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lunes, 11 de julio de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo X


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo X

Escrito por: Adrián Granatto





12 de junio de 2011

No estoy acostumbrado a escribir tanto.
Verdaderamente estos días pasados han trascurrido en un frenesí de letras que me ha dejado exhausto, así que luego de un merecido descanso para mi mano, hoy retomo este diario para volcar las novedades recientes.
De Valeria no tengo noticias. No me preocupo por eso. El que sí me preocupa es George. Todavía no le conté lo del sueño (o recuerdo, ya no sé como llamarlo) y sé que le va a interesar, pero lo noto raro y me preocupa. Capaz son sólo ideas mías y la cosa pasa por otro lado; después de todo, no conozco a George tan bien y tal vez esos raptos de introspección en él son cosa normal.
Preferí dejarlo con sus cuitas, así que ayer salí de casa dispuesto a despejar la cabeza, pero no más cerré la puerta me encontré con un Sedán verde estacionado frente a la casa. En la puerta del conductor se leía:

INMOBILIARIA DE LOS ALTOS
DANNETTO & HNOS
PRIMERA EN VENTAS

 Y en la luneta trasera llevaba una calcomanía que decía:

LOS ALTOS
UN BUEN LUGAR PARA VIVIR LA VIDA

Y la muerte, pensé. Es un buen slogan.
Del auto bajó una mujer muy atildada vestida con falda, saco y el pelo recogido en un tirante rodete. En la mano traía una carpeta. Cerró la puerta y se apoyó en ella. Miró su reloj y luego el camino. Resopló y cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.
Estaba claro que tendría que hacer mi acto fantasmal antes de marcharme, porque si no corría el riesgo de quedarme sin casa.
La mujer volvió a resoplar y comenzó un leve taconeo. No creo que fuera consciente de ello. Parecía como si de pronto hubiera sido poseída por el espíritu de una bailadora de flamenco.
Volvió a mirar el reloj y, al levantar la vista hacia el camino, vio venir un auto. Era viejo y llevaba el paragolpes delantero sostenido por alambres. La patente había pasado a mejor vida, vaya uno a saber en cuál de los tantos caminos recorridos.
Un hombre de edad bajó del vehículo con dificultad y estrechó la mano de la mujer que ahora sonreía de forma ladina. Mientras el hombre se disculpaba por la tardanza, abrió la puerta trasera y sacó una silla de ruedas. La desplegó delante de él, le puso los seguros, y la llevó rodando hasta la puerta del acompañante. Ayudó con delicadeza a una anciana a trasladarse a la silla y, lentamente, recorrieron los tres el camino de piedras que conducía a la casa.
La mujer de la silla llevaba un pañuelo en la cabeza, de donde sobresalían mechones de cabello blanco, y una manta cubriéndole las piernas. Una de sus manos descansaba en su regazo, mientras que la otra se posaba sobre la diestra del hombre que empujaba la silla. El anciano continuamente se acercaba al oído de la mujer y le susurraba. Ella sonreía y asentía con la cabeza.
Automáticamente empaticé con la pareja de viejitos y me sentí una basura por tener que echarlos, pero no quedaba otra. Conseguir casa en Los Altos es complicado, a menos que tomes una casa abandonada como George; pero siempre me gustó el confort y no iba a dejar que una pareja de ancianos, por más bien que me cayeran, me arrebataran ésta que estaba bastante bien.
Llegaron al umbral y la mujer sacó una llave del bolsillo del saco. La introdujo en la cerradura y se sorprendió cuando notó que la puerta estaba abierta.
—Debieron ser los de la limpieza —mintió—. Todas las semanas pasan para quitarle el polvo a las propiedades que tenemos en venta. No se dan ustedes una idea de la cantidad de suciedad que acumula una vivienda deshabitada. Es increíble.
Entraron a la casa y yo con ellos. Recorrieron la planta baja y, al llegar a las escaleras, el hombre se arrodilló frente a su mujer, ocultando una mueca de dolor.
—Voy a arriba unos minutos, mi vida. ¿Vas a estar bien?
Ella le acomodó el pelo en un gesto lleno de ternura.
—Claro. Pero no tardes.
El hombre le besó las manos y subió las escaleras acompañado de la mujer de la inmobiliaria.
Fui tras ellos para comenzar con el espectáculo, cuando la anciana de la silla dijo en voz baja:
—No me deje sola, muchacho. Venga y hágame compañía. Y, mientras tanto, me cuenta cómo es el asunto de ese lado.


Me quedé patitieso al oír a la mujer y sentí cómo la mandíbula me caía laxa hasta el ombligo. Ella soltó una carcajada.
El viejito se asomó por la barandilla.
—¿Pasa algo, Curru? —preguntó preocupado.
—No, nada, mi amor —dijo la mujer todavía riendo—. Me acordé de algo gracioso, nada más que eso.
El hombre se quedó unos segundos más observándola, supuse que preguntándose si debía bajar o no, y al final volvió con la profesional de la inmobiliaria.
Mientras tanto, yo seguía en los primeros escalones, estático y sin saber qué hacer.
—Vamos, muchacho, no sea tonto y acérquese. Me va a hacer hablar alto y mi esposo va a creer que estoy loca en serio.
—¿Puede verme? —logré decir mientras me acercaba.
—Bueh… —dijo ella revoleando los ojos—. Tal parece uno pierde la inteligencia cuando pasa para el otro lado. Me imaginaba cualquier cosa, menos eso. ¡Y claro que puede verlo, hombre! ¿O usted cree que de verdad estoy loca y hablo sola?
—Es que pensé que éramos invisibles para ustedes —traté de defenderme.
—Y lo son, no se preocupe por eso, muchacho. Yo comencé a verlos hace ocho meses, cuando enfermé. Supongo que eso tendrá algo que ver. Lo digo por lo de la cercanía con la muerte y todo el blablabla. El médico me dio seis meses. —Hizo un silencio y luego repitió—: Seis meses. Ya llevo ocho, lo que significa que ese matasanos no sabía un carajo de nada.
—Ajá —dije yo.
—¿Esta es su casa? Muy linda, acogedora. Me gusta. ¿Le molestaría si nos quedáramos? Mi marido quiere que mis últimos momentos sean al aire libre, con el verde, los árboles y los pajaritos. Yo no le quiero cagar la ilusión, le soy sincera. Me da lástima verlo así. No sé qué va a ser de él cuando yo me vaya…
»Pero a mí el verde como que me repele, ¿vio? A mí deme el cemento de la ciudad y el sonido del tránsito. Llego a oír el piar de un pajarito y le juro que lo bajo de un hondazo. Lo que pasa es que me da cosa contradecirlo y lo dejo que haga.
—Ajá —volví a repetir.
—La primera vez que vi a uno de ustedes me cagué en las patas. Estábamos en la calle, paseando. Yo en esos momentos podía caminar; poco, pero podía. Y vi venir a un hombre que observaba la numeración de las casas. Pensé que buscaba una dirección. Pero al acercarnos noté que estaba pálido, casi blanco, y me detuve a preguntarle si estaba bien. Mi marido frunció el ceño y miró para todos lados. Yo seguía preguntándole al paisano éste, que me miraba con los ojos bien abiertos y más pálido que un cirio de semana santa, si necesitaba algo, si se sentía mal. “Vamos, Curru”, lo oía decir a mi marido mientras me tironeaba del brazo, “Vamos que hace frío”. “Pero el pobre hombre…”, dije yo. “¿Qué hombre?”, se detuvo en seco mi marido volviendo a mirar alrededor. “El hombre, Beto, el que está allí”. Señalé con el dedo por detrás de nosotros. El hombre estaba a no más de dos metros de distancia, pero Beto parecía no verlo…
»Después empecé a encontrármelos por todos lados. Ya empezaba a parecerme al nene de la película, ese que decía que veía gente muerta.
»La cuestión es que yo soy muy dada y empecé a hablar con ellos de la misma forma como hablo con usted, y mi marido empezó a creer que deliraba. Consultó con el boludo ese de los seis meses y éste le dijo que hablar incoherencias era parte de la enfermedad, que era uno de los tantos síntomas. Ahí fue cuando habló de la internación. Le juro, muchacho, que se me frunció el culo al escucharlo decir eso. ¿Yo internada y a merced de ese inconsciente? ¡Ni en pedo! Empecé a temblar y mi marido se avivó al toque. Le dio las gracias al medicucho y, desde ese momento, se le puso en la cabeza lo de llevarme a vivir mis últimos días en las afueras de la ciudad.
—Ajá.
—¿Teniendo un idioma tan rico en expresiones, muchacho, y a usted lo único que le sale decir continuamente es “Ajá”?
—Es que estoy sorprendido —dije—. No me esperaba esto.
—Esto puede llegar a ser interesante —dijo la mujer, sonriendo. La cara se le iluminaba al hacerlo—. Mi marido necesita ir seguido a la ciudad, cosas de negocios, y podríamos usar ese tiempo para conversar. La idea de él era ponerme una dama de compañía para que me cuide, pero yo sé cuidarme bastante bien sola. —Me miró fijamente—. Entonces, ¿qué le parece? ¿Le gustaría pasar algunos momentos conmigo? Así como hablo hasta por los codos, también soy muy buena escuchando.
Abrí la boca para decir que no, pero lo que salió fue:
—Sería un honor, bella dama.
Ella se rió teniendo la precaución de taparse la boca.
—No sea tan lisonjero con esta anciana, muchacho. Guarde los piropos para señoritas más jóvenes.
Luego estiró su mano y yo se la tomé entre las mías. La sentí cálida y deseé un abrazo. ¿Cuánto hace que no siento el calor humano de un abrazo? Mucho tiempo, lamentablemente.
—Me llamo María Dorrego —se presentó—, pero mis amigos me dicen Curru.
—Encantado, María. Yo soy Alan, Alan Santos.
El marido de María y la mujer de la inmobiliaria bajaron las escaleras. Ella le mostraba algo en la carpeta y él asentía seriamente. Al llegar junto a su esposa, volvió a arrodillarse frente a ella.
—Arriba no es la gran cosa —dijo él—. Tres habitaciones y un baño. Tenemos todo lo necesario para nosotros aquí abajo. Sólo necesito saber si te gusta la casa.
Ella le besó la frente, me echó una mirada fugaz, y respondió:
—Claro que sí, mi vida. Me encanta.



14 de junio de 2011

Ayer, dos días después de la visita de Curru, se hizo la venta de la casa.
Y esta tarde, a eso de las tres, llegó un camión de mudanzas.
Aunque la casa estaba amueblada, la pareja de ancianos trajo varios objetos, aquellos de los cuales no podrían deshacerse ni en un millón de años. Uno de ellos era una cama de hierro bellamente labrada y pintada de dorado. En la cabecera, escrito en inglés, y usando los mismos hierros para darle forma, se destacaba la palabra FOREVER”.


18 de junio de 2011

En todos estos días traté de contactarme con George, pero me fue imposible. En la casa nunca estaba; y la vez que fui hasta El Zaguán me dijeron que hacía mucho que no lo veían por allí.
Curru convenció a su marido de que no necesitaba a ninguna dama de compañía, que ella era capaz de quedarse unas horas sola por día sin problema. Él se mostraba reticente.
—El día que quede postrada en cama hablaremos sobre alguien que me cuide. Pero mientras pueda moverme y esté lúcida, no. En nuestra antigua casa no tenías ningún problema en dejarme sola y aquí te pica el bicho. Por favor, no jodas, Alberto.
—Era distinto —se enfurruñó él—. Estaban los vecinos con ojo avizor. Aquí estás completamente sola.
No tanto, sonreí.
—Esos vecinos tenían ojo avizor para el chismerío, nada más. —Curru parecía estar levantando presión—. ¡Joder! Vete ya o llegarás tarde. Tienes tu celular y yo el mío. Me llamas cuando quieras, si eso te deja más tranquilo. Yo leeré algo y tomaré té. La cocina tiene un buen ventanal por donde entra bastante luz. Tú haz tus cosas, que yo estaré bien.


Curru posee una gran cantidad de libros, que en esos momentos descansaban dentro de cajas esparcidas por la sala. Nunca fui un gran lector, así que cuando me mostró algunos de ellos no reconocí a ningún autor.
La primera vez que nos quedamos juntos, Curru escuchó parte de mi historia. No toda. De Carvajal no dije una palabra.
—Me gustaría conocer a ese tal George. Parece una persona con secretos en su interior.
Nunca pensé en George de esa manera, pero tuve que admitir que era bastante cierta la apreciación.
—Y esa joven de la que me hablaste… ¿Cómo era su nombre?
—Valeria.
—Creo que me llevaría muy bien con ella.
Supuse lo mismo.


Curru, además de habladora, resultó ser muy curiosa.
Un día, luego de su siesta, me pidió que la llevara hasta el claro. Alberto se había marchado temprano. Habían desayunado juntos, acompañando el té con tostadas cubiertas de mermelada de frutilla, y, como siempre hacía, se despidió de ella arrodillándose y tomándole las manos.
—Parate, Beto —le imploró Curru—. Un día de estos te vas a agachar y no te vas a poder poner de pie nunca más. Ya no sos tan joven, mi amor. Oigo cómo te crujen las rodillas y veo los gestos que hacés.
Alberto sonrió y se irguió despacio. El chasquido de sus rodillas resonó con fuerza en la cocina. Le besó la frente, la punta de la nariz y los labios.
—Yo tendría que cuidarte a ti, y resulta que tú me cuidas a mí —le dijo.
—Conduce con cuidado —lo despidió ella—. Esa carcacha ya ni frenos tiene. Deberías botarlo a la basura y comprar uno nuevecito.
—Tú también eres una carcacha vieja y no te boto —rió él.
—¡Vieja, las polainas! Esta carrocería todavía aguanta sus buenos kilómetros.
—Esta carrocería —le dijo Beto acariciándole las piernas— todavía despierta mis más bajos instintos.
Curru rió a carcajadas y la cocina, ya iluminada por la luz de la mañana, pareció iluminarse aún más.


Salimos después del mediodía bajo un cielo libre de nubes. Empujaba la silla de ruedas por el arcén. Curru llevaba una cesta para picnic sobre la manta que cubría sus piernas. No habíamos logrado ponernos de acuerdo en qué diría Curru si nos cruzábamos con alguien. No es común ver a una mujer en silla de ruedas ir por un arcén, con las manos sosteniendo una cesta, y rodando como si la condujera el hombre invisible.
—Si eso ocurre, diré que tiene motor y tracción en las cuatro ruedas.
—Pero sólo tiene dos ruedas, Curru…
—Lo sé, no soy ciega. Pero cuando dices las cosas con la suficiente convicción, la gente se cree cualquier cosa. Mira a los políticos, por caso.
Terminé poniendo bajo la silla, sujetándolo con unos alambres, un viejo motor de cortadora de césped. Curru tomó el control remoto del equipo de música y me lo mostró.
—Es fácil —dijo—: si nos cruzamos con alguien, apretaré los botoncitos y tú moverás la silla.
No tuvimos que esperar demasiado para que un auto hiciera su aparición. Se acercó por detrás de nosotros y desaceleró para decirle algo a la indómita anciana.
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó el conductor asomándose por la ventanilla. No se había detenido por completo, pero le faltaba poco.
—Ningún problema —contestó Curru. Levantó el control remoto y apretó un botón. Yo detuve la silla y el auto frenó a nuestro lado—. Dando mi paseo matutino como todos los días. Consejo del médico. Dice que es bueno estirar las piernas.
El conductor miró la silla, la miró a ella y volvió a mirar la silla. Abrió la boca, se lo pensó mejor, y la cerró.
—Bueno, sigo con mi paseo —alegó, luego de unos segundos de silencio incómodo. Levantó el control remoto bien a la vista del conductor y sonrió—. Que tenga buen día. Conduzca con cuidado.
Apretó el botón y yo comencé un trote leve a la vez que Curru hacía “¡Brrrrrrrrrrrrrrrrr!” con los labios, salpicando con una fina lluvia de saliva la manta.
Cuando el auto nos rebasó, nos detuvimos y lo vimos alejarse.
—Menos mal que se fue rápido —dijo ella limpiándose la saliva de la boca—. Si seguía imitando un motor, iba a escupir hasta los dientes.
Y luego de eso caí al suelo llorando de risa.


Al llegar al claro me di cuenta que sería imposible manejar la silla por él, así que la dejamos y cargué a mi amiga en brazos. No pesaba casi nada.
—Llévame al arroyo —pidió.
Crucé el claro en diagonal y bajé una cuesta. El arroyo corría tumultuoso ese día, golpeando las orillas sin ese sonido adormecedor que le conocía. Parecía
Furioso. Está furioso porque la traje conmigo.
como si su caudal de agua hubiera crecido de pronto. Pero todavía no era tiempo de deshielo y las cúspides de las montañas refulgían de nieve.
Elegimos un lugar y la deposité en la hierba. Ella abrió la canastilla y sacó un mantel. Lo extendí y ella comenzó a colocar sobre él una variedad de tentempiés. Comimos con el ruido de fondo del arroyo y hablando de cosas intrascendentes.
Fue un rato muy agradable.
Luego Curru quiso remojarse los pies en el agua y la ayudé a cumplir su deseo.
—Es de verdad bonito este lugar, Alan.
—Sí —dije sin quitarle el ojo al arroyo. Seguía pensando que ese caudal no era normal para estas fechas.
Acércala más, Alan, y la devoraré.
De pronto el claro no me pareció tan benigno como siempre lo había imaginado.


Y aquí viene la sorpresa.
La brisa se volvió fría de golpe y decidimos regresar. Juntamos las cosas y cargué a Curru hasta la silla. Volvimos al camino, e íbamos por el arcén charlando animadamente, cuando un auto se detuvo al lado nuestro con un chirrido de frenos.
Era el Mustang de George.
Bajó la ventanilla del acompañante y asomó su cabeza.
—¿Alan?
Me miraba a mí y luego a la anciana con cara de no entender absolutamente nada.
—¡George! —exclamé llenó de gozo—. ¿Dónde carajo estabas metido? Tengo para contarte un montón de cosas.
—¿La señora está viva? —preguntó George tocando con un dedo el brazo de Curru.
—Lo dicho: parece que uno se vuelve boludo al morirse —replicó ella.


Subimos al auto de George (éste todavía viendo con fascinación a Curru, como si se tratara de algo inimaginable e imposible, aunque casi sean sinónimos) y en el viaje a casa aproveché para ponerlo al tanto de la llegada de mis nuevos compañeros de hogar. Lo del sueño preferí dejarlo para después.
George desviaba la vista del camino continuamente y Curru se encogía en el asiento trasero.
—Hombre, que ustedes estarán muertos, pero yo todavía respiro. ¡Presta atención al frente, chaval!
—No se preocupe —la calmó George—. Mientras estemos dentro de este auto, podríamos chocar de frente con un camión y no nos sucedería nada.
—¿Lo has intentado ya? —inquirió ella.
—No —tuvo que admitir George.
—¡Pues entonces te callas y prestas atención al camino, joder!


Estacionamos frente a la casa y bajé a Curru. George quería que fuera con él a un lado.
—Es importante —dijo.
—Está bien. La dejo y regreso.
Dentro de la casa las luces estaban apagadas. ¿No habíamos dejado la luz de la cocina encendida? No lo recordaba con seguridad.
De pronto no me pareció buena idea dejarla a Curru sola.
Iba a salir para avisarle a George que esperaría a que llegara Alberto, cuando Curru me tomó del brazo.
—No temas por mí. Ve tranquilo con tu amigo. Alberto no va a tardar en llegar.
—Me sentiría más tranquilo sabiéndote acompañada.
—No se va a quedar sola —dijo una voz desde la cocina. Sentí como si miles de tarántulas caminaran por mi espalda, provocándome un cosquilleo de miedo. Curru también se sobresaltó y la canasta de picnic fue a parar al suelo.
Alguien se asomó a la puerta de la cocina.
Llevaba algo en sus manos.
Reaccioné por instinto, pensando que estaba a salvo de todo pues ya estaba muerto, y me abalancé contra la figura.
La tumbé al suelo y gritó.
—¡Hey! ¿Qué te pasa?
Debajo de mí, soportando todo el peso de mi cuerpo, Valeria me miraba enojada. Lo que llevaba en las manos era una taza de chocolate, que ahora se había desparramado por el piso junto a los restos de la taza rota.
—¿Valeria? —dije quitándome de encima de ella y ayudándola a ponerse de pie—. ¿Qué haces acá?
—Vine a verte —dijo ella—. No estabas y decidí esperarte. Claro que no esperaba este recibimiento tan afectuoso.
—¿Qué pasa? —preguntó George entrando a la casa—. Oí gritos. — Vio a Valeria y sonrió—. Hola, hermosa —la saludó.
Miré a ambos. Valeria se había ruborizado. Si creí haber tenido una oportunidad con ella, ahora la desechaba. El bueno de George parecía haberme ganado de mano.
—¿Dónde estabas? —le pregunté a Valeria. No quise sonar brusco, pero no pude evitarlo. Me odié por eso.
—Haciendo averiguaciones —contestó ella con el mismo tono—. Vine aquí para contártelas y me encontré con esto.
Hizo un gesto con su mano abarcando todo el living, en donde ahora se veían fotos colgadas en las paredes y portarretratos encima de todos los muebles. En ellas se veía a Curru, a veces sola, y en otras con su marido o familia.
Curru se acercó a ella y estiró sus manos.
—Un placer conocerte, hija.
Valeria se las tomó entre las suyas y se arrodilló frente a ella, igual que hacía su marido.
—No creía esto posible, pero me alegro de poder hablar con alguien vivo.
Curru sonrió y nos miró a George y a mí.
—Está visto que en la muerte las preguntas tontas están reservadas para los hombres.


Dejé a las mujeres en casa y subí al auto de George.
Supuse que iríamos a El Zaguán, pero me sorprendió al tomar otro camino y salir de Los Altos.
—¿Adónde vamos? —pregunté. No era a Nérida, eso era seguro. Nérida quedaba para el otro lado.
—Conocí a una persona —dijo él—. Importante, con influencias allá arriba. Me dijo que era culo y calzón con el Barba.
—¿El Barba?
—Creo que por Barba se refería a Dios, supongo —se encogió de hombros—. La cosa es que tiene información. Le hablé de vos y quiere conocerte.
—¿Quién es?
—Se llama Ferrari. Y cagate de risa: es detective privado.


El lugar resultó ser un “cabarulo” de mala muerte. No pude dejar de sonreír por la ironía del significado de todo aquello.
Dentro estaba casi oscuro. Las pocas luces provenían de unas lámparas rojizas dispuestas en las paredes a intervalos regulares. Mesas redondas cubiertas con manteles rojos y una lámpara en el centro estaban distribuidas en torno a un escenario en donde una mujer bailaba semidesnuda. Otras mujeres iban y venían entre las mesas sirviendo tragos y hablando con los clientes. Una barra ocupaba la otra parte de la estancia. Nos acercamos y George habló con el hombre detrás de ella. El hombre señaló más allá del escenario, en una zona más oscura donde unos sillones ofrecían la comodidad necesaria para otros quehaceres.
Un hombre vestido con gabán y sombrero, remedo de los detectives de los años cincuenta, ocupaba uno de los sillones. Sobre la mesa baja descansaba un vaso de whisky sin tocar y un paquete de cigarrillos.
—Ferrari —dijo George.
El hombre alzó la cabeza.
—Señor Valencia —saludó con un gesto—. ¿Esta es la persona de la cual me contó?
—Sí.
—Tomen asiento, por favor.
Nos sentamos frente a él. Los sillones eran cómodos y nos hundimos placenteramente en ellos.
—¿Puedo ver su mano? —me pidió el hombre llamado Ferrari.
Se la tendí con la palma vuelta hacia arriba.
Ferrari se inclinó hacia delante y la miró sin tocarla. Chasqueó los labios y volvió a echarse hacia atrás.
—Muchos piensan que Satanás es el único demonio —comenzó a hablar—, pero no es así. Demonios hay montones, uno más malo que el otro, y todos con la misma idea: desbancarlo al cuernitos. Para eso necesitan poder, y el poder se consigue con las almas. A más almas, más poder.
»Algunos de estos demonios todavía usan la vieja escuela, esa de la compra de almas. No se imaginan ustedes lo barato que vendía la gente sus almas en siglos pasados: que el amor de una mujer, que dinero, que ser presidente. Ahora la cosa ha cambiado un poco y ya no hay deseo que alcance para pagarlas. Entonces, debieron adaptarse a los tiempos modernos y buscar nuevos caminos para hacerse con ellas. Y encontraron un filón.
Yo lo escuchaba respetuosamente, pero en verdad no entendía de qué hablaba.
—Buscan a un hombre con ansias de poder y le prometen todo lo que siempre quisieron, a cambio de recolectar almas para ellos. ¿Me siguen?
George asintió con la cabeza y yo lo imité.
—Estas personas toman gente a su servicio y los hacen partícipes de un rito. En este rito son marcados y luego asesinados. Pero el alma de estas víctimas no llega ni al Cielo ni al Infierno, sino que quedan esclavizadas a su amo. Cuando este muera, todas esas almas irán a parar a manos del demonio con el cual hizo el trato. Mientras tanto, pueden hacer con ellas lo que se le plazca.
—Háblenos de Carvajal —pidió George.
Ferrari prendió un cigarrillo y le dio una calada.
—Carvajal es una de esas personas. Usa a sus almas esclavas como susurrantes.
—¿Te suena? —me preguntó George.
—¿Cómo sabe todas estas cosas? —le pregunté a Ferrari—. ¿Cómo es que conoce a Carvajal y todo eso de que tiene esclavizadas almas?
Ferrari le dio otra calada al cigarrillo y señaló con su dedo índice para arriba.
—¿Ustedes se piensan que nuestro encuentro es fortuito? No, señores. El que te dije maneja todos los hilos. Algunas veces se le enmarañan un poco y arma unos quilombos de padre y madre; pero bueno, nadie es perfecto. Él desea que esta situación se resuelva sin demasiado conflicto. Si por mí fuera, cazo a ese Carvajal del forro del orto y lo recontra cago a trompadas, pero el Barba dice que debo aprender a controlar la ira. —Bajó la voz y se inclinó hacia delante—. Y que conste que eso lo dice alguien al que un día se le cruzaron los cables y mandó una inundación que dejó a todos culo para arriba. —Volvió a acomodarse en el sillón y continuó—: Yo creo que me soporta porque me quiere como a un hijo. —Lo pensó un poco y agregó—: Bueno, como a un hijo no; ustedes no saben lo celoso que es el Zarco. Digamos que como a un hijo adoptivo.
—¿El Zarco? —pregunté.
—Jesús —aclaró él.
—¿Podemos volver a lo que nos compete, por favor? —interrumpió George.
—Ya no es necesario el uso de la violencia o la amenaza —retomó el hilo anterior Ferrari—. Carvajal manda a un susurrante y al que quiera le mete en la cabeza que le done sus empresas, o que se pegue un tiro, o que le ceda su dinero. Un trabajo limpio y sin pruebas que incriminen.
—Pero yo no soy un susurrante —dije.
¿Ah, no?, dijo esa voz femenina que ya había escuchado una vez en el claro. Has usado ese poder con bastante éxito, me atrevería a decir.
—No, tú no eres un susurrante —dijo Ferrari. Se inclinó hacia delante con tal rapidez, que me sorprendió. Tomó mi mano izquierda y me la señaló—. Pero estás marcado por algo peor.


Una chica se acercó y le pedí un whisky.
—¿Estás seguro? —me preguntó George—. ¿No te apetecería mejor una cerveza?
Negué con la cabeza. Necesitaba algo fuerte y la cerveza no lo era tanto.
—Whisky —le repetí a la chica.
George no dijo nada y pidió otro para él. Ferrari bebió del suyo.
Nos quedamos en silencio hasta que trajeron los pedidos. En el escenario una joven meneaba su culo casi en las narices de un espectador.
Bebí de un trago el whisky y apreté los dientes. Luego lo miré a Ferrari.
—Por favor, explíqueme qué soy yo.
—Estás encadenado a alguien —dijo Ferrari sin preámbulos—. Nunca tuviste la chance de elegir.
—¿Elegir qué? —pregunté.
—Cuando morimos se nos abre un sendero. Algunos lo llaman túnel; otros, luz; otros, escaleras. Es el camino hacia nuestra próxima vida, un nuevo comienzo, otra oportunidad para lograr nuestras metas. Tú no la tuviste.
—¿Por qué?
—Porque tu alma está dividida y ya no te pertenece sólo a ti; la compartes con, digámoslo así, tu hermano de sangre.
Julián, pensé al instante.
—Hay almas que, por una u otra razón, no toman el sendero y prefieren quedarse en la Tierra. No se les prohíbe. Cada cual es libre de tomar la decisión.
—El libre albedrío —dijo George.
—El puto libre albedrío, sí —confirmó Ferrari bebiendo de su vaso—. Con eso el Barba se lava las manos. “La posibilidad se las di. Ellos no la tomaron”. Estoy harto de escucharle decir eso.
»Pero lo importante aquí es tu caso. Para que te llegue tu oportunidad de seguir viaje (y si aceptas tomarla, por supuesto; no nos olvidemos del libre puto albedrío), tu hermano de sangre también debe morir. En una palabra: estás atado a él y él a ti. Si no muere él, tú tampoco.
—La pregunta ahora sería ¿quién es tu hermano de sangre? —dijo George—. Si ni te acuerdas cómo te hiciste esa marca, menos podrás recordar con quién.
—Sobre eso te quería hablar —le respondí.
—¿Ah, sí? —arqueó una ceja George.
—Tuve un sueño y me acordé de algunas cosas.
Ferrari gruñó.
—El viejo truco del sueño revelador —dijo—. Cuando el Barba quiere decirnos algo, o ponernos sobre aviso de algún peligro, o que recordemos algún hecho olvidado, siempre usa lo del sueño revelador. “Es un clásico, dice Él. “Es un cliché, le digo yo, “un recurso usado por cientos de novelistas malos. Él se sonríe y me dice: “¿Y qué tienen de malo los clichés? A mí me gustan los clichés. Después de todo, yo los inventé.
Se hizo un silencio. George y yo nos miramos. Ferrari encendió otro cigarrillo.
—¿Y de qué iba el sueño ese que tuviste? —me preguntó George.
—Era pequeño y estaba en el claro con un amigo. Varias veces habíamos ido allí, era nuestro lugar de juegos; y alguna que otra vez pasábamos la noche en el bosque, de campamento. Él trajo en la mochila un libro y un cuchillo. Quería hacer un pacto de amistad, un pacto con sangre. ¿Entienden lo que quiero decir? La idea era hacernos una cortada y estrecharnos las manos para que nuestras sangres se mezclaran. Yo me hubiera conformado con una escupida en la palma y listo, pero mi amigo lo quería bien a lo macho.
»Accedí; primero por la mirada de reproche de él, y segundo para no parecer un cagón. Me alcanzó el cuchillo y me hice un corte en la palma. Él hizo lo mismo y nos agarramos las manos. Y para cerrar la cosa, leyó un pasaje del libro, una cosa rara que ni él entendía. Creo que eligió ese pasaje porque era el más corto y porque se lo había escuchado a su padre, nada más que por eso. Lo único que recuerdo de todo ese galimatías es la palabra final: Fiat. El resto era un trabalenguas.
»Lo extraño fue que nos hicimos una herida pequeña, una nadería. Cuando, más tarde, nos acercamos al arroyo que pasa por ahí cerca para lavárnosla, había cambiado y picaba como la san puta. No sangraba ni dolía, sólo escocía.
—¿Y quién era tu amigo? —preguntó George—. ¿Lo seguiste viendo? No te pregunto si está muerto, porque de ser así no estarías aquí.
—Su padre lo mandó a estudiar al exterior, y no lo volví a ver.
—Hay que buscarlo —dijo Ferrari—. Capaz estando los dos juntos haya forma de solucionar este problema. No digo de devolverte la vida, eso es imposible, sino de darte la oportunidad de elegir si quieres o no tomar el sendero.
—Opino lo mismo —asintió George—: hay que buscarlo. ¿Alguna idea de dónde podría estar?
—Sí —murmuré bajando la vista.
George frunció el ceño.
—¿Hay algo que debería saber, Alan?
—Sí, pero no te va a gustar.
—Cagamos —se tapó la cara con las manos George—. ¿Y ahora qué?
Miré a Ferrari.
—Dilo de una vez y quítate el peso de encima —dijo él tirando la colilla al piso y aplastándola con el zapato.
—Se trata de Julián, mi hermano de sangre.
George y Ferrari esperaron que siguiera hablando. Como no lo hice, ambos preguntaron a la vez:
—¿Qué pasa con él?
—Julián, o el Flaco, como le decía yo, es el hijo de Carvajal.


De más está decir que en todo el camino de vuelta tuve que soportar las puteadas de George.
—¿Cómo te vas a olvidar de algo así, eh? ¿Vos sos pelotudo o te hacés? Miles de personas con las cuales hacer un pacto estúpido como ese, ¡y vos venís a elegir justamente al hijo de Carvajal! ¿Qué tenés en la cabeza, Alan? ¿Mierda tenés?
Lo soporté estoicamente porque parte de razón tenía. Pensé en los hilos del Barba. ¿De verdad controlamos nuestro destino?
El destino es una rueda, resonó en mi cabeza.
Una frase hecha detestable. Si es una rueda, la mía viene en llanta hace rato. Y si el destino fuera en verdad así, ¿Dios sería el gomero que las emparcha? Porque te digo que los caminos del destino están bastante baqueteados. Así no hay rueda que aguante. Habría que ponerles una mano de pavimento nuevo para tapar los pozos.
—Una buena mano de pavimento — dije en voz alta.
—¿Qué? —preguntó George deteniendo su embestida verbal.
—Nada —dije yo—. Seguramente el Barba moviendo los hilos.





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