Los Renegados presentan:
DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo IX
Escrito por: George Valencia (Calavera)
9 de junio de 2011
Estos últimos días han sido vertiginosos.
Apenas he tenido tiempo para dejar constancia en mi Diario, en el cual las entradas se han vuelto cada vez más extensas, de todo lo que se habló en la noche del pasado lunes 6 de junio. Fueron tantas las cosas que descubrimos, tantas las que recordamos, que a veces me resulta imposible ordenar todos mis pensamientos. Y por si eso fuera poco, una idea ha llevado a la otra y he terminado rememorando hechos que sucedieron hace más de cuatro años, por lo que a veces ni siquiera sé qué es lo que quiero contar cuando me siento a escribir estas líneas, que sirven tanto como vía de escape que como lienzo en el cual armar el descabellado rompecabezas en que se ha convertido todo esto.
Una parte de mí está hasta la coronilla del maldito Carvajal. En algunas ocasiones siento que si tengo que escribir una vez más ese apellido voy a terminar volviéndome loco. Bueno, aún más loco de lo que estoy.
No obstante, en los últimos días he descubierto que es imposible huir de tu destino. ¡Si hasta después de muerto no he podido zafarme! Así que por mucho que quiera, no puedo escapar de él…
En tácito acuerdo, George, Valeria y yo nos hemos tomado un pequeño descanso para digerir esa avalancha de información en que se convirtió la noche del lunes. George ha pasado un par de veces a saludar y ver cómo estoy, pero ni siquiera se ha tomado la molestia de invitarme al Zaguán a tomar algo ni a convidarme a dar una vuelta en su Mustang. Supongo que no sólo lo hace con el fin de darme un poco de espacio para pensar las cosas, sino que él también necesita estar a solas para meditar y, quizá, para decidir qué es lo que debemos hacer a continuación, cuál debería ser nuestro próximo paso.
Yo, la verdad, he gastado mi tiempo en descansar y escribir. Necesité dos días para narrar todo lo que sucedió el lunes y, como dije, una cosa ha llevado a la otra y he terminado recordando lo que pasó en la jornada en que viajé a Soledad en compañía de Vargas y Coppola, dos de los gamberros de Carvajal. Una parte de mí se sorprendió al descubrir que recordaba con total nitidez todo lo sucedido ese día, y creo que fue justamente el hecho de rememorar esa jornada, y lo que acaeció en ella, el detonante o el estimulante que indujo de alguna manera el sueño que tuve esa noche.
Pero no sólo eso.
Para mi sorpresa, el mismo sueño se ha repetido en la noche del martes y en la de ayer miércoles, como si algún ser superior insistiese en su importancia. O tal vez ha sido el loco de George el que terminó sugestionándome…
El caso es que por fin tengo la respuesta que tanto me ha estado exigiendo y, ya que estamos, he de admitir que la misma reviste una singular trascendencia. Así, gracias a este sueño, ese episodio de mi niñez no sólo ha desvelado la duda que carcome a George, sino que consigue desembrollar parte de la madeja que forma esta historia.
Digamos que el recurrente sueño de las últimas tres noches contiene varios elementos significativos (¡Vaya! Eso sonó muy sesudo). Tanto, que la primera vez, cuando desperté en la madrugada del martes, no pude evitar sentirme bastante perturbado. No mojé la cama, pero casi, y no precisamente con el vaso de agua que dejo en la cómoda de al lado por si despierto con sed a medianoche.
Estuve un buen rato despierto, nuevamente mirando el techo, meditando. Y el hecho de que el sueño se haya repetido en las últimas dos noches sólo ha logrado incrementar mi desazón. Una desazón soportable, a decir verdad, pues ahora recuerdo perfectamente lo que pasó, cómo me hice la cicatriz que tengo en la palma de la mano izquierda.
Ya dije en alguna parte del Diario que mi padre trabajó para Carvajal durante un buen tiempo. Era conductor. A veces trasportaba a sus hombres, pero sobre todo le tocaba transportar mercancía, el contenido de la cual siempre lo tuvo sin cuidado. Nunca le interesó saberlo; el viejo era bastante discreto. Un buen tipo mi viejo, como dice la canción de Piero. Lo recuerdo con mucha nostalgia. Y fue precisamente su personalidad, su honestidad y discreción, la que hizo que se ganara la estima de Carvajal. A éste le gustaba conversar con mi viejo, que era bastante bueno para escuchar, aunque a veces lo único que hacía era asentir una y otra vez. Carvajal se sinceraba con mi padre, y luego, sin que me padre aportase gran cosa, afirmaba que por eso era que le gustaba hablar con el viejo Santos, porque él sí que lo entendía. Curioso, ¿no?
El caso es que después de un tiempo comenzó a invitar a mi viejo a pasar de cuando en cuando un fin de semana en una de sus haciendas. La mayoría de esas reuniones eran para Carvajal y sus hombres. Juergas de todo un fin de semana en las que la comida, el licor y las mujeres estaban a la orden del día. No obstante, tampoco fueron pocas las veces en que organizó reuniones familiares.
Pues bien, resumiendo un poco, fue justamente en una de dichas reuniones en la que conocí a Julián David Carvajal, su hijo.
Yo tenía unos diez años en ese entonces, si mal no recuerdo, y él tenía uno menos. Hicimos buenas migas desde un comienzo. Éramos el terror de las sirvientas y del personal doméstico de Carvajal, pues jugábamos, corríamos y hacíamos de las nuestras por toda la propiedad. Y como él era el hijo del jefe, nadie nos decía nada. ¡Ay de quien se metiera con Juliancito!
Qué buenos tiempos aquellos. Era un buen chico el Flaco. Yo le decía así porque era delgado como un espagueti. No engordaba ni a palos. Bueno, yo tampoco he sido muy gordo que digamos, pero él sí que se llevaba el premio.
Con el tiempo nos volvimos inseparables y yo anhelaba con ansias esos fines de semana en la hacienda de su padre.
Luego, por iniciativa del propio Carvajal, y al ver que nosotros nos la llevábamos tan bien, Julián comenzó a venir a Los Altos de vez en cuando. Se quedaba dos o tres días y lo pasábamos en grande. Por lo general nos íbamos para el bosque; inventábamos mil aventuras distintas. Ya saben, uno de chico se entretiene con cualquier pelotudez, y de la más pequeña idea arma toda una expedición. Más todavía tratándose de un bosque tan frondoso como el ubicado al este de Los Altos.
Sí, hacen bien al suponer que es el mismo bosque en el que está ubicado el famoso claro.
La casa en la que vivíamos por ese entonces quedaba cerca de allí. No tanto como en la que vivo ahora, pero sí distaba apenas unos quince minutos en coche. Y como dije, partíamos desde temprano para el bosque y nos quedábamos hasta bien entrada la tarde jugando a mil cosas diferentes. En un par de ocasiones mi viejo nos acompañó y ahí sí la excursión se tomaba hasta dos y tres días, en los cuales acampábamos bosque adentro a la luz de la hoguera, íbamos de pesca al Lago Alto o escalábamos el Pico del Lobo, la montaña más empinada de todo la cadena montañosa que se extiende al este de Los Altos.
Una vez, en una de las tantas ocasiones en que fue a pasar el fin de semana en mi casa, Julián llegó más temprano de lo normal. Teníamos planeado ir de excursión al bosque y…
…Desde el primer momento en que lo veo, al bajar del auto en que lo han traído los hombres de su padre, noto que algo se trae entre manos. Hay cierta sonrisa pícara en su rostro que me hace pensar que ha traído un juego o una idea interesante para poner en práctica. No sería la primera vez.
—Hola, Flaco —lo saludo.
—Hola, Alan…
—¿Qué tramas? —me adelanto yo antes siquiera de dejarlo hablar—. Se te nota en la cara.
Él no puede evitar reír socarronamente y, guiñándome un ojo, dice:
—Ya verás.
No perdemos tiempo en más preámbulos. Ya hemos trazado un plan para la jornada, así que tengo todo listo para partir hacia el bosque. Esta vez mi padre está trabajando, así que luego de despedirnos de mi madre, que nos encomienda como siempre tener mucho cuidado, emprendemos la marcha.
Cada dos o tres minutos observo al Flaco, tratando de sonsacarle algo, pero este se mantiene en sus trece diciendo que es una sorpresa. Mis ojos se desvían a su mochila, pero nada en los contornos de esta me da una idea de lo que se pueda tratar. Algo ha traído, de eso estoy casi seguro, pero no logro imaginar qué es.
Son las nueve y cuarenta de la mañana.
La marcha hacia el bosque transcurre sin novedad. La verdad, nos tomamos nuestro tiempo. Caminar entre los tupidos árboles, cobijado por el apacible silencio de esos parajes, hace que te desconectes por completo de la realidad, y son muchas las cosas que llaman nuestra atención a cada momento. Tenemos nueve y diez años, maldición, ¡el mundo es nuestro!
—¿Y tu padre? —pregunto en un momento dado.
—¿Qué? —pregunta él a su vez, distraído.
—¿Que a qué se dedica últimamente?, quiero decir. ¿Qué se trae? —Para ninguno de los dos es un secreto que su padre no anda en negocios muy legales que digamos, pero somos niños, así que tratamos el tema con ligereza y naturalidad. Muchas han sido las veces en que me ha contado cosas muy interesantes sobre Carvajal y los suyos. Bueno, interesantes para un niño de diez años como yo.
—Oh, bueno, ahora que lo dices ha estado algo distante. Creo que tiene ideas para un nuevo proyecto en un pueblo ubicado al oeste de la autopista. Soledad, creo que se llama. Lo he oído hablar mucho al respecto, pero la verdad poco me importa.
—Pues sí, tienes todo. ¿Qué más le pides a la vida?
—¡Una carrera! —anuncia a modo de respuesta—. El último en llegar al claro es un mariquita —y echa a correr.
Yo me quedo petrificado por unos segundos, para luego echar a correr tras él, procurando alcanzarlo. Ya saben, cuando uno tiene diez años, una apuesta de estas reviste la mayor importancia, y no quieres de ninguna manera que tu imagen quede en entredicho.
El claro aún dista un buen trecho de donde estamos, y además está ubicado luego de una pronunciada pendiente, por lo que cuando llegamos estamos decididamente exhaustos. El Flaco llega primero, así que tengo que aguantarme por varios minutos sus burlas y chanzas.
Es la ley del juego. No protesto por ello.
Nos sentamos a la sombra de un frondoso pino y nos tomamos un rato para recuperar el aliento. Sacamos sendas botellas de agua de nuestras mochilas y echamos un trago. Bueno, en realidad casi acabamos con el contenido de las botellas. Estamos sedientos y el agua no nos preocupa: hay un arroyo cristalino que corre a apenas unos cuantos metros del claro.
Son las once de la mañana.
Luego de un rato de descanso y de no pocas charlas insustanciales, no puedo reprimir más mi curiosidad y le espeto:
—Vamos ya, Flaco, suéltalo. No seas pelotudo.
—¿Que suelte qué? —responde él con cara de inocencia. Una expresión que, conociéndolo como lo conozco, no le cuadra ni un pelo.
—Esa cara de pelota no me engaña. Has traído algo o me dejo de llamar Alan Santos.
—Bueno, qué diantres —dice, aprovechando que estamos solos. Por muy generosos que sean nuestros padres, no admiten que digamos malas palabras.
El Flaco coge su mochila, la abre y empieza a hurgar en ella. Parece encontrar algo, se detiene y me mira con una cara de seriedad muy impropia en él. De hecho, su voz se torna bastante grave al decirme:
—Alan, prométeme, por lo que más quieras, que nunca le vas a contar nada de esto a nadie. Si mi padre se llega a enterar, me mata.
Yo asumo a mi vez una expresión de circunstancias, estiro mi mano derecha con el dedo meñique extendido, y digo:
—Que se me caigan las pelotas si no lo cumplo.
El Flaco estira su mano y engarza su meñique con el mío, repitiendo la frase de marras. Ese juramento reviste una férrea seriedad.
Hecho esto, vuelve a mirar el interior de su mochila y saca un cuchillo de mango negro y hoja brillante. Me mira con solemnidad y por un momento un rayo de sol se cuela entre las ramas del pino bajo el que estamos sentados, se proyecta en la hoja y hace que ésta despida un fuerte y luminoso brillo que nos deja cegados unos segundos. Es como si el cuchillo estuviera anunciándonos su presencia, y por un instante el momento se cubre de una singular trascendencia. Luego el sol se oculta tras una nube y el momento especial termina.
Nos miramos, y, al contrario de lo que solemos hacer, nos quedamos serios, como si ambos estuviéramos de acuerdo en que algo solemne acaba de suceder y que sería inadecuado restarle dignidad con alguna chanza u ocurrencia.
Pasado un momento, le digo:
—Eso fue raro, ¿eh, Flaco?
—Sí, bastante —asiente pensativo—. Pero no es el cuchillo lo que te quiero mostrar.
—Eso supuse —digo, y es verdad; sin meditarlo mucho, sé que hay algo más. No sé por qué lo sé, pero tengo la certeza.
Es entonces cuando el Flaco hurga de nuevo en su mochila y saca un paquete envuelto en un paño granate. Pone la mochila a un lado y posa el envoltorio en su regazo.
—Alan, escúchame bien: si mi padre sabe que saqué esto sin permiso de su despacho, me mata. Literalmente.
Lo miro y noto que delgadas líneas de sudor han empezado a correr por su frente.
—Bueno —digo yo—, ¿entonces para qué demonios lo sacaste?
El Flaco me observa muy serio, y luego, sin responder, centra su mirada en el paquete. Suspira profundo y comienza a desenvolverlo lenta y cuidadosamente.
Cuando su contenido queda a la vista, yo mismo no puedo evitar contener el aliento y reprimir un escalofrío: se trata de un voluminoso libro de cubierta desteñida con refuerzos de cuero negro en las esquinas y en el lomo. Sus hojas amarillentas y su aspecto general hacen pensar que tiene un montón de siglos de antigüedad. Una correa negra con adornos plateados cierra el volumen por el centro y un cordón de terciopelo azul sirve como señalador. El título es prácticamente indescifrable: su antigüedad o su constante uso han terminado borrando las letras y sólo queda un leve vestigio de las mismas.
—Flaco —atino a decir—, estás acabado. Si tu padre se da cuenta de que no sólo le sacaste el libro sin su permiso, sino que además lo trajiste de paseo, no sólo te mata: te hace picadillo.
—Lo sé, lo sé —dice él cada vez más desencajado, como si apenas ahora cayera en la cuenta de la magnitud de lo que ha hecho—, pero es que anoche estuve espiando por una rendija de su puerta y vi que hablaba con dos hombres sobre el libro. Les mostraba algunas de las imágenes que contiene y les impartía instrucciones. Parecía que le daban mucha importancia y, bueno, no sé, fue como si el libro me llamara de alguna manera. La curiosidad me venció.
—La curiosidad mató al gato, ¿sabías?
—Sí —acepta el Flaco—, pero la satisfacción lo trajo de vuelta.
De repente nos miramos, y estallamos en carcajadas por la ocurrencia.
La tensión del momento parece desaparecer, o al menos pasa a un segundo plano, y el Flaco, más relajado, comienza a desabrochar la correa que protege el libro.
El mediodía se acerca.
Pasamos un buen rato mirando el libro, analizando las numerosas y grotescas imágenes, muchas de las cuales representan lejanos territorios y oscuros parajes, como salidos de una pesadilla, y leyendo algunos pasajes sin entender un comino. El libro está escrito a mano en caracteres arábigos, pero el lenguaje parece ser una mezcla de latín y árabe, pues de cuando en cuando algunas palabras se nos hacen conocidas.
Es casi mediodía cuando el Flaco me llama la atención sobre unas líneas en especial.
—Mira, Alan, estoy casi seguro de que este es el pasaje que mi papá estuvo repitiéndole a los hombres. No sé qué indicaciones les daba, pero creo que tiene que ver con esta parte en especial.
—¿Y qué dice?
—¿Y yo qué diablos voy a saber?
—Pues como pareces tan seguro…
—Sí, pelotudo, recuerdo las palabras, pero no entiendo un cuerno.
—¿Y para qué es el cuchillo? —digo de pronto al notar que éste ha despedido un nuevo destello provocado por el sol, que ahora está muy cerca de su cenit.
—Ah…, bueno… —dice el Flaco, indeciso y tímido a partes iguales—, pensé que podríamos hacer un pacto. Ya sabes, como en las películas. Un pacto de sangre para sellar nuestra amistad.
Lo miro de hito en hito.
—¡Ahora sí que te has vuelto loco, Flaco!
—Hasta podríamos recitar la parte que leía papá anoche… —sigue él.
—Eres mi amigo, Flaco —aclaro yo—, pero ni loco voy a cortarme con ese cuchillo. Puedes estar seguro de que te aprecio, pero no tanto.
—¡Eres un maldito gallina, Alan! —exclama el Flaco de pronto ante mi negativa.
—¿A quién llamas gallina?
—A ti, pelotudo. Te da miedo hacerte una cortadita.
—¡No me da miedo! Es que no quiero.
—O a lo mejor es que no quieres sellar nuestra amistad. De verdad pensé que seríamos amigos para siempre…
—¡Y dale con lo mismo! ¡Déjate de joda, Flaco!
De repente éste me mira algo dolido, y muy a mi pesar me siento un poco culpable. Es una idea de locos eso de cortarse para hacer un pacto, pero se nota que el Flaco lo tenía planeado con buena intención y que tal vez estaba ilusionado con la idea, así que luego de un momento termino accediendo a su insistencia.
—Está bien, no me mires con esos ojos de ternero huérfano. Vamos a hacerlo, ¡qué demonios!
—Ya verás que no te arrepientes —dice el Flaco, otra vez muy animado—. Seremos amigos hasta la muerte, Alan… O hasta después de la muerte, quién sabe.
La frase me parece algo perturbadora, pero trato de restarle importancia y pregunto:
—¿Tienes algo en mente, Flaco?
—Bueno, no sé si lo leí o lo vi en alguna peli, pero dicen que los pactos se cierran haciéndose una cortada en la palma de la mano izquierda. Luego nos estrechamos la mano y decimos algo. —Echó un vistazo al libro—. Quizá este párrafo de acá estaría bien.
Lo pienso de nuevo por última vez y accedo.
—Está bien, hagámoslo ya antes de que me arrepienta.
El Flaco me mira muy serio, y yo no puedo evitar tornarme grave también. Si vamos a hacer un pacto de sangre para sellar nuestra amistad, mejor será que lo hagamos bien y en serio.
Asiento, y él asiente a su vez. Nos volteamos un poco hasta ponernos frente a frente, con el libro en medio. El Flaco coge el cuchillo y me mira.
—¿Listo? —pregunta.
—Listo —respondo—. No hagamos esperar al público.
—Está bien…
—Oye —digo de pronto—, perdona lo que te dije hace un momento. De verdad eres un amigo de puta madre, Flaco. El mejor que he tenido.
—Tú también, Alan. Tú también.
—Ahora bien, no vas a manchar el libro con sangre. Ahí sí que tu viejo te pilla y te corta en pedazos.
—Tienes razón —dice él, y pone el libro a un lado, de tal forma que ambos lo podemos leer—. Bueno, tú primero.
—Y el gallina era yo, ¿eh? Presta para acá —y le quito el cuchillo. Miro mi palma, lo miro a él, que me observa atentamente, y sin pensarlo mucho hago un corte en diagonal partiendo desde la base del índice. La sangre empieza a manar. Le paso el cuchillo y el Flaco hace lo propio, realizando un gesto de impresión al sentir el corte. Hecho esto, arroja el cuchillo a un lado y nos miramos.
—Dame la mano —dice.
Lo hago, estrechando la suya con fuerza. Él mira el libro y empieza a recitar lo que esperamos sea una exhortación a la amistad eterna:
—Hodie nobis hoc foedus amicitiae signum unitatis, et vita aeterna infrangibile sanguine foedus hoc et in sequente, et demum frangentur et reliquit cum id planum.
»Sacrosancta sanguine foedus unit nos post mortem, requiem animabus nostris imperpetuum continens et creans vinculum et nihil frangere nemo potest.
»Fiat.
El silencio cae como una pesada losa sobre nosotros.
Un extraño mutismo parece extenderse por todo el lugar. Las ramas de los árboles dejan de ser mecidas por el viento, las aves cesan sus trinos y hasta el sosegado murmullo del arroyo cercano parece atenuarse un poco.
—Fiat —susurro entonces, no sé si porque me ha quedado sonando la palabra o porque una parte de mí siente que debo pronunciarla para terminar de sellar el pacto.
Observamos nuestro alrededor, maravillados por la extraña quietud. Entonces nos miramos, examinándonos mutuamente como esperando encontrar alguna especie de cambio o anormalidad. Notamos que de nuestras manos ha seguido manando sangre profusamente y eso nos saca de nuestro estupor.
—Flaco —digo, enseñándole mi palma—, creo que será mejor que hagamos algo al respecto.
—Tienes razón —dice él, y muy trabajosamente comienza a hurgar una vez más en su mochila. Saca un pañuelo y entre los dos nos arreglamos para cortarlo por la mitad con el cuchillo. Lavamos medianamente nuestras heridas con la poca agua que queda en las botellas y luego realizamos un improvisado vendaje.
Para ser un par de niños de nueve y diez años, el resultado no está tan mal.
Cuando el trabajo con las vendas está hecho todo parece volver a la normalidad; los sonidos del bosque reaparecen, como si nunca hubiesen desaparecido, y hasta el sol parece iluminar con más fuerza el claro, dándole un color distinto, más vivo.
—¿Y bien? —dice el Flaco luego de un momento.
—¿Y bien qué? —pregunto.
—¿Amigos para siempre?
Sonrío.
—Claro, Flaco. Hasta la muerte.
—O más allá.
—O más allá, sí.
Sonreímos y…
…Nos quedamos un rato disfrutando del momento.
Recostados contra el pino y dando cuenta de algunas viandas, deleitados por la apacible tranquilidad del bosque, permanecimos un rato en silencio, pensativos, cada uno perdido en sus propias ensoñaciones.
Más tarde, al sentir un picor extraño en nuestras palmas, iremos al arroyo a lavarnos y ver qué sucede. Entonces encontraremos algo muy, muy raro. Pero eso será después…
El caso es que, ahora que lo recuerdo con claridad, fue una tarde maravillosa. Quizá la última en la que de verdad nos divertimos como solíamos hacerlo, la última exenta en su totalidad de preocupaciones, la última tarde de nuestra infancia juntos.
Luego de eso, ya nada fue lo mismo.
Su padre lo descubrió. Por más que el Flaco se esmeró en llevar de vuelta el libro y depositarlo en su lugar sin que lo descubriera, Carvajal lo pilló, y el castigo que le propinó fue terrible. El Flaco nunca me contó los detalles, no sé si por vergüenza o porque prefería no recordarlo. Pero el hecho es que le costó caro.
Y no sólo eso. Además, su padre le prohibió volver a Los Altos.
Yo volví varias veces a su hacienda en compañía de mi padre, en las ocasiones en que Carvajal organizaba sus famosas reuniones familiares, y me veía con el Flaco. Había un vínculo irrompible entre nosotros, estábamos fuertemente conectados, pero aun así un oscuro velo se había cernido sobre nosotros luego de su castigo y la prohibición de volver a Los Altos.
En esas reuniones, Carvajal nos permitía estar juntos, conversar, caminar por la hacienda y demás, pero ya nada fue lo mismo. De una manera silenciosa, él se las había arreglado para poner una barrera invisible entre los dos.
Creo que, en gran medida, fue esa la razón de que yo me olvidara de todo el episodio del claro y del doloroso castigo que vino después, como si inconscientemente hubiese puesto un velo, una sombra que ocultara ese recuerdo y lo enterrara bajo la losa del olvido.
Luego de un tiempo, Carvajal envió al Flaco a estudiar al exterior, y jamás lo volví a ver…
MUY INTERESANTE,ME ESTOY PONIENDO AL DIA OTRA VEZ ;)
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