Páginas

domingo, 29 de julio de 2012

¿Apocalipsis Zombie?




¿Apocalipsis Zombie? ¿Cataclismo planetario? ¿Fin del Mundo? ¿O tan solo patrañas?

Mucho se especula sobre lo que pueda pasar el próximo 21 de diciembre de 2012. Ya antes ha habido fechas y eventos rodeados de todo tipo de profecías que al final han quedado en nada. Que el año 2000, que el 6 de junio de 1996, que el 11 de noviembre de 2011…

Pero, dado el sinfín de teorías que rodea esta fecha, cabe suponer que esta vez algo en verdad puede pasar. ¿Que será el fin del mundo? ¿Que no va a pasar nada? Bueno, para mí puede ser tanto lo uno como lo otro. Los científicos parecen respaldar la idea de que algo puede acontecer. Hablan de algo sobre los ciclos solares, si mal no recuerdo.

Mi postura es simple: puede que no pase nada o que en verdad ocurra algo, aunque de ser así será de una naturaleza que nadie se espera. Es bien sabido que somos una insignificancia en el universo y que si, digamos, un cuerpo celeste lo suficientemente grande pasa lo suficientemente cerca de nuestro planeta como para alterar su eje magnético, todo se puede ir para el orto en menos de lo que canta un gallo…

¡Cerebrooooooooo! 
Así que, bueno, no descarto ninguna posibilidad y en realidad espero la fecha con cierta curiosidad, mirando con recelo a los que se muestran ciegamente partidarios de una postura o de la otra, y observando jocosamente a aquellos que, peor aún, dicen cosas como “el fin de los tiempos ya está ocurriendo; los padres se levantan contra los hijos, los hijos contra los padres. Tenemos que luchar. ¡Que se oiga ese Aleluya!” XD

En todo caso, y dada mi ya mencionada curiosidad, hace poco vi en un blog un contador muy chulo que calculaba los días restantes para la susodicha fecha. Desgraciadamente, lo vi de paso y no guardé la dirección del sitio en el cual lo vi. Esta tarde me dio por buscar de nuevo y, con una rápida entrada en Google, encontré un par de contadores que están circulando por la red. A decir verdad, me parecieron algo cutres, pero como yo quería mi contador a como diera lugar, pues tocó conformarme.

No obstante, sí quería una medida especial para el mío, para poder ubicarlo en la columna derecha del blog, así que comencé a hurgar en el código, cambiando medidas a punta de tanteos…

Pues bien, una cosa llevó a la otra, y mirando detalladamente el código descubrí que haciendo aparte el número que cuenta los días (el contador, en pocas palabras), el resto era en realidad una imagen de fondo alojada en un servidor. :)

Entonces me pregunté: ¿Puedo crear algo más cool y rediseñar el contador completamente?

La respuesta, vaya sorpresa, fue un sí. :D

Así que, como pueden ver, ahora el Blog de Calavera tiene un contador especial en la parte superior de la columna derecha. :) Creo que se nota lo satisfecho que estoy con el resultado puesto que ello me ha llevado a redactar esta entrada improvisada. :D

Lo que también es una forma de decir que si te gusta el contador y quieres tener uno igual en tu blog, solo envíame un mensaje o deja un comentario en esta entrada y tendrás el código en el menor tiempo posible. :)

Y, por supuesto, de paso me puedes contar qué piensas sobre el 21 de diciembre de 2012. ;D

¡Saludos!




viernes, 27 de julio de 2012

BIFURCACIONES / Capítulo II



BIFURCACIONES

Capítulo II: La Casa




1

Óscar Ceballos no habría podido decir con seguridad cuándo había sido la última vez que se había visto embargado por una sensación tan fuerte de desasosiego como la que sintió en ese momento. De hecho, no recordaba haberse sentido así alguna vez. Al menos no en su vida adulta. Óscar era un hombre de personalidad rígida, firme, y ese tipo de sentimientos banales no iban con él. Por tanto, en un comienzo el hecho mismo de sentirse así lo aterrorizó más aún que la visión de las frutas podridas.
Se quedó mirándolas como un hombre hipnotizado en un programa de televisión. Fueron segundos interminables en los que un escurridizo chorro de baba derramándose por la comisura de su boca hubiera sido la guinda del pastel. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista y recuperar su compostura. Era solo una bandeja de frutas podridas, se dijo. Pero en el fondo sabía, por mucho que su dominante lado pragmático quisiera negarlo, que apenas quince minutos antes estas destilaban frescura. Aunque, por supuesto, la mente de Óscar estaba acostumbrada a pensar lo que le convenía.
Se acercó y tocó suavemente uno de los bananos de la bandeja, ahora negro de podredumbre. Su tacto blando y acuoso no dejaba lugar a dudas. Retiró la mano y la restregó contra su pantalón por segunda vez en el día. Era un tacto desagradable. Estudió las frutas con extraña fascinación, casi esperando que regresaran a su estado original ante sus ojos.
De pronto se sintió observado. Desvió la vista hacia su izquierda y lo que vio en la pantalla del viejo televisor hizo que su corazón pegara un salto perceptiblemente doloroso: un hombre de rostro inexpresivo le miraba atentamente. Parecía estar examinándolo con detenimiento mientras asentía para sí con seriedad, como si lo que viera fuera precisamente lo que esperaba: un hombre de cincuenta y tantos años, sudoroso y cariacontecido, que se hallaba en el lugar equivocado, el día equivocado.
Óscar no daba crédito a lo que veía. Su corazón latía desbocado mientras el rostro le devolvía la mirada desde la pantalla del televisor en un insoportable mutismo. Algo andaba mal, muy mal, y Óscar odiaba eso. Estaba acostumbrado a tener las cosas bajo control. Entonces una luz se hizo en su cerebro y entendió lo que pasaba. Se acercó al televisor y vio que en una esquina de la pantalla había una pequeña palabra verde que decía “Mute”.
Riéndose para sí, y ya respirando más tranquilo, le subió volumen al aparato y una voz, levemente distorsionada por lo que a todas luces era una llamada telefónica recibida en un estudio de televisión, cobró vida.
El hombre en la pantalla no le estudiaba atentamente. Solo estaba escuchando con atención el testimonio del televidente que había llamado al programa.
Óscar rio por lo bajo, burlándose de su propia estupidez. Le resultaba curioso cómo una mezcla de pequeños eventos inesperados, sumada a su anormal estado de excitación mental, había logrado que se imaginase la escena más absurda.
Se acercó nuevamente, y lo apagó.
En ningún momento se le ocurrió que el aparato había estado a bajo volumen hacía un rato, y que no había ningún control remoto a la vista.


2

Se hizo el silencio otra vez. A simple vista todo lucía normal, pero un estudio más detallado dejaba evidente multitud de pequeños cambios que Óscar descubrió muy pronto. Las frutas podridas, estaba claro, solo eran un comienzo.
El reloj seguía su curso normal, anunciando que ahora eran las tres y diez de la tarde. Los muebles lucían igual de viejos y variopintos, y el comedor de mantel a cuadros rojos y blancos permanecía en su sitio, pero Óscar notó que el teléfono estaba desconectado. No tuvo que acercarse para ver el cable abandonado a un lado como una serpiente muerta. Solo que en realidad no estaba desconectado. Uno de los extremos se encontraba roto, como si hubiese sido mordido. Cuando no encuentres unas tijeras a mano y todo lo demás falle, usa tus dientes, pensó incoherentemente. Un pensamiento estúpido donde los haya. Pero esa había sido una tarde estúpida. Laura se lo habría señalado de manera puntual. Entonces se le ocurrió que ese pensamiento incoherente habría sido típico de su esposa. El característico comentario a propósito para sacarlo de sus casillas. Usar los dientes para destapar cosas era una de las incorregibles manías de Óscar Ceballos, y Laura no perdía oportunidad para hacer hincapié en su defecto.
“¿No que eres tan eficiente, Señor Eficiente? Entonces deja de destapar la maldita bolsa de la leche con tus dientes. Es desagradable.”
Óscar sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Y el cuadro del Corazón de Jesús llamó su atención.


En su primer paso por la habitación no había reparado en él, pero suponía que de haber estado como se encontraba ahora lo habría notado. Ahora se hallaba sucio, agrietado, avejentado. Aunque la primera palabra que se le ocurrió fue una muy distinta y aparentemente sin sentido: “corrompido”. Algo no andaba bien en el cuadro, aparte de su feo aspecto, y Óscar no tardó en descubrir qué era.
El rostro.
Todo estaba bien: la túnica roja, la capa azul celeste que envolvía al nazareno, la mano derecha levantada en un gesto de bendición, la izquierda recogida cerca del corazón envuelto en llamas, con su cruz y su corona de espinas, la aureola brillante que rodeaba la cabeza levemente inclinada de Jesús… Todo estaba bien. Todo. Excepto el rostro.
Había algo indefinido en él. Óscar se acercó, tropezando distraídamente con uno de los muebles, y estudió de cerca el cuadro. Entonces lo vio, y fue presa de una sensación de intranquilidad poco común en él. Inconscientemente se le ocurrió que esa tarde había experimentado sensaciones que no conocía desde hacía muchísimos años. Su corazón, momentáneamente relajado luego del episodio del televisor, comenzó un nuevo y rápido bombeo. Gruesos goterones de sudor surcaban su cara, y no precisamente por el calor de la tarde. Óscar descubrió que comenzaba a sentirse mal.
Lo que había visto en el rostro del cuadro del Corazón de Jesús era algo tan sutil como inconfundible: Jesús sonreía.
Óscar había visto sonreír al Galileo en muchas imágenes. Una sonrisa dulce y amigable que invitaba al perdón, a la paz, a la convivencia. Pero nunca en el Corazón de Jesús. En esta imagen su rostro siempre se notaba triste, melancólico, como afligido por el tormento sufrido en la cruz. No obstante, el rostro en el cuadro ubicado en la sala comedor de la casa de los Salcedo exhibía una sonrisa maliciosa. Ladina, era la palabra que para Óscar definía la expresión a la perfección. Era como si el rostro del cuadro escondiera algo, como si se burlara secretamente, quizá del propio Óscar. Y había un brillo extraño en los ojos del Hijo del Hombre…
Óscar nunca había sido particularmente religioso, pero iba a menudo con su esposa a las eucaristías del domingo. Para él era una forma de socializar, una manera de enriquecer la imagen que los demás tenían del abogado más exitoso de Gil y Cía. Asociados. Aun así, la malévola imagen del cuadro le perturbaba. Era una parodia pervertida, y Óscar lo sentía como una ofensa personal a algo que no veneraba pero que sí respetaba profundamente. Ver mancillada de aquella manera una imagen santa le hacía sentirse asqueado.
Óscar no quiso ver más aquella horrenda pintura. Retrocedió, viró a su derecha y se adentró en la cocina.
No notó las manchas que cubrían en varios puntos el mantel del comedor.


3

A través de la pequeña ventana de la cocina vio que el soleado día había comenzado a cubrirse de gruesos nubarrones. A esa media luz, el recinto se tornaba lúgubre, vacuo, ya no solo una simple casita a la vera del camino.
Óscar observó las ollas y trastos arracimados de cualquier manera. Se preguntó dónde se encontraría la vieja y pensó, no por primera vez, si todo no habría sido un juego sucio de su mente cansada. No obstante, se negaba a creerlo, y pensando que tal vez la vieja aparecería tarde o temprano al saber que un completo extraño inspeccionaba su casa, continuó estudiándola.
La olla permanecía en el fogón de leña y, llevado por un impulso, retiró de nuevo la tapa echando un vistazo a su interior.
No le extrañó ver una sustancia obscura y espesa en lugar del agua clara que viera antes, aunque sí pensó que ya todo eso comenzaba a ser demasiado. Se le ocurrió que a lo mejor la vieja había estado por allí moviendo y cambiando cosas mientras él estaba en el patio trasero. Sí, eso debía de ser, decidió. No había otra posibilidad. O bueno, sí la había, pero pensar en ella, el mero hecho de considerarla siquiera, le provocaba nauseas.
Entonces un fuerte chasquido lo sacó de sus elucubraciones. No pudo evitar gritar un poco, con un tono demasiado femenino para su gusto. Levantó las manos en un inconsciente gesto defensivo mientras se volvía, pero el zumbido decayendo en un suave ronroneo le hizo percatarse de que se trataba otra vez de la nevera. Maldijo en voz alta, y a punto estuvo de descargar su furia propinándole una patada al artefacto, cuando notó que los imanes con forma de letras en la superficie de la puerta de la nevera habían cambiado de posición.
Antes había leído un colorido “TE QUIERO, MAMÁ”. Ahora la frase había cambiado, y Óscar se preguntó si la vieja realmente habría tenido el tiempo suficiente para realizar todos aquellos cambios. Por no mencionar los supuestos motivos que la anciana tuviera para hacerlos, por supuesto. Imperceptiblemente, Óscar comenzaba a sentir que su compostura se acercaba con peligro a un punto de quiebre que no recordaba haber tenido desde que iba a la preparatoria, cuando la mezcla de trabajo y estudio había hecho la suficiente mella en él como para provocarle una crisis nerviosa. Ahora estaba en una situación por completo diferente, pero la sensación que recordaba de aquellos años era la misma.
Desequilibrio, era lo que pensaba en ese momento, aunque sabía que había otra palabra que lo definía mejor, pero maldito si la recordaba. Era una de esas ocasiones en que la sentías en la punta de la lengua, negándose a salir. Recordó que su madre tenía un talento nato para esas cosas. Ibas y le describías la sensación, el momento, la situación, o lo que fuera, y ella de inmediato sacaba esa escurridiza palabra de tu lengua como por arte de magia. Deseó que estuviese allí con él. La capacidad para mantener todo bajo control era una de la cosas que Óscar había heredado de su madre, la única que de verdad llevaba los pantalones puestos en su casa cuando él era un crío. Pero su madre había muerto doce años atrás, víctima de un repentino infarto.
Pensar en su madre muerta, enterrada tres metros bajo tierra, convertida en huesos cubiertos de gusanos, no le ayudó precisamente a sentirse mejor.
Observó una vez más la frase, tratando de sonsacarle su verdadero significado: “OÍR QUE ME MATA”.
Óscar pensó que el anagrama de “TE QUIERO, MAMÁ” era claro y conciso, pero a pesar de su claridad no entendía muy bien sus implicaciones.
¿Era una advertencia? ¿Una amenaza? ¿O simplemente se trataba de una frase grandilocuente pero sin sentido?
Fuera lo que fuese, no dejaba de ser perturbadora, y cuando Óscar se descubrió a sí mismo estirando la mano para abrir la puerta de la nevera, tuvo el suficiente sentido común para detenerse. En su mente apareció la imagen de la escena de una película que había visto con su hijo Walter hacía años. En ella, un grupo de personas se reunía en su pueblo natal tras largos años de ausencia. Estaban en la biblioteca, administrada por el único miembro del grupo que se había quedado en el pueblo, festejando el encuentro con chanzas y un poco de alcohol. De pronto, uno de ellos abría una pequeña nevera, quizá para extraer algo de hielo, y al instante su expresión adquiría un rictus de terror: en el refrigerador, la cabeza cercenada de uno de sus amigos, el único ausente de la reunión, los observaba sonriente.
Óscar pensó que encontrarse algo como eso habría sido la gota que rebosaría el vaso, pero aun así decidió concederse el beneficio de la duda. No creía que la vieja y destartalada nevera contuviera algo así, pero… ¿quién sabía? La verdad es que, tal como estaban las cosas, prefería no averiguarlo; nadie estaba allí para ver cómo el mismísimo Óscar Ceballos se comportaba como un gallina.
¿Qué más daba?
Resolvió olvidarse de la cocina y, guardando la frase del refrigerador en su archivo mental para decidir su significado más tarde, se encaminó hacia el pequeño patio interior.


4

Esperaba encontrar algo raro allí, pero todo seguía tal cual: el lavadero, el baño, la ducha y los mismos utensilios arracimados en una esquina.
Todo tal cual… o al menos eso esperaba.
Sin embargo, fue en ese momento cuando comenzó a percibir el hedor. Era un olor fuerte y penetrante que parecía filtrarse por las junturas de las tablas del suelo, por debajo de las puertas, por las esquinas de las paredes. Y percatarse de este hecho que hasta el momento le había pasado desapercibido, conllevó a que una nueva luz se hiciera en su mente con destellante claridad. Óscar se detuvo en medio del pasillo, observando ahora la última habitación de la casa.
Un camarote, un armario, una mesa…
Había algo mal allí.
Se dirigió a la habitación del medio y vio un cuarto desordenado hasta el colmo de lo inaceptable.
Había algo mal allí, se repitió.
La imagen de una máscara se formó en su cabeza. Pero esta era un tipo de máscara como nunca había visto nadie. Era la máscara de una casa. Cuando llegó, la vivienda de los Salcedo la llevaba puesta, y todo lucía, recordó haberlo pensado, como la pintura de un niño de primaria. Pero ahora, tras salir a echar un vistazo al patio trasero y rodear la casa de vuelta cuando el ladrido del perro llamó su atención, esta parecía haberse quitado en algún momento la máscara que cubría lo que en realidad era.
La conformación de los cuartos, totalmente inversa a como la viera en un comienzo, por no hablar de la suciedad que lo cubría todo, era solo uno de los tantos cambios. Y el hedor… Ese hedor nauseabundo, que ahora no podía dejar de notar, de alguna manera también había estado disfrazado.
Óscar se sintió sorprendido llegando a todas estas conclusiones. Pragmático como era, siempre había puesto en tela de juicio cualquier evento que fuera en contra de las leyes de la naturaleza. Pero esa tarde todo se estaba yendo por el desagüe de la racionalidad.
Con los ojos comenzando a lagrimear por la cada vez más penetrante pestilencia de la casa, Oscar se dirigió de nuevo a la habitación en donde había visto a la vieja.


Si algo había cambiado en ella, no sabría decirlo, pues solo la había visto en una ocasión. Entró, no obstante, con el ánimo de inspeccionar un poco. Se preguntó cómo se habría sentido su esposa a esa altura. Pensó que el olor se habría encargado ya de hacer callar su por lo general imparable bocaza. No pudo evitar sonreír, divertido, imaginándose a Laura en aquella situación.
Los verdaderos motivos que le habían llevado a ese apartado lugar no podían estar más lejos de la mente de Óscar Ceballos.
Se enjugó el sudor de la frente, y se le ocurrió que debía de presentar un aspecto lamentable. Pensar en ello le hizo mirar alrededor en busca de un espejo, y descubrió, no sin cierta sorpresa, que no había ninguno en la habitación. Ahora que lo pensaba, no recordaba haber visto uno en toda la casa, ni siquiera a través de la puerta entornada del cuarto de baño. Se sintió abrumado por una sensación de incertidumbre. Observó con más detalle la habitación, miró debajo de la cama, incluso abrió unos cuantos cajones de un viejo armario recostado contra la pared, pero no descubrió nada anormal. Era una típica habitación de una típica casa de pueblo, con muebles viejos, adornos ordinarios y paredes pintadas con desvaídos colores pasados de moda.
Pero todo parecía estar mal en ella.
Dirigiéndose nuevamente por el pasillo hacia el patio trasero, con el taconeo de sus zapatos emitiendo un eco inquietante, Óscar cayó en la cuenta de que tampoco había visto ninguna pintura o retrato familiar. Sin embargo, esto todavía era medianamente aceptable. Pero los espejos… Nunca había visto una casa sin uno…
El lugar comenzaba a repelerle, y Óscar pensó, con un vano sentimiento de alivio, que después de todo nada le retenía allí. Era una maldita casa con una extraña manía, llena de pequeñas cosas desagradables disimuladas tras un delgado velo de aparente normalidad. Se imaginó en su propia sala de estar, sentado en su confortable sillón, tomándose un escocés luego de una agradable ducha de agua caliente. Pensar en ello le hizo sentirse mejor, y más animado salió al patio trasero.


5

La tarde se había oscurecido perceptiblemente. El sol estaba oculto por un cúmulo enorme, y hacia el noreste gruesos nubarrones amenazaban lluvia.
Óscar colocó sus manos en jarras, reflexionando sobre lo sucedido. El patio seguía como antes, con la bicicleta, el triciclo y los balones abandonados, pero esta vez descubrió algo nuevo. A su izquierda, en el extremo suroccidental de la casa, había un gran portalón inclinado que seguramente conducía a un sótano.
Hola, gordo-rrr, reapareció el cuervo, animado por la compañía.
Óscar se acercó con aire distraído. A ambos lados de la doble puerta de madera, sendas ventanillas se ubicaban a ras del suelo. Se inclinó, posando sus manos sobre las rodillas, pero no logró vislumbrar nada a través de ellas. Se irguió, e inspeccionó las puertas de madera. Había un candado asegurándolas, pero no estaba cerrado. Sin pensar en lo que hacía, Óscar retiró el candado, lo arrojó sobre la grama y abrió las puertas con un leve esfuerzo.
Ante él, unas viejas y empinadas escaleras de madera se adentraban en la oscuridad. La exigua luz del día apenas dejaba entrever un duro suelo de tierra dos metros más abajo. Allí el hedor era definitivamente insoportable, y Óscar se preguntó si la vieja estaría allí abajo. Entonces recordó el candado, no asegurado pero sí puesto sobre las manijas de las puertas, y descartó la idea. No obstante, el sótano despertaba su curiosidad, a pesar del fuerte y desagradable olor.
Se dio cuenta de que una parte de él estaba considerando la posibilidad de bajar a echar un vistazo. Se irguió de nuevo, horrorizado ante la idea. Óscar Ceballos estaba acostumbrado a los autos de lujo, los restaurantes finos, las cenas de gala y las obras de teatro; no a caminos de tierra, viejas casas abandonadas y pestilentes sótanos. La sola idea de bajar allí habría escandalizado a Laura. ¡Ja, estás loco si piensas que voy a entrar ahí! Debe de haber pulgas, garrapatas y quién sabe qué sinfín de bichos más…
Óscar habría estado de acuerdo con ella, pese a todo.
Se descubrió extrañándola, y una risita entre dientes se convirtió en una carcajada que le distendió y relajó un poco.
Ten cuidado, amigo-rrr, graznó el cuervo.
Demasiado tarde.
Óscar no vio la sombra rauda que pasó cerca, aproximándose tras él. Tampoco escuchó el quedo jadeo de esfuerzo que emitió la persona que posó las manos en su espalda, empujándolo escaleras abajo con todas sus fuerzas.
La carcajada de Óscar Ceballos se interrumpió repentinamente. La cansada diversión dio paso a la sorpresa y el estupor. Vio cómo los escalones se acercaban con una mareante rapidez y, dentro del poco tiempo que tuvo su mente para emitir el más leve pensamiento coherente antes de caer de bruces sobre las escaleras, una palabra destelló en su mente como el cartel luminoso de un motel a un lado de la carretera. Era la palabra que había estado pujando en la punta de su lengua desde hacía rato, la que describía perfectamente la sensación general que le producía esa casa maldita.
Dislocación.
Entonces Óscar se dio de lleno en la cara contra los duros escalones. Dio una vuelta completa, rodó por el macizo suelo de tierra y su cabeza se encontró con una de las gruesas vigas de madera, dura como la piedra, que sostenían la casa. El dolor fue intensísimo, pero igualmente pasajero.
Mientras el reloj de la casa de los Salcedo emitía un único Gonnng, que indicaba que eran las tres y media de la tarde, y mientras alguien cerraba las puertas del sótano, hundiéndolo en las tinieblas, Óscar perdió el conocimiento.



Continuará...


jueves, 19 de julio de 2012

BIFURCACIONES / Capítulo I



BIFURCACIONES

Capítulo I: El Camino




1

Odiaba admitir que estaba perdido.
Cuando llegó a la primera bifurcación sin saber muy bien qué camino tomar, optó por el tramo de la derecha, el que parecía más… acogedor, por llamarlo de alguna manera. Cuando llegó a la segunda, decidió que lo adecuado era seguir girando en la misma dirección. Y cuando llegó a una tercera y una cuarta, estuvo claro que era lo mejor que se le había podido ocurrir. Pensó que de esa manera no estaría preguntándose por dónde había venido cuando llegara el momento de regresar.
Además, el dato que había recibido indicaba que la vivienda estaba ubicada al noroeste. Estaba seguro de que no iba desencaminado.
No obstante, pronto estuvo claro que había cometido un error al tratar de entregar la notificación él mismo en aquel apartado pueblo al oeste de la Ruta 92. La culpable era su arrogancia, su convencimiento de que si no hacía las cosas él mismo, nadie las haría bien. Odiaba descargar responsabilidades en terceros, a pesar de que a diario se veía obligado a hacerlo. Por eso, cuando la empresa de correos le informó que la dirección a) No existía, o b) Estaba errónea, Óscar Ceballos decidió hacerlo él mismo.
Y ahora, maldita fuera su estampa, estaba perdido.
Laura disfrutaría de lo lindo de haber estado allí. “¿Lo ves, Señor Eficiente?”, le diría, y acto seguido emitiría una de sus molestas risas. “Ja”, así le gustaba reírse. Nada de carcajadas batientes, ni las típicas risitas de las mujeres de clase alta. Ni tan siquiera un común y corriente “Jajaja”.
No, nada de eso. A Laura le encantaba emitir un simple y llano “Ja”. Como en “Ja, te lo dije”, o en “Ja, ¿ves cómo yo tenía razón?”, o la mejor de todas, nominada a la Costumbre Más Molesta en la lista de costumbres molestas de su esposa: “Ja, ¿lo ves, Señor Eficiente?”. Demonios, cómo la odiaba cuando decía eso. Si estuviese allí con él, ya lo habría dicho un par de veces. Tal vez tres. Y lo disfrutaría. Claro que lo disfrutaría, a pesar de que la situación significase que ella también estaría perdida en ese pueblo dejado de la mano de Dios.
Óscar cambió de hombro su costoso saco de pana y observó por enésima vez a su alrededor. Odiaba admitir sus equivocaciones, y esta vez no solo tenía admitir que estaba perdido, sino que además había sido un estúpido al ir allí a buscar una casucha en medio de la nada vestido como si fuera a presentarse en una audiencia. Claro que no estaba en los planes de Óscar Ceballos pasar tres horas buscando una dirección que en un comienzo definió como “pan comido”.
Si la frase favorita de Laura era “Ja, ¿lo ves, Señor Eficiente?”, la de Óscar era “Pan comido”. Era casi un lema. Y muy a su pesar, lo que en un comienzo imaginó como un pequeño paseo de media hora buscando una dirección, se había convertido en una excursión de tres horas bajo el inclemente sol de la tarde.
¿Pan comido? ¡Ja!
El paisaje no podía ser más plano: un camino de tierra que se extendía en una línea recta interminable —aderezado, cómo no, con una bifurcación de cuando en cuando para ponerle diversión a la cosa—, flanqueado a ambos lados por bosques, pequeñas praderas, matorrales o riachuelos diminutos que se perdían en apestosos charcos a la vera del trayecto.
Óscar decidió seguir adelante.
El sol comenzaba su descenso hacia el horizonte, y no tardaría mucho para que lo tuviera radiante frente a él, arrebatándole las pocas energías y el exiguo buen humor que le quedaba. Cada tanto, se volvía y observaba el tramo recorrido, como esperando que la casucha apareciera de la nada o ver que había pasado por alto alguna señalización que indicara donde demonios se encontraba con exactitud.
Por supuesto, nada de eso ocurría. Así que miraba al frente con resignación, y proseguía.
Los zapatos habían comenzado a tallarle el talón de manera horrible. Casi podía sentir la ampolla que se estaba formando allí. Una ampolla en su pie, qué cabrona. Una ampolla que se atrevía a formarse en el talón del abogado más exitoso del bufete Gil & Cía. Asociados. Debería demandarla por eso. Y como si tal cosa fuera poco, estaba sudando la gota gorda. A pesar de que se había quitado el saco y aflojado la corbata, el fuerte calor de la tarde estaba haciendo mella en él.
Siempre había presumido de tener un excelente estado físico a pesar de sus cincuenta y dos años. Algo grueso, pero en forma, solía decir. Aun así, estaba cansado de tanto caminar.
Había comenzado a admitir su derrota y evaluar la posibilidad de volver sobre sus pasos, mandar al diablo la notificación y regresar a la ciudad —se había visto obligado a dejar su auto estacionado en una carretera secundaria al descubrir que le sería imposible llevarlo por ese estrecho y accidentado camino—, cuando vislumbró un tenue y momentáneo brillo unos trescientos metros más adelante.
Paró en seco, entrecerró los ojos y observó con detenimiento.
No había duda. El brillo provenía de un tejado metálico. O de un objeto metálico en un tejado. Daba lo mismo. El hecho era que por fin había encontrado una vivienda, la primera desde que se había aventurado en ese maldito trayecto. A lo mejor, con un poco de suerte, podía tratarse de la casucha que venía buscando.
Más animado, cambió nuevamente de hombro su saco de pana y se dirigió a paso rápido hacia la vivienda en cuestión.


2

Era una humilde casa de una sola planta ubicada a la izquierda del camino. Parecía sacada de la pintura de un niño de primaria: una puerta central, dos ventanas a los lados, chimenea, jardincillo, solar y un camino de entrada compuesto por losas irregulares. Y una cerca de madera, claro. No nos olvidemos de la cerca.
¡Hasta tenía un buzón!
Óscar observó este detalle con una sonrisa complacida muy impropia de él. Sacó un papel arrugado de un bolsillo del pantalón, leyó, miró de nuevo la palabra pintada en un costado del buzón, y su sonrisa desapareció. No era la vivienda que estaba buscando. Sin embargo, no dejaba de ser una pincelada de civilización en esos parajes solitarios.
De pronto escuchó el sonido de unas leves pisadas que se acercaban, esparciendo las piedrecillas del camino con un suave rumor. Provenían de un lugar a su derecha, es decir, de la dirección a la que se dirigía hasta hacía un segundo. Miró y vio un perro callejero que se aproximaba con un trote tranquilo, seguro, casi desenfadado, como si estuviese dando su caminata de la tarde. Miraba a ambos lados con aire ensoñador, disfrutando del paisaje. No le prestó la más mínima atención al individuo que se hallaba al lado de la verja de la casa de los Salcedo hasta que estuvo frente a él.
Entonces el perro frenó, estudió al hombre, y emitió un único ladrido, ni muy bajo ni muy alto, más bien como diciendo “¿Cómo te va, colega?”, y siguió su camino muy campante.
Óscar volteó y lo vio alejarse. Qué jodido perro, pensó. Y como si el can lo hubiese escuchado, este se volvió un segundo, soltó un bufido y… Óscar habría jurado que el maldito le había guiñado un ojo. Sí, que lo partiera un rayo, pero el jodido can le había guiñado un ojo, para luego seguir meneando su rabo con aire importante.
Sacudió la cabeza, le restó importancia y se concentró de nuevo en la casa.


No había nadie a la vista pero la verja estaba abierta. Entró y se dirigió con paso resuelto por el camino de entrada. Subió las escaleras del porche y llamó:
—¡Buenas tardes! ¡¿Hay alguien en casa?!
No hubo respuesta.
Cerca de allí un cuervo graznó.
Olvídalo, amigo-rrr. No hay nadie en casa-rrr.
—¡Buenas tardes! —exclamó de nuevo, pero no recibió ninguna respuesta.
Golpeó la puerta con fuerza; una vez, dos veces, pero la casa solo le devolvió un exasperante silencio.
¡Perfecto! La única casa en kilómetros a la redonda y no había nadie en ella. Miró alrededor con impotencia. A su derecha, sobre el suelo de madera del porche, reposaba una silla mecedora con el tejido estropeado en varias partes. Parecía tener medio siglo de antigüedad. A su izquierda había un par de sillas flanqueando una mesa. Y sobre esta… ¡Vaya, una taza de café! Óscar vio que estaba casi llena y que despedía una leve voluta de vapor.
Tenía que haber alguien en casa.
Aporreó de nuevo la puerta con igual resultado.
Comenzaba a perder la paciencia. Óscar Ceballos era un hombre propenso a perder rápidamente los estribos cuando las cosas no salían como esperaba. Laura podía dar fe de ello.
Accionó el pomo de la puerta y esta se abrió sin el menor chirrido.
Bien engrasada, pensó, y a continuación: ¡Pan comido!
Y entró.


El interior daba a un pequeño recibidor y a un pasillo de madera que conducía directamente hasta la entrada trasera, con sendas puertas que llevaban a la sala comedor, la cocina y los aseos por un lado (el izquierdo), y a las habitaciones por el otro (el derecho).
—¿Hola? —llamó de nuevo, pero estaba visto que nadie le iba a contestar. Comenzó a caminar lentamente, sintiéndose como un ladrón muy a su pesar, y entró por el primer umbral de la izquierda.
La sala comedor estaba desierta, pero el viejo y pequeño televisor de catorce pulgadas ubicado en una esquina se hallaba prendido. A bajo volumen, una chica rubia aseguraba las bondades de un detergente. Había varios muebles de variopintos estilos, entre ellos un viejo comedor con mantel de cuadros rojos y blancos —¡qué tradicional!, pensó Óscar—, un pesado reloj de pared que en ese momento indicaba las dos y cincuenta, una mesita con un teléfono de disco y un inmenso cuadro del Corazón de Jesús. En medio de la sala, una mesa baja y pulcra adornada con una bandeja de frutas completaba el mobiliario.
Había bananos, naranjas, peras, uvas y manzanas, y Óscar comprobó sorprendido que no se trataba de imitaciones de plástico. No señor. Eran reales, y se veían bastante provocativas.
Un umbral ubicado a su derecha conducía a la cocina, y hacia allí se encaminó después de dedicarle una última mirada al reloj.
Era una cocina sencilla con lavaplatos de piedra y fogón de leña. Óscar hubiera jurado que en pleno siglo XXI esas cosas ya no existían, pero allí estaba, con una olla encima inclusive, iluminada tenuemente por la luz que se filtraba por el pequeño ventanuco orientado al este. En ese momento un repentino y sonoro chasquido a su espalda le hizo pegar un brinco, con el corazón a mil por hora. Apenas en ese instante se dio cuenta de lo tenso que estaba. El chasquido fue seguido de un zumbido que decayó en un débil ronroneo.
Óscar se dio vuelta y descubrió que se trataba de la nevera, un artefacto  viejo y oxidado que a duras penas seguía haciendo su trabajo. Unos imanes de colores con forma de letras construían la frase “TE QUIERO, MAMÁ” en la puerta de metal. Con una maldición, se acercó a la olla y la inspeccionó, curioso. Estaba llena casi hasta el tope de agua, pero nada más. Examinó el resto de la cocina, pero nada llamó su atención.
—¿Hola? —llamó de nuevo, pero parecía que los habitantes de la casa se habían ido a dar un paseo.
La cocina conducía a un patio interior, con un lavadero, un baño, una ducha y algunos utensilios arracimados en una esquina. A mano derecha, un nuevo umbral apenas oculto con una cortina conducía nuevamente al pasillo. La corrió y, cruzando al otro lado, echó un vistazo a la última habitación de la casa. Era bastante sencilla, pero también el colmo del desorden. Óscar, que lo aborrecía, soltó un gruñido, volvió por el pasillo e inspeccionó la alcoba situada en el medio de este. Estaba en orden. Había un camarote, un armario y una mesa, pero ni un alma.
Ignorando la habitación restante, la primera partiendo del pequeño recibidor, se dirigió a la puerta trasera.


3

Salió a un patio de grama con algunos caseros juegos infantiles y un pequeño comedor compuesto por troncos. En el suelo yacían un triciclo, ladeado como un caballo muerto, una bicicleta oxidada y algunas pelotas desinfladas. Más allá, un puente de madera que pasaba sobre un exiguo riachuelo conducía a los campos de cultivo, al parecer propiedad de los Salcedo. Unos arbolillos bajos escoltaban el arroyo a ambos lados.
Óscar hizo visera con las manos, pero no alcanzó a ver a nadie en los campos. Respiró hondo, cada vez más exasperado. La única casa en kilómetros, se repitió, y no había ningún maldito ocupante. Los odió por ello, por no estar allí para prestarle al menos un mínimo auxilio, para indicarle qué debía hacer… Aunque eso no era del todo correcto; a Óscar Ceballos nadie, nadie, le decía qué era lo que tenía que hacer. Lo correcto sería decir que esperaba que alguien le aconsejara qué era lo más conveniente. Él se encargaría de decidir  si era viable y razonable.
Esta mañana todo te parecía muy viable y razonable, le dijo una vocecilla en su cabeza que reconoció de inmediato. ¡Ja! ¿Lo ves, Señor Eficiente?
Y un cuerno, pensó, e hizo un último intento llamando lo más fuerte que le permitía su grueso vozarrón:
—¡¿Hola?! ¡¿Hay alguien por aquí?! ¡Creo que me perdí, y necesito ayuda!
Se sintió rebajado al admitir finalmente lo que no había querido reconocer hasta ese momento. Ni siquiera a sí mismo. Y el hecho de que toda la respuesta que recibiera fuera otro graznido del mismo maldito cuervo —al menos él imaginaba que era el mismo—, fue la gota que rebosó su paciencia.
Decidió que mandaría al carajo la notificación, aunque ello pudiera perjudicar el proceso que adelantaba por esos días. Ya lo oiría la empresa de correos al día siguiente. Óscar Ceballos tenía algo que decirles, y lo escucharían, lo escucharían muy bien. Por el momento, volvería sobre sus pasos, se subiría a su auto y regresaría a la ciudad, no sin antes comer algo en algún restaurante de la carretera. Sería fácil volver, solo tenía que tomar el camino de la izquierda en todas las bifurcaciones. Pensar esto le hizo caer en la cuenta de que en realidad no estaba perdido. Admitir que lo estaba, tan siquiera sentirse así, había sido estúpido. Simplemente no había encontrado la condenada dirección, eso era todo.
De todas formas, pensó, nadie lo había escuchado. Había sido un simple desliz, y no se vería nunca jamás el día en que Óscar Ceballos volviera a cometerlo, el día en que el abogado más eficiente de Gil & Cía. Asociados admitiera un error.
Más tranquilo consigo mismo, se puso en camino.
Se le ocurrió una idea: echaría un vistazo a la nevera de los Salcedo y se fijaría si tenían algo frío para tomar; estaba seco. Supuso que a los propietarios no les importaría. Además, se lo merecían por poco hospitalarios.
Entonces se oyó un ladrido al otro lado de la casa, en el camino de entrada. Óscar supuso que se trataría del can que había visto hacía unos minutos, pero luego se le ocurrió la posibilidad de que los dueños de la casa estuviesen de vuelta.
Rodeó la casa por el lado izquierdo.


4

Las ventanas de las habitaciones estaban cubiertas por cortinas, pero un par de ellas se encontraban medianamente corridas para que entrara la luz del sol de la tarde. Iba a torcer ya por la esquina delantera de la casa, cuando vislumbró algo de reojo en la ventana de la primera habitación, la que había ignorado en un primer y somero examen de la casa. Una anciana de tez mortecina y sumamente arrugada lo observaba por completo inexpresiva. Tenía el cabello canoso enmarañado, y estaba desnuda. Pero no fue esto lo que más impresionó a Óscar; fueron sus ojos. Los tenía abiertos más allá de lo posible, y aunque antes de tropezar y caer de bruces Óscar habría asegurado que lo observaban a él, en realidad estaban fijos y sin mirar a ninguna parte.
Óscar cayó, quizá de la impresión, o tal vez por el balón olvidado que estaba a ese costado de la casa y que en medio de su paso decidido no había visto, y apenas pudo reaccionar poniendo las manos delante y evitando lo que seguramente hubiese sido una fractura en el tabique. Lo primero que sintió fue cómo las piedrecillas se clavaban en sus palmas con un dolor cortante y arenoso. Lo segundo fue un dolor aún más intenso cuando su rodilla derecha golpeó fuertemente contra una roca puntiaguda. Luego su corazón comenzó a latir desenfrenado, preguntándose si lo que había visto era real o se trataba de su por lo general pragmática mente jugándole una mala pasada.
Fue entonces cuando el reloj de la casa atronó la tarde con tres fuertes campanadas.
Gonnng… Gonnng… Gonnng…
Óscar sintió cada campanada como un ramalazo en su cabeza insolada. Las aguantó con los ojos cerrados. Después de la última, los abrió y se puso lentamente en pie, alejándose instintivamente de la ventana con un leve cojeo producido por el fuerte dolor de su rodilla. Se sacudió las manos, las rodilleras de los pantalones, y con un esfuerzo de voluntad miró hacia la anciana.
Ya no estaba. Las cortinas seguían corridas, pero la anciana ya no estaba.
Su corazón comenzó a calmarse. Respiró profundo y dirigió su vista hacia el jardín delantero. No había perro, y menos aún sus supuestos amos. Óscar puso los brazos en jarras y evaluó la situación con cabeza fría. Al menos con toda la cabeza fría que podía tener en ese momento, con el sol golpeándolo inmisericorde en la nuca.
¿Pan comido? ¡Ja! ¿Lo ves, Señor Eficiente?
Refunfuñó. Si había algo que aborreciera aparte de admitir sus errores o que se los echaran en cara, era que lo asustaran. Y vaya susto le había metido la maldita vieja. ¡Y encima estaba en pelotas, como si tal cosa!
¡Qué diantres!, pensó. Entraré y le sacaré la información que necesito, esté con ropa o sin ella.
Acabó de rodear la casa y subió los escalones del porche por segunda vez en la tarde.


Lo primero que notó —porque además de engreído, autosuficiente y orgulloso Óscar era muy detallista—, fue que la taza que se encontraba en la mesa estaba casi vacía. La levantó, y con el movimiento el líquido dejó una tenue marca de una tonalidad más oscura en el interior del recipiente. Sintió un nudo en la garganta.
La taza no tenía ningún tipo de rastro de líquido en los bordes. Solo una marca uniforme que denotaba hasta donde llegaba el oscuro líquido hasta hacía unos minutos. Era como si hubiesen tomado el líquido con un pitillo…
Óscar la dejó nuevamente en su lugar y sin pensarlo apenas, en un acto reflejo, se restregó los dedos en la camisa.
Asió el pomo de la puerta y se disponía a entrar cuando notó algo nuevo: la mecedora estaba orientada en sentido contrario a como la había visto un rato antes. Igual podían ser imaginaciones suyas, pero estaba seguro de que la misma estaba orientada hacia el noreste.
Le restó importancia y entró.
Se dirigió de inmediato a la primera puerta de la derecha. Notó que era la única que estaba cerrada. Teniendo en cuenta que la mujer en su interior estaba en cueros, no le extrañó.
Iba a abrir la puerta, pero decidió tocar primero.
—¿Señora? Disculpe la molestia, señora, pero me gustaría saber si puede orientarme un poco. Busco una dirección y…
Óscar enmudeció. Acercó su oído a la puerta, pero no sintió ni el más leve murmullo.
—¿Señora?
Nadie respondió.
Al diablo, pensó. Y abrió.
Allí, en medio de la habitación… no había nadie.
Entró con lentitud, pensando que tal vez la vieja estaba escondida, avergonzada después de todo luego de ser vista por el tipo trajeado, pero la habitación estaba vacía.
Óscar apenas le dedicó una segunda mirada antes de encaminarse a la sala de estar.
Más tarde pensaría que fue justo allí cuando el terror comenzó. No antes, con la vieja desnuda, ni después al ver la taza casi vacía y el sillón movido en el porche. El terror, estaba seguro, comenzó cuando vio la bandeja llena de frutas podridas sobre la mesa.



Continuará... 


sábado, 7 de julio de 2012

22/11/63, de Stephen King


“Lo inesperado, lo sobrenatural, puede estar oculto en los lugares más mundanos… Así lo descubre Jake Epping, un sencillo profesor de inglés, cuando su vecino Al decide compartir con él un secreto increíble: en la trastienda de su cafetería existe un pasadizo muy especial, un portal en el tiempo que lleva al año 1958.

Al convence a Jake para que se embarque en una misión alocada: evitar el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. El viaje en el tiempo también le da la oportunidad de impedir otro crimen, el que dejó marcado a un hombre al que conoce y aprecia. En 1958 Jack se deja seducir por una América muy distinta de la que conoce, un lugar con coches espectaculares y mujeres seductoras, donde la cerveza aún conserva su sabor… pero la historia se resiste a ser cambiada.

¿Podrá detener a Oswald? Y si lo hace, ¿cómo se encontrará el mundo de vuelta a 2011? No hay respuestas. Solo una opción: seguir adelante con el plan.”


Momento divisorio

Obviando un lógico margen de error, creo que, ya en pleno segundo semestre de 2012, cualquier persona mayor de veinte años recuerda dónde estaba y qué hacía el 11 de septiembre de 2001, cuando Estados Unidos fue víctima del, quizá, mayor ataque terrorista de la historia reciente.

Yo, por mi parte, recuerdo como si fuese ayer que estaba en clase de inglés básico, parte de la carrera técnica de diseño de páginas web. Eran las 9:30 a.m. y la clase se acercaba a su fin, cuando el director de la escuela de diseño entró al salón, intercambió unas palabras con el profesor, y acto seguido preguntó si alguien tenía un familiar o un conocido que viviera en Estados Unidos, más específicamente en la ciudad de Nueva York. A continuación, nos informó de la noticia que haría eco en el mundo durante las próximas semanas…

John F. Kennedy
La clase terminaba poco antes de las 10:00 a.m., y luego de echar un somero vistazo al televisor ubicado en la cafetería, donde un corrillo de personas recién salidas de clase iba creciendo a su alrededor, partí a toda velocidad para mi casa, donde pasé gran parte del día siguiendo los pormenores de semejante noticia…

Cito esto porque cuando me enteré de la publicación de la nueva novela de Stephen King hace cosa de un año, casi al momento vino a mi mente el comienzo de la novela Odessa, del británico Frederick Forsyth:

“Todo el mundo parece recordar con absoluta claridad lo que estaba haciendo el 22 de noviembre de 1963, en el instante en que se enteró de la muerte del presidente Kennedy. Este cayó herido a las 12:22 de la tarde hora de Dallas, y el anuncio de su muerte fue dado a las 13:30 de la misma zona horaria. Eran las 2:30 en Nueva York, las 7:30 en Londres y las 8:30 de una fría noche de aguanieve en Hamburgo…”

Y es que antes de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, ningún acontecimiento representó un rotundo antes y después en la historia de los norteamericanos (e indirectamente, supongo, en la de otros pueblos) como el asesinato del 35º presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy.

Nunca ha vuelto a haber un presidente que haya generado tanta simpatía y desprendido tanto magnetismo en los últimos cincuenta años. Y aunque desde nuestro punto de vista ajeno resulte difícil comprender en su justa medida lo que tal magnicidio representó para el pueblo norteamericano, basta con dar un repaso a los registros visuales que se conservan y leer un poco al respecto para hacerse una idea…

Es un caluroso mediodía de viernes. El presidente Kennedy, desoyendo las recomendaciones de sus asesores, ha decidido visitar Dallas, la capital de un estado que en general ha permanecido reacio al joven mandatario, con el fin de granjearse su simpatía en miras a las próximas elecciones. La gente acude por miles, y las principales calles de Dallas se convierten en un alegre festival que nadie se quiere perder.




Más tarde, todo habrá dado un giro de ciento ochenta grados. Las caras sonrientes habrán demudado en horrorizados rostros sollozantes. Un incrédulo terror deambulará campante por todo el país, y Dallas, Texas, quedará para siempre marcada como la ciudad que engendró al asesino del presidente más querido de Norteamérica.

Basta echar un vistazo al siguiente video, quizá el registro más impresionante de ese fatídico día, para sentir un vacío en el estómago:




Los viajes en el tiempo

El tema del viaje en el tiempo y las inherentes paradojas resultantes ha dado pie a una buena cantidad de obras en el cine, la televisión y la literatura. Ya mi amigo Matías Raña, en su propia entrada dedicada a la novela que nos concierne, escribió un magnífico ensayo al respecto, así que permítanme invitarles a que lo lean haciendo click en este enlace. Está de no perderse.

Yo solo diré que ha habido dos historias en torno a los viajes en el tiempo que han dejado huella en este servidor, una en el cine y otra en la literatura. Esta última es nada más que la saga Caballo de Troya, del español J. J. Benítez. Sobre esta obra ya he tenido oportunidad de hablar largo y tendido, así que basta con que el lector de esta entrada indague un poco en El Blog de Calavera para saber más al respecto. Sí diré, no obstante, que en dicha saga el viaje está fríamente calculado hasta en sus más mínimos detalles, por lo que las paradojas quedan prácticamente de lado.

Lee Harvey Oswald
Cosa que no sucede con la otra historia que recuerdo especialmente con mucho cariño. Se trata, cómo no, de la trilogía cinematográfica Volver al Futuro (Back to the Future), escrita y dirigida por Robert Zemeckis, producida por Steven Spielberg y protagonizada por Michael J. Fox, Christopher Lloyd, Lea Thompson y Crispin Glover. He visto las aventuras de Marty McFly en numerosas ocasiones, y nunca me canso. Es la clase de historias que me gustan, llenas de aventuras, acción, fantasía y parajes memorables. En Volver al Futuro el tema de las paradojas está a la orden del día, y debo confesar que a veces me ponía a pensar en ello, y siempre me armaba un lío. En ocasiones pensaba en la famosa paradoja del abuelo: ¿y si viajas al pasado y matas a tu abuelo? Así nunca habrías nacido y, por ende, nunca habrías hecho tal viaje… Una cosa de locos…

Aún así, con paradojas y todo, el tema es fascinante y da pie para montones de posibilidades. Según nos cuenta Matías Raña en su entrada, el mismísimo Albert Einstein “habló del viaje en el tiempo (o la “dilatación temporal”) en diversos tratados, pero afirmó que solo se puede viajar para adelante, o sea el futuro, y de ahí no se puede volver…”

En este orden de ideas, no puede dejar uno de pensar que ya era hora de que el Maestro del Terror se embarcara en esta especie de subgénero de la ciencia ficción. ¡Y vaya que lo ha hecho de forma contundente!

Casi puede uno imaginar la inquieta mente de Stephen King haciéndose la consabida pregunta de siempre: ¿Y si…?

Y si tuvieras la oportunidad de viajar en el tiempo y cambiar el pasado, ¿lo harías?

Oswald sosteniendo su rifle italiano de mira telescópica,
en el 214 de Neely Oeste Street


Viviendo en el pasado

Esa es la oportunidad que Al Templeton le ofrece un día como cualquiera a un profesor de inglés de mediana edad como cualquiera. Al, propietario de una hamburguesería, tiene un secreto que confesarle a Jake Epping: en el almacén de su negocio hay una brecha espacio temporal que conduce a la misma hora del mismo día de septiembre de 1958. Y con la confesión vendrá una petición especial. ¿Podría Jake viajar medio siglo en el pasado y evitar la muerte de John F. Kennedy?

Al tiene razones de peso para convencer a Jake de que tal acción evitaría gran cantidad de calamidades en el futuro, y que llevar a cabo un acto como ese solo podría resultar beneficioso para la humanidad…

Eso está por verse, pero Jake está dispuesto a intentarlo. Sobre todo porque gracias a la redacción de uno de sus estudiantes de edad adulta, llega a la conclusión de que si viaja al pasado, la muerte de John F. Kennedy no será lo único que podría evitar…

Contraportada.
Es así como, junto con Jake, que adoptará la identidad de George Amberson, nos veremos transportados a una época de autos vistosos, fumadores incurables y rock and roll. Es mucho lo que el escritor de Maine ha investigado al respecto, tanto sobre la época, como sobre los hechos y personajes que rodearon al asesinato de Kennedy, y eso se nota. King recrea un retrato de la época que brilla con una intensa luz propia. Los lugares, los autos, las modas, las costumbres, la forma de hablar… y la música. No nos olvidemos de la música. King parece tener todo muy claro en su cabeza al momento de acometer la narración, sumado al hecho de que fueron unos años en los que el propio Steve era un niño que se adentraba en la adolescencia…

Cabe mencionar en este punto que una de las primeras paradas de Jake/George será un pueblo llamado Derry, donde… Bueno, no quiero dar ni el más mínimo dato al respecto. Solo diré que los seguidores del escritor de Maine tendrán un obsequio agregado en este punto de la novela, donde multitud de pequeños detalles conformarán un magnífico flashback para aquellos que ya se han pasado por ese pueblo de Maine en anteriores ocasiones, sea en It, Insomnia o Cazador de Sueños.

El trabajo de investigación, repito, parece haber sido bastante arduo y minucioso. Y en lo que a Kennedy y Oswald se refiere, King no escatima en datos que puedes comprobar con una rápida entrada a Google (por cierto, en el tema de si Oswald actuó solo o no, si fue o no el asesino, yo me decanto por la máxima que cita el maestro: en casos como este, la explicación más sencilla es generalmente la correcta).

Pero, vista en perspectiva, 22/11/63 es una novela que va mucho más allá de la terrible fascinación que rodea a la fecha que titula el libro. 22/11/63 es la historia de cómo un hombre trata de impedir el asesinato de Kennedy, sí, pero cinco años y dos meses median entre septiembre de 1958 y noviembre de 1963, y solo hay una cosa que puedes hacer durante cinco años y dos meses: vivir.

Edición británica
22/11/63 es la historia de la vida de Jake Epping/George Amberson durante esos cinco años, es la historia de sus idas y venidas, y también es una historia de amor. Quizá la que, junto con la de Scott y Lisey Landon, quedará en la memoria de todos los seguidores del Maestro. Y, a decir verdad, es tanto lo que nos adentramos en esa vida, que por momentos el motivo principal del viaje queda relegado a un segundo plano.

Es este, quizá, el único pero que muchos lectores le han encontrado a la historia, y aunque en lo personal también me ha resultado evidente, me he gozado todas y cada una de las 850 páginas que componen el libro. Stephen King escribe cada vez mejor, y cuando, desde mi punto de vista, La Cúpula había dejado una cota de grandeza y calidad casi insuperables, llega King y nos descresta con una obra magnífica que está llamada a convertirse con los años en un clásico de la literatura.

Para mí, King puede irse por las ramas tanto como quiera; siempre encontraré un disfrute y un escape sin iguales en sus letras.

Me di cuenta, como digo, que esa espera de cinco años siguiendo las vivencias de George Amberson se tornaba por momentos interminable, máxime cuando Kennedy y Oswald quedaban olvidados por varios pasajes, pero entonces noté algo que me fue fascinando a medida que pasaban las páginas: poco a poco, y de manera aparentemente desapercibida, se estaba creando un crescendo sin precedentes que conducía a un clímax que prometía ser impresionante. Me descubrí a mí mismo haciendo rápidos cálculos mentales cada vez que King mencionaba una fecha: cuatro años, tres años, dos años y seis meses, un año y cuatro meses… Un año…


John Fitzgerald Kennedy

En este punto, el hecho que marcó ese año de 1963 rondaba mi mente y despertó una inquieta curiosidad (no sería la primera vez; me gusta la Historia en general). Fue así como, haciendo un paréntesis, consulté un poco sobre el tema y vi pasajes de un par de documentales bastante interesantes. Busqué fotos de los personajes más relevantes que desconocía (como De Mohrenschildt o Marina Oswald, por ejemplo), y otras tantas de Lee y del mismo Kennedy. De esa forma me iba poniendo en antecedentes para lo que se avecinaba en la novela…

George De Mohrenschildt

Marina Oswald

Marguerite Oswald

Ruth Paine

Consulté un poco sobre la historia del ascenso de Kennedy y lo que su programa de gobierno significó para el pueblo estadounidense de la época…

Como dato curioso, descubrí, para mi sorpresa, que JFK estuvo con su esposa en Colombia en diciembre de 1961. Fue una jornada maratónica, con visitas a varios lugares de la capital del país, entre los cuales presidió nada más ni nada menos que la inauguración de la construcción de la inmensa localidad Ciudad Kennedy, como parte de su proyecto “Alianza para el progreso”, un programa de ayuda económica, política y social de EEUU para América Latina efectuado entre 1961 y 1970. La inmensa localidad está ubicada al suroccidente de la ciudad y hoy en día se destaca por ser la más poblada de la capital, con más de un millón de habitantes…




Todo esto, en suma, no hacía sino darle más realismo, más consistencia y solidez a los hechos que estaba a punto de experimentar. Porque en verdad King logra trasladarte a la época y eso, sumado a mi pasión por la lectura, hizo de 22/11/63 una experiencia inolvidable…


22/11/63

Y así, como venía diciendo, cuando los años se convirtieron en meses, y los meses en semanas, pensé que después de todo tanta espera había sido calculada. En efecto, para mí resultó un crescendo como pocas veces había visto en una novela. Las semanas se convirtieron en días, y los días en horas… Todo estaba a punto para el gran momento, y yo estaba cada vez más transportado, a medio siglo de distancia para ser exactos…

King tiene fama de escribir novelas tan amenas como asombrosas, pero también tiene fama de tirarse en los finales. Puede ser verdad, aunque en mi calidad de ferviente admirador suyo (nada imparcial, entiéndase), yo lo veo más como que King se apresura un poco siempre que cierra una historia (no quiero ni acordarme de La Torre Oscura), y eso suele conllevar finales flojos que dejan un poco que desear.

John y su esposa Jackie arribando a
Dallas, a pocas horas del final...
Sin embargo, este no es el caso. 22/11/63 tiene un final en varias fases, y cada una de ellas es más magnífica que la anterior. No dejé de sorprenderme cuando dediqué una noche a leer las últimas noventa páginas de un tirón. No quería que la historia acabara, pero al mismo tiempo no veía la hora de terminar… Hubo cosas que nunca había esperado, cosas que me maravillaron, y siempre el libro llenó y superó mis expectativas.

Y el final… Oh, ¡qué final…! Me dejó con el corazón en un puño. Y, al cerrar el libro, una parte de mí sentía una gran nostalgia por esa vieja época, aquella del rock and roll y los autos inmensos, una parte de mí se quedó en el pequeño pueblo de Jodie…

En suma, fue una experiencia inolvidable. Esa noche me acosté pensando en la historia, e incluso al día siguiente mientras me dirigía al trabajo, revivía en mi mente las escenas más significativas y memorables de la novela… Es una de esas pocas ocasiones en que, al cerrar el libro, la realidad parece opaca y sin vida…

Es una de esas ocasiones en que quieres regresar al comienzo y vivir todo de nuevo…


Al verlos así, no puede evitar uno sentir cierta amargura
por el trágico y sangriento final de JFK y el posterior
duelo de su esposa Jackie


19

No quiero terminar esta entrada sin mencionar algo curioso que seguro a muchos de sus Lectores Constantes no se les pasó desapercibido: en la novela hay por lo menos una docena de…, cómo llamarlas…, referencias al número diecinueve. Solo los seguidores habituales de la obra de King conocen el especial significado que dicho número tiene en la obra del Maestro en general y en la saga La Torre Oscura en particular. Y es común que cuando has leído su obra y has conocido la relevancia de dicho número, empiezas a verlo por doquier en tu vida diaria (por mencionar solo dos, comencé a leer a King a los 19 y mi número de identificación suma 19).

Pues bien, en 22/11/63 hay placas de autos que suman 19, direcciones de viviendas que suman 19, números de teléfono que suman 19, una caja de seguridad cuyos dígitos suman 19, el número de uno de los carnés de George Amberson que suma 19, un apartado de correos 1919, e incluso King llama a Oswald en algún momento “El agente secreto X-19”.

Sin ir más lejos, el mismo año en que ocurrieron los hechos, 1963, suma 19… En fin… Una curiosidad solo para “entendidos”. :)


El tristemente célebre Depósito de Libros de Dallas


Y como no podía ser de otra forma, quisiera rematar esta entrada, que para mi sorpresa se ha acercado peligrosamente a las 3.000 palabras, con un tema que quedará para siempre en la memoria de aquellos que acompañaron a Jake Epping/George Amberson en esa fascinante aventura en el tiempo: In The Mood, de Glenn Miller:




Y un bonus de factura propia, que aunque está más íntimamente ligado a Volver al Futuro, no puedo dejar de asociarlo con la época en la que transcurre la novela: Johnny B. Goode, de Chuck Berry:




PD: No dejen de visitar la página oficial de 22/11/63, donde pueden viajar a 1963 y de vuelta, y ver las diferentes versiones del restaurante de Al. ;)

Ah, y por cierto, no lo olviden: el pasado es obstinado…

:)