Páginas

lunes, 19 de septiembre de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo XIX


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XIX

Escrito por: George Valencia (Calavera)





1

Oscuridad.
No me resulta ajena. Es como estar de nuevo en el útero materno, arropado en un mundo perfecto mientras los latidos del corazón que comparte viaje con el mío me envuelven en un ritmo suave y cadencioso, arrullándome, creando una sensación de bienestar que elimina todo pensamiento preocupante.
Es en este estado cuando comprendo por qué buscaba suicidarme continuamente aún estando muerto: aquí me siento en paz conmigo mismo. Es como un renacimiento, un nuevo comienzo, otra oportunidad para cambiar mi vida.
De pronto, todos los recuerdos golpean mi mente como una ola azotándose contra la escollera. Abro los ojos, poniéndome en pie, con un nombre brotando de mis labios:
—Jessy…
Por encima de mí se extiende el cielo más azul que jamás haya visto. Es de una perfección abrumadora; pero a la vez, tal como debería ser un cielo, libre de esmog. Debajo de mí no hay hierba, como siempre sucede, sino una niebla húmeda y esponjosa que se mueve y ondea. De hecho, no siento un suelo bajo mis pies; al menos no como estamos acostumbrados a percibirlo. Es como si estuviese suspendido en medio de la nada.
A mi alrededor, la blancura se extiende hasta el infinito, apenas demarcada por el azul de este firmamento sin nubes.
“Alan”, escucho susurrar.
Es la voz del claro, o la que oigo cuando estoy en él. El problema es que no estoy allí, ni tampoco la escucho en mi cabeza, como siempre ha sido el caso. Esta vez proviene de un lugar a mi derecha.
Una figura menuda se acerca hasta mí, se detiene y sonríe.
—Has llegado —dice extendiendo sus manos y acariciándome el cabello—. Bienvenido, hijo.
—¿Ma-mamá? —tartamudeo.
—Sí, Alan, soy yo. —Sus manos siguen acariciando mi rostro y se humedecen con mis lágrimas—. Estabas perdido y te encontré.
Me echo a sus brazos y dejo que el llanto tome el control.
—¡Mamá! ¡Te extrañé tanto!


2

—¿Dónde estamos? —pregunto después de estar seguro de que no se trata de un juego de mi mente confundida—. ¿Es esto el cielo?
—No. Es un pasaje intermedio, una pausa en el camino. Los que llegan aquí deben esperar a que se tome una resolución sobre su próxima morada.
—¡Tú eras la voz que escuchaba en el claro! No te reconocí… —admito con vergüenza—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Existen reglas, Alan. Contigo me han permitido romper unas cuantas, dado lo especial que eres.
—¿Lo especial que soy? —dudo. No me gusta esa frase. Me hace sentir el conejillo de indias de un científico loco.
—Aun sin quererlo, te hiciste con un libro profano —explica mi madre—, y el Jefe quiere darte la oportunidad de que decidas por ti mismo el camino que quieres tomar.
—¿El Jefe? ¿Te refieres al Barbas?
—Bueno —dice mi madre, sonriendo—, cada uno lo llama como quiere. Yo lo llamo Jefe.
—¿Y qué quiere Él de mí?
—Nada que tú no quieras hacer. Tu alma está a salvo, por eso no te preocupes, pero debes decidir si quieres volver y terminar lo que comenzaste o quedarte y ascender al próximo nivel.
—Yo no comencé nada, mamá.
—Lo sé. Nadie escoge su destino.
—¿Y el Flaco? —pregunto de pronto.
—Justo tras de ti. También está a mi cargo.
—¡¿Qué?! —exclamo sorprendido, y me vuelvo.
En efecto, ahí está. Lo noto retraído y un poco avergonzado.
—También tiene su oportunidad de decidir —dice mi madre—, pero creo que primero tienen algo de qué hablar, antes de que vuestro vínculo desaparezca para siempre. Los dejaré a solas.
—¡No, espera! —digo, pero al darme vuelta descubro que mi madre no está por ningún lado.
Siento el impulso de mirar hacia arriba, casi esperando verla desaparecer en las alturas volando como un pajarraco, pero tampoco allí hay rastro de ella.
Me vuelvo de nuevo hacia el Flaco. Lo observo, sin saber qué decirle ni por dónde comenzar. No me gusta echarle en cara las cosas a la gente, pero creo que esta vez estoy en todo mi derecho.
—Me sienta mal tener que recordarte que te lo dije, Flaco, pero… ¡te lo dije!
—Lo sé, lo sé, no me sermonees —contesta él, enojado.
—No lo estoy haciendo, es sólo que… ya ves, tu padre te acaba de demostrar la clase de persona que es. No puedo creer que te hayas tragado todo ese embuste.
—¡Es mi padre! ¿Cómo no iba a creerle?
—¡Pero te mató, Flaco! ¡El hijo de perra te mató!
—Sí, ya me di cuenta. No hace falta que me lo recuerdes.
—Bueno, está bien. Lo que quiero decir es que… mierda, ¿cómo decirlo?
—Diciéndolo —contesta Julián a mi pregunta retórica, como si tal cosa.
—Regresa conmigo, Flaco. Ayúdame a terminar con todo esto. Dicen que los que hacen la vista gorda también cargan con parte de la culpa cuando algo malo ocurre, pecan de omisión, así que haz tu parte. Esto es algo que te concierne directamente; también tienes cartas en este asunto. Ayúdame a darle su merecido. Vuelve y limpia el apellido Carvajal.
El Flaco me observa fijamente, luego aparta la mirada, como si no fuese capaz de sostenerla para responderme:
—No. Lo siento, Alan, pero la respuesta es no.
—¿Así, nada más, te lavas las manos?
—Ya te dije que lo siento. Además, no quiero regresar. Deseo quedarme en este lugar.
Yo lo miro de hito en hito, sin dar crédito a lo que acabo de escuchar.
—Pero si… —comienzo.
—Sí, me mató —me interrumpe Julián—, ya lo sé, pero he decidido quedarme, Alan. Me gusta este lugar. Además, yo también quiero ver a mi familia.
—Y hay que respetar su decisión —dice mi madre tras de mí, haciéndome pegar un brinco.


3

Sus palabras tienen un tono tan definitivo y autoritario, que no me atrevo a protestar. Me quedo callado, sacudiendo la cabeza con desaprobación.
—Está bien —acepto—. Que no se diga más.
Entonces noto un cosquilleo en la palma de mi mano izquierda. La miro, y descubro que la cicatriz ha desaparecido. Me doy vuelta, y compruebo que Julián está haciendo lo mismo. Nos miramos, pero ya no hay nada que decir. Le doy la espalda y observo a mi madre, que aguarda pacientemente.
—¿Y bien? —pregunta—. ¿Tomaste tu determinación?
—Por supuesto —respondo—. Quiero regresar.
—Está bien, Alan. También la respetamos. Haz lo que tengas que hacer, hijo, pero nunca olvides que el Jefe, por encima de todo, aboga por el libre albedrío. Hagas lo que hagas, eres libre de hacerlo, y nadie te pedirá cuentas más tarde.
—Es bueno saberlo —admito. Comienzo a sentirme apurado—. ¿Puedo irme ya?
—Claro, Alan. Sé consecuente.
No entiendo mucho eso de ser consecuente, pero no tengo tiempo para más preguntas.
—Adiós, mamá.
—Adiós, Alan.
Le doy un beso en la frente, y entonces me siento absorbido nuevamente por esa oscuridad sin límites. “Julián, acompáñame”, es lo último que escucho decir a mi madre antes de perderme en esa nada oscura en la cual me siento flotar, totalmente ausente el sentido de la orientación.
Entonces, pasado un momento, regresa esa conocida sensación de estar siendo succionado por una fuerza terrible, como si estuviera en el fondo de un tanque y alguien hubiese retirado el tapón del sumidero…



4

Cuando regresé, reviví la famosa escena del claro, pero al revés.
En lugar de ser de día, era de noche. El sol no golpeaba mis párpados con su fuerte luz, sino que era la luna la que iluminaba el lugar con una serena luz blanca que le confería un aspecto mágico y sobrenatural. Y en vez de los sonidos de siempre, se percibía un silencio tenso, extraño, que me puso los pelos de punta.
Por otra parte, sí experimenté vagamente aquella conocida sensación de desubicación, acompañada de cierta impresión de paz, de renovación.
Fue entonces cuando comencé a escuchar algunos sonidos, muy leves.
Me incorporé, miré a mi derecha, y vi a Vale empuñando el AK-47 con fuerza. Apuntaba al suelo, al libro, y entonces toda la comprensión de la situación volvió a mí en apenas un instante. Todo lo que había pasado en la última hora, la muerte de Julián, el rarísimo encuentro con mi madre en esa especie de limbo, inundó mi mente en una avalancha de información que me provocó un fugaz mareo.
Recordé lo que se esperaba de mí y me puse en pie de un salto.
Esto sucedió en apenas cuatro o cinco segundos, y al observar a mi alrededor la disposición de las cosas y el estado de la situación, me di cuenta de que, de igual forma, apenas habían pasado unos instantes desde que Julián muriera y yo me viera arrastrado con él. Calculé que quizá habrían pasado diez segundos; quince a lo sumo.
Valeria, repito, apuntaba al libro, que se encontraba donde yo lo había dejado. Junto a éste estaba la daga, impregnada con mi propia sangre y la de Bassa, una sustancia negruzca y espesa. Vale me observó sorprendida mientras me ubicaba a su lado guiñándole un ojo, pero tardó sólo un momento en recuperase de la sorpresa. Supongo que había visto tantas cosas en las últimas semanas que ya nada le parecía extraño. Me sonrió, y su mirada me transmitió todo lo que hubiese querido decirme de haber tenido la oportunidad.
Respiré hondo, con la difusa sensación de que algo había cambiado en mi interior después de la extraña experiencia, y observé la escena frente a mí.
Alcides Carvajal me estudiaba con una expresión que por poco me provoca una carcajada. Estaba petrificado, con la boca y los ojos tan abiertos que parecía una máscara de Halloween en una tienda de disfraces, y sospechaba que había estado así desde que me vio aparecer de repente en medio del claro, apenas unos segundos después de asesinar a su hijo y cuando había supuesto que no me volvería a ver.
Pensar en ello me recordó al Flaco. Eché un vistazo, y comprobé que su cuerpo seguía tendido de costado a un par de metros de su padre, rodeado de un charco de sangre cada vez más amplio. Divisarlo allí, muerto, después de haber estado con él hasta hace unos segundos me produjo una serie de sentimientos encontrados. Aún me sentía alterado por su deceso, aunque no sorprendido. Estaba visto que el bastardo de su padre era capaz de cualquier cosa.
No había rastro de su espíritu, pero eso era de esperar después de su tajante renuencia a regresar para hacer su parte en aquél asunto.
Delante de su cuerpo, Jessy se encontraba desmadejada, sin poder moverse, y no sólo por sus ataduras, sino también por la conmoción.
De pronto Carvajal salió de su paroxismo, y apuntó nuevamente a Jessy. Decidí aprovechar su momento de vulnerabilidad y le dije:
—Vaya, vaya, nos volvemos a ver las caras después de tanto tiempo… ¿O en realidad no fue tanto? —reí, y él me miró con cara de pocos amigos, sin pronunciar palabra—. No sé usted, Alcides, pero yo estuve un buen rato de paseo y, para mi sorpresa, ahora que he vuelto parece que todo sigue tal cual como lo dejé. Seguimos en igualdad de condiciones, excepto por el hecho de que usted asesinó a su propio hijo, que ya estaba de su parte, y ahora ha confirmado que es un bastardo sin escrúpulos.
—Cuide su lengua, Santos —masculló por fin Carvajal.
—Oh, claro que sí —respondí—. Siempre que me cepillo los dientes uso enjuague bucal. No parece suceder lo mismo con usted y esa lengua viperina que tiene.
Vale se rió a mi lado con una musical risa que me encantó y que puso a Carvajal aún más furioso.
—Vayamos al grano, Santos, ¡déjese de payasadas!
—¡Ja! ¿Por qué será que me da la impresión de que no es la primera vez que escucho eso?
—Deme el libro de una buena vez. Yo le entrego a la chica, y terminamos con esta mierda de una vez por todas.
Jessy reaccionó un poco al percibir que se hablaba de ella y levantó la vista hacia mí con un semblante apesadumbrado que me partió el corazón.
—¿Cómo puedo saber que cumplirá con su parte? —pregunté, escéptico.
—Bueno, señor Santos —dijo Carvajal, convencido de tener la sartén por el mango a pesar de mi sorpresivo e inesperado retorno—, confíe en mí.
—¿Confiar en usted? —exclamó entonces Vale, risueña—. Eso es lo más gracioso que he escuchado. Creo que Bassa me inspiraba más confianza después de todo, al menos era un tipo sonriente.
Y entonces todos sentimos el impulso de mirar el cuerpo desinflado que permanecía todavía en medio del claro. Me di cuenta de que había estado todo el tiempo a apenas unos centímetros del lugar donde yo había “despertado” y sentí un vuelco en el estómago al imaginar lo que hubiera sido aparecer justo sobre él. Reprimí una desagradable sensación de nauseas al cerciorarme de la languidez de la piel, envuelta en el traje negro manchado con aquella sustancia.
Noté que Vale a mi lado también hacía un gesto de asco. Me obligué apartar la vista y miré de nuevo a Alcides.
—¿Y bien? —pregunté—. ¿Qué haremos? Parece que estamos en un brete donde ninguno de los dos quiere ceder. Proponga algo razonable, Carvajal, y yo me atendré a ello, pero no me pida algo tan estúpido como confiar en usted.
—Santos, Santos… —murmuró Alcides pensativo—. Sí que ha resultado un engorro usted. Maldito sea el día en que lo puse a mi servicio. No se parece a su padre.
—En efecto, no nos parecemos. Yo me di cuenta de la clase de persona que era usted; él no. Su bondad era intachable. Gracias al cielo murió por una enfermedad, y no víctima de sus garras traicioneras.
—Mire, Santos, todo lo que hago, lo hago por negocios. Su error es pensar que me voy a dar al dolor si pierdo el libro. Nada más errado. Aún no se ha dado cuenta de que conservo una ventaja mayúscula sobre usted. Deme el libro, o la chica morirá —sentenció finalmente, y acto seguido miró a Jessy y disparó.


5

Jessy soltó un alarido, Vale y yo gritamos, y poco nos faltó para correr hacia ella, pero entonces Carvajal nos detuvo con un gesto de su brazo extendido, diciendo:
—No la he herido, pero la próxima bala irá en su cabeza. Se lo aseguro.
Miré hacia Jessy, con un sudor frío recorriendo mi espalda, y no hallé rastros de sangre en ella. Evidentemente había sido un farol. No obstante, tenía un gesto de dolor y ladeaba su cabeza hacia un lado; supuse que había quedado aturdida por la detonación.
—Esto es lo que haremos, Santos: usted arrojará el libro hacia mí y se quedará donde está. Yo lo cogeré y me retiraré de aquí lentamente. Una vez me haya marchado, podrá tener a su chica, y todos felices. Comeremos perdices incluso, si gusta —y sonrió con una expresión que hizo que me rechinaran los dientes.
Vale a mi lado también estaba inquieta y resoplaba constantemente, presa de la impaciencia.
—Es lo más razonable, Santos —prosiguió Alcides—. Además, está comprobado que ustedes dos no tienen las agallas suficientes para destruir el libro. Yo pude haber matado a su chica, y no obstante su compañera no disparó contra el libro como ha estado amenazando desde que usted se fue. Si es que acaso puede hacer daño al libro de esa manera…
A decir verdad, yo también temía que si Vale descargaba todo el cargador, el libro sobreviviría. No alcanzaba a imaginar cómo, pero sospechaba que así sería.
Las cartas estaban en nuestra contra. Queríamos salvar a Jessy, pero aun así no nos atrevíamos a destruir el libro sin antes romper el pacto sellado por Carvajal; mucho menos permitir que volviera a sus manos.
Estábamos entre la espada y la pared.
—Tiene cinco segundos, Santos. De lo contrario, mataré a la chica —sentenció, y apuntó directamente a la cabeza de Jessy, que sollozaba encogida en posición fetal a su derecha—. Cinco…
—¿Cómo sabremos que no la matará de todas formas? —preguntó Vale, desesperada—. Sería típico de usted.
—Cuatro… —prosiguió.
Me agaché y cogí el libro, sin saber qué hacer.
—Tres… —dijo, y su semblante se endureció. Resultaba obvio que estaba decidido a cumplir su amenaza.
Yo me debatía mentalmente, con mil ideas cruzando por mi cabeza. Por un momento vi a Jessy sana y salva, con vida, pero en un mundo que se había ido al carajo, con un Alcides poderoso e invencible llevando sus planes hasta las últimas consecuencias. Vi un país sumido en la pobreza y la desesperación, víctima de una terrible dictadura que lejos de tener fin, apenas comenzaba.
—Dos… —continuó, y Vale gimió a mi lado; temblaba—. El tiempo se agota, Santos. Arroje el libro de una vez. Además, de nada le sirve si no tiene esto —y sacó de nuevo la hoja con el dibujo del Uróboros de su bolsillo, blandiéndola con su mano izquierda como una amenaza de papel.
Mi película mental cambió, y esta vez imaginé un país próspero y reformado. La economía mejoraba y la paz se convertía en el común denominador de los habitantes de Nérida y las demás ciudades. En un lugar de Los Altos vi una pareja de ancianos abrazados y con la cabeza gacha en medio de un amplio prado, en un bonito y caluroso día. La mujer se agachaba y depositaba un ramo de flores en una tumba. Pude ver la lápida. Jessica Andrade, ponía en la losa, fuiste una llama que se extinguió antes de tiempo. Te amaremos siempre. Sentí un nudo en el estómago.
—Uno… —escuché, y volví a la realidad, en medio de un torbellino de indecisión.
Me disponía a lanzar el libro hacia él, rendido, cuando percibí un movimiento en el aire, una brisa leve pero claramente perceptible que erizó los vellos de mi brazo y que parecía provenir, acompañada de un tenue resplandor, de un lugar más allá de donde estaba Carvajal. Lo observé atentamente, pero éste parecía no haberse dado cuenta. Entonces vislumbré una sombra que se erguía tras él, y se oyó una voz:
—Dame eso.
Y una mano le arrebató la hoja amarillenta a Carvajal. Éste se volvió, y entonces todo se desencadenó en apenas unos segundos.


6

En un momento dado estaba yo tratando de identificar la silueta que había aparecido de la nada, con Carvajal volviéndose, quizá queriendo descubrir lo mismo, y un instante después Vale soltaba la AK y se lanzaba en su dirección. Corría decidida, emitiendo un grito de guerra que apenas pude percibir con mi mente embotada, con la firme intención de embestir a Alcides cogiéndolo por sorpresa. Una vez lo comprendí, me puse en movimiento, impulsado por la misma energía que había invadido a Vale. Me agaché, agarré la daga y me moví en dirección a Jessy. Estaba a medio camino, cuando Vale chocó con todas sus fuerzas contra la maciza mole de Alcides, que emitió un jadeo, derribándolo y provocando que éste soltara el arma que empuñaba en la mano derecha.
Un segundo más tarde llegaba yo a su lado, veía el arma en el suelo, la chutaba enviándola lejos, y me agachaba al lado de Jessy, cortando sus ataduras con la daga. En ese mismo instante, percibí por el rabillo del ojo una sombra rauda que pasaba en dirección contraria. No obstante, seguí concentrado unos instantes, decidido a liberar de una vez por todas a Jessy de sus ataduras. Después de haber estado varios días presa de los hombres de Alcides, debía de estar en un estado tal de agotamiento y desesperación que seguramente verse libre haría que recuperase gran parte de su compostura.
A mi lado, escuché cómo Alcides forcejeaba y maldecía, con Vale sobre él dispuesta a no ceder un ápice. Los miré, todavía cortando las numerosas cuerdas, y vi que Vale se las había arreglado para poner boca abajo a Alcides, retorciéndole el brazo derecho hacia atrás en una dolorosa llave. Por más que aquél gimiera y se removiera, ella apretaba con más fuerza, impidiendo cualquier intento de defensa de parte de Alcides.
Desaté por fin a Jessy, la ayudé a incorporarse y me encaminé al borde del claro llevándola casi a rastras. Estuve a punto de tropezar con el cuerpo de Julián, pero la suerte evitó que terminara en el suelo. Varios metros más adelante, hallamos refugio tras un pequeño promontorio y sólo en ese momento me aseguré de su estado. Le pregunté cómo se sentía, pero Jessy apenas sollozó aferrándose a mí como una pequeña desamparada. Por un momento pensé en lo difícil que habrían sido las cosas de no haber estado en el claro, en pleno solsticio de inverno además, donde su magia permitía que nos hiciésemos tangibles, reales, seguramente debido a un poder que el libro había ido disgregando por todo el lugar. De lo contrario, yo no habría podido desatarla, y menos aún abrazarla.
Vale no habría podido atacar a Alcides para comenzar.
La estreché en mis brazos y me permití unos segundos para dejar que se desahogara, para desahogarme yo mismo, para dejar todo a un lado y zambullirme en esa tibieza que había añorado por tanto tiempo.
Cerré los ojos.
Y fue entonces cuando resonó aquella voz.


7

O proceres, vita et mors domini custodit tenebrarum et lucis, advocatorum et omnes huius mundi sunt consilia mortalium, qui vocatus ad explendum desiderium natum hunc librum iustitia et aequalitas divinarum et terrenum…
En un comienzo, y dada la cadencia de las palabras, que se esparcían por el lugar como un subyugante embrujo, no reconocí la voz que las emitía. Pero entonces me levanté y vi a un hombre al otro extremo del claro. Estaba de pie, bien erguido, y sostenía el libro con la mano derecha mientras extendía la izquierda hacia el cielo, con la palma hacia arriba.
Era delgado, y aunque una sombra parecía haberse cernido sobre él, no me cupo la menor duda acerca de quién se trataba.
Era el Flaco.
Por un momento me quedé pasmado observándolo, hechizado por las palabras desconocidas. Me sentí transportado a otro momento vivido en ese mismo lugar, pero en un día que parecía haber pasado hacía mil años. Me vi a mí mismo con Julián, ambos con diez y nueve años respectivamente, sellando el pacto de amistad que nos marcaría para siempre y que resultaría de vital importancia en gran cantidad de sucesos que acaecerían casi veinte años después…
O proceres, vita et mors intervenit —prosiguió—, qui in pluribus dioecesibus et foedera inter coelestem et profanos, beati et damnati, quam benigna, et nociva, vivos et mortuos…
Se hizo un nuevo silencio, y supe entonces que no podía quedarme cruzado de brazos. Reaccioné.
Me agaché y me aseguré de que Jessy se encontrara bien y a salvo. No parecía tener contusiones ni heridas de consideración, a pesar de que su ropa estaba sucia y maltrecha. Me arrodillé frente a ella y le cogí el rostro con ambas manos, obligándola a encararse conmigo.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Ella me miró, como cerciorándose de que era yo quien estaba allí, el mismo que había pasado tanto tiempo con ella, en Nérida, en los Altos, tratando de subsistir por nuestros propios medios en una época difícil, aquél a quien había querido con tanta intensidad.
Entonces pareció ser ella misma, por primera vez desde que la viera atada y amordazada en el edifico de Carvajal, y asintió sonriendo.
La abracé y la besé en la frente.
—No te muevas de aquí, ¿de acuerdo? No te muevas hasta que todo termine.
Asintió otra vez.
Me puse en pie nuevamente y me dirigí hacia donde estaba Vale.
O proceres, vita et mors, hoc quaero et foedus mutuae beneficium per servitutem vestram ut iacerent tractatu Resnauk assignavero Adirael servus Beelzebub Dominus muscae et legatus Lucifer, ipsa mortalis effectus qui acceptaverit leges condicionesque quod descripserint…
Las palabras seguían esparciéndose por el claro como una bruma misteriosa. Me dio la impresión de que la luna menguante, que había sobrepasado su cenit comenzando un arco descendente, brillaba con más fuerza, no obstante lo cual Julián parecía estar envuelto en un velo de oscuridad. Lo miré, y de pronto me devolvió la mirada con una intensidad inquietante. Se demoró un segundo, y luego fijó su vista en la daga que yacía caída a mis pies envuelta entre las cuerdas desechas. Luego me devolvió la mirada, sin pronunciar palabra, y comprendí lo que quería expresar.
La escena resultaba grotesca: enfrentarme a un espectro que declamaba palabras ininteligibles a varios metros de mí, mientras su cuerpo desangrado era una madeja en el suelo.
Apartando aquellos pensamientos de mi cabeza, agarré la daga y la lancé a sus pies.
Julián me guiñó el ojo, con lo cual esa expresión imperturbable fluctuó un segundo, para después retornar a su férrea concentración.
Me giré hacia Vale y noté que estaba teniendo problemas con Alcides. Éste había estado callado y quieto un rato, después de escuchar la voz de su hijo entonando el contraconjuro, pero ahora se debatía con más fuerza que nunca, a sabiendas de que su reinado estaba por terminar, de que estaba a punto de perder la partida.
—Estate quieto, bastardo hijo de puta —le decía Vale una y otra vez.
Me incliné y la ayudé a inmovilizarlo, con unas energías que no sentía hacía mucho. Era hora de que fuera él quien mordiera el polvo, y no dejaba de ser gratificante verlo en esa situación. La venganza es dulce, dicen, y allí lo estaba comprobando.
Alcides bramaba y vociferaba, pero nosotros seguíamos sosteniéndolo con imbatible fuerza.
Miré a Vale y susurré, divertido:
—No sabía que fueses capaz de esto.
Ella me sonrió, complacida.
—Me lo enseñó mi padre, para que me defendiera de los bravucones en el cole —dijo, y ambos reímos, momentáneamente distendidos.


8

O proceres, vita et mors —continuó Julián luego de una nueva pausa. Poco a poco la entonación de las palabras había devenido en una especie de cántico. Vale y yo lo mirábamos, cautivados a pesar de todo—. Hoc pacto finis hic iam senescens lumen lunae, et casum in solstitio aestivali, et quod utrumque tam ferales et immortalis animatum, et exanime, quae vicissim sublevare huiusmodi rumpatur recusandae…
Julián se puso de rodillas, depositó el libro frente a él, y cogió la daga.
En ese momento supuse lo que se avecinaba, era algo que conocía, y aunque por un instante pensé en detenerlo, temiendo lo peor, supe que desconcentrarlo podría ser fatal. Lo que pasó después demostraría que tenía razón, pero ya era demasiado tarde, y de todas formas era algo que debía hacerse.
O proceres, vita et mors —dijo Julián tomando la daga con la mano derecha. Se la llevó a la izquierda y realizó un corte transversal en la palma de ésta, con lo que la sangre comenzó a manar profusamente sobre el libro. Descubrí sorprendido que éste, lejos de mancharse, pareció absorber el líquido vital con avidez—. Secundum actum et suscipe verba mea ut signaculum hoc sacrificium sanguine et accipiam voluntatem tuam…
Se hizo entonces el silencio en el claro. Más que silencio, era una ausencia total de hasta el más mínimo sonido. La tenue brisa se acalló y las copas de los arboles dejaron de mecerse. El arroyo cercano, que apenas se percibía entre el escándalo provocado, dejó de murmurar, y todos aguardamos expectantes. Incluso Alcides dejó de debatirse y soltar improperios.
Fiat —sentenció finalmente Julián, y Alcides soltó un grito que reverberó en todo el bosque con un eco estremecedor.
Vale y yo lo soltamos, sin mediar palabra. Tal vez fuesen las implicaciones de ese alarido o el calor que de repente parecía haber manado del interior de su cuerpo, pero de pronto decidimos que era mejor apartarnos de él, como si una voz interna así lo hubiese indicado.
El aire se tornó pesado y un olor nauseabundo, que parecía manar de todas partes, golpeó nuestras fosas nasales hasta el punto de hacernos lagrimear. La tonalidad azulada de la luz de la luna se tornó rojiza y todo nuestro entorno vibró, como si la realidad fluctuase. Sentí que alguien tocaba mi brazo izquierdo. Jessy se había acercado y miraba asustada a su alrededor. La abracé.
Vale también se arrimó a mi derecha, y entonces se oyó una multiplicidad de voces que parecía provenir de todas direcciones.
Pasados unos instantes asomaron al claro decenas de siluetas difusas, figuras grisáceas de hombres que rodearon el lugar desplazándose como mecidos por el viento, y acercándose cada vez más a Carvajal, que se había levantado y miraba a su alrededor aterrorizado. Supe entonces que sus muertos habían quedado finalmente liberados de su yugo, aunque por culpa suya ahora serían conducidos a las estancias infernales de Adirael. Los muertos se detuvieron por fin, cercándolo, sin dejar de emitir aquellos murmullos ininteligibles. El rostro de Carvajal era la simple expresión del terror más profundo.
Vale, Jessy y yo permanecíamos petrificados. Pudimos haber echado a correr, pero algo nos decía que aquellos espíritus no harían nada en nuestra contra. Todo había terminado y habían venido a exigir al menos un castigo para aquél que los había condenado para siempre a base de engaños y falsas promesas. Aquél que los había atado a un servicio macabro más allá de la muerte.
De momento nos habíamos olvidado de Julián, anonadados como estábamos ante lo que estaba ocurriendo, y más tarde me pregunté si podría haber hecho algo al respecto para evitar lo que pasó.
Entonces el casi centenar de figuras difusas comenzó a desaparecer bajo la tierra, como si fuesen descendidos por un ascensor invisible. Lentamente, en un silencio apenas quebrado por aquél lúgubre mantra, las siluetas fueron esfumándose hasta no dejar ni el más mínimo rastro.
Alcides Carvajal rió histérico, creyendo que se había librado del castigo después de todo; pero entonces también él comenzó a descender, no de manera pausada, sino como si algo lo estuviese arrastrando hasta las profundidades de la tierra.
—¡NOOOOOOOOOOOOOO…! —aulló, con unos quejidos desgarradores que me pusieron la carne de gallina.
Cayó de rodillas y trató de asirse a lo que fuera para poder salvarse, pero lo que fuese que estuviera halándolo era inmisericorde. Muy pronto estuvo hundido hasta la cintura y se agarró a la tierra con las manos en forma de garras crispadas, tratando de frenar su descenso. Chillaba y forcejeaba, pero no le servía de nada.
Desapareció su prominente barriga, su pecho, su cuello, y en el último momento, antes de esfumarse por completo, me dirigió una mirada llena de odio y terror que aún hoy me asalta en pesadillas. Jessy no quiso seguir mirando y escondió su rostro en mi pecho, sollozando.
Yo no aparté la vista, quizá por curiosidad o porque me sentía obligado a hacerlo, así que lo último que vi de Alcides Carvajal, el hombre que había destruido a cientos de personas, que se había valido del sufrimiento de los demás para crear su imperio de corrupción, que había sumido a Nérida y luego al resto del país en la peor época desde la que precedió al grito de Independencia, que me había perseguido aún hasta más allá de la muerte; el mismo que no le había importado asesinar a su propio y único hijo con tal de lograr su objetivo; lo último que vi de él, repito, fue su mano velluda, que se agitaba desesperada, como un náufrago que lucha por su salvación hasta el último instante antes de morir ahogado en la inclemente marea.


9

Cuando todo volvió a la calma, los sonidos del bosque hicieron acto de presencia y la luna siguió alumbrando el claro con su tono gris azulado. El arroyo siguió su curso cantarino y los árboles se mecieron de nuevo a merced de la fresca brisa, como celebrando el final con sus batientes ramas.
Aun así, yo sabía que no era el fin. Al menos no todavía.
Tenía que destruir el libro, y para eso me esperaba un largo y último viaje.
Pensar en ello me hizo recordar a Julián. Estaba tendido cuan largo era. Corrí hacia allí, con Vale a mi lado y Jessy caminando un poco más retirada, y lo que vi casi me provoca un paro cardiaco.
Una mancha negruzca se había extendido desde la mano izquierda del Flaco, invadiendo todo su cuerpo. Sus brazos, sus piernas, visibles medianamente por encima de las zapatillas que calzaba, y su cuello, tenían una tonalidad que recordaba el color de algunos reptiles. La mancha se iba extendiendo poco a poco y estaba a punto de ocultar su rostro.
Me arrodillé a su lado, me acerqué, y sus pupilas bailaron. Entonces supe que estaba vivo, aunque sospechaba que no por mucho tiempo.
—¡Flaco! —exclamé—. ¿Me escuchas? ¿Estás bien? ¿Qué pasó?
—Una… pre… pre… por… vez —murmuró.
—¿Qué dices?
—Una… pregunta… por vez —terminó, casi sin mover los labios, y no pude evitar sonreír.
—¿Qué pasó? —le pregunté de nuevo, impactado por lo que estaba viendo. A todas luces, Julián estaba luchando lo indecible para poder hablar.
—Era… nece… necesario…
—¿De qué estás hablando?
—Su… sangre… es mi san… sangre…
—¿Te refieres a tu padre?
Julián no contestó, ni asintió, pero su mirada fue respuesta suficiente. Era necesario que manara su propia sangre, la sangre de un Carvajal, para que se rompiera el pacto de una vez por todas. Si lo hubiese hecho yo no habría funcionado, a menos de que hiciese sangrar al propio Alcides, cosa harto difícil teniendo en cuenta que a duras penas lo teníamos inmovilizado.
Se me ocurrió de pronto que Julián había estado al tanto de más cosas de las que me había contado. Evidentemente había estudiado el idioma del libro, aquella especie de mezcla de latín con extraños caracteres arábigos, y conocía algunos detalles de vital importancia para realizar el contraconjuro a la perfección. No quise imaginarme qué habríamos hecho sin él.
—Lo hi… hice… —murmuró nuevamente el Flaco.
—Sí, amigo, lo hiciste. Vaya que lo hiciste, y te lo agradeceré por siempre.
Recordé lo renuente que había sido a regresar a este plano cuando estuvimos en ese limbo intermedio en compañía de mi madre; y que cuando al parecer se decidió, tardó mucho en hacerlo. Si en aquél lugar yo había permanecido varios minutos, mientras en el claro transcurrían unos diez o quince segundos, Julián debió haber tardado días, tal vez semanas.
Lo que había sucedido allí, sería algo que nunca sabríamos…
—Ami… amigos por siem… siempre…
—Sí, Flaco, amigos por siempre.
—Y hasta… has… has… —intentó decir Julián, a quien la mancha negruzca le había comenzado a cubrir la cara.
—Hasta más allá de la muerte. Sin duda. Eso sí que resultó bien cierto, ¿no es así? —Sonreí.
El Flaco no respondió, la mancha le había llegado a la boca, pero sus ojos brillaron y estuve seguro de que en su interior también estaba sonriendo. Vi que una lágrima se colaba por el rabillo de su ojo derecho, y entonces mis propias lágrimas invadieron mis mejillas, y supe que había estado conteniéndolas todo ese rato.
—Adiós, amigo —dije—. Adiós y gracias por todo.
Sus ojos destellaron una última vez, antes de que su rostro terminara siendo cubierto por ese mal oscuro que lo había invadido, y luego se apagaron.
Entonces todo él fluctuó, como una imagen mal proyectada, y luego se desvaneció en cuestión de segundos, como una voluta de humo.


10

Me incorporé, abatido, viendo aún ese último brillo en sus ojos.
Vale también lloraba. Jessy había estado apartada, tímida, pero también se notaba trastornada.
Mientras, el cuerpo desinflado de Bassa había comenzado a descomponerse, despidiendo un tufillo dulzón a corrupción. Más allá, donde estaba Julián tendido de costado, sólo quedaba el charco de sangre.
Su cuerpo había desaparecido.
Fijé mi vista en el libro. Se había cerrado en un momento dado, y su portada parecía observarme burlona, como retándome a que terminara el trabajo.
Me agaché y lo cogí, sellándolo con la correa de cuero. Parecía más pesado que la última vez que lo había sostenido, y tocarlo me producía una sensación desagradable. Era como si ahora que no tenía dueño, estuviese tratando de tentar a uno nuevo.
La daga seguía olvidada donde hasta hace poco se encontraba la mano derecha del otro Julián, el que había regresado de la muerte. La recogí, asqueándome ante la mezcla de sangres en la superficie de la hoja. Me pregunté si la sangre corrupta de Bassa que manchaba la daga habría tenido algo que ver con lo que le había sucedido a Julián, pero no hallé la respuesta. Sería algo que permanecería en el misterio.
Me acerqué a lo que quedaba de Bassa, limpié la daga con sus ropas y después la introduje entre la correa que envolvía el libro.
Vale y Jessy empezaban a ser conscientes cada una de la presencia de la otra, calibrándose mutuamente.
Traté de reunir toda la fuerza de voluntad de que era capaz.
—Bueno… —dije—, esto aún no acaba. —Dudé—. ¿Les apetece conocer un entrañable pueblecito llamado Soledad?
Vale asintió, dispuesta. Jessy se encogió de hombros.
Eché un último vistazo al claro, y luego nos dirigimos al Mustang.
Treinta minutos más tarde, estábamos en camino.





EPÍLOGO




1

Si existe un día de la semana harto aburrido, no hay ninguna duda de que se trata del lunes. Ahora las cosas han cambiado mucho, pero en vida me aterraba levantarme un lunes temprano al terminar el fin de semana. No hay nada peor que eso. Además, parece ser un día en que si las cosas pueden ir a peor, lo harán.
Pero hoy, lunes 19 de septiembre de 2011, es un día genial.
El otoño se abre paso inexorablemente y las hojas de los árboles amarillean hasta caer, formando coloridos tapetes en calles, parques y jardines, creando paisajes propios de una postal.
Hoy amaneció haciendo frío, y hasta hace poco estuvo cayendo una suave llovizna que golpeteaba en el tejado con un ruido adormecedor. Aun así, no me gusta demorarme en la cama más tiempo del estrictamente necesario, por lo que no hace mucho me levanté, me aseé y di cuenta de un frugal desayuno fantasma a base de frutas y cereales.
Vale sigue en la cama; le gusta dormir hasta tarde.
Cuando salí al porche de la pequeña cabaña en la que vivimos ahora, cerca de Lago Alto, ya había escampado. Aspiré con ganas, para llenar mis pulmones con el aire fresco proveniente del lago. El sol había asomado, perezoso, entre un cúmulo de nubes deshilachadas y calentaba agradablemente el porche con vista al este.
Me quedé un rato, pensando en cómo terminó todo, y en cómo abordar estas últimas páginas de un Diario que ahora, para mi sorpresa, echaré de menos. Pero todo tiene un final, y estas postreras líneas dejarán constancia de ello, de este ciclo que se cierra, aunque por lo general los finales signifiquen nuevos comienzos…


2

En Soledad todo salió bien, gracias al cielo.
Jessy, que se había sentado en el asiento del acompañante, se apeó del auto no mucho después de partir del camino que lleva al claro, donde toda señal de los hombres de Carvajal había desaparecido. Quizá había decidido que después de todo no le apetecía viajar en compañía de dos muertos en un auto fantasma. No dejaba de mirarnos, introspectiva, y en todo el tiempo que estuvo con nosotros no pronunció palabra. Yo traté de ponerle conversación, pero ella sólo asentía o negaba con la cabeza, o contestaba a base de monosílabos.
No cabía duda de que ya nada sería lo mismo entre los dos, por más que le hubiese demostrado que aún la quería y que me preocupaba por ella. Cuando me preguntó si la podía dejar cerca de su casa, pensé que era lo mejor. Además, el poder del claro iría menguando y muy pronto nuestra comunicación se vería perjudicada.
La acerqué a unas cuadras de su casa y nos despedimos sin mayores dramatismos. Le recordé que la quería, que me alegraba verla bien y a salvo, y ella me respondió de igual forma, agradeciéndome por todo. Le sonreí y la exhorté a que se cuidase.
Vale aprovechó el momento para pasarse al asiento delantero, y juntos partimos hacia Soledad, a unos muy tranquilos sesenta kilómetros por hora.


3

Esta vez decidí recorrer el último trayecto a pie; no quería repetir en auto el tramo de la cornisa de tierra. No dejó de ser perturbador ver ese abismo de cientos de metros a mi izquierda, pero hacer el camino a pie fue mucho más llevadero.
Vale quería acompañarme, pero yo me negué de plano: primero porque era un mal lugar y no quería exponerla más de lo que ya lo había hecho; y segundo porque era mi responsabilidad, y quería hacerlo solo. Ella lo comprendió y me esperó en el Mustang.
Siendo la tercera vez que iba allí, no me costó trabajo localizar la trampilla que llevaba al interior de los túneles. Hice el tramo como si fuese una costumbre rutinaria y muy pronto estuve en la cámara subterránea, de pie ante el pequeño foso. A medida que avanzaba por los pasillos de piedra, había notado una especie de resistencia, tanto del libro como del lugar mismo. Pero era una resistencia derrotada, sumisa, como si el libro se hubiese resignado a su destrucción y el lugar a recibirlo.
El foso hedía peor que la última vez, y despedía un resplandor rojizo en su interior. Me detuve unos segundos, mirando el libro y la daga, pensando en todos los problemas que había causado el primero a lo largo de los siglos, y las sorpresas que nos había deparado la segunda en los últimas horas. Una parte de mí pensó en lo que significaría hacer uso yo mismo del libro para mi propio beneficio, aunque ahora creo que en realidad fue una voz interior de procedencia desconocida que intentaba tentarme. Parpadeé, alejando esos pensamientos, y arrojé el libro al foso, con la daga aún incrustada en la correa de cuero negro.
Pasaron los segundos y nada sucedió. Quizá era idea mía, no muy fundada, de que algo debía pasar al arrojarlo, y percibir ese silencio me daba la impresión de que no lo había hecho como debía. Pero entonces se escuchó un bramido que surgió desde unas profundidades inconmensurables. Al principio como un tenue murmullo, que luego fue creciendo hasta inundar la pequeña cámara con su macabra resonancia. Después, fue mermando hasta desaparecer con un último eco apagado.
Supe entonces que todo había terminado.
Me dispuse a irme, sin querer quedarme ni un instante más, pero el cuadro que retrataba a la Familia Carvajal llamó mi atención, y en un impulso inesperado lo cogí y lo arrojé también al foso con una sonrisa de satisfacción.
Cuando regresé al Mustang, Vale estaba dormida. Me maravillé una vez más por su hermosura, y consideré la posibilidad de declararle allí mismo lo que sentía, pero la forma en que siempre había observado a George me contuvo de hacerlo.
Entonces despertó y me pilló mirándola, algo alelado. Sonrió, y yo le devolví la sonrisa, con el calor subiéndome al rostro.


4

Decidimos ir en busca de Curru y Alberto, pero ya no había rastro de ellos. No obstante, nos dejaron los datos de su ubicación.
Resultó que, después de todo, Alberto tenía sus ahorros y era solvente. Tenía una casa en el centro de Nérida y algunas cabañas en los alrededores de los Altos. La casa donde vivíamos la había arrendado a petición de Curru, que a pesar de que había terminado cansándose del ajetreo de la capital, no soportaba más verdor que el de los jardines que rodeaban la propiedad.
Allí estaban cuando fuimos a buscarlos al día siguiente, en Nérida, después de pasar la noche en aquél cabarulo al que nos había llevado Ferrari el día anterior.
Curru seguía sin recuperar la movilidad de las piernas, por supuesto, pero su mejoría era notable, a pesar de que apenas habían pasado veinticuatro horas desde que la viera por última vez. Se alegró muchísimo de vernos, y convenció a su esposo, que aún no se recuperaba de la conmoción que le había causado viajar en un auto manejado por muertos, de que nos regalara una de las cabañas de su propiedad. A pesar de su decidida oposición inicial, al final accedió, y es en dicha cabaña en la que vivimos ahora, lejos del bullicio de la ciudad. No hay mucho movimiento por estos lares, únicamente algunos viajeros pasajeros que pasan cerca en dirección a Lago Alto, y entre los cuales ha comenzado a correr el rumor de que la cabaña está embrujada.
Fue un lindo gesto por parte de ella, puesto que con nuestra casa y la de George destruidas, habíamos quedado sin un lugar en el cual guarecernos.
Nuestra visita no tardó mucho, sobre todo por Alberto, que observaba cada vez más inquieto cómo su esposa parecía estar hablando sola. Quedamos en que nos mantendríamos en contacto, y luego nos dio las indicaciones sobre la ubicación de la cabaña.
Y me entregó el Diario, por supuesto. Ahora que todo había terminado bien, podía regresármelo. Dijo que seguramente tendría muchas cosas para volcar en él, y tenía razón. Aún estoy haciéndolo.


5

Nos instalamos indefinidamente en esta cabaña, y le hemos tomado cariño. Nos gustan sus comodidades, su ubicación, y creo que podemos llevar una vida tranquila aquí… Bueno, una existencia… Bah, ¡ya me entienden!
Al comienzo tuve continuas pesadillas, y sé que Vale también las tuvo, pero preferimos no tocar el tema, y con el paso de los días éstas han ido mermando.
Aún no me decidía a declararle mis sentimientos a Vale, y convivir con ella de esta manera resultaba algo incómodo a veces.
Entonces, un caluroso día de comienzos de julio, apareció George.
Tal como lo oyen. Nos pegó un susto de… Sí, de muerte. ¡Qué demonios! Al diablo con los juegos de palabras. No son mi intención, ¿eh? Parece que ahora que estoy a punto de terminar, los problemas para expresarme estando muerto regresan…
El caso es que apareció un día en la cabaña. Dijo que Ferrari le había informado de nuestra nueva vivienda, quién si no.
Y no venía solo, además. Lo acompañaba su esposa. Se llamaba Mayra, dijo. Era muy hermosa y simpática, también invidente de nacimiento, pero con una forma de ser similar a la de George, y pasamos una tarde agradable hablando de mil cosas diferentes.
Le hablé de la cinta que había dejado en el Mustang, y pareció un poco avergonzado por ello, pero al ver que nosotros le restábamos importancia, cambió de tema y nos contó que su alma se había salvado después de todo. El gesto que realizó con Curru le había valido su salvación. Nos contó, además, que venían en una especie de licencia concedida por el Barbas y que debían regresar pronto pues tenían obligaciones “ahí arriba”, así lo dijo, pero prometió venir de vez en cuando a visitarnos con su esposa, con la que por cierto se había reencontrado “ahí arriba”. Parecía una pareja muy ocupada.
¡Y dijo que podía quedarme el Mustang!
Yo me alegré mucho por ellos, fue un alivio verlo y descubrir que estaba bien, pero creo que me alegré mucho más al notar la reacción de Vale al verlos. Como dije, siempre pensé que estaba prendada de George, pero cuando los vio actuó como si nada hubiera pasado. La estuve observando durante toda la tarde, pero resultó evidente que había estado equivocado todo el tiempo. Así que esa misma noche me sinceré; le dije lo que sentía.
Al comienzo me miró inexpresiva, y por un momento me sentí ridículo y pensé que lo había estropeado todo. Pero entonces ella sonrió, me tomó la mano y me dijo que había estado esperando eso casi desde que nos conocimos, que había llegado a pensar que yo era tan pelotudo que al final tendría que ser ella quien se sincerara.
Nos besamos y me sentí tan feliz como no me sentía hacía muchos años.


6

Ya han transcurrido tres meses desde que todo terminó, y nosotros nos sentimos cada vez más felices juntos. En este Diario dije en varias ocasiones que me habían sucedido cosas que en vida nunca hubiera imaginado, pero jamás sospeché, ni en mis sueños más descabellados, que encontraría el amor después de muerto.
Además, la situación comienza a mejorar.
Nérida y el resto del país parece revitalizado. Ha retomado el curso normal y las cosas han empezado a repararse notablemente. Ha habido cambios en cargos públicos y administrativos a lo largo de todo el país y se han tomado medidas parar subsanar la crisis que se había extendido por años de manera casi imperceptible.
La misteriosa desaparición de Alcides Carvajal, el famoso empresario, y su hijo Julián David, ocupó los titulares y fue noticia reiterada en los diferentes medios durante varios días. Se abrieron investigaciones para aclarar el hecho, pero todas las pesquisas dieron con un callejón sin salida que provocó que al final el caso se archivara junto a cientos más sin resolver. Parece que nadie se dio cuenta de la historia que se escondía en el trasfondo de todo aquél asunto, y creo que sin duda fue lo mejor.
Su edificio, como muchas de sus propiedades, fue expropiado por el gobierno y se convirtió en la sede de una entidad sin ánimo de lucro.
De Víctor Tejada no volví a saber nada, pero estoy seguro de que cuando todo terminó él lo supo, y al ver los titulares de los diarios alzó un puño en gesto de aprobación para con el hombre con el cual se encontró aquella noche de junio en las ruinas de Soledad.
De cuando en cuando vamos al Zaguán a tomarnos unas cervezas y escuchar heavy metal, al cual finalmente le he cogido el gusto. Es un lugar que me trae muchos recuerdos, y siempre lo pasamos en grande.
No hemos regresado al claro, aunque queda en las cercanías de la cabaña, a una hora en coche. A pesar de que el claro mismo no es un lugar maligno, lo que pasó allí hace que nos repela de alguna manera. Es probable que en algún momento regresemos allí, pero aún no.
Aún no.


7

Hoy es un día magnífico, ya lo he dicho, pero no sólo porque sea un apacible día de otoño, y tampoco por el hecho de que hoy finalmente esté escribiendo las últimas líneas en este Diario, algo realmente significativo, sino porque esta noche celebraremos un pequeño encuentro en casa de Curru.
Estarán George y su esposa. Para Alberto hemos preparado una serie de espejos en la sala de estar para que pasada la medianoche pueda finalmente conocer a los extraños amigos de su esposa, y para que compruebe que no son tan malos como parecen. Curru lo ha estado preparando las últimas semanas, y asegura que lo está tomando con toda la calma del caso.
Eso está por verse, dice George divertido, quien aún cree que Alberto saldrá como alma que lleva el diablo una vez nos vea, pero yo confío en que todo salga bien.
Incluso Ferrari prometió asistir, aunque sea por un rato. Parece que por estos días anda en alguna peligrosa misión que exige su máxima atención.
Vale vino hace unos minutos a preguntarme cómo se veía con su nuevo vestido. Supongo que mi expresión fue suficiente, porque sonrió y me lanzó un beso, que yo atrapé con la mano e introduje en mi bolsillo, y luego volvió a nuestra habitación.
Está hermosa. Cada día la veo más preciosa a decir verdad.
Y aquí estoy, esperándola como un maldito muerto enamorado, sonriendo solo como un tonto; con grandes expectativas para esta noche, deseoso de ver a mis amigos y pasar una velada magnífica…
Aquí está de nuevo… mi Vale… ¿Les dije ya que es hermosa?
La luz anaranjada del sol poniente que se filtra por la ventana del estudio, a través de los pinos que rodean la cabaña por ese lado, le arranca destellos a su cabello rojizo y la envuelve en una luminosidad casi irreal.
Cielos, cuánto la amo…
¿Quieren saber una cosa, aunque suene extraño?
¡Jamás me sentí tan feliz de estar muerto!



F I N



No hay comentarios:

Publicar un comentario