otro extremo del lago se alcanzaban a divisar otras figuras estáticas, todas con algún rasgo distintivo, pero la más extraña de todas era la figura de un hombre… ¡sin rostro! Estaba erguido en la ladera de una duna, con el pie izquierdo apoyado en un maletín negro lleno de pegatinas. Vestía traje, con sombrero redondo y guantes blancos, pero su rostro era una máscara sin facciones. No tenía ojos ni boca ni nariz. Sostenía un disco de vinilo plateado en su mano derecha, con ademán de ofrecimiento.
Cuando estuvimos más cerca, sentimos un escalofrío al ver que por encima de los guantes y los zapatos, respectivamente, se alcanzaban a ver unas muñecas y unas pantorrillas… invisibles.


Esta vez fui yo quien cogió a Estephanie de la mano y la obligó a continuar. Todo aquello me gustaba cada vez menos, y una parte de mí, la parte que quería y admiraba a Estephanie, comenzaba a temer por su seguridad. Aunque aquél extraño sol parecía seguir en el mismo punto, tarde o temprano llegaría la noche y deberíamos encontrar un refugio para guarecernos.
Aceleré el paso, y a punto estuve de pisar a otro hombre. Estaba enterrado en la arena, con el torso y la cabeza descubiertos. Tenía un gorro de bañista y estaba paralizado en medio de una brazada, con la cabeza ladeada y su brazo derecho en alto, como si estuviese en una piscina olímpica en lugar de un desierto.
Estephanie y yo nos agachamos y nos quedamos unos minutos observándolo detenidamente.
—Tefi, ¿adónde hemos ido a parar? —pregunté, con la voz un poco quebrada a mi pesar.
—No lo sé, Lucky, pero me siento un poco culpable.
—¿Culpable? ¿Por qué?
—Porque yo te traje aquí sin tu consentimiento. Es mi culpa que estemos perdidos en esta tierra de nadie —respondió Estephanie, e hizo un mohín que me conmovió.
—No digas tonterías, Tefi. Nada de esto es tu culpa —la tranquilicé, y haciendo gala de mi mejor sonrisa, dije—: Además, no nos ha pasado nada.
—Aún no, Lucky —advirtió sin sonreír—. Aún no.
Mi sonrisa desapareció; ya no tuve nada que decir al respecto.


6

Seguimos caminando.
Una vez rodeamos el lago, las dunas dieron paso a una extensión de terreno seco y árido. Comenzamos a acusar hambre, pero no había comida a la vista.
Poco después llegamos a una sabana de pastos amarillentos, primer vestigio de la zona boscosa que se abría más adelante, a varios kilómetros de distancia. Estuvimos callados un rato, caminando en un silencio que no era incómodo pero sí inesperado. Nunca había visto a mi amiguita tan taciturna, y verla así me hacía sentir acongojado. A lo mejor era mi vena sobreprotectora saliendo a flote a temprana edad, o tal vez me estaba preocupando sin motivo. En todo caso, sentía una inquietud persistente a medida que nos íbamos adentrando en la región.
Pasado un rato, llegamos a terrenos más fértiles. Una corta pradera dio paso a algunos meandros que sorteamos con facilidad. Después de andar a pie limpio por el terreno arenoso, la sensación de frescor de los charcos era muy agradable. Más allá, un río angosto circulaba con lentitud en medio de un acogedor bosque de abedules que parecía salido de un cuento de hadas. Allí hicimos un alto y nos sentamos a la sombra de un pequeño grupo de árboles. No estábamos especialmente cansados, pero sí algo desanimados. El pequeño receso nos sentó bien, y pronto noté en Estephanie un semblante diferente, lo que hizo que a mi vez me sintiera de mejor ánimo para proseguir la marcha.
De repente, Estephanie bostezó, más por el sueño que por el hambre o el cansancio. Yo solté otro bostezo aún más prolongado, que me dejó con los ojos anegados. Estephanie rió, y al verme parpadear y balancearme, estalló en carcajadas. Yo también reí, contagiado por su risa, y muy pronto ambos estuvimos riendo sin poder contenernos. En un momento dado prorrumpimos en sendos bostezos simultáneos, y ya simplemente no pudimos parar de reír hasta que nuestros estómagos protestaron con sonoros gruñidos.
Quizá habríamos seguido así, pero entonces escuchamos un sonido que provenía de algún punto río arriba. Nos miramos, intrigados, y nos incorporamos acercándonos al río. El sonido era como de chapoteo, lento pero continuo. Aguardamos, y teniendo en cuenta que cualquier pequeño rumor se esparcía en aquel lugar con asombrosa nitidez, tuvimos que esperar casi veinte minutos hasta que por fin lo vislumbramos.
Era un hombre en un pequeño bote.
Remaba y remaba sin prisas, como si estuviese programado para ello. Algo en su aspecto le daba un aire artificial, como un robot disfrazado de humano, no obstante lo cual era evidente que el hecho de que se moviese lo hacía completamente distinto a sus congéneres.
Cuando estuvo a nuestra altura no perdimos tiempo y lo acribillamos con toda clase de preguntas, pero ocurrió lo que en el fondo había estado esperando: el hombre o no nos veía ni oía, o simplemente no nos prestaba la más mínima atención. A pesar de que trotamos por la orilla siguiendo su trayecto, no obtuvimos ningún resultado.
Una vez nos dimos por vencidos, volvimos sobre nuestros pasos, justo a tiempo para ver otro exótico navegante del angosto río.
Esta vez se trataba de una guitarra acústica. Bajaba por las aguas como si siguiese al hombre en una lenta procesión, llevando sus canciones corriente abajo. Estephanie y yo nos miramos, y prorrumpimos en nuevas carcajadas, que espantaron el momentáneo abatimiento que nos había provocado el mutismo el hombre del bote.


Sin perder más tiempo, y después de ver unos extraños globos blancos con letras incomprensibles que bajaron tras la guitarra, buscamos la forma de cruzar el río.
No tuvimos que caminar mucho. A unos doscientos metros de donde habíamos hecho nuestro receso, encontramos un puentecillo de madera.
Al otro lado el bosque de abedules se hacía cada vez más espeso, para luego desembocar repentinamente en una extensa planicie. En el horizonte, finalmente se alcanzaba a vislumbrar el resplandor de los rascacielos iluminados por el sol. Esto nos alegró, pero lo que de verdad nos dejó sin habla fue la visión de una inmensa pirámide de cristal y lo que la rodeaba. Medía por lo menos cien metros de altura y estaba enclavada en lo alto de un pequeño promontorio. Aquí y allá pequeñas carreteras la circundaban, a través de las cuales unos extraños individuos caminaban sosteniendo unos inmensos telares que simulaban banderas. Éstas se inflaban por el viento y se alzaban hacia el cielo en coloridas pinceladas.
Más allá, por una ancha autopista, y enmarcados por los nubarrones de un cielo que comenzaba a encapotarse, una inmensa columna de martillos gigantes marchaba sin cesar en una especie de desfile de guerra, como soldados pintados de rojo y negro. A derecha e izquierda, la columna se perdía en la distancia. El espectáculo era simplemente asombroso.
Aquél era un mundo con una especie de extraña vida artificial, pero a la vez llena de singularidades que te generaban sentimientos encontrados de maravilla y ansiedad.
Estephanie y yo estuvimos observando largo rato el insólito desfile, hasta que de pronto ella me señaló un punto cercano a la linde del bosque que teníamos a nuestras espaldas. Allí, coronado por un árbol de ramas secas con la forma de un rostro humano, había una serie de árboles frutales de gran variedad, mediadamente escondidos tras unos florecimientos rocosos.
Sin pensarlo dos veces, echamos a correr acuciados por el hambre.


7

El banquete, aunque sumamente frugal, fue exquisito. Manzanas, naranjas, bayas, mangos, peras y hasta frambuesas hicieron parte de nuestra particular cena.
Estephanie y yo, animados por la comida, charlamos de mil cosas diferentes, como si estuviésemos en uno de los prados donde solían hacer picnics a las afueras del pueblo, en lugar de aquél mundo extraño y silencioso. Hablamos de libros, de juegos, de amigos, de sueños, de tardes bajo el calor del sol y noches a la luz de la luna.
Como siempre, las charlas con Estephanie eran de nunca acabar, y yo me sentía privilegiado de conocer a alguien como ella, de que se hubiera fijado en alguien como yo. Al estar a su lado olvidaba mi timidez e inseguridad, y lo que con otra persona podía parecer trivial o hasta risible, con ella era curioso o interesante.


La tarde había comenzado a decaer finalmente. El ocaso se acercaba.
Estephanie había estado absorta durante los últimos minutos, observando con detenimiento la gigantesca pirámide de cristal. La miraba, observaba el cielo, y luego dirigía la vista hacía el bosque, a través del cual el sol se colaba como un invitado insistente. Parecía estar calculando algo, mientras golpeteaba sus labios con las puntas de los dedos. Por momentos fruncía el ceño, como si llegase a un resultado erróneo. Yo simulaba estar concentrado en las semillas de mi manzana.
Entonces sonaron las campanas, provenientes de un lugar que nunca pudimos precisar por más que lo intentamos más tarde. Con la primera campanada, el rostro de Estephanie se iluminó.
—Lucky.
—¿Qué?
—¡Lucky!
—¡¿Qué?!
—¡Muévete!
Me puse en pie rápidamente y eché a correr tras ella como alma que lleva el diablo. Su cabello y vestido ondeaban a merced del viento, y yo la seguía sin respiro. A veces miraba atrás, en dirección al sol, para luego echarle un vistazo a la pirámide y seguir carrera.
Las campanadas aún sonaban cuando llegamos a una pequeña colina orientada hacia la pirámide, a unos doscientos metros de ella. Una vez allí, Estephanie me cogió de los hombros y juntos miramos hacia la construcción, justo a tiempo para ver cómo después de la última campanada, un potente rayo de luz solar se colaba entre los abedules del bosque e iba a chocar directamente contra una de las superficies pulidas. Justo entonces vimos que en realidad se trataba de un prisma, pues en ese instante la potente luz se fragmentó en el interior del cristal y se esparció al otro lado en un arcoíris que nos dejó sin aliento. Los rayos eran potentísimos y llegaban a los límites de la ciudad, bañándola con matices como nunca había visto ni volvería a ver en mi vida.
Estephanie y yo nos abrazamos con fuerza, anonadados por el espectáculo.
Los martillos seguían marchando sin cesar a nuestra derecha, y por un momento pensé que tendríamos un problema cuando necesitáramos cruzar la avenida. Las luces chocaban en las cabezas de metal y se esparcían en otros numerosos rayos que iluminaban la autopista.
El espectáculo duró varios minutos, lo que nos hizo comprobar que en efecto el tiempo parecía correr más despacio en esas tierras.
Cuando por fin la luz menguó y las luces de colores desaparecieron, nos encontramos otra vez decidiendo nuestro próximo paso.


8

Cruzar la avenida con los martillos resultó ser más fácil de lo que pensábamos. Solo tuvimos que marchar con ellos e ir pasando de una fila a otra, poco a poco y de manera sincronizada, hasta que al fin estuvimos al otro lado.
La planicie proseguía, con pastos cortos, colinas bajas y algunos árboles esparcidos aquí y allá como centinelas solitarios. En un momento dado encontramos una vaca que pastaba tranquilamente en una zona algo más poblada de vegetación. Al acercarnos volteó a mirar, mugió como diciendo “Hola, ¿qué tal?”, y siguió con lo suyo sin darnos mayor importancia.
En esa zona los árboles eran exiguos y los matorrales secos, y me sentí aliviado de haber traído conmigo algunas frutas. Aún no sabíamos si en la ciudad habría comida, así que más valía estar prevenido.
La noche comenzaba a caer finalmente. Las estrellas, en las que muy pronto descubrimos extrañas y desconocidas constelaciones, comenzaron a aparecer paulatinamente, como si viniesen de un largo viaje para iluminar aquellas tierras.
Estephanie y yo comenzamos a mirar en todas direcciones en busca de un lugar para pasar la noche. El cansancio comenzaba a hacer mella en nosotros y la ciudad distaba aún algunos kilómetros. Había pasado casi una hora desde que dejáramos atrás los martillos cuando vimos una serie de molinos hacia el sureste. Hacia allí nos dirigimos, con la esperanza de encontrar un lugar cálido y con mucho heno en su interior.
Estephanie se notaba soñolienta, y yo me había descubierto varias veces a punto de cerrar los ojos en medio de la caminata.
Cuando por fin llegamos y nos adentramos en el interior del molino más grande, nos recibió una ola de calidez tan agradable que reímos complacidos.
—Esto es genial —dijo Estephanie, animada.
Unas lámparas de aceite colgaban de las paredes de madera, incrustadas en armazones de metal. Grandes bloques de forraje cubrían la mayor parte del recinto. Algunas escaleras de madera pegadas a las paredes conducían a pequeños rellanos bajo las ventanas del molino.
Muy pronto Estephanie y yo estuvimos plácidamente acomodados sobre colchones de heno, guarecidos por una carpa improvisada que habíamos armando con algunas tablas que encontramos al fondo del lugar. Las lámparas mantenían el lugar seco y agradable, y después de una frugal cena, ambos estuvimos dispuestos para el sueño.
A pesar de todo, en ese momento me sentía bien. Muy bien en realidad. Aunque me intranquilizaba pensar en mis padres, ambos seguramente buscándome por cielo y tierra a esas horas de la noche, el hecho de estar con Estephanie me hacía sentir seguro y a gusto. Ella también se notaba tranquila, y a pesar del cansancio había estado alegre y risueña mientras comíamos sendas manzanas acompañadas de pequeñas frambuesas.
Entonces, mientras nos acomodábamos uno al lado del otro para pasar la noche, Estephanie dijo:
—Me gusta este mundo, Lucky.
Yo me quedé mirándola unos segundos, sin dar crédito a lo que escuchaba. Aquella extraña tierra estaba llena de sorpresas y maravillas, sí, pero no por ello me sentía completamente a gusto en ella.
—¿A qué te refieres con eso, Tefi?
—Es decir, me siento bien aquí. Este mundo parece salido de la mente de un soñador, un Dios soñador tal vez, y yo siempre he querido vivir en un lugar así.
—¿Acaso no te sientes a gusto en nuestro pueblo?
—Sí, por supuesto que sí. Quiero mucho a mamá y a papá. Incluso a mi hermanito, aunque me moleste día y noche. Pero… —Estephanie calló un momento.
—Pero ¿qué? —la urgí, algo incómodo por su repentina confesión.
—Es que a nuestro mundo le hacen falta soñadores. Personas que vean con buenos ojos una guitarra navegando o unos martillos marchando.
—Ahora sí te has vuelto loca, Tefi —dije, e intenté sonreír.
Ella me miró con atención, sonrió tristemente, y continuó.
—Tal vez lo sea, y quizá por eso es que me siento a gusto aquí. Aquí nadie se va a burlar de mí por admirar el vuelo de una mariposa, o por quedarme despierta hasta tarde esperando ver mi constelación favorita. Aquí nadie me va a juzgar por buscar figuras en las nubes o en los árboles; nadie va a vender sus sueños por dinero, por una casa grande o un auto de lujo. Aquí los sueños pueden hacerse realidad sin que tengas que vender tu alma primero.
Yo la miraba sin saber qué decir. Pensamientos tan adultos pronunciados por una niña de diez años era lo último que faltaba para acabar de volver más extraño ese día lleno de sucesos extraños. Aun así, la conocía lo suficiente para saber que su inteligencia y sentido común eran avanzados para su edad, y que todo lo que decía iba en serio. Estephanie era una niña muy perspicaz y no era la primera vez que me sorprendía con afirmaciones de ese tipo.
—¿No te parece, Lucky, que a veces nuestro mundo va demasiado aprisa?
Lo pensé un instante y asentí.
—La gente solo trabaja para vivir y vive para trabajar —continuó ella—; los momentos para la amistad, la familia y el amor son cada vez más pocos. Son momentos fugaces que se pierden en el trajinar del día. Los días se hacen meses, y los meses años, y al final solo haces balances financieros. Los instantes de felicidad son efímeros, y muchos son solo disfraces del inconformismo.
—¿Qué quieres decir?
—Que los medios nos venden artificios, estereotipos.
—¿Estereo-qué?
—Olvídalo… —suspiró Estephanie—. Lo que quiero decir es que las personas que tienen tiempo para admirar una flor, para observar las montañas, para disfrutar de la silenciosa compañía de una mascota, escuchar el sonido de la lluvia a través de la ventana, buscar figuras en las nubes; que tienen tiempo para dedicar un cielo, cantar un atardecer, pintar una canción y leer las estrellas; ese tipo de personas, repito, parecen estar en vía de extinción. Y lo peor es que es el mismo hombre el que se encarga de ello. Cuando hay alguien lo suficientemente sensible como para hacer todo lo que te acabo de decir, la sociedad se encarga de marchitar su corazón hasta hacerlo trizas. Y a veces es su vecino, su amigo o hasta su familia la que se encarga de acabar con esa mente soñadora.
—¿Y por qué crees que eso pasa? —pregunté, algo decaído por las afirmaciones de Estephanie.
—Porque todo el mundo le exige que sea un estereotipo. Que sea lo que se espera de él, que no sea diferente, que sea como los demás, que siga las reglas y las tendencias. Te dictan un modelo a seguir y si no lo cumples te dan la espalda. Te discriminan por las cosas más absurdas. No hay lugar para los soñadores; solo para los realistas.
—¿Y dónde leíste eso, Tefi?
—No lo leí; lo veo a diario. Los libros únicamente me han ayudado a saber expresarlo con claridad.
—¿Pero qué harías en un mundo tan solitario como éste? —pregunté, algo acongojado.
—No lo sé. Quizá darle más vida con mis propios sueños.
—Pero puedes darle vida al nuestro.
—Es una pérdida de tiempo.
—No lo es, Tefi. Personas como tú son las que mantienen con vida nuestro mundo.
—¿Y a costa de qué? A costa de nuestra integridad. Arriesgamos nuestros sueños para hacer realidad los egoístas sueños de la sociedad.
—Pero ¿qué haría yo sin ti, Tefi? —argüí, jugándome mi última carta.
—Puedes cuidarte solo, Lucky. O puedes quedarte conmigo.
—Los soñadores mantenemos nuestro mundo a flote. Regresa conmigo y sigamos adelante.
—No lo sé, Lucky. A lo mejor me quedo aquí y le doy vida a este mundo.
—Pero este no es tu mundo. Tú misma lo has dicho: es el mundo de un soñador.
—Y yo soy una soñadora, como tú.
—¡Pero no tienes por qué darle vida a los sueños de otro! Al menos no de esa manera. —La miré atentamente—. ¿O acaso tienes otra razón para querer quedarte?
Estephanie rehuyó mi mirada, pero al final terminó confesándome sus verdaderos motivos.
—Mis padres se van a divorciar.
Yo no supe qué responder, al menos no en ese momento.
Nos quedamos un rato observando las sombras que bailaban por el lugar a merced de las llamas de las lámparas de aceite. El silencio era completo. Solo se escuchaba de cuando en cuando el ulular de un búho en la lejanía. El molino estaba cálido y acogedor, y por momentos yo también sentía la tentación de quedarme con Estephanie en aquél lugar, lejos del mundo donde los chicos se burlaban de mi timidez y mis problemas de dicción.
—Lo siento mucho, Tefi —dije por fin. Ella tomó mi mano y la apretó en señal de agradecimiento.
—Gracias, Lucky. Yo sé que tu sentimiento es sincero. Eres un chico valioso, aunque en el cole te hagan pensar lo contrario.
—¿Quién te lo dijo? ¿Tu mamá?
—Sí, pero era algo que se veía venir. En el fondo lo esperaba, aunque cuando ella me lo confesó no pude evitar sentirme muy triste. Fede lo ha tomado con calma, quizá por su edad, o porque él no tendrá que irse del pueblo.
—¿Qué quieres decir?
Estephanie me miró con unos ojos tan tristes que me dolió el corazón.
—Si el divorcio se lleva a cabo, Fede se quedará con papá, y yo con mamá. Fede y papá se quedarán en el pueblo, pero yo me iré con mamá a otra ciudad, a casa de la abuela.
Sentí que la revelación me caía como un baldazo de agua fría. Solo conocía a Estephanie desde hacía dos o tres años, pero ya no podía imaginar mi vida sin ella. Era mi mejor amiga. Mi única amiga, de hecho, y el simple hecho de pensar en verme solo de nuevo me hacía sentir terriblemente abatido. Cuando mis ojos se anegaron sin previo aviso, parpadeé simulando tener más sueño del que sentía, pero Estephanie no era fácil de engañar y al verme así me abrazó diciendo:
—No te pongas así, Lucky, aún estoy aquí. No me he ido. De hecho, precisamente por eso es que no quiero volver. No quiero marcharme a casa de mi abuela. Es terca y malgeniada, y no le gustan los niños. Creo que los aborrece y solo soporta a sus nietos porque son parte de su sangre.
—No quiero que te vayas, Tefi. No quiero.
—Entonces quédate conmigo.
—Pero mis padres…
—Tienes razón… —aceptó ella—. No merecen que los dejes solos. Ellos sí se preocupan por ti.
—Los tuyos también, Tefi, seguro que sí.
—Tal vez, pero ahora mantienen sus mentes ocupadas en el trabajo y los negocios. A veces me siento un estorbo para ellos. Se ocupan de mí en las noches como por un compromiso que no pueden esquivar, pero cuando hablo con ellos y les cuento cómo me fue en el cole veo que tienen la cabeza en otra parte, y me responden solo con monosílabos. A Fede poco le importa, pero a mí su indiferencia me carcome todos los días. Los amo, y seguro que ellos a mí también, pero ahora siento que estoy en un segundo plano.
—No digas eso —rebatí.
—¡Pero si es verdad! —exclamó ella, repentinamente ofuscada—. Hablan del dinero, de las cuentas por pagar, de que van a tener que hipotecar la casa; se critican el uno al otro sin parar. Ya me conozco sus diálogos de memoria y cuando anochece y ellos siguen discutiendo hasta el cansancio, salgo sin que se den cuenta y voy a la azotea a mirar las estrellas, tratando de hacer oídos sordos a los murmullos que llegan desde la cocina. ¡Es un infierno vivir así!
—Me lo imagino —dije, aunque en realidad no lo conseguía. Mis padres quizá no fueran los mejores del mundo, pero se querían y rara vez discutían, y cuando lo hacían era solo por temas insustanciales.
—El divorcio podría ser la solución, pero quiero a mi familia unida como antes. Lo que te dije hace un rato sobre la situación de nuestro mundo no era solo una disculpa para quedarme, también es en parte la razón de que mi familia esté como está.
—¿Pero cómo sobreviviríamos en un mundo yermo y solitario como este?
—Ya pensaremos en algo. Al menos hay comida, y eso ya soluciona muchas cosas. ¿Por qué no comemos otro par de manzanas, Lucky tonto?
—Cómo tú digas, Tefi tonta —dije sonriendo.


9

El resto de la velada la pasamos hablando de temas menos deprimentes.
Muy pronto el sueño nos venció y nos acomodamos para pasar la noche. Todo lo que me había contado Estephanie daba vueltas en mi cabeza mientras el sueño se apoderaba de mí. No quería separarme de ella nunca. Ahora me doy cuenta de que incluso entonces la amaba a mi manera, a pesar de tener solo nueve años.
Antes de quedarme dormido, abrí los ojos una última vez y la observé. Estábamos frente a frente, y ella también parpadeaba, soñolienta. Muy pronto estaría dormida y yo perdería la valentía para decirle lo que de repente se me había ocurrido. Ella vio que la observaba y me sonrió.
—¿Tefi? —susurré.
—¿Sí? —murmuró.
—¿Estás dormida?
—No seas tonto, Lucky.
—Perdona.
—No hay por qué. Eres un chico tonto, y no tienes que disculparte por eso. —Sonrió—. Dime ya lo que tengas que decirme, o déjame dormir.
—Tefi…
—¿Sí…?
—¿Quieres casarte conmigo?
Estephanie abrió los ojos como platos, se irguió un poco, y me estudió detenidamente.
—¿Estás loco? —exclamó.
Lo pensé por un momento.
—Creo que sí —respondí.
Ella pareció tranquilizarse. Se acomodó de nuevo sobre la almohada de heno y dijo:
—Entonces está bien.
—Te quiero, Tefi.
—Yo también te quiero, Lucky tonto. Buenas noches.
—Buenas noches —respondí, y en cuestión de un par de minutos estuve completamente dormido.


10

Al día siguiente, ya en las puertas del amanecer, nos despertó el flautista.
Entonaba una melodía que traía la añoranza de tierras lejanas y paisajes de ensueño. Era bella, cadenciosa, y si no fuese porque recién comenzaba el día sin duda nos habría arrastrado nuevamente al sueño. Me incorporé, y ayudé a Estephanie a ponerse en pie. El sonido provenía de algún lugar cercano y parecía acercarse progresivamente.
—Buenos días, Lucky —saludó Estephanie, aún con ojos adormecidos.
—Buenos días, Tefi —respondí.
—Parece que tenemos compañía.
—Sí, seguro otro zombi como los que vimos ayer.
—Salgamos a echar un vistazo.
Así lo hicimos.
El día comenzaba a clarear. La hierba estaba humedecida por la brisa e hilachas de nubes se movían a paso lento en dirección al mar. Estephanie y yo tiritamos por el cambio de temperatura. Estar abrigado entre el mullido y cálido heno para luego pasar al fresco de la mañana era un cambio muy drástico. La música provenía del este, y puesto que hacia allí nos dirigíamos decidimos caminar al encuentro de ella mientras nos aclimatábamos al ambiente.
El sol salió perezosamente por encima de los edificios de la ciudad e iluminó el prisma gigante arrancándole fuertes destellos. A lo lejos aún se sentía el murmullo de la marcha de los martillos, que al parecer desfilaban día y noche sin parar.
A medida que nos acercábamos a la ciudad la tierra volvía a ser yerma y de pastos bajos. La planicie se iba haciendo cada vez más recta, permitiendo divisar sin problemas los rasgos distintivos del borde de la ciudad.
Pasados unos minutos avistamos al flautista.
Caminaba parsimoniosamente mientras le sacaba notas a su instrumento, ajeno por completo a los dos niños que se acercaban en dirección contraria.
—Qué bien lo hace —dijo Estephanie, sonriendo y tarareando al compás de la música.
Cuando ya nos separaban pocos metros del caminante, nos detuvimos y lo observamos con atención. Todo indicaba que era como los demás, una especie de marioneta de carne y hueso que solo vivía para servir a la visión del Dios de esas tierras. Pero entonces, cuando estuvo a nuestra altura, y cuando ya creíamos que nos pasaría de largo sin pronunciar palabra, dejó de tocar su flauta y se detuvo.
Tal fue nuestra sorpresa, que no pudimos evitar pegar un salto por la impresión. Cogí a Estephanie instintivamente de la mano y la atraje hacia mí.
El hombre no debía tener más de veinte años. Tenía el cabello ensortijado y vestía a la usanza de los jóvenes de la época, con pantalones de bota ancha y una camisa de estampados coloridos. Era apuesto y de mirada perdida.
Se quedó mirándonos por lo que nos pareció varios minutos con un amago de sonrisa. Nosotros también lo mirábamos, casi temiendo pronunciar palabra.
Entonces el joven puso fin al silencio.
—Hola, chicos.
Yo me quedé mudo. Era la primera persona que se dignaba hablarnos, y aunque nada en él lucía extraño o inusual, no dejaba de ser una sorpresa.
—Hola —respondió Estephanie con una de sus mejores sonrisas, y para asombro mío extendió su mano.
El joven la tomó, se inclinó un poco y la besó ceremoniosamente.
—Un gusto conocerte, hermosa damisela. ¿Cuál es tu nombre?
—Estephanie. Aunque mi amigo aquí presente me llama “Tefi”.
—Hermoso nombre, Tefi. ¿Y cuál es tu nombre, amiguito? —preguntó dirigiéndose a mí.
—Lu… Lucas —Mis problemas de dicción, que con Estephanie eran siempre inexistentes, afloraban de nuevo.
—Un gusto conocerte, Lucas.
—Llámalo “Lucky” —intervino Estephanie—. Aunque lo niegue, sé que le gusta que lo llame así.
—Entonces es un gusto conocerte, Lucky —dijo sonriendo y estrechando mi mano con amplios movimientos—. Mi nombre es Roger, para servirles.
—Mucho gusto, Roger —dijimos al tiempo, y cualquier rastro de incomodidad desapareció cuando él echó a reír con sonoras carcajadas, arrastrándonos a nosotros también a su hilaridad.
—Me caen bien, chicos, y puesto que no logro acostumbrarme a que me llamen Roger, les confesaré que en realidad mis amigos me dicen “Syd”.
—Pues es todo un gusto conocerte, Syd —dijo Estephanie, que siempre había sido mejor que yo para las relaciones sociales—. Sobre todo después de toparnos con tantas personas que más parecen robots que humanos.
—Oh, ellos… —dijo Syd, al parecer completamente enterado de lo que le hablábamos—. No les prestes atención. Solo son la creación de unos chicos locos.
—¿Unos chicos locos? —pregunté yo—. Pensaba que era el sueño de Dios descabellado o algo por el estilo.
—Y lo es, Lucky, al menos es algo parecido. Pero eso no importa ahora. Cuéntenme, ¿qué los trae por aquí?
—Bueno —dijo Estephanie—, ni nosotros mismos lo sabemos. Entramos por una puerta mágica, y aquí estamos. Nos dirigíamos a la ciudad con la intención de averiguar si había alguien que nos pudiera informar sobre nuestro paradero.
—Así es —corroboré—. No tenemos idea de dónde estamos, y queremos volver a casa.
Estephanie me miró, seguramente recordando nuestra conversación de la noche anterior, pero no dijo nada.
—Pues habrían perdido el tiempo —dijo Syd—. Allá tampoco hay nadie. Al menos nadie que hable o escuche. Pero les diré una cosa: los acompañaré. La salida está al otro lado de la ciudad, y de paso podemos ver a los cerdos.
—¿Los cerdos?
—Sí, cerdos voladores. ¿Han visto a un cerdo volar?
—¡Nunca! —respondimos Estephanie y yo al tiempo, cosa que pareció causar mucha gracia a Syd, que rió de nuevo con ganas.
—Pues les enseñaré unos cuantos. Suelen sobrevolar la ciudad todas las mañanas, sobre todo en la zona de la Estación.
—Bueno, vamos a ver a esos cerdos —dijo Estephanie, entusiasmada.
—Tus deseos son órdenes, señorita —y sin más, Syd comenzó a andar de vuelta a la ciudad.
Estephanie y yo lo seguimos después de intercambiar una mirada de complicidad. A mí la verdad no me inspiraba mucha confianza aquel flautista loco, pero a ella parecía agradarle mucho, así que acepté la propuesta sin objetar.


11

—¿Y qué haces tú aquí, en esta tierra de nadie? —preguntó Estephanie mientras caminábamos a paso ágil por la yerma planicie.
—Soy el guardián de los sueños de mis amigos, el diamante loco, el flautista en las puertas del amanecer. Ellos creen que me he perdido, pero en realidad me he adelantado a su tiempo y he creado todo esto para ellos.
—¿Todo esto? —pregunté.
—Sí, todo este mundo es creación mía, aunque ellos nunca lo sabrán. Quizá en el fondo lo sospechen, pero pasará mucho tiempo hasta que lo comprendan de verdad. Solo les he dado el espaldarazo inicial. Ellos se encargarán del resto.
—¿A qué te refieres? ¿Quiénes son esos amigos? —inquirió Estephanie.
—Eso ahora no importa. Lo que importa es que el hecho de verlos a ustedes dos aquí, chicos, significa que he logrado mi cometido.
—¿Y cuál es ese cometido, Syd?
—Hacer mis sueños realidad y permitir que los demás entren en él. Ahora sé que hay por lo menos media docena de puertas, y con el tiempo habrá muchas más, por las cuales entrarán los que deseen dejarse llevar por los sueños del flautista loco.
—Me gusta tu mundo, Syd, me siento muy a gusto en él —dijo de pronto Estephanie.
—Y es un gusto para mí saberlo.
—De hecho, quiero quedarme en él. ¿No es así, Lucky?
—Así es —corroboré, y Syd frenó en seco con una mirada triste.
—¿Es eso cierto, chicos?
Asentimos nuevamente con la cabeza.
—Eso no me gusta nada… —dijo él chasqueando la lengua con desaprobación.
—¿Por qué? —preguntó Estephanie, desolada.
—Porque no está bien vivir los sueños de otro. Está bien que vengas a pasear de cuando en cuando, que disfrutes del paisaje, pero no que te quedes indefinidamente.
—Pero me agrada este lugar. Me siento bien aquí.
—Y yo, preciosa. Pero incluso para mí ha sido perjudicial.
—¿Pero por qué? —Estephanie seguía en sus trece—. ¿Por qué habría de ser perjudicial que permanezcas aquí, si todo esto es el fruto de tu talento?
—Porque tampoco está bien que vivas en tus sueños, Tefi —dijo Syd—. Lucha por ellos, pelea y trabaja por ellos, pero no te pierdas en tus sueños. Yo creé mi propio mundo quimérico, uno en el que los cerdos vuelan y los elefantes son efervescentes, uno en el que duermo apoyado en mi almohadón de vientos, oscurecido por las nubes, en un viaje interestelar que no tiene fin; yo creé mi propio mundo, repito, y me perdí en él. No está bien que hagas lo mismo.
—Pero mi mundo no me agrada —insistió ella.
—Porque algunos no te lo hacen agradable. Por eso tienes que luchar para que sí lo sea.
—Es lo que te decía, Tefi —tercié—. Aunque él lo supo decir mejor que yo.
Seguimos caminando, callados, pensativos. Yo observaba a Estephanie y trataba de adivinar el hilo de sus pensamientos.
Más adelante vislumbramos un nuevo ítem creado por la mente de Syd. Era las dos mitades de una cara, o dos caras de perfil que formaban una, según se mirase. Eran de metal y medían unos doce metros de altura. Parecían dos tótems dando la bienvenida a la ciudad. Sus ojos eran como dianas, con los consabidos círculos rojos y blancos, y sus bocas estaban abiertas como si estuviesen hablando. Cuando estuvimos más cerca vimos que entre ambas bocas había cuatro luces flotantes que parpadeaban constantemente.
—Este es uno de mis favoritos —dijo Syd.
—Es hermoso —dijo Estephanie, admirada.
—Simboliza la comunicación, algo de lo que no debemos olvidarnos. Tenemos que continuar hablando a pesar de todo, pues es lo que nos diferencia de los animales. ¿Hay algo que te impulse especialmente a quedarte aquí y no volver a tu mundo, Tefi?
Estephanie guardó silencio, con la cabeza gacha, así que fui yo quien respondió por ella.
—Sus padres se van a divorciar.
La respuesta pareció no sorprender a Syd.
—¿Ves? Comunicación. Es la clave de muchas cosas.
—Ellos olvidaron eso hace mucho tiempo —dijo Estephanie.
—Pues ayúdalos a recordarlo. Lucha por tus sueños, Tefi, con tesón y empeño. Ya verás que al final te acordarás de mí y me lo agradecerás. Este no es tu mundo, aunque puedes venir siempre que quieras.
—Hazle caso, Tefi —dije—. Yo estaré allí para acompañarte. Necesito de ti, y a cambio de tu compañía haré lo que sea para verte feliz.
—¡Esa es la clase de cosas que me gusta escuchar! —exclamó Syd, animado—. Deberían casarse, chicos.
—Lo haremos —dijimos al unísono, y Syd estalló en una de sus ya clásicas carcajadas.
—Eso es —dijo, secándose el rabillo del ojo con el dorso de la mano—. Se casarán, y serán felices y comerán perdices, y tendrán un niño de ojos verdes, aunque de vez en cuando parezca que en realidad son azules, y ya verán que mis sueños los alcanzarán y los acompañarán cuando alcancen los suyos. Serán felices viendo atardeceres violetas, admirando las flores, caminando por las montañas; disfrutarán de la silenciosa compañía de una mascota, escucharán el sonido de la lluvia a través de la ventana, buscarán figuras en las nubes. Tú, Lucky, le dedicarás un cielo, y tú, Tefi, le cantarás un atardecer; el uno pintará una canción y la otra leerá las estrellas. Y cuando eso suceda se acordarán del viejo Syd, perdido pero feliz en su mundo extraño, en su tierra poblada por prismas gigantes, martillos que marchan, cerdos voladores y vacas rezongonas.
Syd echó a reír, y nosotros con él. Era como un gnomo descabellado que hubiese encontrado el sauce de los secretos, y riera y disfrutara solo de sus propios descubrimientos y ocurrencias.


12

El viejo y gordo sol había ido alzándose sin apenas darnos cuenta, y ya era media mañana.
—¿Por qué no nos muestras esos cerdos voladores de los que tanto hablas? —propuse, ya olvidados mis recelos para con el flautista loco.
—Claro que sí, Lucky —aceptó Syd, y de repente echó a correr—. ¡Síganme!
Lo seguimos, corriendo también como locos en las tierras de aquel soñador. El suelo volaba bajo nuestros pies, y muy pronto nos vimos adentrándonos en la ciudad vacía y silenciosa. Los edificios parecían artificiales, las calles eran demasiado limpias y los semáforos tenían las tres luces encendidas.
Una vez llegamos a la entrada de la urbe, frenamos nuestro trote y tomando aliento fuimos recorriendo lentamente el lugar.
Resultó que la ciudad solo tenía unas calles. Había unos cuantos edificios que servían de fachada y que eran los que habíamos visto en la distancia, pero tras ellos solo había unas cuantas calles con algunas casas, estudios, parques y una inmensa fábrica con cuatros chimeneas que se alzaban al cielo como dedos acusadores. En una de las calles vimos un par de hombres estrechándose las manos. Uno de ellos estaba en llamas, pero parecía no haberse dado cuenta. De todas formas, era otra de las estatuas humanas, así que seguramente ardería y ardería sin nunca llegar a consumirse.
En otra calle había una especie de monumento hecho de guitarras, baterías, teclados y demás instrumentos musicales. Todos estaban simétricamente alineados formando una pirámide. Más allá, en el jardín de una vivienda, alcanzamos a ver a un hombre vestido de militar, con uniforme café y sombrero. En su espalda había un puñal enterrado, pero al igual que los demás pobladores no parecía haberse enterado.
No tardamos mucho en atravesar la ciudad y llegar a la fábrica. Allí, en efecto, algunos cerdos sobrevolaban las inmensas chimeneas en círculos interminables.
—¿Son reales? —preguntó Estephanie.
—No lo sé —confesó Syd.
—¿Acaso no los creaste?
—Sí, pero no sé si son reales o son globos inflados con helio. Supongo que lo son porque nunca me he encontrado una sorpresa en el suelo que rodea la vieja Estación.
Estephanie y yo captamos la broma y reímos divertidos.
Delante de nosotros un canal atravesaba ese extremo de la ciudad. Fuimos cruzándolo por el puente, mientras observábamos los cerdos. Era una visión curiosa, y Estephanie no dejaba de mirarlos sonriendo.
Al otro lado del puente había una nueva pradera que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Una línea ferroviaria la cruzaba, pero aparte de ella no había ninguna otra cosa en el horizonte. Era como si allí terminara aquél extraño mundo; al menos por su lado este, puesto que no habíamos explorado el norte y el sur, y nada nos aseguraba que cruzando el mar no hubiera nuevas e insólitas maravillas.
Solo una colina alta coronada por un bosque de árboles secos adornaba la infinita planicie.
—¿Es esto la frontera de tu mundo, Syd? —pregunté.
—Así es. Al menos por ahora. Pienso construir un muro, pero eso será luego.
—¿Y dónde dices que está la puerta?
—En ese bosquecillo que ves sobre la colina.
Observé por un momento el lugar. La puerta no era visible desde esa distancia, pero nada me hacía dudar de la veracidad de sus palabras. Era su mundo, no el nuestro.
Miré a Syd, y no pude evitar sentir cierta nostalgia.
—Esto me suena a despedida, Syd —dije—, y ya me siento triste.
—Supongo que lo es, pero no tienes por qué sentirte así.
Miré a Estephanie, que había estado algo silenciosa, y vi que gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Syd también las vio, se agachó hasta estar a la altura de mi amiga, y tomándola tiernamente por el mentón, dijo:
—No llores, preciosa.
—Es que no quiero irme.
—Entiendo, pero tienes que ser consecuente contigo misma. Ahora los dos tienen una vida por delante, una vida juntos, y cuando menos te lo esperes verás que tienes tu propio mundo de sueños para ti y para Lucky. Además, tienes un trabajo que hacer.
—¿Ah, sí? —dijo ella, asombrada.
—Así es.
—¿Y qué trabajo es ese?
—Impedir el divorcio de tus padres.
—¡Eso es una locura!
—Lo es, y por eso será más divertido.
A Estephanie le hizo gracia el comentario de Syd, y sonrió limpiándose sus lágrimas. Verla de nuevo animada y contenta me hizo sonreír a mí también.
—Lucha por tus sueños, Tefi, y ya verás que cuando menos te lo esperes iré a visitarlos.
—¿De verdad? —preguntamos Estephanie y yo al tiempo, y ahora fuimos los tres los que rompimos en carcajadas. Menudo coro estábamos hechos mi amiga y yo.
—Así es —dijo Syd—. Ahora vayan y luchen por sus sueños. Está bien visitar los sueños de otros, incluso vivirlos un tiempo, pero no se pierdan allí. Tampoco se queden en los propios. Solo alcáncelos y no extravíen el camino.
—¿Nos acompañarás a la puerta, Syd? —preguntó Estephanie.
—No, preciosa, tendrán que ir solos este último tramo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque se me hace tarde para ir a despertar a Lulubelle.
—¿Lulubelle?
—De hecho, su nombre completo es Lulubelle III, pero yo le digo Lulú.
—¿Y quién es Lulú?
—Es la vaca. ¿No la vieron ayer?
—Sí, la recuerdo —dijo Estephanie.
—Bueno, pues así es. Debe estar dormida, y si no voy y la despierto pronto su ubre se llenará de leche y tendré que llevarla al hospital.
—¿Hay hospitales aquí? —inquirí, curioso.
—No lo sé. Por eso es que no debo tardar. Ahora váyanse, y tengan cuidado con el guardián de la puerta.
—¡¿Guardián?! —exclamamos.
—Sí, hay un guardián. Está algo viejo y a veces se pone de malas pulgas, pero no creo que represente mayores inconvenientes. Denle una manzana y con eso bastará. Ahora, si me permiten…
—Adiós, Syd —dijo Estephanie—, te extrañaremos.
—Nada de adioses. Prefiero los “hasta luegos”.
—Entonces que sea un hasta luego —dijo ella.
—Que así sea, Tefi. Hasta luego, Lucky.
—Hasta luego, Syd.
El flautista loco nos guiñó un ojo, y luego partió raudo tocando alegremente. Estephanie y yo nos quedamos mirándolo hasta que se perdió de vista por la esquina de un edificio.
Entonces dimos media vuelta y nos dispusimos a realizar el último recorrido de nuestro extraño viaje.


13

Resultó que el guardián tenía pulgas, pero no tan malas.
Era un perro lanudo que permanecía sentado frente a una puerta de madera jaspeada sin marco, enclavada en medio del bosque y en lo más alto de la colina.
—Menudo guardián, ¿eh? —dijo Estephanie sonriendo.
Nos acercamos y el perro comenzó a ladrar meneando la cola.
Al parecer quería jugar, pero nosotros no deseábamos retrasos, así que hicimos lo que nos había dicho Syd. Le dimos nuestra última manzana, que comenzó a mordisquear animosamente, y después de echar una última mirada atrás, hacia la ciudad que se veía a lo lejos a través de las copas de los árboles, abrimos la puerta y entramos.
Por un momento nos sentimos flotar en el aire, y entonces caímos al agua, dando brazadas desesperadas.
No pensamos en la posibilidad de que la puerta fuera a dar al mismo lugar por el que habíamos entrado, pero tal parecía que así era. Tragué un poco de agua, y sentí a mi lado a Estephanie agarrándome de la manga de la camisa desesperadamente. Traté de calmarme, y tomándola por el brazo comencé a nadar hacia la superficie.
Al salir a flote, vi que la orilla estaba cerca, así que nadé con más bríos, llevando conmigo a una Estephanie desmadejada y presa de la tos.
Una vez en la orilla la ayudé a recobrar el aliento dándole suaves palmadas en la espalda.
—Gracias, Lucky —dijo—. Por un momento pensé que me ahogaba.
—Yo también, Tefi. No pensé que regresaríamos al mismo lugar.
Al decir aquello, ambos caímos en cuenta de que de verdad habíamos regresado y miramos a nuestro alrededor asombrados, casi esperando ver algún cambio.
Pero todo seguía igual. De hecho, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, estuve seguro de que no había pasado ni un minuto desde que nos habíamos marchado. El sol seguía en el mismo punto que cuando partimos, y todo lucía demasiado similar. El clima, los ruidos, la luz, todo lucía igual.
—Mira, Lucky —dijo de pronto Estephanie señalando un lugar a unos metros de donde nos hallábamos.
Seguí su dirección y descubrí mis zapatos y sus sandalias flotando en el borde de la marea.
Cuando nos hubimos calzado y recobrado un poco, miramos hacia el lugar por donde había aparecido el portal en un momento que parecía haber ocurrido hacía muchísimo tiempo. Las aguas del lago parecían indiferentes a lo que había ocurrido, los ruidos de niños jugando seguían llegando a nuestros oídos por sobre el promontorio rocoso y el sol cálido de media tarde seguía su recorrido con calmada parsimonia.
—Casi podría creer que lo soñamos, Tefi —dije.
Estephanie me miró, y sonrió.
—Claro que no, Lucky.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque hemos vuelto en busca de nuestro sueño, y lo haremos juntos. Me casaré contigo, ¿no?
—Sí, es verdad —dije, y no pude evitar sonrojarme.
Comenzamos a caminar en dirección a nuestras casas. Estábamos cansados y hambrientos, y yo personalmente tenía la intención de dormir doce horas seguidas.
En efecto, el mismo grupo de chicos que habíamos visto jugar antes de adentrarnos en ese rincón del lago seguían correteando de aquí para allá. Los sesenta iban llegando a su fin, esa época de descuidada tranquilidad, y aquellos niños parecían ser la prueba de ello.
Cuando dejamos el lago atrás y nos adentramos en el camino de tierra que conducía al pueblo, Estephanie me cogió de la mano y me detuvo.
—¿Por qué quieres casarte conmigo si solo tienes nueve años y yo diez?
La miré a los ojos, y poniendo mi corazón en la mano, le dije:
—Porque eres mi alma gemela. Porque solo tú me entiendes y porque verte feliz me hace feliz a mí.
—Eres un cursi, Lucky, ¿lo sabías?
Yo me ruboricé hasta las orejas.
—Lo siento —dije.
—No lo sientas, Lucky —dijo ella sonriendo a costa mía—. Está bien ser cursi. Cuando dices las cosas de corazón no puedes evitar ser un poco cursi.
Yo sonreí, más tranquilo.
—Te quiero, Tefi —dije.
—Yo también, Lucky tonto —dijo ella, y posando sus manos en mis hombros, me dio mi primer beso.



Epílogo

Fuimos felices, en efecto, pero no comimos perdices. A Estephanie le caían pesadas. Yo siempre le digo en broma que eso estropea nuestro final feliz, y ella siempre ríe con esa sonrisa única que tanto amo.


Hoy, más de cuarenta años después, y mientras observo a mis nietos correteando por el jardín, sigo recordando cada mañana la tarde en que nuestras vidas se unieron para siempre, el día en que decidimos correr en pos de nuestros sueños.
Los padres de Estephanie desistieron del divorcio, y en cierta forma nuestra vida volvió a la normalidad, y cuando las clases comenzaron después del verano todo pareció recobrar su rutinaria monotonía. Pero nosotros sabíamos que no era así. Habíamos hecho un viaje sorprendente, inmersos en un mundo más allá de la imaginación, y nuestras vidas habían cambiado, habían quedado unidas para siempre.
A veces íbamos al lago, pero nunca logramos encontrar de nuevo el sitio exacto donde las piedras rebotaban de vuelta.
Tal vez era lo mejor.


El tiempo pasó, y un día, de pronto, recibimos la visita de Syd.
En realidad no fue él propiamente, pero supimos que era de eso de lo que hablaba cuando prometió visitarnos.
Eran imágenes, imágenes de un lugar que conocíamos muy bien y que nos trajo recuerdos tan gratos que casi nos sentimos nuevamente en ese mundo aparentemente triste y solitario en el que Estephanie había estado tan empeñada en quedarse.
Eran imágenes en las portadas y en el interior de los álbumes de una banda de rock inglesa, y cuando las vimos por primera vez entendimos muchas de las cosas que nos había contado. Entendimos a qué amigos se refería cuando hablaba, y por qué decía que el tiempo nos enseñaría lo que buscaba con sus sueños.
Su música era extraordinaria, de otro planeta, y cada vez que la escuchábamos nos sentíamos transportados a esa tierra exótica que con el tiempo habíamos llegado a extrañar. Entendimos también que esa era la forma en que Syd quería que visitásemos su mundo, que viviéramos su sueño: a través de la música de sus amigos.
Con cada álbum nos llegaban los ecos de un nuevo y portentoso pasaje de la historia que escribimos en ese extraño día de julio.
Escucharla, aún hoy, cuando se han separado y algunos han partido, no deja de ser una experiencia revitalizante. Escuchando esa música que pocos entienden y que solo algunos locos disfrutan nos sentimos más unidos que nunca.


Seguimos viviendo en el mismo pueblo, ahora en una casa grande con vista al lago, y solemos sentarnos en el porche a escuchar las creaciones musicales de ese singular grupo, abrazados y cantando en un dúo desafinado pero lleno de sentimiento. Y mientras lanzamos nuestras voces al cielo, nunca dejamos de mirar hacia el lago, siempre esperando ver un fogonazo verde. O azul.
O, por qué no, un insólito esplendor de luces multicolores.




La ilustración, el título y el epígrafe del presente relato son propiedad exclusiva de Chris Van Allsburg.

En ningún momento, ahora o en un futuro, el autor pretenderá lucrarse de alguna manera con la escritura del presente relato. El mismo ha sido escrito y publicado con fines lúdicos.



1 comentario:

Cristian Barbaro dijo...

Me encantó tu relato... Está repleto de sentimientos, y bue, guiños varios... Estoy conociendo el lado más sensible de Calavera... Felicitaciones por tan buen relato...

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...