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lunes, 5 de septiembre de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo XVII


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XVII

Escrito por: George Valencia (Calavera)




1

Me desperté sobresaltado.
Alguien me sacudía el hombro sin el más mínimo reparo. Sentía como si hubiese dormido cinco minutos; en un momento estaba descargando mi cabeza en la almohada, y al instante siguiente estaba siendo zarandeado bruscamente.
Entorné los ojos tratando de espantar los últimos residuos del sueño. Miré hacia las otras camas y vi que todos seguían dormidos. Entonces me sacudieron de nuevo.
Era Ferrari.
—Santos —dijo—, tenemos que hablar.
—Pero… —traté de protestar.
—Pero nada. Son las nueve y debo partir enseguida. Y también deberías hacer lo mismo. Tú y Valeria. Los demás pueden quedarse.
—Está bien, mamá…
—Levántate, tenemos que hablar —repitió ignorando mi pequeña broma—. Te espero en el bar.
—Dame cinco minutos —tercié.
—Que sean dos —sentenció Ferrari, y salió de la habitación.
Me quedé unos instantes procurando espabilarme. Para mi sorpresa, el corto sueño, a lo sumo cinco horas, sí me había revitalizado un poco después de todo. Me sentí con más energías y con la mente más clara para afrontar el día.
Me vestí rápidamente, me aseguré de que el Diario estuviese a buen resguardo y salí de la habitación.


2

Ferrari ya estaba desayunando cuando llegué: un vodka y un cigarrillo.
Me senté frente a él y comenzó a hablar sin ningún preámbulo:
—Tengo entendido que vas a buscar al hijo de Alcides Carvajal.
—Mmm… —dudé—. ¿Quién le dijo eso?
—Déjese de estupideces, Santos. Si cree que puedo hacer algo en su contra o que le voy a dar el chivatazo a ese tipo, es que está muy equivocado.
—No es eso, es sólo que… Mire, le voy a ser sincero: George lo conocía muy bien a usted, pero yo no.
Ferrari torció los ojos con impaciencia.
—Vea, Santos, me interesa un comino lo que usted crea. Me trae sin cuidado. El Barbas me pidió encarecidamente que no me metiera en este asunto, por aquello de…
—El libre albedrío, lo sé, el maldito libre albedrío.
—Eso mismo. Y si he hecho algo para ayudarlos a ustedes es porque sé que es lo que George hubiera querido. Era un gran amigo y su pérdida es terrible para mí. Así que esto lo hago por él, que le quede eso muy claro.
Asentí, un poco avergonzado por mi anterior actitud.
—Como le dije —continuó Ferrari—, tengo entendido que va en busca de Julián Carvajal. La chica pelirroja me lo dijo.
—Valeria.
—Esa misma. Me lo contó ayer luego de huir de su casa. Estoy de acuerdo en que lo busque pues él podría darle alguna información sobre el libro ese. Le confieso que hice algunas averiguaciones, pero poco o nada pude encontrar. Aun así, hay algo que quizá le pueda interesar.
—¿Ah, sí?
—Julián Carvajal ya no vive en la hacienda de la familia, ni en ninguna de sus propiedades.
Me incorporé por inercia, sorprendido por aquél dato.
—Veo que por fin capto su atención.
—Justamente allí pensaba ir —admití.
—Lo sé. Hubiera perdido un tiempo valioso.
—¿Y entonces dónde está ahora?
—Está algo lejos de aquí, al noroeste de Nérida, en un pequeño pueblo llamado Río Blanco. Vive en una casita de las afueras. No le será difícil encontrarla, pero le recomendaría un poco de discreción. Es probable que lo tengan vigilado.
—Lo escucho.
—Supongo que conoce la Autopista Norte y la Intermunicipal…
—Así es —respondí—. Cuando trabajé para Carvajal tuve que moverme mucho. Hace tiempo que no voy por allí, pero sí, las recuerdo.
—Perfecto. Lo que tiene que hacer es lo siguiente… Escúcheme con atención —dijo Ferrari, y eso hice.


3

A eso de las diez y cuarto de la mañana ya me encontraba con Valeria en el Mustang de George, listos para partir en dirección a Río Blanco.
A pesar de mis reparos, Valeria había insistido en acompañarme. No quería quedarse cruzada de brazos, dijo, y menos aún sabiendo que los acontecimientos se precipitaban.
Por cortesía de Ferrari, el tanque de la gasolina estaba a full. También me había asegurado que se encargaría de velar por el bienestar de María y su esposo.
—Pueden quedarse hasta que todo se resuelva y encuentren un lugar adonde ir —me había dicho mientras ultimaba los detalles de mi partida—. No les pasará nada, Santos, no se preocupe. Usted limítese a hacer lo suyo.
—Gracias, Ferrari —le dije, y luego de pensarlo un poco—: Disculpe si lo ofendí, pero comprenderá que en las últimas semanas han pasado tantas cosas que ya ni sé en quién confiar. De verdad lamento mi actitud.
—Descuide, Santos. Despídase y parta de una buena vez.
Asentí, y a continuación me dirigí a la habitación donde Valeria, arrodillada junto a su cama, hablaba en voz baja con Curru. Alberto seguía roncando a pierna suelta.
Al verme, Vale le dedicó una última palabra a María y le dio un beso de despedida. Luego se puso en pie y me esperó en la puerta.
Era mi turno.
—Curru, querida, soy pésimo para las despedidas…
—¡No digas eso! Suena como si no nos fuéramos a volver a ver. No seas tan pesimista, Alan.
—No soy pesimista; más bien realista. No las tenemos todas a nuestro favor, así que prefiero aprovechar el momento para decirte lo agradecidos que estamos contigo.
—¿Agradecidos de qué? Si sólo he sido una carga para ustedes.
—Nada de eso, Curru. Has sido un apoyo muy grande.
—Bah, si hasta me cargué a George.
—No vuelvas a decir eso. Él lo hizo porque quiso, y porque tú lo merecías de verdad, así que no quiero volverte a escuchar decir eso.
—Como tú digas —sonrió ella.
—Sólo quiero que sepas que fue grandioso conocerte y que significas mucho para nosotros.
—Ustedes también para mí, chicos.
—Ahora bien —dije—, quiero pedirte un último favor antes de irnos.
—Claro que sí, Alan, lo que tú quieras.
Fui a mi cama, levanté el colchón y saqué el Diario.
Me acerqué de nuevo a ella, que al ver el cuaderno, preguntó:
—¿Y eso?
—Es un Diario, mi Diario. En él he volcado muchas cosas en las últimas semanas y, aunque tal vez no valga nada, quisiera que me lo guardes y que, en caso de que no regrese, lo tomes como tuyo.
Curru me miró atentamente, y luego tomó el cuaderno.
—Lo cuidaré como a mi vida, Alan, de verdad.
—Bah, no vale tanto, pero te lo agradezco.
Me incliné y le di un beso en la frente.



4

La Autopista Norte de Nérida bordea de sur a norte todo el lado oriental de la ciudad en un arco casi imperceptible. Está flanqueada por fábricas de humeantes chimeneas por un lado, y por el zoológico, el aeropuerto y la cárcel de máxima seguridad por el otro. A medida que se acerca a la Intermunicipal, dichas edificaciones dan paso a extensos campos de cultivo que se extienden por kilómetros en un paisaje monótono.
Al noreste, en el límite de la ciudad, la Autopista desemboca en una inmensa rotonda en la que confluyen las dos autopistas principales y cuatro carreteras secundarias.
Tuve que tener más cuidado. El Mustang de George era invisible para el hombre común, pero no quería averiguar qué pasaría si me topaba con otro auto, por lo que, siendo esta carretera mucho más concurrida que la que me llevó a Soledad, conduje procurando acercarme lo menos posible a otros automóviles.
Al llegar allí, y siempre siguiendo las instrucciones de Ferrari, tomé la Intermunicipal y me dirigí al oeste, rodeando todo el lado norte de la capital. Parece una vuelta innecesaria, pero ambas autopistas son amplísimas y el tráfico circula rápidamente.
Veinte minutos después, tomamos un trayecto secundario hacia el noroeste, en dirección a Río Blanco.
El viaje fue más largo de lo que esperaba, así que aproveché para poner al tanto a Valeria de todo el episodio de Soledad y de la sorprendente historia que me había contado Víctor Tejada.
Valeria se notaba igualmente sobrecogida a medida que le contaba la extraña historia de los Benavides, los Tejada, las Trece Familias, y la relación que éstas habían tenido con la familia Carvajal. Sólo me interrumpía para soltar exclamaciones de sorpresa y asombro, y para hacerme una que otra pregunta.
En un momento dado, al contarle el episodio que padeció Víctor en Soledad, me dijo:
—Por eso era que podía verte, Alan, a pesar de tú estar muerto y él vivo.
—¿A qué te refieres?
—A que Víctor Tejada también pasó por un pacto de sangre. Impidió que terminara satisfactoriamente para los intereses de esa gente, pero no sin antes realizarse una cortada en su mano izquierda y consumar un pacto, igual que tú.
—Tienes razón.
Continué, y muy pronto me interrumpió de nuevo.
—¿En qué fecha dices que ocurrió todo eso?
—En 1977.
—Sí, pero ¿qué día?
Traté de hacer memoria mientras esquivaba un camión que pretendía adelantarse.
—Soy malísimo para las fechas —confesé—, pero estoy casi seguro de que fue el 21 de junio. Lo recuerdo porque él me dijo que era solsticio de invierno.
—¿Y hoy es…?
—¡Mierda! —exclamé—. ¡Otra vez tienes razón! Hoy es 21 de junio. Creo que él hizo hincapié en este detalle, pero entre tantas cosas que me contó, y puesto que yo aún no tenía muy claro lo que debía hacer con el libro y demás, creo que lo olvidé. Hoy hace treinta y cuatro años del suceso que dejó a Soledad en ruinas, así que también es solsticio de invierno.
—Así es —sonrió Vale.
—Creo que me dijo que por esta parte del mundo acaece en esta época del año y dura tres días. En otras regiones es a fin de año, según parece.
—Tal vez nos sirva de algo.
—Tal vez…
—Bueno, sigue.
Continué contándole todo lo que había descubierto en Soledad, y el viaje, que duró algo más de tres horas, se hizo así más corto y llevadero.
Cuando terminé, justo en el momento en que debía estar atento a las indicaciones de Ferrari, era la una y media. El sol estaba en lo más alto, pero gruesas y oscuras nubes se acercaban desde el oeste. Era probable que lloviera.
Al llegar a Río Blanco, un pequeño pueblito de apenas unas calles y rodeado de empinadas laderas dedicadas al cultivo de plátano, me dirigí a la plaza. Una vez allí, giré hacia el este, rodeando la pequeña iglesia de ladrillo y dos cuadras más adelante me encontré con un amplio descampado rodeado de árboles, tal y como me había dicho Ferrari.
Valeria había estado distraída los últimos minutos y sólo reaccionó cuando estacioné el Mustang bajo la sombra de un frondoso y alto árbol, lo más disimuladamente posible.
—¿Llegamos? —preguntó.
—No exactamente —dije—. Faltan unos quince minutos de camino, pero Ferrari me recomendó que hiciera el último trayecto a pie. Dice que a lo mejor pueden tener al Flaco bajo vigilancia.
—Sólo eso nos faltaría —refunfuñó ella.
—¿En qué piensas? —le pregunté mientras nos apeábamos y nos poníamos en camino—. Te noto pensativa.
—Es sobre el libro y lo que te dijo Tejada.
—¿Qué pasa con ello?
—Pues que lo veo muy difícil. Si quieres concertar una cita con Carvajal, creo que sería peligroso llevar el libro allí estando él y ese tipo, el de los ojos raros.
—¿Adónde quieres llegar?
—¿Me equivoco si supongo que el libro está escondido en el claro?
La miré fijamente por un momento, y negué con la cabeza.
—Bien —continuó—, entonces creo que el encuentro debe llevarse a cabo allí, en esa especie de territorio neutral. No creo que signifique ninguna ventaja, pero sí me parece mejor que hacerlo en Soledad, o incluso en Nérida.
—Tienes razón —admití luego de pensarlo un momento—. ¿Te he dicho que eres una chica muy pila y que me gustas mucho?
Valeria se ruborizó.
—Bueno, no.
—Pues así es —sonreí.


5

Fue fácil dar con la casa; las instrucciones de Ferrari eran bastante claras. Pero dar un rodeo para llegar por la parte trasera sí representó más dificultad.
La casa era pequeña, y la propiedad estaba rodeada por amplios prados que hacían imposible ocultarse. Sólo la parte trasera lindaba con un bosquecillo, pero había que dar un amplio rodeo entre trechos abarrotados de matorrales y malas hierbas. Aun así, lo hicimos lo más rápido posible, y exceptuando un par de caídas en la empinada ladera ubicada en la parte de atrás de la casa, no hubo tantos inconvenientes como pensaba.
La casa estaba en silencio y no se observaba ningún tipo de actividad en el exterior. A una señal mía, nos acercamos al trote a la puerta trasera.
—Espero que si hay alguien vigilando, esté vivo —susurró Valeria.
Asentí y así el pomo. Estaba sin seguro, así que entramos de puntillas, procurando hacer el menor ruido.
Según Ferrari, Julián trabajaba la mayor parte del tiempo en casa. Era delineante de arquitectura y tenía un estudio en el piso superior.
Subimos y nos separamos para inspeccionar las habitaciones. El silencio, sepulcral, apenas era quebrado de cuando en cuando por el susurro del viento y el trinar de las aves. Pensé que a lo mejor no estaba y que habíamos hecho ese largo recorrido en balde. Me fijé en el baño y en una pequeña habitación llena de cajas y trastos viejos, pero no había ni rastro. Miré a Valeria, que se encontraba al otro lado del pasillo. Me hizo un gesto negativo con la cabeza. Revisó otra habitación y entonces se volvió y, alzando ambas manos, levantó los pulgares con una sonrisa.
Me acerqué a ella y miré por encima de su hombro.
Allí, en medio de la habitación y dormido sobre una mesa de trabajo llena de planos e instrumentos de dibujo, estaba mi viejo amigo Julián David Carvajal, el Flaco.


6

Había escuchado de personas con el sueño pesado, pero aquello fue francamente ridículo. Poco me faltó para recurrir a un poco de agua para despertarlo.
Cuando por fin se despertó y nos miró, su rostro palideció. A excepción de su estatura y su corte de cabello, seguía siendo el mismo saco de huesos de siempre. No sé si fue la sorpresa de verme allí con una desconocida, o de saber que llevaba cuatro años muerto y que ahí estaba, muy campante, haciéndole una visita, pero por un momento temí que se desmayara.
—Hola, Flaco —saludé.
Julián se restregó los ojos y volvió a mirar, quizá esperando que todo fuera un mal sueño. Al ver que seguíamos allí, parpadeó y pareció recobrar la compostura.
—¿Alan? —preguntó.
—El mismo que calza y viste —dije sonriendo—. Espero que tengas unos minutos para charlar con un ex amigo.
—¿Ex amigo?
—Bueno, según me dijo tu padre alguna vez, no me tenías en mucha estima, aún después de todo el tiempo que pasamos juntos de chicos.
—¿Te dijo eso?
—No en esas palabras, pero sí algo parecido.
—Yo no lo vería de ese modo, pero después de lo que pasó, si acaso lo recuerdas, me vi obligado a escoger entre tu amistad o su apoyo. De hecho, cuando decidió que de cualquier manera me enviaría a estudiar al extranjero, dicha elección se fue al garete.
—Lo siento —dije. Fue lo único que se me ocurrió. Supe del tremendo castigo que recibió cuando su padre se enteró de que había sacado el libro sin su consentimiento, y siempre me sentí algo culpable.
—Pero ¿acaso no estabas muerto? —dijo de pronto.
—Así es, aunque no veo que te sorprenda mucho.
—Pues, como imagino que sabrás a esta altura, siendo hijo de Alcides Carvajal, el famoso “empresario”, es imposible no enterarse de “ciertas cosas”.
—Claro —acepté.
—¿Y la chica? ¿También está muerta? —preguntó señalando a Vale.
—Esta chica tiene nombre —intervino ella, a quien evidentemente no le había simpatizado mi amigo—, y si estoy muerta es gracias a ese hijo de puta de tu padre.
—Lo siento —dijo Julián, ruborizado—. Yo no tengo nada que ver con los negocios de mi padre, pero si hizo algo en contra tuya, lo siento de veras.
Se puso de pie y estiró la mano.
—Permítame presentarme. Mi nombre es Julián David Carvajal.
Vale le estrechó la mano no muy convencida y emitió un escueto:
—Valeria.
—Siéntense, por favor.
Así lo hicimos, en un par de bancos de madera que había en un rincón.
Julián lucía más despierto ahora.
—Necesitamos tu ayuda, Flaco.
—“Flaco” —dijo éste sonriendo—. Había olvidado que me llamabas así.
—Sí, ha corrido mucha agua bajo el molino desde eso, y me gustaría charlar largo y tendido contigo, pero no tengo tiempo. Estoy aquí por el libro. ¿Lo recuerdas?
—Por supuesto. Mi padre se encargó de que lo recordara muy bien.
Se puso en pie de nuevo, levantó su camisa y se volvió. Largas cicatrices de lo que sólo podían haber sido latigazos (temía imaginar algo peor) recorrían su espalda de lado a lado. Sólo verlas me produjo escalofríos. Noté que Valeria también ahogaba una exclamación.
Julián se bajó la camisa y se sentó.
—Lo recuerdo muy bien —prosiguió—. Nunca vi ni volví a ver a mi padre tan enfurecido.
—Lo siento, Flaco, de verdad.
—Gracias, pero no te preocupes. Fue hace mucho tiempo. ¿A qué debo tu visita?
—Necesito tu ayuda. Necesito que me ayudes a detener la locura en la que está metido tu padre.
—No. Definitivamente no.
Lo miré boquiabierto.
—Pero, Flaco…
—¿No me escuchaste? He dicho que no. Maldita sea, si mi padre sabe que están aquí, que les he ayudado de cualquier manera, sería capaz de cualquier cosa. Además, hace mucho que decidí no meterme en sus asuntos.
—Debimos suponer que sería un maldito cobarde —dijo Vale—. ¿Qué más se podía esperar del hijo de ese bastardo? ¡¿Qué más se podía esperar?! ¡Otro bastardo hijo de puta!
—Vale, cálmate… —le dije. Nunca la había visto tan enojada.
—¡No me digas que me calme! ¡Cualquiera que lleve el apellido Carvajal sólo me produce asco!
—Creo que será mejor que se vayan —dijo Julián, cada vez más incómodo por la actitud de Valeria, que estaba roja de la ira.
—Vámonos, Alan. Venir aquí fue una pérdida de tiempo —dijo ella.
—Julián —insistí—, comprendo que no quieras ponerte en contra de tu padre, por muy… —dudé, tratando de encontrar la palabra adecuada.
—Por muy hijo de perra que sea —terminó él por mí—. Sé qué clase de persona es, así que no trates de buscarle adjetivos que no se merece con tal de congraciarte conmigo.
—Está bien —acepté—. Comprendo que no quieras ponerte en su contra, repito, pero espero que hagas algo en nombre de nuestra amistad. ¡Mierda! ¡Tu padre está acabando con todo el condenado país! ¡Todo se está yendo a la mierda por su culpa! Así que, por favor, haz algo por mí. —Traté de calmarme—. ¿Recuerdas nuestro pacto de amistad?
—¿Pacto de amistad? No sé de qué hablas.
—Hablo de este pacto —dije, y le enseñé la palma de mi mano izquierda.


7

Por un par de minutos, Julián lució como un loco catatónico en una clínica mental. Se puso pálido y se quedó mirando fijamente mi cicatriz. Me observaba a mí, y luego miraba mi cicatriz otra vez. Casi podía ver los recuerdos aflorando a su mente en un estrambótico y desenfrenado collage.
Después miró su propia palma, y finalmente dijo:
—No puedo creer que lo haya olvidado… —Estaba consternado.
—Si te sirve de consuelo —le dije—, yo también lo olvidé… hasta hace poco.
—Recordaba haber sacado el libro y haberlo llevado a Los Altos, y el subsiguiente castigo que recibí por ello, pero poco más. Estaba convencido de que la herida me la había hecho jugando, o algo por el estilo.
—Sí, lo mismo pensaba yo… Ahora bien, esa herida que nos hicimos apelando a un infantil pacto de amistad se convirtió en un vínculo más poderoso de lo que pensamos. Me tiene atado a un plano intermedio entre la vida y la muerte. Cuando morí…
—Sentí un dolor terrible en mi mano… —interrumpió Julián.
—¿Qué dices?
—El día que te suicidaste (y de esto me enteré por uno de los hombres de mi padre), sentí un dolor horrible en mi mano. Era como si me la estuvieran quemando con un hierro al rojo vivo. Fue un ardor atroz, a pesar de que sólo duró unos segundos. Por supuesto, nunca lo relacioné contigo. Luego de eso, comenzó a dolerme cada cierto tiempo de igual forma. Era un ramalazo repentino, horrible, y no parecía tener ningún motivo aparente. El último, el peor de todos, fue…
—Hace dos noches —terminé por él.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó, mirándome de hito en hito.
—Bueno, creo saber el porqué de esos dolores, pero ahora lo que importa no es eso. Necesito que me hables del libro. ¿Qué más sabes de él? ¿Cómo aprendió a utilizarlo tu padre? Necesitamos que nos cuentes todo lo que sepas.
Julián me miró, y pareció estar evaluando la idea de contarme la verdad. Quizá, a pesar de nuestra antigua amistad, guardaba cierto recelo hacia mí.
Valeria había caído en un impaciente mutismo. Miraba a su alrededor, estudiando los cuadros y los modelos a escala regados por doquier.
Finalmente, Julián suspiró y, sacudiendo la cabeza como si no estuviese de acuerdo consigo mismo, me advirtió:
—Mira, Alan, tienes suerte. Pasé un tiempo investigando sobre el libro, nada más que por pura curiosidad. A pesar de las severas advertencias de mi padre, con el tiempo bajó la guardia y pude volver a tener el libro en mis manos. El libro, y otros documentos que tenía al respecto. Incluso descubrí otras dagas, y como tenía varias y todas parecían iguales me quedé con una. Con el tiempo la escondí, aunque maldito si recuerdo dónde… —Sonrió—. Te diré lo que sé, pero de una vez te advierto que no moveré un solo dedo en este asunto. ¿De acuerdo?
Asentí de inmediato. La verdad era que ya me lo esperaba. Además, hacía apenas un día me habían dicho algo similar.
—De acuerdo —dije—. Habla.
Y Julián habló.


8

La historia misma del libro resultó ser bastante perturbadora.
Durante toda su narración, invadido por una sensación de pura irrealidad, sentí que estaba escuchando las elucubraciones de un viejo loco.
Según me contó, el libro no sólo tenía cientos de años, sino que tenía más de mil. El ejemplar que yo tenía escondido en el claro databa del año 955 D.C., aunque en realidad el original fue escrito, o se comenzó a escribir, cerca del año 400 D.C. por una logia secreta, tal vez una de las más antiguas de nuestra era, en contrapartida al texto sagrado de los cristianos.
Luego del Primer Concilio de Nicea, celebrado en el año 325 y convocado por el emperador romano Constantino I, y en el cual nacieron las compilaciones y posteriores reformas de lo que hoy conocemos como Nuevo Testamento, un grupo de eruditos de Bitinia, Asia Menor, nada conformes con los manidos manejos que se le concedían a los textos sagrados, muchos de los cuales se descartaban por no estar acordes a sus intenciones o por ir en contravía a los escritos más conocidos, decidieron compilar un libro con los saberes arcanos por ellos descubiertos. Era, repito, como una especie de contrapeso a esa Biblia que ellos consideraban corrupta y nacida de los intereses del Imperio Romano y la naciente Iglesia, pero aun así estaba compuesto principalmente por tratados sobre la vida y la muerte, y sobre cómo llevar el poder de uno a otro plano mediante pactos con los vivos, con los muertos, y con seres de las tinieblas.
Muchos de los tratados y pactos eran relativamente inofensivos, pero otros revestían un poder que aunque la misma logia no reparaba en describir, muy pocos osaban utilizar. Dicha organización, bastante pequeña y desconocida, de la que o no se sabe o no se recuerda el nombre, desapareció con el tiempo, pero su libro pagano quedó para la posteridad.
Después, en las más secretas órbitas, el texto comenzó a circular entre filósofos y eruditos.
En el año 955, Theodorus Philetas, que ya había hecho traducciones de textos similares, hizo una copia literal del libro, que estaba escrito en una mezcla de latín y árabe, y luego lo tradujo al griego. Cuando a finales del siglo XI los turcos selyúcidas tomaron Constantinopla, muchos de los ejemplares desaparecieron, incluyendo los primeros, escritos entre los siglos IV y V. No obstante, la copia que Philetas escribió sobrevivió junto con varias de sus traducciones, algunas de las cuales fueron traducidas luego al latín común por Estanislaus Rudbeck a principios del siglo XIV.
En 1451, bajo el reinado del papa Nicolás V, se hizo una persecución exhaustiva de este libro pagano, en la cual se quemaron decenas de ejemplares, tanto de la edición de Rudbeck como de la griega de Philetas.
No obstante, la copia que éste último hiciera de la versión original volvió a sobrevivir, y con el paso de los siglos pasó por varias manos hasta llegar a las del mismísimo Edward Alexander Crowley, más conocido como Aleister Crowley, que lo tuvo bajo su poder durante casi tres décadas, hasta su muerte en 1947. Se dice que realizó una traducción al inglés, pero ésta nunca pudo ser hallada.
El libro se perdió de vista por un tiempo, hasta que apareció en poder de un anticuario francés a comienzos de los setenta.
—Y fue allí donde lo consiguió tu abuelo Bastidas, ¿no? —dije al fin, interrumpiendo su narración.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Julián sorprendido.
—Tengo mis contactos —alardeé.
—Pues tienes razón —continuó él sin darme importancia—, mi abuelo Bastidas logró hacerse con él, aunque no pude averiguar de qué forma. No obstante, mucho me temo que el destino del anticuario francés, alguien de apellido Carbel, no fue nada halagador. Después de lo cual vino el accidente…
—Que lo dejó tetrapléjico…
—En efecto, y el libro quedó en poder de mi padre. Lo que te conté en apenas unos minutos él tardó años en averiguarlo, muchos años. Esto lo sé por los documentos y las notas que guardaba en su estudio. Fueron muchas las pesquisas que tuvo que realizar para conocer el origen del libro y la forma de utilizarlo para sus fines.
»Ahora bien, por lo que he podido dilucidar, el libro parece absorber parte de la energía que libera con cada pacto realizado, así que a través de los siglos se ha ido imbuyendo de la fuerza que él mismo genera, por lo que hoy en día está dotado de un poder desconocido pero latente y en crecimiento.
—Creo que eso me consta.
—Aunque mi padre no se dé cuenta de ello, seguramente también es mucha la energía vital que le ha quitado desde que realizó el pacto con Adirael a comienzos de los nov…
—¡Espera un momento! ¿El pacto con quién?
—Adirael. Es un ángel caído lacayo de Belcebú.
—Vaya… —murmuré. Eso sí que era una sorpresa. No tanto en sí misma, sino porque era un demonio al servicio de uno más grande, uno que había sido invocado en Soledad cada treinta y tres años durante más de un siglo.
Un foso secundario, un demonio secundario, pensé.


9

—Supongo que también quieres romper el pacto que hicimos —dijo de pronto Julián.
—Te confieso que por ahora me trae sin cuidado. —A decir verdad, la idea me había tomado por sorpresa; nunca había pensado en ello—. Lo importante ahora, aunque suene raro que te lo diga justamente a ti, es destruir a tu padre, o al menos romper esa alianza y frenar su descabellada empresa antes de deshacernos del libro.
Julián me observó, pensativo.
Miré la hora y me sorprendí al ver que eran las tres de la tarde. El tiempo estaba volando. Debíamos darnos prisa.
—¿Y bien? —pregunté—. ¿Alguna idea?
—Alan, no sé si sirva de algo, pero una vez lo escuché hablar de una contra, una manera de romper el pacto, que estaba en el mismo libro. Cuando hurgué entre sus papeles, busqué algo al respecto, más que nada por mera curiosidad. Ya sabes cómo son las personas; si les escondes o prohíbes algo, con más ahínco buscan.
»Entre todos los documentos había una hoja que recuerdo especialmente, por una parte porque estoy casi seguro de que se trata de una nota sobre el… contraconjuro… por llamarlo de alguna manera, y por otro lado porque dicha nota iba acompañada de un dibujo. Mi padre es pésimo para dibujar, por lo que mucho me temo que su bosquejo se parezca poco o nada al original. Aun así, creo que da una idea bastante clara de en qué parte del libro se haya dicho texto.
—Lo escuchamos —dijo Valeria, que movía su pie constantemente con una ansiedad que me estaba volviendo loco.
—¿Han visto esa imagen que representa a una serpiente comiéndose a sí misma?
—Uróboros —dijo ella.
Ambos la miramos.
—¿Cómo lo sabes?
Sin mediar palabra, Vale se puso en pie, se volvió y subió un poco su blusa. Allí estaba el tribal que tanto que me había gustado y que me había mostrado en un día que parecía muy lejano. Por un segundo no supe qué relación podía tener ese tatuaje con todo lo que estábamos hablando. Entonces se subió más la blusa enseñándonos su espalda.
Ahogué una exclamación.
Entre sus omoplatos, y cubriendo gran parte de su espalda, tenía tatuada una serpiente con cabeza de dragón de un vivo color verde con motas doradas que representaba exactamente la imagen de la que estábamos hablando. En la parte superior, la serpiente se zampaba su propia cola con lo que parecía una sonrisa pícaramente maligna. El dibujo era hermoso y terrible a la vez, algo perturbador por la expresión del reptil, pero sin lugar a dudas se trataba de un excelente trabajo.
—No sabía de ese tatuaje —dije.
—Nunca me preguntaste.
—Pero me enseñaste el otro, el tribal. ¿Por qué no éste?
—La verdad es que es más, digamos, personal. Tiene importancia para mí y siempre me gustó mucho el mito del Uróboros.
—Pues entonces ahí lo tienes —dijo Julián—. Pensaba hacerte un boceto, pero creo que ese tatuaje es mucho mejor. No sé qué relación tenga el dibujo con el contenido de las páginas donde se encuentra, pero es una clara señal de qué es lo que debes buscar. El Uróboros, también llamado Ouroboros o Uróvoro, simboliza una lucha eterna, una confrontación infinita, donde un ciclo vuelve a comenzar una y otra vez a pesar de lo que se haga para impedirlo. Aunque mi padre ya no tiene el libro en su poder, y su influencia dejó de aumentar, tampoco disminuyó. Lo que, a mi entender, dice mucho de lo que puede significar que el dibujo esté donde está en el libro…
—Por cierto, ¿sabes el título del libro?
—No con exactitud, si te soy sincero. Generalmente se lo conoce como De Mortuisvivent Potenti, que en un latín modificado vendría a ser algo así como “El libro del poder de los muertos vivos” o “El poder de los vivos y los muertos”. Me decanto más por el segundo… Pero en realidad su nombre original estaba en un turco antiguo. Era algo como Yaşayan Ölülerguç, no recuerdo bien…
Valeria y yo nos miramos.
—Bueno, Flaco —dije—, has sido de inestimable ayuda. Siento que nuestro reencuentro se haya dado en tan incómodas circunstancias, pero te juro que no olvidaré la ayuda que me has dado.
—Es lo mínimo que podía hacer. Soy consciente de que lo que hace mi padre no es bueno, pero si te he contado todo esto es en honor a esa vieja amistad y, por qué no, al pacto que hicimos.
—Te lo agradezco —repetí, y me puse en pie. Vale y Julián me imitaron—. A lo mejor nos volvemos a ver, con un poco de suerte. Tal vez en otra ocasión nos brindes una cerveza.
—Siento la poca hospitalidad —sonrió Julián, un poco avergonzado, y en un gesto tan repentino como inesperado, me dio un caluroso abrazo—. Me alegra mucho verte, amigo. Fue duro enterarme de tu muerte, máxime estando mi padre de por medio, de verdad.
—Descuida, Flaco —dije, devolviéndole el abrazo.
—Todo esto es muy conmovedor, pero debemos darnos prisa —dijo Valeria.
—Oh, por cierto —atajó Julián—, hay un dato que quizá les sirva; dos en realidad: primero, que dudo mucho que las personas que están atadas en ese plano al servicio de mi padre se vean liberadas en caso de que logren su propósito. Esas almas ya pertenecen a Adirael.
»Y segundo, que algunas épocas del año son más propicias para realizar tanto los pactos, como sus respectivas contras. Cosas como equinoccios, solsticios y demás. Sé que varían dependiendo de la parte del planeta donde estés, pero poco más puedo decirles.
Vale y yo intercambiamos una nueva e intensa mirada.
No hubo necesidad de decirlo; habíamos captado la idea.


10

El viaje de vuelta fue mucho menos agradable que el anterior. Principalmente se debió a que Vale y yo permanecimos callados la mayor parte del mismo, cada uno inmiscuido en sus propias cavilaciones, pero también porque sabíamos que lo que quedaba del día sería decisivo.
No había prórroga. Esa misma noche se decidiría el destino de todos.
Conduje a mayor velocidad, esquivando peligrosamente los demás automóviles. Varias veces me adelanté en el tráfico, acuciado por el temor de llegar demasiado tarde. Eran más de las tres de la tarde cuando partimos de Río Blanco, y quería llegar al menos a las seis a Nérida.
Nos acercábamos a la mitad del trayecto cuando la lluvia que había estado amenazando desde hacía un par de horas finalmente arreció. Eso me obligó a ir con más cuidado, pero me negué a conducir más despacio. La lluvia devino en una verdadera tempestad, con una intensidad que no veía desde hacía mucho tiempo, provocándonos, si cabe, un sentimiento aún más profundo de incertidumbre y desasosiego.
Llevábamos ya una media hora así, cuando caí en la cuenta de un detalle en el que no había reparado: de alguna manera, no sabía cómo, debía ponerme en contacto con Carvajal para acordar el encuentro.
Me sentí estúpido por no haber pensado en ello, y nuevamente eché de menos a George, que siempre había sido más atento que yo a esos detalles.
No obstante, para bien o para mal, el asunto se resolvió de la forma más inesperada.
Ya cerca de Nérida, a poco menos de una hora, Valeria dijo:
—Alan, creo que nos están siguiendo.
—¿Estás segura? —pregunté sorprendido.
—Sí.
—Sabes que en las carreteras es normal ver a los mismos autos tanto atrás como delante por trechos de varios kilómetros.
—Lo sé, pero aun así estoy segura.
Quise mirar atrás, pero Vale me lo impidió, indicándome que observara por el espejo retrovisor. Lo hice, y reconocí el auto de inmediato. Un vehículo que parecía un carro mortuorio sólo podía pertenecer a una persona…, si acaso se le podía llamar así.
Más adelante, en una zona donde el tráfico con otros municipios era más congestionado, hecho que obligaba el uso carriles más anchos, comencé a aminorar la velocidad y me orillé a un lado de la carretera.
El fuerte aguacero, lejos de disminuir, se incrementaba con furia.
—¡¿Qué demonios crees que estás haciendo, Alan?! —casi gritó Vale con el rostro desencajado.
—Confía en mí —le dije mirándola a los ojos, y tal vez algo en mi mirada la convenció, porque no dijo nada más.


11

Tal y como esperaba, el largo auto negro se estacionó al lado del Mustang. Bajé la ventanilla, y vi que el conductor del otro automóvil hacía lo mismo con la del acompañante. Pensé que poco importaba el tráfico para un auto como ese, y no me equivoqué: los demás coches comenzaron a pasar a través, como si nada los obstruyera. Yo, la verdad, temía tomar el mismo riesgo.
Cuando ambas ventanillas estuvieron abajo, logré vislumbrar entre la lluvia unos dientes puntiagudos que me sonreían.
—Señor Santos, qué sorpresa verlo por estos lares.
—La sorpresa es mía, Bassa. Pensaba que le gustaban ambientes más tórridos.
—Pues ya ves.
—Qué tipo curioso usted.
—¿Es esa tu novia? ¡Hola, nena! —saludó.
—Primero, no te interesa —escuché que decía Vale a mi lado; yo no apartaba la vista de aquellos ojos de reptil—, y segundo, no soy una nena, ¡engendro de la gran puta!
—Huy, es cosita seria la nena.
La lluvia golpeteaba sonoramente en el techo de los autos con un ruido ensordecedor y se colaba por la ventanilla en una molesta brisa.
—¿Qué quiere, Bassa? Hable de una vez.
—Está bien, señor Santos. Iremos al grano. ¿Ha pensado sobre lo que le dije?
—Sí.
—¿Y bien?
—Llegué a la conclusión de que puede irse a la mierda.
—Una lástima, de verdad.
—Sí, así es. Pero tengo un mensaje para su “jefe”.
—¿De qué jefe estamos hablando?
—De Alcides Carvajal, quién si no.
—Ya le dije que no trabajo para él.
—Pues parece que se sintiera muy a gusto lamiéndole el trasero, lameculos —le espeté, y por primera vez pude ver que Bassa comenzaba a perder la paciencia.
—No me busque, Santos. Puede llegar a encontrarme.
—Pues si no me equivoco, era usted el que nos perseguía, así que no se queje.
—¡Vaya al grano!
—Dígale a Alcides que lo espero esta noche en el bosque que conduce de Los Altos a Lago Alto. Sé que lo conoce, porque ya tuvimos una… pequeña charla… usted y yo, muy cerca de allí.
—Sí, lo conozco. ¿Algo más?
—Sé que usted, como su lacayo —dije, y pude ver cómo Bassa apretaba la mandíbula—, no querrá perderse nada, así que dígale que los quiero a los dos allí, y a nadie más, a excepción de Jessy, por supuesto. Yo iré acompañado también. Estaremos parejos.
—No creo que a Alcides le guste que sea usted quien ponga las condiciones.
—Dígale que si quiere el libro, es eso lo que tiene que hacer. El libro a cambio de mi ex novia.
—Como usted ordene, entonces —dijo Bassa con una extraña sonrisa.
—Cerca del camino principal, subiendo una ladera, hay un claro. No le será difícil encontrarlo. Los espero allí esta noche, a las nueve.
Bassa asintió y, sin mediar palabra, subió la ventanilla y arrancó.


12

Esa sonrisa cínica y el mutismo con que partió me dejaron consternado. Aun así, lo que descubrí a continuación me dejó mucho peor.
La lluvia constante y pertinaz hacía imposible ver el interior del macabro auto, por lo que no había podido vislumbrar nada mientras hablábamos.
No obstante, al Bassa arrancar y ver el auto desde atrás, alcancé a ver una silueta en el asiento trasero. Era imposible saber de quién se trataba, o si había una o varias personas, pero la borrosa silueta era inconfundible.
Había alguien más viajando con aquél semidemonio.



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