BIFURCACIONES
Capítulo I: El Camino
1
Odiaba admitir que estaba perdido.
Cuando llegó a la primera bifurcación sin saber muy bien qué
camino tomar, optó por el tramo de la derecha, el que parecía más… acogedor,
por llamarlo de alguna manera. Cuando llegó a la segunda, decidió que lo adecuado
era seguir girando en la misma dirección. Y cuando llegó a una tercera y una
cuarta, estuvo claro que era lo mejor que se le había podido ocurrir. Pensó que
de esa manera no estaría preguntándose por dónde había venido cuando llegara el
momento de regresar.
Además, el dato que había recibido indicaba que la vivienda
estaba ubicada al noroeste. Estaba seguro de que no iba desencaminado.
No obstante, pronto estuvo claro que había cometido un error
al tratar de entregar la notificación él mismo en aquel apartado pueblo al
oeste de la Ruta 92. La culpable era su arrogancia, su convencimiento de que si
no hacía las cosas él mismo, nadie las haría bien. Odiaba descargar
responsabilidades en terceros, a pesar de que a diario se veía obligado a hacerlo.
Por eso, cuando la empresa de correos le informó que la dirección a) No existía, o b) Estaba errónea, Óscar Ceballos decidió hacerlo él mismo.
Y ahora, maldita fuera su estampa, estaba perdido.
Laura disfrutaría de lo lindo de haber estado allí. “¿Lo ves, Señor Eficiente?”, le diría, y
acto seguido emitiría una de sus molestas risas. “Ja”, así le gustaba reírse. Nada de carcajadas batientes, ni las
típicas risitas de las mujeres de clase alta. Ni tan siquiera un común y corriente
“Jajaja”.
No, nada de eso. A Laura le encantaba emitir un simple y
llano “Ja”. Como en “Ja, te lo dije”, o en “Ja, ¿ves cómo yo tenía razón?”, o la
mejor de todas, nominada a la Costumbre Más Molesta en la lista de costumbres
molestas de su esposa: “Ja, ¿lo ves,
Señor Eficiente?”. Demonios, cómo la odiaba cuando decía eso. Si estuviese
allí con él, ya lo habría dicho un par de veces. Tal vez tres. Y lo
disfrutaría. Claro que lo disfrutaría, a pesar de que la situación significase
que ella también estaría perdida en ese pueblo dejado de la mano de Dios.
Óscar cambió de hombro su costoso saco de pana y observó por
enésima vez a su alrededor. Odiaba admitir sus equivocaciones, y esta vez no
solo tenía admitir que estaba perdido, sino que además había sido un estúpido
al ir allí a buscar una casucha en medio de la nada vestido como si fuera a
presentarse en una audiencia. Claro que no estaba en los planes de Óscar
Ceballos pasar tres horas buscando una dirección que en un comienzo definió
como “pan comido”.
Si la frase favorita de Laura era “Ja, ¿lo ves, Señor
Eficiente?”, la de Óscar era “Pan comido”. Era casi un lema. Y muy a su pesar,
lo que en un comienzo imaginó como un pequeño paseo de media hora buscando una
dirección, se había convertido en una excursión de tres horas bajo el
inclemente sol de la tarde.
¿Pan comido? ¡Ja!
El paisaje no podía ser más plano: un camino de tierra que se
extendía en una línea recta interminable —aderezado, cómo no, con una
bifurcación de cuando en cuando para ponerle diversión a la cosa—, flanqueado a
ambos lados por bosques, pequeñas praderas, matorrales o riachuelos diminutos
que se perdían en apestosos charcos a la vera del trayecto.
Óscar decidió seguir adelante.
El sol comenzaba su descenso hacia el horizonte, y no tardaría
mucho para que lo tuviera radiante frente a él, arrebatándole las pocas
energías y el exiguo buen humor que le quedaba. Cada tanto, se volvía y
observaba el tramo recorrido, como esperando que la casucha apareciera de la
nada o ver que había pasado por alto alguna señalización que indicara donde
demonios se encontraba con exactitud.
Por supuesto, nada de eso ocurría. Así que miraba al frente
con resignación, y proseguía.
Los zapatos habían comenzado a tallarle el talón de manera
horrible. Casi podía sentir la ampolla que se estaba formando allí. Una ampolla
en su pie, qué cabrona. Una ampolla que se atrevía a formarse en el talón del
abogado más exitoso del bufete Gil & Cía. Asociados. Debería demandarla por eso. Y como si tal cosa fuera poco, estaba sudando la gota gorda. A pesar de
que se había quitado el saco y aflojado la corbata, el fuerte calor de la tarde
estaba haciendo mella en él.
Siempre había presumido de tener un excelente estado físico a
pesar de sus cincuenta y dos años. Algo grueso, pero en forma, solía decir. Aun
así, estaba cansado de tanto caminar.
Había comenzado a admitir su derrota y evaluar la posibilidad
de volver sobre sus pasos, mandar al diablo la notificación y regresar a la
ciudad —se había visto obligado a dejar su auto estacionado en una carretera
secundaria al descubrir que le sería imposible llevarlo por ese estrecho y
accidentado camino—, cuando vislumbró un tenue y momentáneo brillo unos
trescientos metros más adelante.
Paró en seco, entrecerró los ojos y observó con detenimiento.
No había duda. El brillo provenía de un tejado metálico. O de
un objeto metálico en un tejado. Daba lo mismo. El hecho era que por fin había
encontrado una vivienda, la primera desde que se había aventurado en ese
maldito trayecto. A lo mejor, con un poco de suerte, podía tratarse de la
casucha que venía buscando.
Más animado, cambió nuevamente de hombro su saco de pana y se
dirigió a paso rápido hacia la vivienda en cuestión.
2
Era una humilde casa de una sola planta ubicada a la izquierda
del camino. Parecía sacada de la pintura de un niño de primaria: una puerta
central, dos ventanas a los lados, chimenea, jardincillo, solar y un camino de
entrada compuesto por losas irregulares. Y una cerca de madera, claro. No nos
olvidemos de la cerca.
¡Hasta tenía un buzón!
Óscar observó este detalle con una sonrisa complacida muy
impropia de él. Sacó un papel arrugado de un bolsillo del pantalón, leyó, miró
de nuevo la palabra pintada en un costado del buzón, y su sonrisa desapareció. No
era la vivienda que estaba buscando. Sin embargo, no dejaba de ser una
pincelada de civilización en esos parajes solitarios.
De pronto escuchó el sonido de unas leves pisadas que se
acercaban, esparciendo las piedrecillas del camino con un suave rumor.
Provenían de un lugar a su derecha, es decir, de la dirección a la que se
dirigía hasta hacía un segundo. Miró y vio un perro callejero que se aproximaba
con un trote tranquilo, seguro, casi desenfadado, como si estuviese dando su
caminata de la tarde. Miraba a ambos lados con aire ensoñador, disfrutando del
paisaje. No le prestó la más mínima atención al individuo que se hallaba al
lado de la verja de la casa de los Salcedo hasta que estuvo frente a él.
Entonces el perro frenó, estudió al hombre, y emitió un único
ladrido, ni muy bajo ni muy alto, más bien como diciendo “¿Cómo te va,
colega?”, y siguió su camino muy campante.
Óscar volteó y lo vio alejarse. Qué jodido perro, pensó. Y como si el can lo hubiese escuchado, este
se volvió un segundo, soltó un bufido y… Óscar habría jurado que el maldito le
había guiñado un ojo. Sí, que lo partiera un rayo, pero el jodido can le había
guiñado un ojo, para luego seguir meneando su rabo con aire importante.
Sacudió la cabeza, le restó importancia y se concentró de
nuevo en la casa.
No había nadie a la vista pero la verja estaba abierta. Entró
y se dirigió con paso resuelto por el camino de entrada. Subió las escaleras
del porche y llamó:
—¡Buenas tardes! ¡¿Hay alguien en casa?!
No hubo respuesta.
Cerca de allí un cuervo graznó.
Olvídalo, amigo-rrr. No
hay nadie en casa-rrr.
—¡Buenas tardes! —exclamó de nuevo, pero no recibió ninguna
respuesta.
Golpeó la puerta con fuerza; una vez, dos veces, pero la casa
solo le devolvió un exasperante silencio.
¡Perfecto! La única casa en kilómetros a la redonda y no
había nadie en ella. Miró alrededor con impotencia. A su derecha, sobre el
suelo de madera del porche, reposaba una silla mecedora con el tejido
estropeado en varias partes. Parecía tener medio siglo de antigüedad. A su izquierda
había un par de sillas flanqueando una mesa. Y sobre esta… ¡Vaya, una taza de
café! Óscar vio que estaba casi llena y que despedía una leve voluta de vapor.
Tenía que haber alguien en casa.
Aporreó de nuevo la puerta con igual resultado.
Comenzaba a perder la paciencia. Óscar Ceballos era un hombre
propenso a perder rápidamente los estribos cuando las cosas no salían como
esperaba. Laura podía dar fe de ello.
Accionó el pomo de la puerta y esta se abrió sin el menor
chirrido.
Bien engrasada, pensó, y a continuación: ¡Pan comido!
Y entró.
El interior daba a un pequeño recibidor y a un pasillo de madera
que conducía directamente hasta la entrada trasera, con sendas puertas que
llevaban a la sala comedor, la cocina y los aseos por un lado (el izquierdo), y
a las habitaciones por el otro (el derecho).
—¿Hola? —llamó de nuevo, pero estaba visto que nadie le iba a
contestar. Comenzó a caminar lentamente, sintiéndose como un ladrón muy a su
pesar, y entró por el primer umbral de la izquierda.
La sala comedor estaba desierta, pero el viejo y pequeño
televisor de catorce pulgadas ubicado en una esquina se hallaba prendido. A
bajo volumen, una chica rubia aseguraba las bondades de un detergente. Había
varios muebles de variopintos estilos, entre ellos un viejo comedor con mantel
de cuadros rojos y blancos —¡qué
tradicional!, pensó Óscar—, un pesado reloj de pared que en ese momento
indicaba las dos y cincuenta, una mesita con un teléfono de disco y un inmenso
cuadro del Corazón de Jesús. En medio de la sala, una mesa baja y pulcra
adornada con una bandeja de frutas completaba el mobiliario.
Había bananos, naranjas, peras, uvas y manzanas, y Óscar
comprobó sorprendido que no se trataba de imitaciones de plástico. No señor.
Eran reales, y se veían bastante provocativas.
Un umbral ubicado a su derecha conducía a la cocina, y hacia
allí se encaminó después de dedicarle una última mirada al reloj.
Era una cocina sencilla con lavaplatos de piedra y fogón de
leña. Óscar hubiera jurado que en pleno siglo XXI esas cosas ya no existían,
pero allí estaba, con una olla encima inclusive, iluminada tenuemente por la
luz que se filtraba por el pequeño ventanuco orientado al este. En ese momento
un repentino y sonoro chasquido a su espalda le hizo pegar un brinco, con el
corazón a mil por hora. Apenas en ese instante se dio cuenta de lo tenso que
estaba. El chasquido fue seguido de un zumbido que decayó en un débil ronroneo.
Óscar se dio vuelta y descubrió que se trataba de la nevera,
un artefacto viejo y oxidado que a duras
penas seguía haciendo su trabajo. Unos imanes de colores con forma de letras
construían la frase “TE QUIERO, MAMÁ” en la puerta de metal. Con una maldición,
se acercó a la olla y la inspeccionó, curioso. Estaba llena casi hasta el tope
de agua, pero nada más. Examinó el resto de la cocina, pero nada llamó su
atención.
—¿Hola? —llamó de nuevo, pero parecía que los habitantes de
la casa se habían ido a dar un paseo.
La cocina conducía a un patio interior, con un lavadero, un
baño, una ducha y algunos utensilios arracimados en una esquina. A mano
derecha, un nuevo umbral apenas oculto con una cortina conducía nuevamente al
pasillo. La corrió y, cruzando al otro lado, echó un vistazo a la última
habitación de la casa. Era bastante sencilla, pero también el colmo del
desorden. Óscar, que lo aborrecía, soltó un gruñido, volvió por el pasillo e
inspeccionó la alcoba situada en el medio de este. Estaba en orden. Había un
camarote, un armario y una mesa, pero ni un alma.
Ignorando la habitación restante, la primera partiendo del
pequeño recibidor, se dirigió a la puerta trasera.
3
Salió a un patio de grama con algunos caseros juegos
infantiles y un pequeño comedor compuesto por troncos. En el suelo yacían un
triciclo, ladeado como un caballo muerto, una bicicleta oxidada y algunas
pelotas desinfladas. Más allá, un puente de madera que pasaba sobre un exiguo
riachuelo conducía a los campos de cultivo, al parecer propiedad de los
Salcedo. Unos arbolillos bajos escoltaban el arroyo a ambos lados.
Óscar hizo visera con las manos, pero no alcanzó a ver a
nadie en los campos. Respiró hondo, cada vez más exasperado. La única casa en
kilómetros, se repitió, y no había ningún maldito ocupante. Los odió por ello,
por no estar allí para prestarle al menos un mínimo auxilio, para indicarle qué
debía hacer… Aunque eso no era del todo correcto; a Óscar Ceballos nadie, nadie, le decía qué era lo que tenía que
hacer. Lo correcto sería decir que esperaba que alguien le aconsejara qué era lo más conveniente. Él se encargaría de decidir si era viable y razonable.
Esta mañana todo te
parecía muy viable y razonable, le dijo una vocecilla en su cabeza que reconoció de
inmediato. ¡Ja! ¿Lo ves, Señor Eficiente?
Y un cuerno, pensó, e hizo un último intento
llamando lo más fuerte que le permitía su grueso vozarrón:
—¡¿Hola?! ¡¿Hay alguien por aquí?! ¡Creo que me perdí, y
necesito ayuda!
Se sintió rebajado al admitir finalmente lo que no había
querido reconocer hasta ese momento. Ni siquiera a sí mismo. Y el hecho de que
toda la respuesta que recibiera fuera otro graznido del mismo maldito cuervo —al
menos él imaginaba que era el mismo—, fue la gota que rebosó su paciencia.
Decidió que mandaría al carajo la notificación, aunque ello pudiera
perjudicar el proceso que adelantaba por esos días. Ya lo oiría la empresa de
correos al día siguiente. Óscar Ceballos tenía algo que decirles, y lo
escucharían, lo escucharían muy bien. Por el momento, volvería sobre sus pasos,
se subiría a su auto y regresaría a la ciudad, no sin antes comer algo en algún
restaurante de la carretera. Sería fácil volver, solo tenía que tomar el camino
de la izquierda en todas las bifurcaciones. Pensar esto le hizo caer en la
cuenta de que en realidad no estaba perdido. Admitir que lo estaba, tan
siquiera sentirse así, había sido estúpido. Simplemente no había encontrado la
condenada dirección, eso era todo.
De todas formas, pensó, nadie lo había escuchado. Había sido
un simple desliz, y no se vería nunca jamás el día en que Óscar Ceballos
volviera a cometerlo, el día en que el abogado más eficiente de Gil & Cía.
Asociados admitiera un error.
Más tranquilo consigo mismo, se puso en camino.
Se le ocurrió una idea: echaría un vistazo a la nevera de los
Salcedo y se fijaría si tenían algo frío para tomar; estaba seco. Supuso que a
los propietarios no les importaría. Además, se lo merecían por poco
hospitalarios.
Entonces se oyó un ladrido al otro lado de la casa, en el
camino de entrada. Óscar supuso que se trataría del can que había visto hacía
unos minutos, pero luego se le ocurrió la posibilidad de que los dueños de la
casa estuviesen de vuelta.
Rodeó la casa por el lado izquierdo.
4
Las ventanas de las habitaciones estaban cubiertas por
cortinas, pero un par de ellas se encontraban medianamente corridas para que
entrara la luz del sol de la tarde. Iba a torcer ya por la esquina delantera de
la casa, cuando vislumbró algo de reojo en la ventana de la primera habitación,
la que había ignorado en un primer y somero examen de la casa. Una anciana de
tez mortecina y sumamente arrugada lo observaba por completo inexpresiva. Tenía
el cabello canoso enmarañado, y estaba desnuda. Pero no fue esto lo que más
impresionó a Óscar; fueron sus ojos. Los tenía abiertos más allá de lo posible,
y aunque antes de tropezar y caer de bruces Óscar habría asegurado que lo
observaban a él, en realidad estaban fijos y sin mirar a ninguna parte.
Óscar cayó, quizá de la impresión, o tal vez por el balón
olvidado que estaba a ese costado de la casa y que en medio de su paso decidido
no había visto, y apenas pudo reaccionar poniendo las manos delante y evitando
lo que seguramente hubiese sido una fractura en el tabique. Lo primero que
sintió fue cómo las piedrecillas se clavaban en sus palmas con un dolor
cortante y arenoso. Lo segundo fue un dolor aún más intenso cuando su rodilla
derecha golpeó fuertemente contra una roca puntiaguda. Luego su corazón comenzó
a latir desenfrenado, preguntándose si lo que había visto era real o se trataba
de su por lo general pragmática mente jugándole una mala pasada.
Fue entonces cuando el reloj de la casa atronó la tarde con
tres fuertes campanadas.
Gonnng… Gonnng… Gonnng…
Óscar sintió cada campanada como un ramalazo en su cabeza
insolada. Las aguantó con los ojos cerrados. Después de la última, los abrió y
se puso lentamente en pie, alejándose instintivamente de la ventana con un leve
cojeo producido por el fuerte dolor de su rodilla. Se sacudió las manos, las rodilleras
de los pantalones, y con un esfuerzo de voluntad miró hacia la anciana.
Ya no estaba. Las cortinas seguían corridas, pero la anciana
ya no estaba.
Su corazón comenzó a calmarse. Respiró profundo y dirigió su
vista hacia el jardín delantero. No había perro, y menos aún sus supuestos
amos. Óscar puso los brazos en jarras y evaluó la situación con cabeza fría. Al
menos con toda la cabeza fría que podía tener en ese momento, con el sol
golpeándolo inmisericorde en la nuca.
¿Pan comido? ¡Ja! ¿Lo
ves, Señor Eficiente?
Refunfuñó. Si había algo que aborreciera aparte de admitir
sus errores o que se los echaran en cara, era que lo asustaran. Y vaya susto le
había metido la maldita vieja. ¡Y encima estaba en pelotas, como si tal cosa!
¡Qué diantres!, pensó. Entraré y le sacaré la información que necesito, esté con ropa o sin
ella.
Acabó de rodear la casa y subió los escalones del porche por
segunda vez en la tarde.
Lo primero que notó —porque además de engreído,
autosuficiente y orgulloso Óscar era muy detallista—, fue que la taza que se
encontraba en la mesa estaba casi vacía. La levantó, y con el movimiento el líquido
dejó una tenue marca de una tonalidad más oscura en el interior del recipiente.
Sintió un nudo en la garganta.
La taza no tenía ningún tipo de rastro de líquido en los
bordes. Solo una marca uniforme que denotaba hasta donde llegaba el oscuro
líquido hasta hacía unos minutos. Era como si hubiesen tomado el líquido con un
pitillo…
Óscar la dejó nuevamente en su lugar y sin pensarlo apenas,
en un acto reflejo, se restregó los dedos en la camisa.
Asió el pomo de la puerta y se disponía a entrar cuando notó
algo nuevo: la mecedora estaba orientada en sentido contrario a como la había
visto un rato antes. Igual podían ser imaginaciones suyas, pero estaba seguro
de que la misma estaba orientada hacia el noreste.
Le restó importancia y entró.
Se dirigió de inmediato a la primera puerta de la derecha.
Notó que era la única que estaba cerrada. Teniendo en cuenta que la mujer en su
interior estaba en cueros, no le extrañó.
Iba a abrir la puerta, pero decidió tocar primero.
—¿Señora? Disculpe la molestia, señora, pero me gustaría
saber si puede orientarme un poco. Busco una dirección y…
Óscar enmudeció. Acercó su oído a la puerta, pero no sintió
ni el más leve murmullo.
—¿Señora?
Nadie respondió.
Al diablo, pensó. Y abrió.
Allí, en medio de la habitación… no había nadie.
Entró con lentitud, pensando que tal vez la vieja estaba
escondida, avergonzada después de todo luego de ser vista por el tipo trajeado,
pero la habitación estaba vacía.
Óscar apenas le dedicó una segunda mirada antes de
encaminarse a la sala de estar.
Más tarde pensaría que fue justo allí cuando el terror
comenzó. No antes, con la vieja desnuda, ni después al ver la taza casi vacía y
el sillón movido en el porche. El terror, estaba seguro, comenzó cuando vio la
bandeja llena de frutas podridas sobre la mesa.
Continuará...