Mi nombre es Eduard Müller, sargento de la SS en el campo de
concentración de Flossenburg. Esta es mi historia.
1
En 1937, cuando Adolf Hitler llevaba cuatro años en el poder,
mi padre me obligó a unirme a las Juventudes Hitlerianas. Por más que traté de
rebelarme contra un camino que no quería tomar, mi padre, un acérrimo seguidor
del Führer, se mantuvo en su postura, y con apenas doce años empecé a recibir
la estricta formación ideológica y militar del Nacionalsocialismo.
Cuando dos años más tarde estalló la guerra, yo era aún muy
joven para ser llamado a filas, así que continué con mi formación, enterándome a
medias de lo que acontecía en los países vecinos de Alemania. El conflicto no
pasaba ni remotamente cerca, y la información llegaba filtrada y amañada con el
fin de que siguiéramos con la errónea idea de que todo marchaba bien, de que no
había de que preocuparse.
De mentalidad independiente como era, muy poco me importaban
los ideales del Partido y sus consignas antisemitas. No obstante, con el tiempo
mi personalidad fue cambiando, lenta pero inexorablemente. Me volví frío, cruel
y egocéntrico. La rígida disciplina de la educación militar me agradaba, y muy
pronto me acostumbré a la estricta rutina.
Mis padres murieron en 1943 durante el Bombardeo de Bremen, y
en la primavera de 1944, con dieciocho años, ingresé en la SS y fui trasladado
al campo de entrenamiento de Dachau para recibir instrucción. Para agosto de
ese año estaba pronosticado que partiera del campo con destino a una unidad de
la Waffen-SS, pero en julio un numeroso grupo de miembros del Ejército se vio
implicado en el atentado contra el Führer y fue trasladado a Flossenburg, así
que de allí solicitaron a Dachau un contingente de nuevos efectivos, y me
eligieron a mí junto a otros veinte.
El campo, inmenso, estaba situado en el límite entre Baviera
y Turingia. Constaba de veinticuatro barracones, una cocina para los reclusos,
enfermería y algunos talleres. Y dos barracones, una tienda y un burdel para
los guardianes. En ese momento había veinte mil internados
Solo entonces conocí los verdaderos alcances de la guerra.
Es increíble cómo llegas a acostumbrarte a las atrocidades
que allí se cometían. Al principio era duro y, a pesar de haber sido entrenado
de forma tan severa, en las primeras noches no podía dejar de ver los
demacrados rostros de los prisioneros. Pero en el día debía mostrar un carácter
de acero y no inmutarme al ver cómo se torturaba y asesinaba a cientos de
personas.
Luego de un mes desarrollabas una especie de coraza en tu
cabeza, aprendías a tolerar la situación y a no dejarte afectar por semejante barbarie.
Aprendías que los judíos eran una raza inferior y podían ser catalogados como
escoria humana. En las noches, en la soledad de mi habitación, una parte de mí,
la que aún tenía algo de humana, se rebelaba contra la crueldad y el salvajismo
del campo, contra la muerte que presenciaba día tras día. Pero, con el tiempo,
incluso esa parte fue desapareciendo paulatinamente.
Éramos asesinos profesionales, trabajadores de la muerte, y
estábamos entrenados para repartirla a diestra y siniestra de manera efectiva y
metódica. Lo hacíamos condenadamente bien, y yo no era la excepción. En apenas
unos meses fui ascendido de soldado raso a cabo, luego a sargento, y sin apenas
darme cuenta me encontré dictaminando yo mismo el exterminio masivo de hombres,
mujeres y niños.
2
A principios de noviembre de 1944, con el invierno encima, fuimos
informados de que un contingente de trescientos prisioneros se dirigía al campo,
proveniente del sur de Baviera. Lo habitual era que después de pasar casi una
semana dentro de un vagón, apiñados como hormigas, sin agua ni comida, un
cuarenta por ciento de los prisioneros llegara sin vida. Y en invierno el
porcentaje se elevaba aún más. Así que en la mañana del 11 de noviembre,
nuestro comandante, Karl Künstler, ordenó liquidar a doscientos reclusos para
abrir espacio a los recién llegados. Una parte fue conducida al crematorio
ubicado al norte del campo y el resto a las grandes fosas situadas a kilómetro
y medio por el noroeste.
A eso de las tres de la tarde llegó el tren procedente de
Baviera.
Por orden de Künstler, fui destinado a la tarea de recibir,
ordenar y ubicar a los prisioneros, gran parte de los cuales eran prófugos o
rebeldes que habían estado huyendo y escondiéndose por meses. Los nazis éramos
estrictamente meticulosos a la hora de manejar a los reclusos, por lo que antes
de pasar revista a los ocupantes de los vagones, recibí un listado detallado
con la cantidad, sexo y edad de los prisioneros. Eran 297 en total, de los
cuales 189 habían llegado muertos a causa del frío y la inanición. Éstos, una
vez contabilizados, fueron conducidos a las fosas. Los 108 restantes se
formaron en tres largas filas, después de lo cual fueron obligados a
desnudarse. En su mayoría se trataba de hombres y mujeres de mediana edad que
habían sobrevivido gracias a su contextura física y al hecho de que hasta hace
apenas unos días se hallaban vagando libremente por el territorio alemán.
Recuerdo especialmente ese grupo de prisioneros porque eran bastante
atípicos, muy distintos de los que solíamos recibir a esa altura de la guerra.
Lo recuerdo porque muchos aún poseían ese brillo de rebeldía en sus ojos que demostraba
que todavía estaban dispuestos a luchar. Por supuesto, ese brillo no tardaría
mucho en desaparecer.
Lo recuerdo muy bien, además, porque cuando me encontraba
examinando la tercera fila de detenidos, tratando de restarle atención al
desagradable olor que despedían y echando una furtiva mirada de vez en cuando a
las nubes de tormenta que empezaban a formarse por el este, noté que una de las
prisioneras me observaba detenidamente.
Fingí no darme cuenta y me fui acercando poco a poco a su
altura, dispuesto a castigarla por su impertinencia. Al llegar frente a ella,
que seguía mirándome sin reparos, a diferencia de los demás prisioneros que
simplemente tenían la mirada clavada en el suelo con expresión de pesadumbre,
la reconocí.
Nos miramos fijamente por unos momentos que parecieron
eternos. Una oleada de recuerdos me invadió con un repentino vértigo. Por un
instante pensé que ella iba a decir algo, pero permaneció inmutable con sus
ojos fijos en los míos… Sus hermosos ojos… Esos ojos que conservaban la misma
fiereza de siempre.
Poco había cambiado en ella. Seguía siendo la misma mujer
orgullosa de sí que había conocido hacía ocho años, cuando aquella pesadilla
aún no había comenzado. Poco parecía importarle su desnudez y, a pesar de que
estaba sucia, ojerosa y con los labios agrietados, me miraba con la cabeza en
alto en una clara muestra de inquebrantable orgullo y osado desafío.
Y fue entonces, al ver que su entereza no había sido
mancillada por las atrocidades de la guerra, cuando comprendí una cosa: aún la
amaba.
3
Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que la vi.
Yo tenía once años, y ese verano ella había llegado a pasar vacaciones
en casa de sus tíos, que vivían a cuatro casas de la mía. Provenía de
Rosenheim, un pequeño pueblecito al este de Baviera. Era sencilla, inteligente,
divertida y cariñosa. Tenía trece años, era un poco más alta que yo, tenía el
cabello castaño, la tez clara y los ojos grises más hermosos que he visto en mi
vida. Nunca los olvidé.
Ya saben cómo son esas cosas. Un amor de verano, como suele
decirse. El hermoso verano de 1936, en Bremen. Fueron unas vacaciones
inolvidables.
Los tíos de Sascha eran íntimos amigos de mis padres y, como
no tenían hijos, se les ocurrió la genial idea de que fuera yo quien se encargase
de hacerle más placentera su estadía y la acompañara de tarde en tarde a
conocer la ciudad. En un principio la idea no me gustó. Era algo tímido y me
incomodaba el hecho de entablar amistad con una chica mayor que yo. Pero muy
pronto mis reservas resultaron infundadas. La niña era muy agradable y yo le caí
bien, así que ese verano pasamos juntos la mayor parte del tiempo. Solíamos ir
al parque a perseguir a las palomas, comer un helado o simplemente a charlar de
mil temas diferentes.
En poco tiempo nos hicimos inseparables. Reíamos como locos,
nos contábamos todos nuestros secretos; ella leía mucho, así que me enseñaba
muchas cosas y me narraba maravillosas historias de lejanos países y reinos
olvidados, captando toda mi atención.
Parecía que el verano fuera a durar eternamente…
Al final me enamoré de ella, y cuando dos semanas más tarde mis
padres me informaron que su visita terminaba creí morir de pena.
Corrí hacia la casa de sus tíos con los ojos anegados en
lágrimas. Ella misma abrió la puerta y al instante me di cuenta de que tampoco
estaba satisfecha con su partida. Nunca había mencionado que sintiera algo por
mí, pero sus enrojecidos ojos me anunciaron que me quería y me echaría de menos.
La abracé con fuerza. Luego ella se apartó un poco y me sorprendió dándome un
cariñoso beso en la boca.
Fue mi primer beso y eso tampoco lo olvidé.
Momentos después sus tíos la acompañaban a la estación de
trenes. La vi alejarse calle arriba con el corazón encogido. Antes de torcer la
esquina, volteó a mirar y se despidió por última vez. Le devolví el saludo, y
los perdí de vista.
Jamás la volvería a ver.
Hasta el 11 de noviembre de 1944.
4
Tuve que realizar un gran esfuerzo para combatir mi
parálisis, tanto mental como físicamente. Aquél inesperado encuentro había
derrumbado en un instante la barrera que había creado a mi alrededor para no
sucumbir ante los horrores de la guerra. Era como si un mensajero del pasado
hubiese llegado para recordarme quién era realmente. En el fondo, nunca había
olvidado a esa hermosa niña que me había conquistado con su encantadora forma
de ser, aquella que me había regalado mi primer beso antes de perderse en la
bruma de la infancia.
Pensé con rapidez y alcé la mano en dirección a uno de los soldados,
gritándole una orden que indicaba que Sascha sería asignada al Barracón Nº 13,
junto a otras prisioneras. Dicho barracón estaba destinado a las mujeres que no
salían del campo y a las que se les encargaba ciertas tareas de acompañamiento
para los soldados. Con un gesto le indiqué que, además, la había elegido para
mí como concubina personal, aunque el título oficial era “sirvienta”, ya que
las relaciones entre miembros de la SS y las judías estaban terminantemente
prohibidas.
Le dediqué una última mirada y continué el examen de los
demás prisioneros, asignándole el destino a cada uno dependiendo de su sexo,
edad y complexión física.
A las cinco de la tarde, con los reclusos ya ubicados en sus
respectivos barracones, y con las primeras gotas de lluvia que prometían una
fuerte tormenta, se decidió dar por finalizadas las principales actividades del
día.
El resto de la jornada estuve distraído y meditabundo. Me
retiré pronto a mis aposentos luego de despachar rápidamente los asuntos más
urgentes. Me serví un trago y me acosté a cavilar sobre lo sucedido.
Era increíble que después de tanto tiempo, después de todo lo
acaecido en los últimos cinco años, Sascha Haider fuera a terminar sus días en
el campo de concentración de Flossenburg, justo el lugar al que aquél chico que
conociera en el verano de 1936 había llegado para poner su grano de arena en el
diabólico plan de conquista de Adolf Hitler. No podía apartar de mi mente la
fría mirada que me habían dedicado aquellos ojos grises que en otro tiempo
había llegado a amar con toda mi alma.
Mi temple de acero había sido horadado en cuestión de
segundos. De repente mi ceguera desapareció y tomé real conciencia de lo que
había estado haciendo en los últimos seis meses. Los que antes habían sido
nuestros vecinos, amigos, profesores, compañeros de escuela e incluso las personas
a las que alguna vez amamos, estaban siendo vilmente apresados, torturados y
asesinados por nuestra propia mano. Alegábamos que lo hacíamos por el bien de
la patria o que solo acatábamos órdenes de nuestros superiores, pero una parte
de cada uno de nosotros no podía evitar sentirse embriagada por las ansias de
poder que nublaban nuestra razón y corrompían el corazón. De pronto me sentí
horrorizado de mí mismo. Me di cuenta de que estaba siguiendo una enloquecida y
sanguinaria causa, actuando según las doctrinas de un hombre maniático y sin
escrúpulos que había llevado a su pueblo a la perdición.
Esa noche no dormí, y durante la siguiente semana padecí de
un insomnio casi constante. La culpa me carcomía y no dejaba de pensar que el
destino de Sascha estaba en mis manos. Tenía que hacer algo. No podía permitir
que la persona que tanto había querido terminara calcinada en un horno
crematorio o arrojada al fondo de una fosa común.
5
El 18 de noviembre de 1944, tras cuatro meses de intensos
enfrentamientos, la Tercera División del Ejército Norteamericano cruzó
finalmente la frontera alemana. Ese mismo día fuimos informados del hecho y la
moral de los soldados, ya diezmada desde que los aliados cosecharan victoria
tras victoria, fue decayendo aún más.
Para mí esto significó tomar la decisión de una vez por
todas: haría lo que estuviese a mi alcance para salvaguardar la vida de Sascha
Haider, aunque eso significara poner en juego mi propia vida.
En la noche del 19 ordené que la condujeran a mi habitación,
aduciendo que quería un poco de compañía. A pesar de que hacía ya una semana
que la había elegido como mi concubina, situación que aseguraba unas mejores
condiciones para ella, no me había decidido a verla. Fuera por temor o por
simple vergüenza, el hecho de encontrarme a solas con Sascha, cara a cara, me
provocaba mucha incertidumbre. No sabía cómo iba a reaccionar ella. De hecho,
ni siquiera estaba seguro de lo que yo mismo iba a decir.
Aun así, había llegado a la conclusión de que no podía
postergarlo más.
Veinte minutos más tarde un soldado la trajo a mi recámara.
Estaba debidamente aseada para nuestro encuentro y, aunque
esto parezca una locura, presentaba mejor aspecto del que tenía al llegar al
campo. Me acerqué a ella con cautela sin saber por dónde comenzar. Ahora que
estábamos a solas, ella rehuía mi mirada. Posé una mano en su hombro y susurré:
—Sascha…
—¡No me toques! —exclamó ella de inmediato, propinándome una
fuerte bofetada.
Traté de contenerme, y comencé de nuevo.
—Mira, sé que debes odiarme, pero comprende que yo no tengo
el poder de cambiar las cosas. No tengo opción. Es la obediencia o la muerte.
—Oh, pobrecillo, ¡cuánto lo siento! —dijo con ironía.
—Sascha, yo no busqué esta situación. Mi padre me obligó a
unirme a las Juventudes, luego no tuve más opción que continuar con la
educación militar, y antes de darme cuenta hacía parte de la SS. Te juro que no
tenía idea de lo que pasaba en los campos y…
—No tienes por qué darme explicaciones —atajó ella,
clavándome una fría mirada.
—Mira, Sascha…
—¡No me llames así! Llámame por mi número; ese es mi nombre
ahora.
Y acto seguido hizo ademán de marcharse. La sujeté nuevamente
por el hombro y, esta vez con tono enérgico, le dije:
—¡Escúchame, Sascha! Quiero ayudarte a escapar. Es lo mínimo
que puedo hacer por ti después de que… Oh, siempre te quise, Sascha… Quizá una
parte de mí murió con tu partida y el resto se convirtió en lo que soy ahora.
Pero desde que te vi la semana pasada, no he podido dejar de pensar en ti. Todo
esto es una locura. ¡La guerra es una maldita locura! Sé que solo era un niño
cuando te conocí, pero también sé que mi amor por ti era real. Y aún lo es. Lo
comprendí al verte…
Ella me miraba fijamente, como preguntándose si debía creerme
o no.
—Te juro que es verdad —dije—. Pero tienes que poner de tu
parte. Es un secreto a voces que la guerra está perdida, así que solo es
cuestión de tiempo. Resiste; sé fuerte y resiste. Para los demás eres mi
concubina, así que no tomarán medidas contra ti a menos de que yo lo ordene. Solicitaré
tu compañía de vez en cuando para saber cómo te encuentras. Confía en mí y sé
paciente.
—Lo intentaré —aceptó ella—. Trataré de recordar al niño que
conocí.
Su ira había desaparecido, pero su expresión seguía siendo
triste y abatida.
—Está bien —dije—. Está bien.
A continuación llamé a uno de mis subalternos y ordené con
gesto adusto que se la llevaran.
6
Transcurrieron los meses y su liberación resultó
prácticamente imposible. Cada dos o tres semanas solicitaba su compañía y me
aseguraba de que se encontrara bien, en la medida en que una persona podía
encontrarse bien en esas condiciones. Con cada visita, Sascha fue depositando
su confianza en mí. Me contaba sus planes para salir de allí, y cada vez yo le
decía que esperara, que no era el momento.
Esos pequeños instantes a solas nos daban fuerzas para seguir
adelante.
Los días pasaban y yo me sentía cada vez más desesperado. Las
tropas aliadas iban estrechando el cerco y la derrota era inminente.
Entonces, el 14 de abril de 1945, se ordenó finalmente la
evacuación del campo. En los próximos tres días partió una gran cantidad de
prisioneros con destino a Dachau, en lo que más tarde se llamaría las “Marchas
de la Muerte”.
Yo iba de aquí para allá haciendo mil cosas a la vez y
vigilando la situación de Sascha al mismo tiempo. El día 19 una larga columna
de prisioneros emprendió la última marcha hacia Dachau; entre ellos iban Sascha
y los últimos altos mandos de la SS, quedando solamente en el campo poco más de
10.000 detenidos, la mayoría de ellos enfermos y moribundos.
Era el momento, así que me las arreglé para estar cerca de su
posición desde el inicio del viaje.
Fueron días interminables, luchando contra el frío, el hambre
y el agotamiento.
Cuatro días después de nuestra partida, se nos informó que
las tropas rusas habían llegado al campo de Flossenburg; y el 25 y 26 de abril,
el Ejército Rojo y el Ejército Estadounidense, respectivamente, llegaron por
fin a Berlín. Todo estaba perdido. El comandante Karl Künstler ordenó la
retirada de los cabecillas de la SS, escudándose en el grueso de los soldados
rasos del Ejército para cubrirnos la espalda.
Una vez recibida la orden, comencé a impartir instrucciones a
mis unidades formando una pequeña distracción. Sascha, agotada y hambrienta
hasta el desmayo, se encontraba a unos doscientos metros de mi posición. Me fui
acercando disimuladamente y, una vez cerca de ella, grité a los soldados más
cercanos indicándoles que algunos prisioneros se habían salido de la columna
principal más atrás. Al verlos dudar, los amenacé con severos castigos en caso
de no acatar mis órdenes. Acto seguido, le hice señas a Sascha y, luego de un
momento, ella se salió a su vez de la fila, perdiéndose en los matorrales del
bosque más cercano.
Antes de desaparecer, me dedicó una significativa mirada,
sonrió y moduló un silencioso agradecimiento con sus labios.
Fue la última vez que la vi.
El resto para mí fue una completa odisea.
Cientos de miembros de la SS, vestidos de civil, viajamos
hacia el sur a través de Austria y de la provincia italiana de Tirol, mezclándonos
entre la confusa marea de gente que poblaba Alemania en mayo de 1945. Éramos
conducidos de refugio en refugio a lo largo de la ruta; la mayoría, al puerto
de Génova, y otros, a Rimini y Roma. Ciertas organizaciones, algunas de ellas
de índole caritativa, ayudaban en nuestra huída sin saber exactamente quiénes
éramos.
Yo fui conducido a Génova y de allí, el 28 de mayo, partí en barco
con destino a Buenos Aires, Argentina.
7
Y aquí, en Buenos Aires, he permanecido los últimos treinta
años de mi vida, preguntándome día tras día cuál sería el destino de mi querida
Sascha. ¿Fue atrapada nuevamente por los alemanes? ¿Fue rescatada por las
tropas aliadas? ¿O simplemente logró escapar por sus propios medios?
No ha habido día ni noche de estos treinta largos años en que
no haya pensado en ella. En ocasiones, el afán de conocer su suerte me hacía
concebir la absurda idea de volver a Alemania e indagar sobre su paradero. Pero
el hecho de pensar en ser apresado y juzgado me detenía. Tal vez sea un
cobarde, pero, a pesar de tener solo cincuenta años, me siento viejo y agotado.
Quizá agotado de pensar, de tratar de hallar una paz interior que no me
merezco. Si tan solo supiera qué fue de ella, pensaba con frecuencia, podría
sentirme liberado de una vez por todas.
Creía que esto no era más que una quimera, un sueño
descabellado de un viejo loco. Pero ayer por fin tuve la respuesta, que fue precisamente
lo que me decidió a escribir estas líneas.
Me encontraba sentado en mi sillón, ya tarde, viendo la
televisión, o, mejor dicho, tratando de no dejarme vencer por el sueño, cuando
escuché una conocida voz proveniente del aparato. Me espabilé y, por un momento,
pensé que me había quedado dormido después de todo.
Esa voz… Es más, esos ojos…
Ocupando toda la pantalla se encontraba el rostro de la mujer
a la que había amado toda mi vida, aunque por los azares del destino fuera un
amor que nunca se había consumado. Unas hebras blancas se cruzaban por su
cabello castaño y algunas arrugas bordeaban su boca y sus bellos ojos, pero
seguía siendo tan hermosa como siempre.
Sascha… Sascha Haider… La mujer de mi vida…
Me restregué los ojos, pensando una vez más que estaba
soñando. Entonces presté atención a sus palabras, y comprendí:
—"En estos días debemos recordar a los millones de
personas que sin culpa alguna soportaron sufrimientos inhumanos y fueron
exterminados en las cámaras de gas y en los crematorios. Nadie puede ignorar la
tragedia, aquel intento de destruir de forma programada a todo un pueblo se
extiende como una sombra sobre Europa y el mundo entero. Es un crimen que
manchará para siempre la historia de la Humanidad…”
Sascha Haider es ahora una activista política en pro de la
igualdad racial y se encontraba dando un discurso en Israel en conmemoración
del 30º Aniversario del fin de la Guerra. La ceremonia era tan solo uno de los
puntos de la gira que la llevaría a algunas de las principales ciudades del
mundo, con el propósito de impedir que la Humanidad olvidara lo acaecido en
esos seis años de pesadilla.
Me enteré de estos detalles como en un sueño, pues todo se
vio eclipsado por el hecho de saber que estaba viva. Después de treinta angustiosos
años de incertidumbre, finalmente mi corazón podía descansar en paz.
—¡Está viva! —le grité a mi habitación—. ¡Sascha está viva!
Cerré los ojos y lloré.
Lloré como nunca lo había hecho en mi vida.
8
Hoy decidí escribir estas páginas y plasmar esta parte de mi
vida en ellas. Si el destino quiere que alguien las encuentre y las lea algún
día, que así sea, pero no pretendo hallar el perdón de nadie ahora.
Al escribir estas últimas líneas me siento en paz finalmente.
En paz conmigo mismo y con Sascha, a quien nunca dejé de amar.
Hay un último detalle, por cierto: uno de los puntos de la
gira la traerá el próximo mes a Buenos Aires.
Aún no sé si tendré la fortaleza para ir a buscarla. Sería la
tercera vez que nuestros caminos se cruzarían, pero no estoy seguro de que ella
quiera verme de nuevo.
Lo pensaré…
Tal vez la busque…
Tal vez no…
El hecho es que está viva, y nada más importa.
Eduard Müller
20 de mayo de 1975