Los Renegados presentan:
DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XIV
Escrito por: Adrián Granatto
1
—¿Dónde está María? —pregunté.
—En el hospital —respondió Valeria—. Se descompensó por la noche y el marido la llevó en el auto.
—No hay hospitales en Los Altos —dije con temor. Al menos no con la alta complejidad que se necesitaría para atender un caso como el de Curru. Cuando ingresaba un paciente grave a alguno de los Centros Médicos de Los Altos, siempre era trasladado de inmediato—. Por favor, no me digas que la trasladaron a…
—Nérida —concluyó la frase Valeria.
Directo a la boca del lobo.
2
George quedó inconsciente. Valeria se asustó por la súbita quietud y apoyó la mano en el pecho de George para sentir su respiración. Luego trajo unas tijeras y le cortó la remera de Alissa White-Gluz. La herida era pequeña, redondeada y con bordes irregulares; tranquilamente cabía en ella el dedo meñique. Con cada exhalación, de la herida manaba abundante sangre con un borboteo oscuro y grumoso.
Con mucho cuidado, Valeria le palpó la espalda.
—No hay orificio de salida. La bala sigue dentro.
—¿Se la podremos sacar?
Valeria negó con la cabeza.
—¿Qué pasó? —preguntó.
Le conté lo ocurrido en la oficina de Carvajal y el encuentro con Bialos. Obvié todo lo concerniente al claro y cómo había pensado por un momento que George había desaparecido; ya habría tiempo para ponerla al tanto de eso.
—George tuvo razón con él —gruñó Vale.
—Ya no es importante. Está muerto.
Valeria se asombró por la noticia. Le hablé del tipo de ojos raros, y también le expuse mi temor de que aparecieran de un momento a otro.
—No puedo creer lo que está pasando, Alan. Primero Curru, luego George. —Abrió grandes los ojos, asustada—. ¡Por Dios, Alan! ¿Y tu novia? ¿La encontraron?
—Bialos no mintió respecto a eso —aseveré—. Estaba allí, con Carvajal.
Valeria iba a hablar, pero George gimió y ella se sobresaltó.
—Voy por vendas y algo de alcohol —dijo—. Por lo menos trataremos de que no se le infecte.
Salió del living y la escuché rebuscar en el botiquín del baño. Me acerqué a la puerta cuando los sonidos cesaron y la vi apoyada en el lavamanos.
Lloraba.
—Vale… —murmuré.
Ella alzó la cabeza y me miró.
—Estoy bien —dijo. Pero no lo estaba. Ni siquiera había reaccionado al “Vale”—. Si me permites, me gustaría estar a solas.
—Claro.
Se acercó hasta la puerta y, antes de cerrarla, dijo:
—Sólo unos minutos.
—Claro —repetí.
Volví junto a George. Seguía inconsciente y eso era bueno.
—Todo va a salir bien —le dije, aunque incluso para mí sonó a mentira. Le tomé la mano. Sentía un nudo en la garganta—. No sé qué hacer —me sinceré—. De verdad no sé qué hacer. No soy un héroe, George, no tengo las fuerzas para llevar a cabo esta tarea. Y además…, tengo miedo. Sé que suena tonto, pero es verdad. Tengo miedo por ti, por Vale y por Jessy. Por ella más que nada.
»Nosotros ya estamos muertos, jugamos nuestras cartas creyendo que teníamos una buena mano y nos arrebataron el pozo. Pero ella recién empieza a barajar. ¿Entiendes lo que digo? Claro que no, ni siquiera me estás oyendo. Y supongo que es lo mejor, ni yo mismo entendí lo que quise decir con esa analogía sobre el juego.
Valeria salió del baño. Traía en sus manos una botella de alcohol y una caja de gasas. Se arrodilló frente a George, empapó una gasa con el alcohol y procedió a limpiar la herida.
Lo hizo con todo el cuidado posible. Y en lo que duró el procedimiento no pude dejar de pensar que el tiempo se acababa para George. Le había prometido que no le daría el libro a Carvajal y de verdad quería cumplir con mi palabra.
Sin embargo, dada la situación actual, y en vista de que el reloj corría, era necesario reevaluar lo del libro. Si era tan especial, tal vez tuviera una cura para George.
3
No me considero valiente. Tirarse de un trigésimo octavo piso no es de valientes, es de estúpidos. Claro que yo contaba con la ventaja de saber que no moriría, pero eso no es excusa.
Aun así, debía hacerme cargo de la situación. No tenía plan alguno y me sentía bien con eso. Cuando uno hace planes corre el riesgo de que si alguno de los pasos no se cumple todo se vaya al garete. Prefiero moverme por instinto e ir solucionando lo que se presente en el momento en que ocurra.
—Debo irme, Valeria. Tengo cosas que hacer.
—¿Irte? ¿Adónde piensas ir, Alan? ¡George está grave! ¡Hay que hacer algo!
—Es lo que pienso hacer —hablé lentamente, sin levantar la voz. Tenía tantas o más ganas de gritar que ella, pero no estábamos en una competencia para ver quién perdía el control primero. Si existía una posibilidad de salvar a George, debía moverme rápido—. Necesito que te quedes aquí con él y lo cuides hasta que vuelva. No tardaré, lo prometo.
Valeria había colocado varias capas de gasa en la herida procurando detener la hemorragia. No estaba dando resultado. Desde el lugar donde estábamos teniendo nuestra conversación, ya cerca de la puerta principal, podía ver que las gasas estaban teñidas de sangre.
Las manecillas del reloj seguían su curso. Ahora entendía aquella frase de que el tiempo es como arena entre los dedos.
—Voy a buscar el libro —le expliqué tomándola de ambos brazos y mirándola directamente a los ojos para captar su atención—. Tengo la esperanza de que en él haya alguna manera de salvar a George.
—No, Alan, no hagas eso. Ese libro es diabólico. Nada bueno saldrá de él, estoy segura.
Estuve a punto de decirle que yo seguía vivo gracias al libro, aunque resultara una ironía. Y ese pensamiento me llevó a otro.
—El libro sigue siendo importante, Vale, pero no sirve de nada si no hay alguien que lo sepa usar. —Sonreí—. Y conozco a la persona perfecta para eso.
4
Salí de casa con toda la intención de ir a buscar el libro y luego averiguar dónde se encontraba cierto ex amigo. Si tenía suerte, estaría en la antigua finca.
Pero primero estaba el libro.
Aquel día en Soledad, hace ya tanto tiempo, luego de escapar de Vargas y Coppola en su propio auto, supe que mis días estaban contados.
Cuando huí, el libro descansaba en el asiento del acompañante. Mientras lo tuve en mis manos lo había sentido caliente, no tanto para llegar a quemarme, pero sí lo suficiente para sentir ardor. El brazo me dolía horrores. La hemorragia se había detenido gracias al torniquete que hiciera con un trozo de mi camisa, pero la herida me palpitaba con un latido sordo.
Conduje durante horas. Había muchos posibles destinos, pero ninguno me convencía. Carvajal era amo y señor de todo, así que no le sería difícil dar con mi paradero. Por lo tanto, Los Altos resultó ser desde un comienzo la mejor opción.
Cuando finalmente llegué a mi ciudad natal por una de las carreteras secundarias del lado este, divisé a mi izquierda un camino de tierra, unos metros más adelante de la señalización que muy cordialmente me daba la bienvenida. Por el contrario, el camino no tenía ningún tipo de señal que indicase adónde conducía.
Hola, Alan, escuché en mi cabeza a medida que me acercaba. Es bueno volver a verte.
No me sorprendió escuchar esa voz ni tampoco me asustó. El sentimiento que despertaba en mí era de tranquilidad y seguridad. Y lo más importante, parecía genuinamente alegre de verme.
Aminoré la marcha y doblé por el camino, aquél que conducía a lugares en los que había pasado algunos de los mejores momentos de mi niñez, uno de ellos de mucha trascendencia para mí y para el hijo de Alcides Carvajal. Aunque a esa altura, por supuesto, ese recuerdo estaba enterrado en lo más hondo de mi subconsciente.
5
Y hacia allí me dirigía ahora de nuevo, decidido a recuperar el libro.
Sumido en esos pensamientos no vi venir el automóvil. Frenó a mi lado con un chirrido de neumáticos; el olor a goma quemada llenó el aire.
La puerta del conductor se abrió y bajó un hombre alto. Llevaba anteojos oscuros y traje. No lo reconocí hasta que sonrió. Esos dientes puntiagudos sólo podían pertenecer a una persona: Bassagaisteguy.
—¿De paseo, señor Santos? —No parecía sorprendido de verme—. ¿Cómo anda su amigo? Recuperándose, espero.
No le contesté, ni siquiera reaccioné. Su sonrisa se ensanchó y el vello de mi nuca se erizó.
—Quiero que sepa, señor Santos, que no soy su enemigo. Lo ocurrido en las oficinas del señor Carvajal fueron solamente negocios. En verdad abogo por su causa, se lo juro. —Otra vez la sonrisa. Si creía que le hacía más simpático, es que nunca se había visto en un espejo. Se acercó un poco más a mí y reprimí el impulso de echarme hacia atrás—. Sé su secreto —me susurró.
Eso me tomó desprevenido. Fruncí el ceño, confundido.
—No se preocupe —dijo, quitándose los anteojos y guiñándome uno de sus extraños ojos—, no se lo diré a nadie.
En un principio supuse que bajarían más hombres del auto, pero estaba visto que Bassagaisteguy venía solo.
—¿Lo manda Carvajal? —pregunté—. Si todavía quiere el libro, no lo tengo; me deshice de él hace tiempo. Dígale que suelte a la chica, ella no tiene nada que ver en este asunto.
—No tiene que mentirme a mí, señor Santos. Yo sé que tiene el libro, lo que no comprendo es cómo hace para ocultarlo.
Parecía verdaderamente fascinado con esa cuestión, aunque yo no comprendía por qué.
—No entiendo de qué me habla.
—Verá —me explicó—, esa clase de libros no pueden quedarse mucho tiempo ocultos. Claman ser leídos, necesitan ser utilizados. Para eso fueron creados. Entonces, si se pierden, lanzan llamados para ser descubiertos, como si se tratara de cajas negras.
—Lo arrojé al pozo, allá en Soledad —dije—. Debería ir allí y arrojarse usted también para buscarlo.
—Sigue mintiendo —sonrió él.
—No miento.
—Si le dijera que no me interesa entregarle el libro a Carvajal, ¿me creería?
—¿Ah, sí? ¿Y qué haría con él? —pregunté curioso.
—Tengo mis planes. Le puedo dar mi palabra de que lo llevaré lejos, y dejaría a Nérida y a sus amigos en paz.
—¿Y Carvajal?
—Carvajal está condenado. No es conveniente jugar con demonios.
—¿Y usted qué es, Bassa? ¿Puedo llamarlo “Bassa”?
—Yo me considero de segunda división —respondió él, ignorando mi segunda pregunta; lo tomé por un sí—. Soy al que llaman cuando desean soluciones rápidas. Pero esta vez, al enterarme de que el libro estaba en el medio del asunto, decidí ser mi propio jefe.
—¿Y la chica? —indagué.
—¿La quiere? —preguntó él a su vez—. Puedo conseguírsela. Le aconsejo que se decida rápido. Carvajal quiere matarla aunque con eso no gane nada, sólo por venganza. Quiere hacerle el mayor daño posible antes de caer.
—¿Y mi amigo?
—Por él ya no puedo hacer nada —se encogió de hombros—. Delo por muerto.
—No era necesario dispararle.
—¿Qué puedo decir? Es mi naturaleza.
6
Bassa subió al auto, se acodó en la ventanilla, cerró los ojos y alzó la cara al sol.
—Me gusta este lugar —dijo—, es agradable. Alguien como yo podría acostumbrarse a esto. —Abrió los ojos—. Como le dije antes, conozco su secreto: podría matarlo en este momento y volvería a renacer. ¿Qué ganaría yo con eso? Nada, solamente desperdiciar una bala. Pero todos tenemos nuestro talón de Aquiles, ¿no es cierto? El suyo es el hijo de Carvajal. Una bala a él y dejan de existir ambos. ¿Cómo se llamaría eso? ¿Un dos por uno?
—Si me quisiera muerto ya lo habría hecho —dije acercándome a la ventanilla—. No, no es eso lo que quiere. Primero está el libro. ¿Estoy equivocado si digo que ese libro es único y que lo necesita? Si no lo fuera, si fuera un libro más, como usted dijo, ¿cuál es el problema si desaparezco? —Ahora fue mi turno para sonreír—. Y lo que más lo desespera es que no lo puede rastrear, y no sabe por qué.
—No se imagine tanto, señor Santos. Podría estar equivocado y perder la apuesta.
La sonrisa de Bassa no titubeó ni un segundo, pero en sus ojos cruzó una sombra. Fue suficiente para saber que yo estaba en lo correcto.
7
Luego de que Bassa se marchara, decidí cambiar de rumbo. Sería un error ir a buscar el libro con ese extraño sujeto rondando por ahí. Además, ahora tenía cosas en que pensar. Principalmente sobre el claro. Ahora no me cabían dudas de que era algo vivo y que todos esos años, desde mi niñez, estuvo cuidando de mí, de alguna manera. Debía averiguar por qué.
El libro había estado oculto allí desde aquel día en que huí de Soledad. Pero lo más extraño era que además parecía estar siendo protegido de alguna forma por el claro. Si era verdad lo que había dicho el de los dientes filosos, el libro lanzaba señales como un radio faro y, por alguna razón, el lugar las anulaba. Ahora bien, ¿me permitiría a mí sacarlo? Suponía que sí. Al fin y al cabo, era yo quien lo había escondido.
8
Llegué a casa de nuevo y abrí la puerta. Quería cerciorarme de que todo estuviera en orden. La llegada de Bassa me había puesto nervioso y temía que, mientras hablaba conmigo, George y Valeria pudieran haber sido secuestrados.
Respiré aliviado al ver a George en el sillón, con Valeria a su lado. Me sorprendí al notar que estaba despierto. Al verme, me hizo señas para que me acercara.
—¿Cómo te sientes? —le pregunté—. ¿Te duele?
Negó con la cabeza.
Me fijé en la venda que le cubría el estómago. Estaba empapada en sangre.
—Me encontré con el que te disparó.
—Ojitos raros —susurró George.
—El mismo. Volví para ver si estaban bien.
—Por aquí no hubo novedades —dijo Vale—, salvo que él abrió los ojos. —Le acarició la mejilla con ternura.
—¿Habló con vos? —preguntó George.
—Quiere el libro para su propio beneficio.
—Ya no se puede confiar en nadie —sonrió George. Por las comisuras le bajaba un hilo de sangre.
—Le estaba contando lo que tenías planeado —dijo Vale—. No está de acuerdo.
—No lo hagas, Alan —dijo George poniendo su mano sobre la mía—. Esto no tiene arreglo. Tienes que salvar a tu novia, ella recién está barajando. —Me guiñó un ojo.
—Claro —le respondí. Tenía ganas de llorar.
—Bueno —dijo Valeria poniéndose de pie—, ya es suficiente, no se habla más. Tienes que descansar, George.
—Una cosa más —dijo él, e hizo señas para que me volviera a acercar.
—No —fue tajante Valeria—. Esta conversación se terminó. Voy a cambiarte esas vendas y no vas a abrir más la boca. Y vos —dijo dirigiéndose a mí—, no le des más charla.
Se dirigió al baño a buscar las cosas. George volvió a hacerme señas. Me arrodillé al lado del sofá y acerqué el oído a sus labios
—Busca a Ferrari —dijo—. Él te puede ayudar.
—¿Y dónde diablos lo encuentro?
—En el cabaret. Ese es su centro de operaciones.
—No quiero que te mueras —dije.
—¿Y piensas que yo sí? —sonrió—. Es lo que hay, Alan.
Iba a replicar, pero en ese momento se abrió la puerta de la calle.
9
Era Alberto, el esposo de María. Tras él, ella venía acostada en una camilla empujada por un enfermero. Sobre ésta pendía una bolsa de suero que le entraba en el brazo izquierdo. No pude ver si estaba dormida o despierta porque una mascarilla le tapaba la mitad del rostro. Otro enfermero entró con un tanque de oxígeno sobre un carrito. Luego ingresó una mujer. Vestía una bata blanca igual que los otros dos hombres, pero no creía que fuera una enfermera. No parecía muy contenta con la situación.
—Aquella es la habitación —señaló Alberto a los hombres.
—Le vuelvo a repetir que las probabilidades de vida de la señora aquí son mínimas. Estaría mejor en el hospital —dijo la mujer.
—Ya la escuché la primera vez, doctora —contestó Alberto de mala manera.
La mujer entrecerró los ojos y lo fulminó con la mirada.
—Lo siento —se disculpó Alberto dejando caer los hombros—. La situación me supera. Usted debe entender que le hice una promesa a mi esposa. A ella no le gustan los hospitales, y menos morir en uno, y me hizo jurar que nunca la dejaría internada, pase lo que pase. Sé que para usted puede llegar a ser inentendible, pero una promesa es una promesa, y jamás en todos estos años le fallé a mi mujer.
—Le va a fallar ahora si ella se muere —fue lo único que dijo la doctora. Luego entró a la habitación junto a los enfermeros.
10
Ambos hombres fueron y vinieron trasladando el equipo médico. Supuse que para lograr eso había que tener mucho dinero.
Cuando me asomé a la habitación junto con Valeria, vimos a Curru en la cama. Estaba despierta y nos guiñó un ojo. Llevaba la mascarilla colgada al cuello. La doctora observaba la pantalla de un aparato y anotaba datos en un block. Alberto estaba sentado al borde de la cama.
Uno de los enfermeros entró con una caja y la colocó en un rincón junto a otras.
—Ya está todo —avisó.
—Lo que le estamos dejando ahí es suero —le explicó la mujer a Alberto, señalándole las cajas—. No es necesario que le quite la vía, sólo cambiar la bolsa.
—Contraté a una enfermera —dijo Alberto—. Ella se hará cargo.
—Quiero recordarle que usted firmó un papel donde absuelve de responsabilidad al hospital por cualquier cosa que le ocurra a la paciente.
—Sí, lo sé.
—Les estoy dando la oportunidad de que recapaciten y hagan lo correcto —dijo la doctora mirando a ambos.
Alberto miró a su mujer. Curru sonrió a la doctora, levantó su mano derecha cerrada en un puño, e irguió el dedo medio. Alberto no pudo menos que reír.
11
Mientras Alberto despedía al personal médico en la puerta, nos acercamos a la cama. Curru tenía los ojos hundidos en profundas manchas oscuras. Nos sentamos uno a cada lado de ella y le tomamos las manos.
—Hola, chicos. Es bueno verlos.
La voz de María, casi un suspiro, un aleteo moribundo, nos partió el corazón.
—¿Qué estás haciendo, mi chiquita? —la regañó con ternura Valeria—. Deberías estar en el hospital.
Los ojos de Valeria estaban anegados en lágrimas, un frágil dique que se rompería en cualquier momento. Yo no estaba en mejores condiciones que ella.
—Si tengo que morirme, quiero hacerlo en casa y no drogada hasta el culo en un hospitalucho. “Para que no sufra”, te dicen. ¿Se creen que soy un perro? Me sentía en una veterinaria.
—¿Otra vez hablando sola? —dijo Alberto desde la puerta—. Me asustas cuando haces eso.
—No deberías sentirlo. Ellos me dan el valor para entender que del otro lado no es tan malo.
Alberto se acercó a la cama y yo me puse de pie para dejarle espacio. Le acarició el cabello y el rostro, le dio un profundo beso, apoyó la cabeza en el pecho de ella y lloró con desconsuelo. Esa fue la señal de largada para que tanto Valeria como yo soltáramos nuestras propias lágrimas.
Curru puso las manos en la cabeza de su esposo y le habló, ofreciéndole palabras de aliento que en verdad ella misma necesitaba. Es extraño cómo se dan las cosas en esos momentos. Los papeles se trastocan y son los convalecientes los que consuelan a los demás.
Luego de un momento, Alberto se recompuso y besó nuevamente a su mujer. Salió de la habitación y volvió minutos después arrastrando un sillón. Lo colocó al lado de la cama.
—¿Quieres que te lea algo?
—Sería mejor que vayas a descansar. Podrías tirarte un rato en el sofá. —Valeria y yo hicimos gestos desesperados con las manos—. O mejor sí, me gustaría escucharte leer —dijo Curru.
—¿Algo en especial? —preguntó Alberto yendo hacia la puerta.
—Lo que tú quieras.
Esperó que se marchara y nos preguntó:
—¿Qué pasa con el sofá?
12
La pusimos al tanto de la situación de George. Curru iba aterrorizándose a cada palabra. Dejamos de hablar cuando Alberto regresó con un libro en sus manos.
Se sentó en el sillón y le mostró el libro a María.
—Sé que te gusta este autor, por eso lo elegí. Creo que trata sobre animalitos.
—No creo que sea un libro acorde con la situación —dudó María.
—¿No? —dijo su marido observando la tapa—. Semeterio de mascotas —leyó—. ¿Qué es un “semeterio”?
—Ya te vas a enterar.
No fue necesario que leyera mucho para que dejase el libro a un costado. En verdad era una historia escalofriante.
13
Alberto trajo una botellita de agua y le dio de beber a Curru con una pajilla. Hablaron un rato de temas intrascendentes, pero el cansancio acabó por derrumbar a Alberto, que apoyó la cabeza en una de las orejeras del sillón y se quedó dormido. Roncaba.
—Quiero ver a George —pidió María.
—¿No se despertará? —pregunté señalando a su marido.
—Podrían lanzar una salva de cañonazos aquí mismo y ni se enteraría.
Valeria me miró y yo me encogí de hombros. Fuimos al living.
George tenía los ojos cerrados y la venda roja de sangre.
—¿George? —musitó Valeria a menos de un metro del sofá.
No hubo respuesta ni movimiento en él.
—¿George? —repitió Valeria tendiendo una mano temblorosa y dejándola suspendida a milímetros de su rostro.
George abrió los ojos y trató de sonreír. No lo consiguió.
—No creo que sea una buena idea moverlo, Alan —dijo Valeria cuando coloqué mis manos bajo el cuerpo de George.
—Desde que comenzó todo esto, nunca fue una buena idea nada —le respondí.
Alcé a George y éste se quejó.
—María quiere verte —le dije—. Está muy mal.
Entramos a la habitación y Curru ahogó un sollozo al verlo. Se movió en la cama para hacer espacio y palmeó el lugar libre.
—Acuéstalo aquí —dijo.
Así lo hice.
—Estás peor que yo, mi querido. Y eso que tú estás muerto hace tiempo.
George tomó las manos de Curru entre las suyas. El rostro de George había tomado un color ceniciento que se destacaba contra la funda blanca de la almohada. Pensar en cenizas me hizo rememorar el fin de Bialos. No podía dejar que las chicas vieran algo así.
George suspiró, miró a Curru con aire pensativo, y luego posó sus ojos en mí. Su mirada triste tenía algo de despedida, sus ojos fijos parecían querer explicarme algo.
Comenzaba a acercarme a él con la idea de llevarlo de nuevo al sofá, cuando Curru se quejó.
—Me estás… lastimando —dijo.
Pude que ver que las manos de George apretaban con fuerza las de María.
—George… —dije, colocando una mano sobre la de ellos para que aflojara la presión—. ¡Carajo! —grité de sorpresa y dolor a la vez.
Un cosquilleo muy intenso me había recorrido al tocarlos, parecido a una corriente eléctrica. Temí que fuera el comienzo del final de George.
Se cargará con toda esa energía y explotará como un globo, pensé. Quedaremos todos con pedacitos de George adheridos al cuerpo.
No era una linda imagen.
Traté nuevamente de separarles las manos, pero esta vez me sentí zarandeado en el aire por la descarga y lanzado con fuerza hacia atrás. Caí al suelo, atontado.
Valeria se acercó a ellos. Quise decirle que no lo hiciera, pero antes de poder abrir la boca la vi tocar a Curru para luego salir despedida hacia atrás.
Más que escucharse, había comenzado a sentirse un leve zumbido proveniente de la cama.
Alberto abrió los ojos, y pareció no darse cuenta de nada. Se acomodó para el otro lado y siguió durmiendo.
George hacía cerrado los ojos, y su ceño fruncido lo hacía parecer un niño excesivamente concentrado.
Hubo un entonces un sonido de vacío, ese que se puede escuchar cuando despegamos una ventosa, y luego, ante mis ojos, George desapareció. No explotó ni se deshizo en cenizas, sólo dejó de existir. La almohada donde recostaba su cabeza mantuvo la forma del cráneo unos momentos y luego volvió a la normalidad.
María miraba ese vacío con perplejidad.
Valeria se puso en pie y observó consternada.
Los tres estábamos sin habla, mudos de asombro y miedo. Fue Curru la que al fin rompió el silencio.
—¿Qué mierda pasó? —dijo con una nota de enojo.
Su semblante había cambiado considerablemente. Su piel tenía un tono sonrosado y hasta su cabello parecía tener más brillo. Sus ojos apagados estaban ahora llenos de vida y aquellas profundas ojeras habían desaparecido.
Igual que George.
Como nadie respondió a su pregunta, María agregó:
—¿Y por qué me siento tan putamente bien?
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