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domingo, 13 de marzo de 2011

BIENVENIDOS A SOLEDAD - (Parte 1 de 4)


BIENVENIDOS A SOLEDAD
(Parte 1 de 4)





1

El pequeño vehículo ascendió la colina, superó la cima y torció a la derecha por el cuidado camino de tierra con un suave balanceo. El trayecto se estrechaba por momentos y en algunos tramos charcos de lodo dificultaban un poco la marcha, pero el auto superaba sin problemas esos pequeños inconvenientes.
—Ya casi llegamos, señor —dijo el conductor dirigiéndose al elegante individuo que se hallaba en el asiento posterior. Los otros tres pasajeros se habían ido bajando y ya sólo quedaba él.
—Muchas gracias —contestó Víctor con un leve ademán.
Frondosos árboles flanqueaban ambos lados del camino, cubriéndolo con una agradable sombra. Más allá, el campo se extendía apaciblemente en todas direcciones. Víctor se arrellanó una vez más en su asiento, observando con mirada ensoñadora cómo los árboles pasaban a su lado como verdes pinceladas.
Vestía bien, pero no de manera excesivamente elegante para el lugar al que se dirigía. Tenía unos pantalones de pana negros, unos mocasines impecablemente lustrados, una inmaculada camisa de un suave color crema y un sombrero para la ocasión. No quería que su indumentaria anunciara a gritos a los pobladores que se trataba de un hombre de la ciudad. A la mayoría de los pueblerinos, los hombres venidos de la ciudad, con sus sofisticados artilugios y sus recatadas maneras, no les caían muy bien. Era casi una ley nacional, pensó Víctor. No obstante, sus atractivas facciones estaban bien cuidadas, con las mejillas bien rasuradas y un corte de cabello acorde a su estatus. Por último, un maletín de cuero negro que descansaba sobre sus muslos completaba su atuendo.
Un repentino resplandor lo sacó de su ensoñación. Habían dejado atrás el estrecho camino bordeado de árboles y llegado a un pequeño claro. El camino continuaba al otro lado, a la izquierda de una colina.
—Aquí viene la peor parte del trayecto —anunció el conductor con aire importante—, pero no se preocupe. Lo conozco como la palma de mi mano.
El auto bordeó la colina, con el muro de tierra extendiéndose a su derecha. A la izquierda, unos matorrales se aferraban al borde del camino de manera precaria y muy pronto Víctor descubrió por qué.
Un descomunal abismo se abría a ese lado del camino. El desfiladero era muy pronunciado y el fondo del mismo no se alcanzaba a ver desde ese punto. Víctor, que se hallaba a ese lado del vehículo, se movió como por instinto al otro extremo del asiento. El camino era muy estrecho en ese tramo y el vehículo parecía aferrarse a una minúscula cornisa de tierra.
—No se preocupe —dijo el conductor observándolo por el retrovisor—. Hago este recorrido cuatro veces al día desde hace casi diez años. Al principio asusta, pero con el tiempo uno se acostumbra.
—Pero si ni siquiera caben dos vehículos por aquí —protestó Víctor—. ¿Qué pasa si viene alguien en dirección contraria? ¿No hay otro camino alterno que no sea tan suicida como este?
—Bueno, en primer lugar, pasan muy pocos vehículos por acá. Casi todos son de la empresa para la que trabajo y los tiempos de viaje están calculados para que no nos encontremos en sentidos opuestos en este tramo. En segundo lugar, existe otra ruta, pero hay que dar un rodeo de varios kilómetros y perderíamos casi dos horas. No es práctico.
Pues yo preferiría perder dos horas y ahorrarme este susto de muerte, pensó Víctor.
No obstante, pasados doscientos metros el auto viró a la derecha de nuevo y el abismo desapareció a sus espaldas. Víctor, que le tenía un pánico terrible a las alturas, suspiró aliviado.
—Bueno, amigo, hemos llegado —anunció el conductor pasado un momento—. Bienvenido a Soledad.


2

Víctor se apeó del vehículo, no sin antes agradecer al hombre, y observó a su alrededor.
Ante él se hallaba un pequeño pueblo compuesto por unas pocas calles. Por su configuración, se asemejaba a un pueblo del Viejo Oeste, con la excepción de que allí todo gozaba de esplendoroso verdor. Los fértiles campos se extendían alrededor en todas direcciones, interrumpidos tan sólo por unas suaves colinas recortadas en el horizonte. Las pulcras construcciones de madera y las calles adoquinadas completaban el paisaje.
Víctor se encaminó a lo que parecía ser una tienda de abastos y entró,  entrecerrando los ojos mientras se acostumbraba a la oscuridad del interior. No le importó que los hombres que se sentaban ante las pocas mesas del local se quedaran observándolo detenidamente. Se dirigió de inmediato al que parecía ser el propietario, un hombre calvo y robusto de poca estatura y aire afable, y dijo:
—Buenas tardes, señor.
—Buenas tardes a usted, mi señor. Bienvenido a Soledad —respondió el hombre dedicándole una sonrisa. Su expresión bondadosa hizo que a Víctor el hombre le cayera bien en el acto.
—Gracias.
—¿Desea tomar algo para aliviar su reseca garganta?
—No, muchas gracias. Busco la hacienda de la señora Margarita Benavides. Me dijeron que estaba cerca de la calle principal, pero no sé exactamente dónde.
El hombre lo miró fijamente por un momento, sin que su sonrisa desapareciera ni un instante, y luego respondió:
—Por supuesto, mi señor. Déjeme acompañarlo y le indicaré la dirección.
Se acercó a Víctor, y posándole una rolliza mano en su hombro, lo condujo de vuelta al exterior del local. Víctor notó que el hombre padecía una leve cojera.
—¿Y qué lo trae por estos lares, señor…?
—Tejada. Víctor Tejada.
—Mucho gusto, señor Tejada —dijo el hombre, deteniéndose un momento para estrecharle la mano—. Saúl Peña.
—El gusto es mío, señor Peña. Bueno —comenzó Víctor, invitando a Saúl a reanudar la marcha—, he sido contratado por la señora Benavides para hacer un avalúo de su propiedad. Específicamente de la casa que habita.
—Vaya —se sorprendió Saúl—, así que piensa vender…
—Así es, señor Peña, pero le agradecería que no se lo dijera a nadie. La señora Benavides me pidió discreción.
—No se preocupe, mi señor, su “secreto” está a salvo.
Víctor sonrió. El hombre le caía muy bien, a pesar de acabarlo de conocer. Su trabajo le exigía un continuo contacto con la gente, así que con el tiempo había desarrollado cierto tacto para calibrar a las personas.
Habían llegado a un extremo del pueblo y, luego de atravesar un pequeño bosquecillo, llegaron a lo alto de un camino que descendía unos pocos metros para luego torcer a la derecha, bordeando un extenso campo de cultivo. A lo lejos se distinguía una hermosa casona de estilo colonial.
—¿La ve, mi señor? —preguntó Saúl.
—Sí, muchas gracias.
—Sólo tiene que seguir este camino que tuerce a la derecha. Lo sigue unos doscientos cincuenta metros y encontrará un sendero que lo conducirá directamente a la casa de la señora Benavides.
—Muchas gracias, señor Peña —repitió Víctor—. Ha sido usted muy amable.
—Bah, el gusto es mío, mi señor. Y dígame Saúl, si a bien tiene.
—Está bien. Pero sólo si usted me dice Víctor.
—Como usted diga, mi señor…, Víctor.
—Que tenga un buen día —dijo éste, estrechándole nuevamente la mano.
—Igualmente, señor Víctor. Por cierto, ¿podría hacerme un favor? —pidió Saúl.
—Lo que usted diga.
—¿Le daría un saludo de mi parte a la señora Benavides?
—Claro.
—Dígale que sigue siendo tan hermosa como la flor que lleva en su nombre —dijo Sául, guiñándole el ojo con complicidad.
—Así lo haré, Saúl. Así lo haré —respondió Víctor, sonriendo a su vez, y desapareció por el camino de tierra.


3

El campo era hermoso y muy agradable. De buena gana Víctor habría mandado al diablo su apartamento en el centro de la ciudad, cambiándolo por la tranquilidad de aquella campiña. El silencio sólo era roto por el trinar de las aves y por las cantarinas risas de unos niños jugando en algún lugar encima del terraplén que lo escoltaba a su derecha. Además, hacía un hermoso y soleado día.
Tal y como había dicho el hombre, pasados poco más de doscientos metros el camino se desviaba a la izquierda en dirección a la casa.
El trayecto hasta la vivienda de la señora Benavides fue un descanso en medio de su apretada agenda. Cambiar el constante bullicio de la ciudad por la serenidad de esos parajes le produjo una sensación de bienestar que no sentía hacía mucho. A su izquierda, un sembradío de tomates y pimentones adornaba el camino con su fragancia. A su derecha, a juzgar por la vegetación, los cultivos eran de patatas, zanahorias y cebollas.
Víctor se sentía complacido y se preguntó, no por primera vez, qué llevaba a la señora Margarita Benavides a vender su propiedad.
Pasados casi diez minutos se encontró frente a la vivienda en cuestión.


4

Era una amplia casa de madera de dos plantas, pintada de blanco, de estilo antiguo y con una extensión de unos cuatrocientos cincuenta metros cuadrados aproximadamente. Tras ella se alcanzaba a ver lo que parecía ser un establo, pintado de rojo y blanco. Entre éste y la casa, se encontraba un agradable solar con algunos juegos infantiles y una piscina.
En ese momento apareció en el porche una robusta anciana de unos setenta años de edad, con un bonito vestido estampado de flores y un delantal. Su canoso cabello estaba recogido en una moña que le daba un aire de sencilla elegancia.
Miró alrededor y reparó en Víctor, que la miraba atentamente.
Sonrió, y su rostro se iluminó.
—Buenas tardes, joven. Usted debe ser el señor Tejada.
—Sí, señora. El mismo. Y supongo que usted es la señora Benavides.
—Así es —dijo la anciana, bajando cuidadosamente los escalones del porche y acercándose a Víctor—. Déjeme verlo más de cerca. Mi vista no es lo que era antes. —Lo observó con detenimiento y una curiosa sonrisa afloró a sus labios—. Vaya, pero si es usted igualito a mi hijo… Cuando estaba vivo, por supuesto; murió en la guerra. Es usted su vivo retrato, joven. Igual de guapo.
Parecía muy complacida.
Víctor, a quien de repente la anciana le recordaba a su propia abuela, sonrió para sus adentros. El parecido era increíble, excepto por sus ojos. Su abuela, a quien había querido casi más que a su propia madre, tenía unos profundos ojos negros. La señora Benavides, por el contrario, poseía unos clarísimos ojos grises, que acentuaban aún más su aspecto bondadoso.
—Gracias, señora Benavides. Siento lo de su hijo.
—Oh, no se preocupe. Sucedió hace mucho tiempo. Y dígame Margarita, por favor. O Doña Margarita, si tanta confianza lo incomoda —dijo ella, dedicándole una sonrisa encantadora.
Era igual a su abuela, sin duda. No sólo físicamente, sino también en su forma de ser.
Su madre era una mujer malgeniada y amargada, con un temperamento muy voluble, y Víctor siempre había encontrado en su abuela el cariño que su madre no sabía o no quería brindarle. Cuando murió, fue un duro golpe, y una parte de él siempre había culpado a su madre por ello. No había ningún motivo concreto, pero Víctor, que sólo tenía nueve años en ese entonces, sentía que si a alguien había que culpar era a su madre.
Y ahora se encontraba con aquella agradable anciana tan parecida a su querida abuela.
Apenas había tratado a dos personas en aquel pueblo, tres si contaba al conductor, y todas parecían ser personas realmente entrañables. Empezaba a sentirse muy a gusto en aquel pueblo.
—Está bien. Entonces será Doña Margarita —dijo Víctor—. Oh, casi lo olvidaba; el señor Peña, Saúl Peña, me ha pedido que la salude de su parte y que le diga que sigue siendo usted tan hermosa como la flor que lleva en su nombre. Y permítame decirle que estoy completamente de acuerdo con él.
—Oh, joven, va a hacer que me sonroje —dijo la anciana, y soltó una risilla que bien podría haber provenido de una chiquilla de seis años, en lugar de una anciana de setenta.
—Tiene una casa hermosa, Doña Margarita —elogió Víctor cambiando de tema.
—Muchas gracias, joven. Era de mi padre. La construyó él mismo luego de regresar de la guerra, por allá alrededor de mil novecientos. La guerra lo ayudó mucho económicamente. Lo condecoraron y le dieron una indemnización por las heridas que recibió en batalla. Volvió y construyó la casa con sus propias manos. Tardó diez años, pero lo hizo él mismo —terminó ella con tono orgulloso y mirada ensoñadora. Pareció volver a la realidad, miró a Víctor y exclamó—: ¡Oh, pero qué desatenta soy! Entremos y le serviré un delicioso café.
Lo cogió de gancho y lo condujo al interior de la casa.


5

Entraron a un vestíbulo amplio con piso de madera. Luego, la anciana lo guió a la habitación situada a la izquierda. Era una amplia sala de estar. El mobiliario se hallaba pulcramente cubierto con lonas, al igual que algunas pinturas de grandes marcos dorados que adornaban las paredes.
—Disculpe el desorden, joven, pero estamos realizando algunos arreglos para poner a punto la casa para su venta.
En efecto, desde algunas de las habitaciones contiguas, se alcanzaba a escuchar el sonido apagado de sierras y martillos.
—No se preocupe, Doña Margarita, no hay ningún problema. Basta con echar un vistazo rápido a todas las habitaciones de la casa para poder hacerme una idea del valor de ésta. Tomaré unas notas, que luego evaluaré con detenimiento y posteriormente le presentaré mi informe.
—Usted sabe más que yo de esas cosas, joven. Venga, acompáñeme a la cocina y le serviré el café.
Lo guió por un pasillo que se abría en uno de los costados de la habitación y entraron en una acogedora cocina con fogón de leña. Una pequeña mesa con un mantel de cuadros rojos y blancos descansaba contra una de las paredes.
—Siéntese, joven. Ya le sirvo el café.
—Gracias —dijo Víctor tomando asiento y depositando su maletín y su sombrero en la mesa, mientras ella preparaba la bebida.
Frente a él, una ventana se abría a uno de los costados de la casa, donde unas gallinas picoteaban alegremente el suelo, dándole un aire aún más entrañable a la cocina. Víctor se sentía muy a gusto en aquel lugar.
—Aquí tiene —dijo Doña Margarita un momento después, sirviéndole una humeante taza.
—Muchas gracias, es usted muy amable.
—Bah, no hay por qué.
—Y cuénteme —dijo Víctor mientras soplaba suavemente la bebida—,  ¿vive usted sola o tiene más familiares en casa?
—No —dijo ella, tomando asiento frente a él—, vivo sola. Mi hijo, como le dije antes, murió hace muchos años, al igual que mi esposo. Y mis dos hijas se fueron a vivir a la ciudad hace casi una década.
—Supongo que vienen a menudo.
—No. Sus visitas se han ido espaciando cada vez más. Son mujeres ocupadas y parece que se han ido olvidando de esta pobre vieja.
—No diga eso. Recuerde el mensaje del señor Peña —le dijo, tratando de animarla un poco.
—Gracias, joven, pero así son las cosas —respondió ella con repentina pesadumbre.
Se levantó y se paró frente a la ventana, mirando hacia el exterior.
—Mi única compañía son los sirvientes y las gallinas. No es lo mismo, pero como compañía está bien.
Víctor no dijo nada. Cogió la taza y tomó un trago, no sin antes soplar un poco más para aclimatar la bebida.
Entonces su rostro se contrajo en un rictus de asco. El café, si es que de eso se trataba, estaba espeso y amargo. Tenía cierto sabor terroso, como a lodo. Escupió lo poco que había tomado en la taza, procurando que la anciana no lo escuchara, y la balanceó frente a él, comprobando que el café no sólo sabía a lodo, sino que parecía lodo. Observó a su alrededor sin saber qué hacer. No quería lastimar los sentimientos de la amable señora.
Miró a su izquierda y descubrió una matera de tierra negra con una pequeña planta. Sin pensarlo dos veces, vació el contenido de la taza en ella, maldiciéndose por ello y sintiéndose culpable.
En ese momento Doña Margarita se volteó con aire triste, vio la taza vacía en la mesa y su rostro se iluminó de nuevo.
—¿Le gustó? —preguntó.
—Sí, Doña Margarita —mintió Víctor—, estaba delicioso. Muchas gracias.
—Con mucho gusto, joven. Bueno, le mostraré la casa.
—Me parece perfecto.
—Puede dejar su maletín y su sombrero ahí. No les pasará nada.
—Está bien, gracias.
Se incorporó y siguió a la anciana, que en ese momento abría una puerta distinta a aquella por la que habían entrado. Miró disimuladamente hacia la matera y descubrió aliviado que el espeso líquido había empezado a filtrarse en la tierra.
La entrada daba a un estrecho y oscuro pasillo. Avanzaron unos cuantos metros y luego la anciana abrió una puerta a su izquierda. Entró y la sostuvo, franqueándole la entrada.
—Siga, joven.
Ingresaron a una habitación parecida a la ubicada al lado del vestíbulo, con la diferencia de que ésta estaba completamente vacía. Ni un sólo mueble o cuadro adornaban la amplia estancia.
—He ido vendiendo algunas cosas para desocupar más fácilmente la casa cuando llegue el momento de venderla —explicó ella.
—Me parece muy bien —aprobó Víctor—. Cuando llega el momento de desalojar una casa, siempre se encuentra uno con más cosas de las que creía tener.
—Es verdad. Sígame.
Víctor había empezado a observarla más detenidamente. El desagradable café que le había servido lo había dejado algo desconcertado. Hasta el momento todo parecía muy bien, muy agradable, y entonces ella le servía ese extraño y espeso líquido con sabor a lodo.
Trató de restarle importancia.
Al costado izquierdo de la estancia, la anciana había empezado a subir por unas empinadas escaleras de madera que se alzaban por ese extremo hasta llegar a un rellano en la esquina de la habitación, donde una especie de balconcillo seguía frente al lugar donde se encontraba Víctor, hasta desaparecer en el ángulo de la derecha.
La siguió por la escalera y entonces, al estar tras ella, notó que tenía las piernas plagadas de gruesas varices. Éstas se extendían por toda la parte posterior de las piernas hasta desaparecer en los agrietados y callosos tobillos.
—He luchado con las malditas —dijo de repente ella, sin voltear la vista—, pero éstas se niegan a desaparecer, a pesar de todos los tratamientos que les han hecho.
Víctor se sobresaltó.
—Perdone, Doña Margarita, pero no sé a qué se refiere…
—¡A esas malditas varices! ¡Se niegan a desaparecer, las muy jodidas!
—Entiendo —dijo él, pero el cambio en el lenguaje de la anciana lo había sorprendido desagradablemente. ¿Malditas? ¿Jodidas? Nunca hubiera esperado esas expresiones de una dulce anciana que se sonrojaba como una chiquilla cuando le dedicaban un piropo.
Llegaron al rellano y la anciana torció rápidamente a la derecha por el balconcillo, llegando al otro lado antes de que Víctor pudiera darse cuenta.
Qué rapidez, pensó.
Torció a su vez en dirección al pasillo, y frenó en seco. Éste era mucho más estrecho de lo que parecía desde abajo y estaba ligeramente inclinado por el lado de la baranda. Parecía muy inestable.
Se obligó a avanzar y el estómago se le encogió al sentir el primer crujido de las tablas bajo sus pies. Asió su mano derecha a la baranda y avanzó lentamente. Miró hacia abajo y se sorprendió por lo lejos que se veía el piso desde allí. La caída sería dolorosa.
Otra tabla crujió sonoramente y el piso pareció desestabilizarse un poco. Miró al frente angustiado y se encontró con la mirada fija de la anciana. Tenía los brazos en jarras y no sonreía. Tras ella, el pasillo se extendía hasta desaparecer de vista.
—¿Qué esperas, hijo? ¿Te vas a quedar ahí como un cobarde?
—Es que… —balbuceó Víctor con un nudo en la garganta.
—Vamos, deja de pensar y ven. Si una vieja como yo pudo hacerlo, tú también puedes.
—Es que le tengo miedo a las alturas.
No obstante, se obligó a caminar una vez más, apuró el paso y llegó indemne al otro lado. Suspiró aliviado. Miró hacia atrás y le pareció notar el pasillo aún más estrecho e inclinado. Se volvió nuevamente hacia la anciana y ésta le dedicó una sonrisa amplia y desdentada, muy distinta de la tierna sonrisa que le había regalado cuando le dio la bienvenida.
—¿Ves cómo pudiste? —le preguntó con una voz vieja y cascada.
—Sí, Doña Mar… Margarita.
—Ahora ven. Te mostraré esta parte de la casa —dijo, y acto seguido desapareció en la penumbra del pasillo.


6

El oscuro corredor, plagado de puertas a ambos lados, parecía extenderse eternamente cuando la anciana frenó y abrió una de las puertas de la izquierda.
—Entre —ordenó.
—Sí, Doña Margarita.
—Señora Benavides, por favor —corrigió ella.
—Sí, seño… señora Benavides.
Entró y se encontró ante una escalera de piedra que descendía en espiral. Dudó un momento, pero entonces la anciana entró tras él y cerró la puerta. Quedaron a oscuras.
—¿Está segura de que…? —empezó Víctor con un nudo en la garganta, pero ella lo interrumpió.
—Pues claro. Le pagué para que hiciera un avalúo de la casa y eso es lo que estamos haciendo.
Víctor sintió que hurgaba en algún lugar a su derecha, y un momento después la anciana prendió una lámpara a base de aceite y las escaleras se iluminaron con una luz parpadeante. La anciana se situó frente a él y alzó la lámpara. Víctor notó que a la débil luz el iris gris claro de la anciana se había hecho imperceptible, volviéndose casi blanco, y su pupila diminuta le daba un aire bastante siniestro. Las arrugas de su rostro eran ahora más pronunciadas y la tez, antes limpia y tersa a pesar de su edad, estaba ahora llena de manchas y granos.
—Sígame —dijo la vieja, dedicándole una siniestra sonrisa, y comenzó a descender ágilmente por las escaleras.
Víctor la siguió. No tenía opción.


7

Descendían en silencio, sin pausa, hasta que a Víctor le pareció que era imposible que aquella casa pintada de níveo blanco pudiera acoger todos esos recovecos, escaleras y pasillos.
Se disponía a preguntarle algo al respecto a la anciana cuando las escaleras terminaron. Anduvieron unos cuatro o cinco metros por otro pasillo, llegaron a una pequeña pieza y entonces la anciana advirtió:
—Tenga cuidado.
Víctor estaba a punto de preguntarle por qué, cuando descubrió un ancho foso sin bordes a su izquierda, en el centro de la habitación. Parecía no tener un fondo visible por lo que alcanzó a vislumbrar y su oscura negrura lo intimidó, impulsándolo a replegarse contra la pared. Ella no se inmutó.
Dos metros más adelante llegaron a una gruesa puerta de madera. La anciana depositó la lámpara en el suelo y hurgó entre sus ropas. Sacó una vieja llave y abrió la puerta. Luego guardó la llave, cogió nuevamente la lámpara de aceite y empujó la puerta invitándolo a entrar.
Víctor empezaba a sentirse cada vez más asustado, pero algo en la estancia a la que habían llegado lo impulsó a entrar.
Se hallaban en una inmensa cámara, iluminada a medias por la luz que entraba por unas altas troneras. Estaba llena de pinturas, esculturas y cachivaches. El techo tenía unos quince metros de altura, calculó Víctor avanzando lentamente, y el otro extremo del gran salón estaba a casi un centenar de metros de distancia.
Fue entonces cuando la puerta se cerró con un sonoro golpe. Víctor se volteó sobresaltado. La anciana no estaba.
—¡Oiga! —gritó—. ¡¿Qué cree que está haciendo?! ¡Ábrame!
—¡Le pagué para que hiciera un avalúo de la casa, señor Víctor Hugo Tejada! ¡Hágalo! —respondió ella, y acto seguido Víctor escuchó el sonido de sus pisadas desapareciendo escaleras arriba.
Víctor quiso golpear la puerta por la que habían entrado, pero para su sorpresa descubrió que no había sólo una, sino al menos una docena de puertas similares distribuidas a todo lo largo de la pared. No habría podido decir con seguridad por cuál había entrado.
Estaba perdido.



Continuará…



Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Octubre de 2010.

5 comentarios:

  1. anda!!!! si es q de los viejitos amables no hay que fiarse! yo no puedo esperar para saber como va a salir de ahi!!! aghhhhhhhh!!! genial como siempre, espero la segunda ansiosa!! :D

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  2. Belleeeee!!! :)

    Gracias por tu comentario. Me alegra mucho que te tenga intrigada la historia. Y eso que esto es sólo el comienzo... :D

    La segunda parte la publicaré en un par de días, así que no será mucho lo que tienes que esperar. ;)

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  3. Eso es bueno, justito acaba de terminar el programa de televisión (dios no tengo perdón de dios de ver ese tipo de programas XD) pero ya me voy a la cama con el ipad y leeré entero esta nueva parte si no me caigo rendida de sueño, por suerte mañana libro así que mañana te digo :D Un abrazo!

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  4. ^Por fin me pude poner a leer el relato! Me gusta de momento, tengo ganas de leer más, pero iré haciéndolo poco a poco si no te importa.
    Ya decía yo que empezaba muy bucólico, con la gente tan amable y la viejecita parecida a su abuela. Cuando le sirvió el ¿café? me acordé de la escena de It.
    A ver cuándo puedo seguir leyendo, te comentaré!

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  5. Gracias por leerlo, Sonix. Me alegra que te vaya gustando hasta el momento. :D Y puedes leerlo como te sea más cómodo. Sé que es un poco largo y leer en la pantalla cansa mucho, aunque igual espero que al final valga la pena. ;)

    Espero ansioso tu comentario de la segunda parte. :) Y sí, esa escena del café fue inspirada en It. Quizá hasta sea una especie de guiño. :P

    PD: Muy pronto pondré el "Detrás de...", pero ni se te ocurra leerlo sin terminar antes el relato, jejeje. ;D

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