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martes, 31 de marzo de 2015

EL CAPITÁN KAUFFMAN



EL CAPITÁN KAUFFMAN

Por George Valencia



  
Hoy lo vi de nuevo.
Estoy seguro de que esta vez me habría impresionado profundamente desde un primer instante de no haberlo visto ya antes en otro par de ocasiones. Y aun así, aunque ya hubiese presenciado antes la visión de su cabeza cercenada, su cuello terminando en un muñón sanguinolento allí donde el hacha había realizado su trabajo de forma tan deficiente, su uniforme deshecho en harapos con la cruz de plata ya deslucida… aun así, repito, no pude evitar que un terrible desasosiego me embargara cuando lo vi atravesando el campo donde solía estar su casa en aquellos años de incertidumbre que precedieron a la guerra.
Conocía al hombre de vista incluso antes del periodo que pasamos en el ejército. Mi padre era un vendedor ambulante de Kitzen y puesto que yo solía acompañarle en sus correrías cuando no tenía clase en la escuela, con el tiempo fui conociendo a sus clientes casi tan bien como él, además de a los hijos y las esposas de estos. La casa del que más tarde sería capitán de la División 23, a la que yo fui asignado en Leipzig cuando comenzó la guerra, se hallaba en lo alto de una colina, coronando un campo de cultivo que había pertenecido a su abuelo y al que su padre había condenado al abandono a medida que la agricultura dejaba de ser rentable. Era una casa grande de madera, con chapiteles de estilo gótico y una cerca de hierro que se extendía desde su parte trasera a lo largo de toda la linde del campo, como unos gigantescos brazos metálicos abrazando el terreno de su propiedad.
La gente del pueblo le tenía cierta aversión, pero mi padre me había enseñado desde pequeño a hacer oídos sordos a las supersticiones y las creencias infundadas. Aseguraba, con ese optimismo jovial que siempre causaba una agradable impresión en la gente, que nosotros éramos hombres de mundo, y que los hombres de mundo no creían en tonterías.
Ahora, mientras el cielo comienza a clarear en el este sin que yo haya podido pegar ojo en toda la noche, me pregunto qué pensaría mi padre si hubiese sido testigo de esa cosa trastabillante, sucia y cubierta de sangre, atravesando el campo como si finalmente supiese su destino. Y le llamo «cosa» porque nada que se desplace a la una de la mañana, sin cabeza, despidiendo un hedor insoportable que se percibe a decenas de metros de distancia, puede ser llamado «persona». Me pregunto si mi padre consideraría a semejante visión como una simple superstición andante. Él, que no creía en leyendas, fantasmas, agüeros o maldiciones.
Aunque ya hubiese visto antes al capitán Kauffman deambulando por caminos secundarios a altas horas de la madrugada, seguía tratando de convencerme a mí mismo de que solo se había tratado del producto de mi mente cansada y somnolienta, de que esa silueta sin cabeza que se arrastraba perdida en medio de la oscuridad era solo una mala pasada de mi mente exhausta.
Pero hoy… Hoy fue diferente.
El capitán se hallaba en el campo donde antaño se encontraba su casa, avanzando de manera irregular a través de zanjas y matorrales. Su paso era lento y torpe, pero esta vez lucía una determinación que me heló la sangre. A pesar de su torpeza, esta vez no era solo un deambular sin rumbo. Maldita sea, ¡esa cosa sabía a donde se dirigía!
¡Estaba buscando su casa!
De cuando en cuando se detenía e inclinaba su torso. Se volvía a un lado y a otro, y aunque suene por completo descabellado, podría jurar por lo más sagrado que esa cosa profana estaba husmeando a su alrededor. Por momentos me daba la impresión de que estaba escuchando con atención, como si buscara orientarse de alguna manera que no alcanzo a comprender.
Y entonces proseguía su camino.
Por el amor de Dios, ¡el hijo de perra estaba muerto!
Un año antes del fin de la guerra el capitán Kauffman había sido apresado por un grupo de rebeldes polacos. Fue encerrado y torturado durante varias semanas, hasta que finalmente fue decapitado con un hacha roma y oxidada. Fueron necesarios cuatro intentos para conseguirlo, o al menos eso era lo que se rumoreaba entre los soldados tras encontrar su cuerpo en un arroyo a las afueras de Borsdorf, a un par de cientos de kilómetros del límite de Leipzig.
A esa altura su casa había sido reducida a cenizas. Gran parte de Kitzen, de hecho, había corrido la misma suerte, pero la zona en que se hallaba el campo propiedad de su padre había llevado la peor parte durante los ataques. De su familia no había noticias. Tal vez habían desaparecido junto con la casa, o quizá habían huido en medio de la noche antes de que comenzaran las explosiones. Sea como fuere, nunca se supo de su paradero, y el cuerpo del capitán fue enterrado junto con otras decenas de víctimas de la guerra sin mayores ceremonias, muy lejos del lugar que lo había visto nacer.
Más tarde vino el olvido, que, como decía mi padre, es la verdadera muerte, y finalmente el silencio.
El campo se llenó de hierbas malas, las cercas metálicas fueron invadidas por las enredaderas y el espacio negruzco lleno de tablones y vigas calcinadas donde alguna vez estuvo su casa, y que ahora lucía como un muñón carbonizado, comenzó a ser evitado por vecinos y forasteros.
Y fue entonces cuando regresó.
Una forma sin cabeza deambulando por el pueblo en medio de la madrugada como un viajero perdido que no lograra encontrar la dirección. Primero lo vi en un camino secundario a las afueras. El uniforme, acorde al rango que ocupara en vida en el ejército, era inconfundible. Una semana después, a eso de las dos de la mañana, lo vi a lo lejos en una explanada ubicada en la parte norte del cementerio municipal, donde se hallan enterrados tanto mis abuelos como los suyos. En dicha ocasión tuve más tiempo para observarlo con detenimiento, y por un momento hasta llegué a pensar que estaba buscando alguna tumba, presentimiento que me congeló el corazón. Entonces noté que lo que hacía realmente era dar vueltas en círculos, como si hubiese alguna interferencia que le impedía encontrar la salida. Pensé en acercarme y averiguar de qué se trataba, pero mi parte racional se impuso y no tardé en darle la espalda a ese horror andante al cual no terminaba de dar crédito para dirigirme con paso presuroso hacia mi casa.
Pero hoy… Hoy fue diferente.
Y en mi calidad de médico, acostumbrado como estoy a las imprevistas llamadas de medianoche que me llevan a recorrer caminos oscuros y solitarios, y a presenciar escenas que harían que el más valiente moje sus pantalones, puedo decir sin temor a equivocarme que lo que presencié fue real. Su postura, su forma de volverse hacia los lados como si percibiese algo, ese husmear de su cuerpo ensangrentado, como si a falta de su cabeza el resto de sus extremidades hubiese desarrollado otros sentidos ajenos a cualquier mortal, tomando consciencia de sí mismo y del lugar en que estaba.
Pero lo peor, lo que representó la culminación final del horror que me había embargado, fue darme cuenta de que el capitán Kauffman había notado mi presencia.
A pesar de que me encontraba a una distancia prudencial, cuando quise acercarme un poco más para tener una mejor posición, pisé sin querer una rama seca que se quebró con un sonido que hendió la noche como un estruendo. En ese instante pude distinguir cómo esa cosa se volvía hacia mí, sus músculos putrefactos produciendo un sonido acuoso y antinatural, y fue como si clavara en mí sus ojos vacíos, aspirando el aroma de mi miedo con sus fosas nasales inexistentes, escuchando mi respiración agitada con unos oídos que hacía tiempo eran pasto de los gusanos.
Estiró una mano hacia mí, señalándome. Era una noche sin luna, pero a la tenue luz de las estrellas pude ver con demencial nitidez sus amarillentas uñas llenas de tierra negra.
Fueron segundos eternos de conmoción, que se vio incrementada cuando escuché la gutural pero inconfundible voz en mi cabeza.
—«Venga acá, cabo Breuer…»
Una corriente fría recorrió mi cuerpo, atenazando mis músculos y acelerando mi corazón hasta el límite.
—«Venga acá…» —repitió el capitán—. «Es una orden…»
Luego huí. Huí sin mirar atrás.
No tengo noción del tiempo que ha transcurrido. Solo sé que, aunque el sol está pronto a salir, esta noche parece haber durado mil años. En algún momento, presa de un impulso inesperado, decidí poner por escrito lo que vi, y cada una de estas líneas que tal vez nadie llegue a leer me ha costado horrores, porque con cada una de ellas siento el eco de esa voz de ultratumba resonando en mi cabeza, como una cacofonía maldita que se niega a desaparecer.
¿Es posible perder la cabeza en cuestión de unas cuantas horas?
He perdido la cuenta de las veces que me lo he preguntado a lo largo de esta noche eterna. Y es que, a fin de cuentas, ¿qué es exactamente la cordura? Tal vez alguien con más conocimientos que yo pueda dar una explicación racionalmente académica, con bases bien fundamentadas y un criterio sólido y creíble. Pero cuando una voz que no es de este mundo habla en tu mente, llamándote por tu nombre, mientras una mano corrupta te señala con un dedo que ha sido consumido por la putrefacción, esa misma cordura se presenta como una criatura vulnerable que camina por la cuerda floja en riesgo permanente de perder el equilibrio y precipitarse en el abismo de la locura.
Un abismo del que no existe regreso.
¿Cuántas veces hemos escuchado hablar de maniáticos que recuperaron la cordura? ¿Cuántos locos desquiciados han logrado salir del sanatorio para volver a sus vidas corrientes y racionales?
Si los ha habido, yo no conozco el primero.
No… Por supuesto que no… La tierra de la locura no posee caminos de regreso. La ruta que conduce a ella va en una sola dirección.
Lo sé. Claro que lo sé. Estoy tan seguro de ello como del sonido que escucho ahora mismo proveniente de la puerta trasera, la que comunica con la cocina, la misma en que se halla la mesa ante la cual me encuentro sentado escribiendo estas palabras que cada vez se parecen más a garabatos incomprensibles. Es un sonido inconfundible. Es el sonido que producen las uñas al arañar la madera. Es el sonido de la muerte llamando a tu puerta. Porque la muerte no golpea, ¿sabes? La muerte araña. Y es un sonido que parece estar también dentro de tu cabeza, en las paredes internas del cerebro, como si fuese allí adonde realmente quisiese entrar.
Aún conservo mi arma de dotación de la época en que presté mis servicios al ejército. Es una Luger, y hace un rato la saqué del lugar en que permaneció guardada por años. La desarmé, limpié y aceité sin saber exactamente por qué lo hacía.
Ahora lo sé.
Es mi salvoconducto a la cordura.
Es mi boleto de permanencia en la tierra de la racionalidad.
Porque esa cosa que llama ahora a mi puerta es la locura personificada. Porque ¿de qué otra manera puede ser llamada la muerte cuando decide volver del más allá, sean cuales sean los motivos, blasfemando con su presencia contra las leyes de la naturaleza? ¿Cómo más puede ser denominada esa cosa sin vida que deambula al amparo de la oscuridad, esa forma decapitada que aún conserva las medallas pegadas en la pechera de su uniforme? ¿De qué otra manera se le puede denominar?
Locura.
Eso es.
Locura…
Allí está… Ha conseguido abrir la puerta y ahora se halla frente a mí. Su hedor es tan penetrante que apenas puedo razonar o juntar dos ideas coherentes. El muñón informe en que termina su cuello expele a ratos pequeños borbotones de sangre negra y hedionda, y a pesar de ello siento su mirada sobre mí, casi puedo ver sus ojos inyectados en sangre observándome fijamente, exigiendo la obediencia que inspiraban en vida con una irrefutabilidad acrecentada por la muerte.
Ha venido por mí.
Lo veo en sus ojos inexistentes.
Aceptar su llamado es aceptar la locura. Es dar el primer paso hacia esa tierra del no retorno.
Ya es suficiente.
No me tendrá.
No obtendrá mi obediencia.
No es el camino que quiero elegir, aunque mis actos hayan conllevado directa o indirectamente a su detención, tortura y posterior asesinato.
La cosa da un paso en mi dirección, estirando una vez más su mano de uñas resquebrajadas por la putrefacción. Sus movimientos se ven acompañados por ese sonido indefinible que me pone la carne de gallina.
Es el ruido de la descomposición.
—«Breuer» —escucho en mi cabeza, y mi mano derecha, que sigue aferrada al lápiz, escribiendo frenéticamente en una especie de trance, parece recibir la orden de mi cerebro como un ramalazo de energía.
Es el fin…
Observo la Luger…
Es eso, mi cordura incluso más allá de la muerte, o la locura que permanece ante mí en muda expectación.
Para mí solo hay una elección…
Casi puedo sentir desde ya el sabor ferroso del arma en mi boca…
Es ahora o nunca…
Debo soltar el lápiz…
Coger la Luger…
Y…