BIFURCACIONES
Capítulo IV: Los Salcedo
1
Sí, vaciados. Así parecían los Salcedo.
Era como si, más que matarlos, les hubiesen arrebatado la
fuerza vital con un potente extractor hasta convertirlos en muñecos desinflados
y grises. La piel lucía reseca, agrietada, el cabello ralo, las ropas
deshilachadas y sucias. Los cinco miembros estaban en los huesos, con la cabeza
baja y sus rostros hundidos e inexpresivos. Parecían momias, en efecto, pero de
una clase que habría hecho perder la cabeza a cualquier arqueólogo.
Pero lo peor eran los ojos.
Miraban sin ver más allá de Óscar, la mirada fija y opaca,
amarillenta, muerta, pero que aún así conservaba algo, como una expresión de
horror que no había desaparecido ni siquiera con la muerte. Todos parecían guardar
en sus ojos el reflejo de lo que habían visto, de lo que les había tocado en
desgracia vivir. Había terror, miedo, tristeza… y tal vez impotencia.
Impotencia por haber muerto sin haber podido hacer algo para evitarlo.
Óscar no supo cuánto tiempo estuvo observando sobrecogido a
los Salcedo. El tiempo había adquirido un significado nuevo en ese lugar, y su
mente, en ese momento un lienzo en blanco con la palabra muerte pintada en
rojo, no estaba capacitada para razonar. Pasaría un buen rato para que
regresara de ese estado casi catatónico, y cuando lo hizo poco importaron el
hambre, el dolor y la sangre que manaba por su brazo derecho. Poco importaron,
de hecho, los pantalones mojados. La realidad había dado para Óscar una vuelta
de tuerca irreversible.
Y lo que le hizo tomar consciencia una vez más del lugar en
que se hallaba, lo que logró que su mente comenzara a funcionar de nuevo después
de ese horrible lapsus, también le hizo pasar del horror y el miedo a una
profunda conmoción. Quizá fue precisamente ese cambio de sensaciones el que
consiguió que se calmara y fuera él mismo de nuevo. En todo caso, si en un
comienzo los Salcedo le produjeron un terror indecible, ahora le despertaban,
inesperadamente, un sentimiento de compasión que el antiguo Óscar Ceballos
nunca habría experimentado.
No lograba imaginar qué le había sucedido a la familia —pensar
tan siquiera en ello podía enloquecerle de nuevo—, pero debía de haber sido
algo horrible, algo lento y prolongado, tanto como para que los padres, el
joven y los dos pequeños murieran cogidos de las manos.
2
Óscar trató de incorporarse otra vez, sintiendo el escozor de
la herida en su brazo pero sin prestarle mayor importancia; no parecía un corte
delicado.
Había decidido que no solo haría lo posible por salir cuanto
antes de allí sino que además, una vez libre, llegaría al fondo de todo. Una
familia no podía ser víctima de semejante… horror… sin que alguien pagara por
ello. Algo así no podía quedar impune. Él tenía las herramientas para hacer
algo al respecto, y lo haría.
Se acomodó y se impulsó hacia delante hasta quedar sentado.
Y allí estaba observándolo, impasible, también sentado. El
perro.
Se hallaba en el vano de la puerta por la cual había entrado.
Era el mismo con el que se había topado en el camino, y Óscar lo miró con
inquietud. Había algo en la escena que le ponía los pelos de punta. Era un
simple animal como cualquier otro, sí, pero pensaba que, por alguna razón, no
debía estar allí. No era normal; no era correcto. El perro lo estudiaba
atentamente. Parecía estar preguntándose qué hacía ese tipo gordo y desaliñado
allí abajo. No jadeaba ni tenía la boca abierta, lo cual era raro, aunque sí se
relamía el hocico de cuando en cuando.
El can desvió la mirada hacia los Salcedo, y eso a Óscar se
le antojó aún más extraño. Después lo miró a él y, en una especie de descabellada
repetición de la escena del camino, el perro soltó un único ladrido, se
incorporó, volteó el rabo y desapareció por el umbral de la habitación. Solo
que esta vez no era como si hubiera dicho “¿Cómo te va, colega?”. Parecía más
bien un “No te muevas, colega, iré a buscar a ayuda”. Era una locura. Pero el
comportamiento del animal era en sí mismo una completa locura.
No obstante, Óscar se preguntó si en realidad el maldito can
no había estado vigilándolo, acechándolo. A lo mejor lo que había dicho, si es
que un ladrido podía considerarse de esa manera, era “Será mejor que no te
muevas de aquí, colega, si no quieres que te muerda”.
Una cosa de locos.
Óscar se preguntó si no habría perdido ya la cabeza, y le
restó importancia.
Grave error.
3
Cuando logró ponerse en pie descubrió complacido que el
armatoste era lo suficientemente pesado, firme y mellado como para ayudarle en
su tarea.
No perdió ni un segundo y, dándole la espalda, comenzó a
mover las manos arriba y abajo, royendo con fuerza la cuerda contra el borde del
esqueleto de la lavadora. Las ataduras eran más gruesas y firmes de lo que
esperaba y muy pronto estuvo bañado en sudor.
Los Salcedo eran una triste compañía, pero también un
incentivo para salir de allí, y Óscar los observaba impávido mientras
trabajaba. El silencio, apenas perturbado por el roce de la cuerda contra el
metal, era opresivo. Óscar seguía empeñado en su labor, cavilando ya si podría
salir por las puertas dobles o si tendría que deslizarse por una de las
estrechas ventanas que comunicaban con el exterior. Le era imposible saberlo,
no con las manos a su espalda, pero la cuerda era resistente y apenas había
logrado hacerle mella después de casi un cuarto de hora. Los músculos de los
brazos comenzaron a dolerle, y se vio obligado a detenerse un momento.
Se apoyó contra la lavadora, respiró hondo y cerró los ojos.
Una vez más, las cosas no salían como esperaba.
Los abrió de nuevo, y de inmediato percibió un cambio en la
habitación. En un comienzo no supo definirlo, así que miró a su alrededor,
inquieto. Se sentía observado. Tenía esa leve sensación de hormigueo en la nuca
típica de cuando alguien está mirándote sin que lo veas. Pero no había nadie
con él en el cuarto. Nadie a excepción de los Salcedo, desde luego. Pero ellos
estaban muertos. Los miró, y la niña le devolvió la mirada. Había levantado la
cabeza y lo observaba con una expresión suplicante que a Óscar le congeló el
corazón. Retrocedió instintivamente, tropezó y cayó sobre una vieja mesa
plegable que se volcó derribando otros objetos y produciendo un estruendo que
sonó como una avalancha en el sepulcral silencio del sótano. Óscar terminó en
el suelo, lastimándose la herida del brazo y mirando desde allí, apenado y
horrorizado al mismo tiempo, a la niña que le seguía con la mirada desde el extremo
izquierdo del grupo familiar, aferrada aún con la mano derecha a su hermano
mayor.
En ese momento inhaló profundamente, como un náufrago que
sale a flote después de haber estado a punto de ahogarse, y su respiración
produjo un sonido débil y sibilante, como el de un moribundo. Óscar se dio
cuenta de que el mero hecho de respirar le había representado un esfuerzo
enorme a la niña, a todas luces sin el menor asomo de energías para moverse. Sus
pequeños pulmones fueron expulsando el aire lentamente, y los últimos resquicios
de vida parecían ir diluyéndose con él. Óscar no podía concebir cómo una
persona en ese estado, encima alguien tan vulnerable como una pequeña niña,
podía haber seguido aferrada a la vida de esa manera. Era como si todo ese
tiempo hubiera estado en trance, en un estado de coma más cercano a la muerte
que a la vida, y la presencia de Óscar la hubiera despertado para realizar un
último intento de redimirse.
Sus labios arrojaron un leve asomo de movimiento, sus ojos,
bellos en otro tiempo y ahora encerrados en esas cuencas oscuras y grisáceas,
con sus mejillas hundidas y acartonadas, se abrieron aún más, y Óscar se dio
cuenta de que la pequeña intentaba decirle algo pero que no tenía el más mínimo
aliento para hacerlo. Se sintió desmoronado e impotente al verla así, más aún
por estar físicamente impedido para hacer algo y mentalmente disminuido como
para hablar con ella y transmitirle una palabra de consuelo que al menos le
permitiera partir en paz.
Pasado un minuto que se le antojó imposiblemente eterno, la
niña respiró de nuevo, con ese sonido débil e irregular, y con el movimiento
Óscar distinguió unas pequeñas heridas en la base de su cuello. Eran dos
pequeños orificios, muy juntos, y con un rápido vistazo comprobó que había unos
iguales en los cuellos de los demás miembros de la familia.
La niña retuvo el aire unos instantes, y mientras, inclinando
la cabeza, rendida, su esencia vital desaparecía con esa última exhalación,
Óscar se dio cuenta con una inconmensurable tristeza de que la pequeña había
estado todo el tiempo aferrando con la mano izquierda una sucia muñeca de
trapo.
El sótano se iluminó repentinamente y Óscar pensó en el alma
de la pequeña niña/momia, que había luchado hasta el final, arrojando un último
destello antes de desaparecer para siempre de este mundo.
No le habría sorprendido ver una lágrima deslizándose por el
rabillo de los ojos apagados de la niña, pero ni siquiera eso era posible.
Porque tal como había pensado en un primer momento, aquellos cinco seres habían
sido vaciados.
Así que fue él quien la derramó. Una lágrima solitaria,
derramándose por la curtida mejilla del abogado más exitoso de Gil & Cía.
Asociados. Un lamento de un hombre que no estaba acostumbrado a sentir
compasión.
Un réquiem por la última sobreviviente de la familia Salcedo.
4
Óscar no tuvo tiempo de reponerse.
Habría querido dedicarle un último pensamiento a la pequeña,
una última palabra de despedida, aunque ya fuese demasiado tarde, pero no hubo
tiempo para ello.
La repentina iluminación que viera hacía unos instantes había
sido en realidad las puertas del sótano abriéndose y cerrándose un momento
después. Óscar no sintió el sonido de los pies bajando por las escaleras de
madera, mucho menos las pisadas que se acercaban sigilosas, así que cualquier
línea de pensamiento que hubiera podido concebir fue interrumpida de repente
cuando alguien habló desde el umbral de la habitación, a su espalda:
—Veo que ya has conocido a los Salcedo.
Era una voz cascada, cadenciosa y lúgubre.
Era la voz de la anciana.
Óscar lo supo incluso antes de verla.
—Siento no haber estado aquí para hacer las presentaciones de
rigor. Espero sepas perdonarme semejantes modales.
La vieja rio, y a Óscar se le antojó una risa demasiado
parecida a los graznidos del cuervo. Sintió que se le destemplaban los dientes.
Se acomodó con rapidez, arrastrándose trabajosamente hacia el
rincón de la habitación, lejos del alcance de la anciana. Sabía que era
vulnerable, pero poco más podía hacer. Observó a la niña, esperando ver alguna
reacción ante la recién llegada, pero no había duda de que su existencia había
finalizado para siempre.
La vieja chasqueó la lengua, divertida, y Óscar la miró,
estudiándola atentamente por primera vez. A la mediana luz del recinto, lucía
aún más vieja de lo que recordaba. Su rostro ceniciento era una red de arrugas
interminable y su cabello canoso era increíblemente largo y enmarañado. Tenía
un vestido desteñido y deshilachado en los faldones, y Óscar pensó que era una
suerte que no estuviera desnuda de nuevo. Una incipiente joroba la hacía lucir
chata y deforme, pero parecía cualquier cosa menos débil o enclenque. Era
vieja, sí, viejísima, pero sus huesos eran firmes y sus músculos resistentes.
Estaba descalza, y Óscar pudo ver unas uñas largas y negras
que le hicieron pensar en un ave de rapiña.
Pero lo que más le perturbó fueron los ojos. Eran unos ojos lozanos
que brillaban con singular intensidad. No eran como los recordaba de la primera
vez que la vio. Fue eso, más que cualquier otra cosa, lo que le asustó, no
obstante lo cual reunió fuerzas para plantarle cara disimulando su turbación.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —preguntó sin más preámbulos.
La anciana lo miró, impasible.
—Qué pregunta… —dijo—. La verdad es que aún no lo he
decidido. Estaba a punto de irme cuando apareciste. Supongo que ya se me
ocurrirá algo.
—¿A qué… a qué se refiere? —tartamudeó Óscar.
—Ya te lo he dicho. Aún no lo decido.
—¿Qué tal si me suelta —sugirió—, yo me voy por donde vine, y
nos olvidamos de todo este asunto?
—¡Vaya, vaya! —se burló la vieja con su voz cascada—. ¡Qué
creativo!
—Es una idea —quiso congraciarse Óscar. Podía ser una forma
de ganarse a la anciana y lograr que lo liberara.
Desvió la vista sin querer hacia los Salcedo, incómodo. Ella
lo notó, y asintió para sí.
—Fueron muy hospitalarios —comentó—. Una bonita familia.
—Sonrió con expresión triste, y cualquiera habría dicho que de verdad lamentaba
su muerte—. Me trataron muy bien. Pero ya sabes, uno debe hacer lo que tiene
que hacer. Es inevitable.
Óscar no quiso imaginar de qué se trataba.
—Podría imitarles y ser hospitalaria conmigo —acotó amagando
una sonrisa—. Nunca es tarde para los buenos modales.
La anciana lo miró, y Óscar se arrepintió de haber querido
pasarse de listo. Sus ojos lo observaron sin pestañear. Lo estudiaron de arriba
abajo, y de pronto sonrió, y Óscar vio sorprendido que la vieja tenía una
dentadura blanca y perfecta.
—Oh por Dios —dijo esta—, parece que alguien se ha hecho pis
en los pantalones.
Óscar se sintió avergonzado y bajó la mirada. Por un momento
fue otra vez el niño de doce años que se había orinado en los pantalones delante
de toda la clase luego de que la pandilla de grandulones del salón le hubieran
intimidado con aparato casero que supuestamente emitía descargas eléctricas. Al
final resultó ser un descarado farol, pero para ese momento Óscar ya había
hecho el ridículo. Era algo que lo atormentaría siempre, y en ese instante, con
la vieja observándolo burlona y el nauseabundo hedor que despedían los cuerpos
muertos de la familia Salcedo haciéndose más denso e insoportable, Óscar no
pudo evitar sentirse como el crío tímido e inseguro que había sido alguna vez,
mucho antes de que su madre le impusiera disciplina y le infundiera carácter a
fuerza de golpizas y castigos.
—No pensarás hacerte de nuevo en los pantalones, ¿eh? —se
burló la vieja, y prorrumpió en unas carcajadas de bruja que a Óscar le helaron
el corazón.
—Yo… Yo no… —balbuceó con una voz que no era la suya—. No me
haré de nuevo encima, lo prometo… Pero, por favor, déjeme salir…
La vieja asintió, y él pensó que de verdad lo iba a soltar,
pero lo que dijo fue:
—¿Sabes? Creo que me quedaré otra temporada aquí, y tú me
harás compañía. Me caes bien, Osquitar. Me simpatizas.
Óscar se preguntó si en algún momento le había dicho su
nombre, y entonces la vieja se acercó, se agachó, agarró las cuerdas que
sostenían sus pies, y comenzó a arrastrarlo fuera, hacia la parte principal del
sótano.
5
El dolor de cabeza se incrementó de nuevo y llegó ahora en
ráfagas más intensas que nunca. La nariz comenzó a escocerle y sus manos, que
recibían la peor parte al ser arrastrado bocarriba por el suelo del sótano,
empezaron a llenarse de cortes y magulladuras.
De nada sirvió que gritara y pataleara. La vieja lo sostenía
con una fuerza inusitada y no atendía a ruegos ni súplicas. Lo llevó a rastras
hasta una de las columnas de gruesa madera que sostenían el piso superior y
allí lo sentó. Rápidamente lo agarró del cuello con una mano nervosa y fuerte,
y Óscar vio horrorizado que sus uñas eran tan gruesas y largas como las de los
pies. Acercó su rostro al de él y cuando habló el aliento de su boca fue un vaho
más nauseabundo, si cabe, que el que se respiraba cerca de los cuerpos de la
familia Salcedo.
—No te atrevas a moverte mientras me alimento —dijo con voz
gutural. Se relamió los labios agrietados, y Óscar vislumbró una lengua negra y
carnosa—. Si lo haces, vendré de nuevo y haré que te arrepientas. ¿De acuerdo?
Óscar se quedó tan quieto como pudo, sin apenas darse cuenta
de que estaba conteniendo la respiración.
—¡¿De acuerdo?! —repitió la vieja, zarandeándolo, y él asintió—.
Muy bien. Comenzamos a entendernos.
Lo soltó y desapareció a sus espaldas. Y en efecto, Óscar se
estuvo quieto como un alumno aplicado.
Escuchó cómo la vieja caminaba por el sótano y supuso que
había regresado a la habitación anexa en busca de algo. Se hizo el silencio,
apenas quebrado por los jadeos de Óscar, y se extendió por unos minutos
interminables. Tuvo tiempo para analizar su situación, pero no lo hizo. Su uso
de razón se había ido de paseo, y al parecer era por una larga temporada. Solo
una imagen titilaba en su mente como el aviso defectuoso de un restaurante.
Su auto.
Había dejado su auto al borde de un camino secundario.
Si había una pista más evidente que esa para que alguien
diera con su paradero, a Óscar no se le ocurría cuál podía ser. Podía ver cómo Laura
llamaba a la policía a reportar la desaparición de su esposo. No recordaba con
claridad si le había mencionado que se dirigiría esa tarde, la anterior, a un
pueblo del noroeste, pero creía que sí. Confiaba en que sí. Y se aferró a esa
idea como un naufrago a una viga de madera.
Dadas las circunstancias, era su única esperanza.
Se permitió un respiro, pero entonces la vieja regresó.
Se plantó lentamente frente a él, con las manos en las
caderas. Parecía enfadada. No obstante, su expresión mudó con rapidez al
observar a Óscar.
—Adivina qué —le dijo, y cómo Óscar no pronunció palabra,
continuó—: mi alimento ha desaparecido. —Pareció meditarlo y dijo—: Bueno, eso
es un eufemismo. La verdad es que lo esperaba; por eso planeaba irme. Pero tú
has cambiado la situación. Digamos que vendrías a ser algo así como un plato
extra…
Una luz de comprensión se hizo en la mente de Óscar, tenue
pero inconfundible. Tragó saliva, impotente, y cuando la vieja se acercó y
comenzó a inclinarse a su lado, apenas si pudo encogerse en un instintivo gesto
defensivo.
La anciana se arrodilló a su derecha y sosteniéndole la
frente con la mano izquierda, en un movimiento fuerte y rápido que él apenas
creyó posible en alguien de su edad, empujó su cabeza contra la dura viga de
madera. Su sien aulló de dolor, pero solo por un instante, porque, sin apenas
darse cuenta de lo que ocurría, en un santiamén tuvo a la vieja clavando unos
dientes como agujas en su garganta.
Óscar quiso moverse, pero le fue imposible. De pronto se
sintió petrificado, y sus fuerzas le abandonaron. Sintió cómo la vieja
comenzaba a chuparle la sangre, como si fuese la vampira más vieja del mundo,
pero era mucho más que eso lo que le extraía. Óscar lo supo.
Lo supo cuando comenzó a escuchar el inconfundible sonido de
succión.
6
Se dejó llevar.
Nada podía hacer. Una fuerza invisible le atenazaba las
extremidades, impidiéndole el más mínimo movimiento. Era como si la vieja la
arrebatara las energías a sorbos. Y entonces fue su mente la que se movió,
atando cabos aquí y allá.
Los Salcedo, vaciados hasta parecer momias resecas. La niña,
observándolo suplicante, sosteniendo su muñeca de trapo, intentando
transmitirle un mensaje que al final se llevó con la muerte. La vieja hablando
de alimento…
Todo fue claro para Óscar. Horrorosamente claro. Y por si
cabía alguna duda, el mensaje construido con imanes en forma de letras en la
superficie de la puerta de la nevera destelló en su mente como un aviso
publicitario. Bajo esa nueva y horripilante luz, el mensaje cobraba sentido.
Porque era eso precisamente lo que estaba haciendo Óscar en ese momento.
Escuchando ese sonido continuo de succión que producía la vieja, pegada a su
cuello como una sanguijuela del infierno, extrayéndole mucho más que la sangre
con cada sorbo.
“OÍR QUE ME MATA”.
Óscar fácilmente habría podido describir su situación con
esas palabras. Entonces recordó, mientras la vista se le nublaba y la mente
comenzaba a divagar incoherentemente, que al ver el mensaje en la nevera se
había preguntado si era una amenaza o una advertencia.
Ahora dudaba de lo primero. Pero de ser así, ¿quién podía
haber dejado esa advertencia? ¿Alguno de los Salcedo? Pero eso era imposible. A
menos…
A menos que el espíritu de uno de ellos hubiera demorado su partida
lo suficiente como para hacerlo…
Óscar se desvaneció.
7
Cuando volvió en sí la vieja estaba sentada frente a él,
relamiéndose. No podía saberlo, pero apenas habían pasado unos minutos. La
cabeza le dolía horrores, pero ya no a causa de su herida. Si bien se asemejaba
a una resaca, ahora se trataba de una clase muy distinta de dolor. Se sentía sumamente
débil y apenas podía pensar con claridad.
Miró a la vieja, y reunió fuerzas para hablar.
—¿Quién eres…? —preguntó—. ¿Qué eres…? —Y como ella permaneció callada, dijo—: Acaso eres…
—¿Un vampiro? —dijo entonces la vieja, sonriendo—. No, no lo
soy. Aunque sé que debes de estar pensando que lo soy.
Óscar creyó ver menos arrugas en su rostro, y hebras negras
en un cabello que hasta hace un momento era todo blanco.
—Soy mucho más que eso, Óscar Ceballos —continuó ella—, soy
mucho más. En un tiempo respondí al nombre de Dolores, pero eso fue hace mucho.
Tanto que a duras penas lo recuerdo. Fue antes de que me lanzara a los caminos.
—Se quedó pensativa unos segundos, como si ahondar en sus propios recuerdos
fuera algo inusual—. Me gusta pensar que soy más vieja que la muerte y el doble
de fea, pero en realidad fui bella una vez. Hermosa…
Óscar la observó con detenimiento y, aunque estaba de acuerdo
con su actual apreciación de sí misma, no le fue imposible vislumbrar lo que
alguna vez fue. No con esos ojos vivaces y brillantes. Los ojos de una persona
joven que aún conservaba las energías en plenitud. No obstante, no conseguía
imaginar cómo había llegado a convertirse en lo que era ahora, una especie de…
—Caminante —terminó ella por él, y Óscar gimió aterrorizado—.
Eso es lo que soy. Una nómada que va de aquí para allá, recorriendo los caminos
solitarios, haciéndole compañía a los fantasmas. Y alimentándome, por supuesto.
Una pobre vieja como yo necesita alimentarse, y no con cualquier tipo de
alimento —dijo, y rio por lo bajo con un susurro que hizo que Óscar pensara de
nuevo en ratas deslizándose por las paredes—. Alguien como yo necesita un
alimento especial…
Lo miró fijamente, y Óscar supo que ahora él era su alimento.
Antes lo habían sido los Salcedo, y más antes aún lo habían sido quién sabe
cuánta cantidad de víctimas. Y ahora era él, como ella misma lo había definido,
el plato extra en un banquete que había tocado su fin cuando él apareció
caminando el día anterior bajo el inclemente sol.
—¡Y mira! —exclamó la vieja, como si nuevamente hubiera leído
sus pensamientos—. Un plato extra, no del todo apetitoso pero sumamente rico en
proteínas, que me ha sido puesto en bandeja de plata.
La vieja se puso en pie de un salto y se acercó nuevamente a
él, poniendo su cara a un palmo de la suya.
—¿No te parece, Señorito Eficiente —le espetó con ese aliento
pestilente que a Óscar le revolvía el estómago—, que eso es algo a lo que
podías definir como “Pan comido”? ¡¿No te parece?!
Óscar la observó sin poder modular palabra.
—¡Ja! —rio la vieja, guiñándole un ojo—. ¡Ja! ¡Jaaaaaaaaaaa…!
La risa se convirtió en una carcajada, y la carcajada en una
especie de graznido gutural que se extendió por todo el lugar como un
pandemonio infernal. La vieja alzó la cabeza hacia el cielorraso agrietado del
sótano, y aulló con todas sus fuerzas.
Óscar habría dado lo que fuera por taparse los oídos, pero
sus manos permanecían atadas, y así seguirían hasta que terminara, Dios le
asistiera, tan vaciado y gris como los Salcedo.
Pasado un rato que se le antojó eterno, la vieja pareció
calmarse y arrodillándose de nuevo a su lado, le dijo:
—Me preguntas quién soy, ¿no es así? Qué soy… —Él la miró, impotente, asustado, desesperanzado—. No soy
un vampiro, no. Tampoco una bruja. De hecho, las aborrezco. Hace mucho que
olvidé lo que en realidad soy. No puedes ver pasar mil y una vidas ante ti sin
que la memoria comience a fallar un poco. Tampoco soy un ente poseído, ni un
demonio al servicio de Lucifer o de uno de sus vasallos. Pero sí soy todos
ellos al mismo tiempo. Soy todas y cada una de las vidas que he absorbido,
todas y cada una de las almas que me han servido de alimento, todas y cada una
de ellas…
»Soy todas y una. Soy todas ellas, y soy yo.
»Así que si quieres darme un nombre, podrías llamarme Legión.
Continuará...
¡Leído!
ResponderEliminarAhora ya me he puesto al día y puedo continuar leyendo el relato al ritmo que lo vas publicando. :)
Genial!! :D
ResponderEliminarNuevamente muchas gracias por leerme, Sonix!!! :) Hoy publico el quinto capítulo, y desde ya te adelanto que es el penúltimo. ;D
:)
Uhhh...
ResponderEliminarTenebroso.
Dicifilísima la situación en que se encuentra Óscar.
¿Podrá escapar de "Legión"?
Quién sabe...
Muy, muy bueno, Calavera.
Sigo avanzando...
¡Saludos!