miércoles, 2 de diciembre de 2015

LA CIUDAD QUE NO EXISTIÓ


LA CIUDAD QUE NO EXISTIÓ




Dicen que el olvido es la verdadera muerte. De tal manera que Atropia, una pequeña ciudad enclavada en medio de un amplio valle en lo alto de las montañas, dejó de existir el día que Ebenezer Arcila emitió su último suspiro a la edad de ciento dos años.
Con él murió la plaza principal y el puente de oriente, con él murieron los adoquines y las marquesinas de los teatros, las calles secundarias y las avenidas, la iglesia y el hospital. Con él murieron los chapiteles, los tejados, los ventanucos, las azoteas, las buhardillas, los muros, los sótanos, los torreones y los dinteles. Con él murieron la barbería, la taberna, el banco, la carpintería, el supermercado y la estación de policía. Con él murió cada recoveco, cada rincón, cada grieta, subsuelo, pasillo, atajo o zaguán.
Con él murió la ciudad.
Porque el día que Ebenezer Arcila, sentado en su silla mecedora compartiendo el té con las ánimas, emitió su postrero aliento, la memoria de esa ciudad abandonada en lo alto de las montañas se convirtió en una brisa fútil e imperceptible. Solo el viejo Eb recordaba las mañanas, las tardes y las noches, con sus particulares horizontes, recortados por la cruz del chapitel en el sur o los campos de cultivo en el norte. Solo en su memoria permanecían los recuerdos de aquél lugar que, como él ahora, había emitido sus estertores agónicos después de la guerra. Solo él sabía, solo él recordaba, solo él aún vivía para revivirlo en sus pensamientos.
Pero al igual que a Atropia en un lejano y difuso pasado, también a él le había llegado la hora, también a él le había llegado el turno de ceder el paso al tiempo, y como todo en este mundo, hombre y ciudad desaparecieron, se hicieron polvo, cenizas, viento, nada…
Porque Atropia tenía quien la recordara, pero el viejo no. Con su partida, llegaba el olvido, para la ciudad y para él. Y con el olvido llegaba la nada, porque el olvido es la verdadera muerte, y nada vive si no es recordado. Y Ebenezer, olvidado en su silla mecedora, emitió su último aliento en aras del viento, dándole fin también a la ciudad y a su recuerdo difuso por el tiempo. Y ese mismo aire gélido e indiferente, mudo testigo de su final, con él se llevó la esencia que también la ciudad olvidada por siempre tendrá…
Y así les llegó la muerte.
Y luego el olvido.
Y la nada al final…


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