EL CAPITÁN KAUFFMAN
Por George Valencia
Hoy
lo vi de nuevo.
Estoy
seguro de que esta vez me habría impresionado profundamente desde un primer
instante de no haberlo visto ya antes en otro par de ocasiones. Y aun así,
aunque ya hubiese presenciado antes la visión de su cabeza cercenada, su cuello
terminando en un muñón sanguinolento allí donde el hacha había realizado su
trabajo de forma tan deficiente, su uniforme deshecho en harapos con la cruz de
plata ya deslucida… aun así, repito, no pude evitar que un terrible desasosiego
me embargara cuando lo vi atravesando el campo donde solía estar su casa en
aquellos años de incertidumbre que precedieron a la guerra.
Conocía
al hombre de vista incluso antes del periodo que pasamos en el ejército. Mi
padre era un vendedor ambulante de Kitzen y puesto que yo solía acompañarle en
sus correrías cuando no tenía clase en la escuela, con el tiempo fui conociendo
a sus clientes casi tan bien como él, además de a los hijos y las esposas de
estos. La casa del que más tarde sería capitán de la División 23, a la que yo
fui asignado en Leipzig cuando comenzó la guerra, se hallaba en lo alto de una
colina, coronando un campo de cultivo que había pertenecido a su abuelo y al
que su padre había condenado al abandono a medida que la agricultura dejaba de
ser rentable. Era una casa grande de madera, con chapiteles de estilo gótico y
una cerca de hierro que se extendía desde su parte trasera a lo largo de toda
la linde del campo, como unos gigantescos brazos metálicos abrazando el terreno
de su propiedad.
La
gente del pueblo le tenía cierta aversión, pero mi padre me había enseñado
desde pequeño a hacer oídos sordos a las supersticiones y las creencias
infundadas. Aseguraba, con ese optimismo jovial que siempre causaba una
agradable impresión en la gente, que nosotros éramos hombres de mundo, y que
los hombres de mundo no creían en tonterías.
Ahora,
mientras el cielo comienza a clarear en el este sin que yo haya podido pegar
ojo en toda la noche, me pregunto qué pensaría mi padre si hubiese sido testigo
de esa cosa trastabillante, sucia y cubierta de sangre, atravesando el campo
como si finalmente supiese su destino. Y le llamo «cosa» porque nada que se
desplace a la una de la mañana, sin cabeza, despidiendo un hedor insoportable
que se percibe a decenas de metros de distancia, puede ser llamado «persona».
Me pregunto si mi padre consideraría a semejante visión como una simple
superstición andante. Él, que no creía en leyendas, fantasmas, agüeros o
maldiciones.
Aunque
ya hubiese visto antes al capitán Kauffman deambulando por caminos secundarios
a altas horas de la madrugada, seguía tratando de convencerme a mí mismo de que
solo se había tratado del producto de mi mente cansada y somnolienta, de que
esa silueta sin cabeza que se arrastraba perdida en medio de la oscuridad era
solo una mala pasada de mi mente exhausta.
Pero
hoy… Hoy fue diferente.
El
capitán se hallaba en el campo donde antaño se encontraba su casa, avanzando de
manera irregular a través de zanjas y matorrales. Su paso era lento y torpe,
pero esta vez lucía una determinación que me heló la sangre. A pesar de su
torpeza, esta vez no era solo un deambular sin rumbo. Maldita sea, ¡esa cosa
sabía a donde se dirigía!
¡Estaba
buscando su casa!
De
cuando en cuando se detenía e inclinaba su torso. Se volvía a un lado y a otro,
y aunque suene por completo descabellado, podría jurar por lo más sagrado que
esa cosa profana estaba husmeando a su alrededor. Por momentos me daba la
impresión de que estaba escuchando con atención, como si buscara orientarse de
alguna manera que no alcanzo a comprender.
Y
entonces proseguía su camino.
Por
el amor de Dios, ¡el hijo de perra estaba muerto!
Un
año antes del fin de la guerra el capitán Kauffman había sido apresado por un
grupo de rebeldes polacos. Fue encerrado y torturado durante varias semanas,
hasta que finalmente fue decapitado con un hacha roma y oxidada. Fueron
necesarios cuatro intentos para conseguirlo, o al menos eso era lo que se rumoreaba
entre los soldados tras encontrar su cuerpo en un arroyo a las afueras de
Borsdorf, a un par de cientos de kilómetros del límite de Leipzig.
A esa
altura su casa había sido reducida a cenizas. Gran parte de Kitzen, de hecho,
había corrido la misma suerte, pero la zona en que se hallaba el campo
propiedad de su padre había llevado la peor parte durante los ataques. De su
familia no había noticias. Tal vez habían desaparecido junto con la casa, o
quizá habían huido en medio de la noche antes de que comenzaran las
explosiones. Sea como fuere, nunca se supo de su paradero, y el cuerpo del
capitán fue enterrado junto con otras decenas de víctimas de la guerra sin
mayores ceremonias, muy lejos del lugar que lo había visto nacer.
Más
tarde vino el olvido, que, como decía mi padre, es la verdadera muerte, y
finalmente el silencio.
El
campo se llenó de hierbas malas, las cercas metálicas fueron invadidas por las
enredaderas y el espacio negruzco lleno de tablones y vigas calcinadas donde
alguna vez estuvo su casa, y que ahora lucía como un muñón carbonizado, comenzó
a ser evitado por vecinos y forasteros.
Y fue
entonces cuando regresó.
Una
forma sin cabeza deambulando por el pueblo en medio de la madrugada como un viajero
perdido que no lograra encontrar la dirección. Primero lo vi en un camino
secundario a las afueras. El uniforme, acorde al rango que ocupara en vida en
el ejército, era inconfundible. Una semana después, a eso de las dos de la
mañana, lo vi a lo lejos en una explanada ubicada en la parte norte del
cementerio municipal, donde se hallan enterrados tanto mis abuelos como los
suyos. En dicha ocasión tuve más tiempo para observarlo con detenimiento, y por
un momento hasta llegué a pensar que estaba buscando alguna tumba,
presentimiento que me congeló el corazón. Entonces noté que lo que hacía realmente
era dar vueltas en círculos, como si hubiese alguna interferencia que le
impedía encontrar la salida. Pensé en acercarme y averiguar de qué se trataba,
pero mi parte racional se impuso y no tardé en darle la espalda a ese horror
andante al cual no terminaba de dar crédito para dirigirme con paso presuroso
hacia mi casa.
Pero
hoy… Hoy fue diferente.
Y en
mi calidad de médico, acostumbrado como estoy a las imprevistas llamadas de
medianoche que me llevan a recorrer caminos oscuros y solitarios, y a
presenciar escenas que harían que el más valiente moje sus pantalones, puedo
decir sin temor a equivocarme que lo que presencié fue real. Su postura, su
forma de volverse hacia los lados como si percibiese algo, ese husmear de su
cuerpo ensangrentado, como si a falta de su cabeza el resto de sus extremidades
hubiese desarrollado otros sentidos ajenos a cualquier mortal, tomando
consciencia de sí mismo y del lugar en que estaba.
Pero
lo peor, lo que representó la culminación final del horror que me había
embargado, fue darme cuenta de que el capitán Kauffman había notado mi
presencia.
A
pesar de que me encontraba a una distancia prudencial, cuando quise acercarme
un poco más para tener una mejor posición, pisé sin querer una rama seca que se
quebró con un sonido que hendió la noche como un estruendo. En ese instante pude
distinguir cómo esa cosa se volvía hacia mí, sus músculos putrefactos
produciendo un sonido acuoso y antinatural, y fue como si clavara en mí sus
ojos vacíos, aspirando el aroma de mi miedo con sus fosas nasales inexistentes,
escuchando mi respiración agitada con unos oídos que hacía tiempo eran pasto de
los gusanos.
Estiró
una mano hacia mí, señalándome. Era una noche sin luna, pero a la tenue luz de
las estrellas pude ver con demencial nitidez sus amarillentas uñas llenas de
tierra negra.
Fueron
segundos eternos de conmoción, que se vio incrementada cuando escuché la gutural
pero inconfundible voz en mi cabeza.
—«Venga
acá, cabo Breuer…»
Una
corriente fría recorrió mi cuerpo, atenazando mis músculos y acelerando mi
corazón hasta el límite.
—«Venga
acá…» —repitió el capitán—. «Es una orden…»
Luego
huí. Huí sin mirar atrás.
No
tengo noción del tiempo que ha transcurrido. Solo sé que, aunque el sol está
pronto a salir, esta noche parece haber durado mil años. En algún momento,
presa de un impulso inesperado, decidí poner por escrito lo que vi, y cada una
de estas líneas que tal vez nadie llegue a leer me ha costado horrores, porque
con cada una de ellas siento el eco de esa voz de ultratumba resonando en mi
cabeza, como una cacofonía maldita que se niega a desaparecer.
¿Es
posible perder la cabeza en cuestión de unas cuantas horas?
He
perdido la cuenta de las veces que me lo he preguntado a lo largo de esta noche
eterna. Y es que, a fin de cuentas, ¿qué es exactamente la cordura? Tal vez
alguien con más conocimientos que yo pueda dar una explicación racionalmente
académica, con bases bien fundamentadas y un criterio sólido y creíble. Pero cuando
una voz que no es de este mundo habla en tu mente, llamándote por tu nombre,
mientras una mano corrupta te señala con un dedo que ha sido consumido por la
putrefacción, esa misma cordura se presenta como una criatura vulnerable que camina
por la cuerda floja en riesgo permanente de perder el equilibrio y precipitarse
en el abismo de la locura.
Un
abismo del que no existe regreso.
¿Cuántas
veces hemos escuchado hablar de maniáticos que recuperaron la cordura? ¿Cuántos
locos desquiciados han logrado salir del sanatorio para volver a sus vidas
corrientes y racionales?
Si
los ha habido, yo no conozco el primero.
No… Por
supuesto que no… La tierra de la locura no posee caminos de regreso. La ruta
que conduce a ella va en una sola dirección.
Lo
sé. Claro que lo sé. Estoy tan seguro de ello como del sonido que escucho ahora
mismo proveniente de la puerta trasera, la que comunica con la cocina, la misma
en que se halla la mesa ante la cual me encuentro sentado escribiendo estas
palabras que cada vez se parecen más a garabatos incomprensibles. Es un sonido
inconfundible. Es el sonido que producen las uñas al arañar la madera. Es el
sonido de la muerte llamando a tu puerta. Porque la muerte no golpea, ¿sabes?
La muerte araña. Y es un sonido que parece estar también dentro de tu cabeza,
en las paredes internas del cerebro, como si fuese allí adonde realmente
quisiese entrar.
Aún
conservo mi arma de dotación de la época en que presté mis servicios al
ejército. Es una Luger, y hace un rato la saqué del lugar en que permaneció
guardada por años. La desarmé, limpié y aceité sin saber exactamente por qué lo
hacía.
Ahora
lo sé.
Es mi
salvoconducto a la cordura.
Es mi
boleto de permanencia en la tierra de la racionalidad.
Porque
esa cosa que llama ahora a mi puerta es la locura personificada. Porque ¿de qué
otra manera puede ser llamada la muerte cuando decide volver del más allá, sean
cuales sean los motivos, blasfemando con su presencia contra las leyes de la
naturaleza? ¿Cómo más puede ser denominada esa cosa sin vida que deambula al
amparo de la oscuridad, esa forma decapitada que aún conserva las medallas
pegadas en la pechera de su uniforme? ¿De qué otra manera se le puede
denominar?
Locura.
Eso
es.
Locura…
Allí
está… Ha conseguido abrir la puerta y ahora se halla frente a mí. Su hedor es
tan penetrante que apenas puedo razonar o juntar dos ideas coherentes. El muñón
informe en que termina su cuello expele a ratos pequeños borbotones de sangre
negra y hedionda, y a pesar de ello siento su mirada sobre mí, casi puedo ver
sus ojos inyectados en sangre observándome fijamente, exigiendo la obediencia
que inspiraban en vida con una irrefutabilidad acrecentada por la muerte.
Ha
venido por mí.
Lo
veo en sus ojos inexistentes.
Aceptar
su llamado es aceptar la locura. Es dar el primer paso hacia esa tierra del no
retorno.
Ya es
suficiente.
No me
tendrá.
No obtendrá
mi obediencia.
No es
el camino que quiero elegir, aunque mis actos hayan conllevado directa o
indirectamente a su detención, tortura y posterior asesinato.
La
cosa da un paso en mi dirección, estirando una vez más su mano de uñas
resquebrajadas por la putrefacción. Sus movimientos se ven acompañados por ese
sonido indefinible que me pone la carne de gallina.
Es el
ruido de la descomposición.
—«Breuer»
—escucho en mi cabeza, y mi mano derecha, que sigue aferrada al lápiz,
escribiendo frenéticamente en una especie de trance, parece recibir la orden de
mi cerebro como un ramalazo de energía.
Es el
fin…
Observo
la Luger…
Es
eso, mi cordura incluso más allá de la muerte, o la locura que permanece ante mí en muda expectación.
Para
mí solo hay una elección…
Casi
puedo sentir desde ya el sabor ferroso del arma en mi boca…
Es
ahora o nunca…
Debo
soltar el lápiz…
Coger
la Luger…
Y…