BIFURCACIONES
Capítulo VI: Legión
1
El tiempo se ralentizó, tal como lo hiciera con anterioridad
a lo largo de esos interminables diecinueve días.
Quizá fue esa la razón, o tal vez el hecho de que sus
sentidos estaban sobrexcitados después de los últimos acontecimientos. En todo
caso, Óscar actuó con los suficientes reflejos como para evitar un ataque
directo del animal, agachándose y lanzando un manotazo certero que desvió el
curso de su vuelo.
Sin embargo, esto no impidió que trastabillara y casi cayera
de nuevo escaleras abajo. Faltó muy poco. En lugar de eso, cayó de espaldas
sobre el borde de una de las puertas abiertas, rebotó y fue a parar a un
costado de la entrada del sótano. El dolor en la parte baja de la espalda fue
lacerante y le hizo ver estrellas por unos instantes.
El cuervo contraatacó de inmediato, lanzándose contra su cara
en medio de airados graznidos. Óscar lo apartaba con los brazos, pero el ave lo
esquivaba y proseguía agrediéndolo con sus garras afiladas.
Sería irónico, pensó en medio del feroz ataque, sobrevivir a
una pesadilla inenarrable para luego caer víctima de un maldito cuervo.
El animal no cejaba, y Óscar muy pronto tuvo la cara llena de
arañazos. Se dio cuenta entonces de que el animal estaba buscando sus ojos.
Algo había escuchado sobre la fascinación de los cuervos por los ojos de sus
víctimas, pero vivirlo en carne propia era una cosa totalmente distinta.
Decidió tratar de agarrar al animal, a pesar de que le
producía cierta repulsión el solo hecho de tocarlo, y lanzó su mano izquierda
hacia él, asiéndolo por el ala. El animal se debatió, furioso, y Óscar tuvo que
apretar con fuerza para no permitirle huir. Sintió de pronto un dolor agudo en
la mano derecha. Miró, extrañado, y comprobó que había estado todo el tiempo
empuñando el trozo de vidrio sin percatarse. Lo deslizó entre sus dedos,
procurando protegerse de los ataques del animal, y con un rápido movimiento lo
clavó tan profundo como pudo en el vientre del ave, que lanzó tal infernal
graznido que casi lastimó sus oídos.
Se incorporó, apoyándose con el codo en la puerta del sótano,
sin perder de vista en ningún momento a su emplumado oponente, que continuaba
aleteando como un poseso. Logró ponerse en pie y, reuniendo fuerzas, lo lanzó
al interior del sótano.
El cuervo rebotó en las escaleras, dio un par de vueltas y
fue a dar al suelo compacto. Aleteó desesperado, y por un momento pareció que
lograría salir de nuevo al exterior, pero su vuelo fue débil y cayó nuevamente emitiendo
graznidos entrecortados.
La herida en su vientre, al parecer, había sido certera.
Óscar se apresuró a cerrar las puertas. Observó a su alrededor,
buscando algo para afirmarlas, y encontró el candado de metal arrojado cerca en
el césped. Lo cogió y aseguró las manijas con él; parecía resistente. Aun así,
se sentó unos instantes sobre las puertas, temiendo un conato de huida por
parte de sus diabólicos ocupantes. Estaba casi seguro de que ambos estaban
muertos —tanto el cuervo como la anciana—, o en vías de estarlo, pero más valía
asegurarse.
Solo cuando los graznidos fueron apagándose y se hizo el
silencio, se permitió un respiro de alivio.
Entonces se sintió mareado y el dolor de cabeza regresó con
renovada furia.
2
Tenía que buscar ayuda, y debía hacerlo de inmediato. Era su
única esperanza. Tanto esfuerzo había conducido a su maltrecho cuerpo al límite
de sus capacidades, y si no se daba prisa su huida sería en balde.
Se puso en pie, tambaleándose, y fue rodeando la casa por su
lado izquierdo. Las fuerzas le fallaban, los pies empezaban a protestar, y la
cabeza parecía dispuesta a estallar en cualquier momento. El sol, hasta
entonces tímido, comenzó a asomar por encima del tejado de la vivienda, y eso
solo logró empeorar las cosas.
Los balones desinflados seguían en su lugar, y Óscar se
sorprendió al encontrar también su costoso saco de pana. Se detuvo, mirándolo
atentamente, como si fuese la cosa más extraña que había visto en su vida.
Pensó en recogerlo, pero decidió que el solo hecho de agacharse e incorporarse
nuevamente le restaría más energías de las que disponía, así que siguió su
camino. Desvió la vista hacia la ventana en la que había visto por primera vez
a la vieja, y por un momento creyó verla allí, observándolo burlona. Y encima
desnuda, como si tal cosa. Pero solo eran las sombras de la habitación
jugándole una mala pasada.
La anciana había quedado encerrada en el sótano, con un tajo
recorriendo su garganta de lado a lado.
Una vez en el camino de tierra, viró a su derecha y emprendió
el regreso.
No se molestó en dedicarle una última mirada a la casa de los
Salcedo. Había tenido ya lo suficiente de ella y solo quería dejarla tan atrás
como le fuera posible.
Carecía de un plan concreto. De hecho, hasta hacía apenas treinta
minutos sus esperanzas de encontrar la libertad seguían en entredicho. Ahora, pensar
en caminar de vuelta durante kilómetros se le antojaba tan utópico como
desalentador. El sol, recién comenzando su ascenso, lo golpeaba sin piedad, y
Óscar muy pronto comenzó a zigzaguear por el sendero como un borracho
amanecido.
Fue consciente de que probablemente esa caminata acabaría con
él, pero teniendo en cuenta la soledad de esos parajes, decidió que haría lo
que estuviera en su mano. Era lo único que le quedaba. Si su destino era morir
allí, pudriéndose bajo el inclemente sol en un camino rural, que así fuera.
Había logrado escapar de las garras de la anciana y eso ya era una gran victoria.
Si moría, lo haría tranquilo.
En paz…
Óscar Ceballos consiguió caminar medio kilómetro antes de
detenerse, caer de rodillas y
desplomarse sobre la tierra amarilla.
3
Eran casi las once de la mañana cuando una pequeña furgoneta
azul oscura de doble tracción, traqueteante y oxidada, asomó procedente del
norte.
Sus ocupantes, padre e hijo, eran un viejo de sesenta y
tantos años, tocado con peto y sombrero, y un joven, entrado en la veintena,
con toda la pinta de ser un campesino intentando lucir como un chico de ciudad.
Iban enzarzados en una batalla dialéctica muy frecuente entre
ambos por esos días: el fútbol. Había querido el destino que el chico se
desviara de los gustos de su padre y se convirtiera en ferviente seguidor del
rival de casa del equipo de su viejo. Este siempre lo había visto como una
desagradecida forma de pagarle todo el esfuerzo que había puesto en él, y solo
su esposa, a quien le traían sin cuidado estos menesteres, lograba hacerlo
sentar cabeza y señalarle lo estúpido de su postura. Cada quien elige los
gustos que quiere, solía decirle, y poco a poco lograba apaciguar los ánimos de
su testarudo esposo.
Al menos por un rato.
Entonces su hijo Iván le preguntaba si estaba preparado para
la paliza del sábado en la noche, y la cabeza del viejo Nicolás bullía de nuevo
presa de la furia.
Era algo de nunca acabar.
En eso estaban, el viejo rojo como un tomate esgrimiendo sus
argumentos, el hijo procurando mantener una mal simulada seriedad, cuando lo
vieron.
Bueno, en realidad fue Iván quien lo vio. Su padre solo tenía
cabeza para el fútbol y el volante de su vieja Chevrolet.
—¡Detente, papá! —exclamó Iván agarrando el hombro de su
padre.
—¡Y un cuerno! —respondió este—. A mí no me das órdenes, y
menos cuando estoy hablando de fútbol.
—¡No, papá! ¡El auto! ¡Detén el auto!
—¿Qué diablos te está pasando? ¿Perdiste la jodida cabezota?
—¡Nico, detente!
Eso, y una somera mirada a la aterrada expresión de su hijo,
fue suficiente para que el viejo detuviera el auto en seco. Iván rara vez lo
llamaba de esa manera, y cuando lo hacía era porque a) Estaba fuera de sus cabales, o b) Estaba asustado.
En este caso, no cabía duda, se trataba de lo segundo.
Cuando la polvareda del camino, como los nervios de ambos, se
asentó, padre e hijo se miraron con expresión de circunstancias.
—Espero que no lo hayamos arrollado —dijo el joven.
—¿Quieres decirme de qué mierda estás hablando? —inquirió el
viejo.
—Había un hombre tirado en medio del camino, papá. Parecía
muerto…
—¿Muerto?
—O inconsciente, qué se yo.
Nicolás observó a su hijo detenidamente, solo para asegurarse
de que no estaba bromeando. No lo estaba.
—Será mejor que bajemos a averiguarlo, hijo.
4
Se acercaron al hombre lentamente, cada uno rodeándolo por un
extremo. Había faltado poco para que le pasaran el auto por encima.
Aunque aparentemente poco habría importado.
Este tipo está más muerto que mi abuela, pensó el viejo
Nicolás. Sus ropas raídas y sucias, y su aspecto amarillento y demacrado,
prácticamente en los huesos, no dejaban lugar a dudas.
Sin embargo…
—¿Qué crees que pudo haber pasado, papá? —preguntó Iván,
pálido.
—No lo sé, hijo —respondió el viejo, pensativo—. Que me lleve
el diablo si lo sé. Está claro que alguien lo trajo hasta aquí, pero no logro imaginar
las razones que podría tener alguien para traer el cuerpo de un hombre que
lleva varios días muerto y dejarlo en este lugar.
—Quizá quería que lo encontraran, ¿no crees?
Nicolás meditó un momento al respecto, rascándose la
barbilla.
—Sí, es posible. Tal vez eso sea… Pero, por el amor de Dios,
mira el aspecto de este hombre.
—Ayúdame a darle vuelta —pidió de pronto Iván, agachándose al
lado del cadáver.
—¡¿Estás loco, jovencito?! —gritó su padre escandalizado—. No
pienso poner mis manos en esa… cosa.
—No te preocupes, papá. Mira, si ni siquiera huele mal. ¿No
es extraño?
—Puede oler a rosas silvestres si quiere, pero no…
—Además —interrumpió Iván asiendo el cuerpo por un costado—,
pesa más una pluma.
Y, sin más, le dio vuelta.
Ambos ahogaron una exclamación al ver al hombre de frente. Su
aspecto era realmente perturbador, y padre e hijo no pudieron evitar ser
recorridos por un escalofrío.
—Parece un zombi… —comentó Iván.
—Déjate de estupideces —le reprendió su padre—. Ven, ayúdame
a buscar algún documento de identificación.
Se agacharon al lado del cadáver, y comenzaron a hurgar en
los bolsillos del pantalón. Hubo que mover el cuerpo de lado, y el viejo
Nicolás esbozó un gesto de asco, con la consecuente burla de su hijo.
Encontraron una billetera de cuero con unos cuantos billetes
de alta denominación a los que ambos, honrados como eran, ni siquiera le
prestaron atención, algunas tarjetas comerciales y, ¡bingo!, un portadocumentos
plástico con varios carnés de identificación.
Nicolás sacó uno de ellos, que acreditaba al propietario como
miembro de un bufete llamado “Gil & Cía. Asociados.”
—Óscar Moisés Ceballos Granada —dijo en voz alta.
Su hijo apenas le prestó atención.
Estaba observando el cadáver con atenta fascinación. Nunca
había visto uno, al menos no de cerca, y no podía evitar sentirse atraído por
esa inesperada cercanía con la muerte. Aunque se tratara de un completo
extraño.
—Papá… —susurró de pronto con voz entrecortada.
—Déjame en paz. Quiero ver si hay algún teléfono adonde
podamos avisar. Es muy raro que hayan dejado la billetera con todos los
documentos en su bolsillo.
—¡Papá! ¡Oh Dios mío!
—¿Qué quieres? —preguntó Nicolás, enojado—. ¡Deberías tener
más respeto con los muertos!
—¡Oh Dios mío! —repitió su hijo—. ¡Está vivo, papá! ¡Este
hombre está vivo!
5
Del Voz del Norte
24 de agosto de 2012
Viñedos
MILAGRO EN LA RUTA 91
Por Sebastián Trujillo
Como un milagro. Así
calificaron los médicos del Hospital Distrito Norte el caso del abogado Óscar
Ceballos, esposo de Laura Puerta, padre de Walter Ceballos y reconocido miembro
del acreditado bufete Gil & Cía. Asociados.
Su cuerpo casi sin vida
fue trasladado en helicóptero en la tarde de ayer desde una ruta secundaria del
municipio de Viñedos hasta el helipuerto ubicado en la terraza del Hospital
Distrito Norte, en una operación que este reportero se permite calificar de “trato
preferencial”. El mismo que ahora se pregunta si igual trato habría recibido un
simple campesino de estas comarcas.
En todo caso, la
historia se ha regado como la pólvora y poco parece importar el hecho de que el
prestigioso abogado haya recibido atenciones que a cualquier ciudadano le
gustaría exigir, teniendo como tiene los mismos derechos que cualquier otro. Y
es que Óscar Ceballos ingresó a la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital
como un muerto salido de la tumba. Así se lo dijo a este reportero un médico de
dicha institución que ha preferido permanecer en el anonimato. Con una veintena
de kilos menos de los que aparecen en su carné del seguro, un 30% de la
cantidad normal de sangre en un hombre promedio, cortes leves pero numerosos en
su rostro y con la carne pegada a los huesos. Así llegó Óscar Ceballos, aunque
nadie haya podido corroborar hasta el momento la veracidad de tales informes;
tanto la Junta Directiva del Hospital como el Departamento de Policía del
Distrito Norte han mantenido el caso en la más completa reserva, negándose a
hacer declaraciones oficiales y brindando la información a cuentagotas.
Su esposa e hijo, por
supuesto, y dado el estado de extrema conmoción en que se hayan, tampoco han
realizado ningún tipo de pronunciamiento.
No obstante, este
reportero, fiel a su función informativa en Voz del Norte, ha
logrado contactarse con Iván Barrientos, nada más que una de las dos personas
que encontraron en la Ruta 91 lo que en un comienzo denominaron como “cadáver”.
Muy gentilmente, y pese a las rotundas negativas de su padre, Nicolás
Barrientos, Iván concedió a este servidor una corta pero sustanciosa entrevista
en la que, entre otras cosas, confirmó los rumores sobre el aspecto de Óscar
Ceballos.
Como un zombi, así lo
definió el joven campesino de veintitrés años.
Y entonces no puede
evitar uno preguntarse: ¿qué le pasó a Óscar Ceballos? ¿Qué misterio se esconde
tras su extraño caso? ¿Qué pudo haber pasado para que terminara de esa manera,
como un muerto regresando del más allá? ¿Cómo fue a parar a esa carretera
secundaria del municipio de Viñedos?
Pero quizá la pregunta
más importante, al menos en este momento, sea: ¿sobrevivirá?
Los médicos del
Hospital Distrito Norte parecen estar unánimemente convencidos de que la respuesta
es afirmativa. Óscar continúa en la Unidad de Cuidados Intensivos bajo estricta
observación, con respiración artificial y recibiendo sangre y suero por vía
intravenosa.
Parece que lo peor ya
pasó. Su pulso es estable, ha recuperado un poco el color, e incluso ha
despertado por unos minutos en la pasada noche. Dijo tener hambre y frío, y
murmuró algo sobre un cuervo, para luego quedarse nuevamente dormido. Los
médicos dicen estar tranquilos y tener una firme esperanza en su recuperación.
Lenta, sí, pero recuperación al fin y al cabo.
Este reportero le envía
un sincero mensaje de apoyo a la familia Ceballos…
Ahora bien, si pensaban
que la historia termina aquí, mucho me temo que están equivocados.
Sebastián Trujillo no
descansa en sus indagaciones, y esta madrugada, justo antes de lanzar el tiraje
de la edición que ahora tiene el lector en sus manos, se ha enterado de que un
nuevo grupo de investigación ha sido lanzado en las inmediaciones de la Ruta
91, encontrando rápidamente un hallazgo que arroja una primera luz sobre el
extraño caso Ceballos.
Un saco de pana, con un
documento propiedad del abogado, fue encontrado en los alrededores de la casa
de una familia de la localidad. Se trata de una información de primera mano,
entregada a este reportero por uno de sus más valiosos contactos, y si bien aún
no he podido ahondar más en el asunto, tal parece que el Departamento de
Policía ha realizado un descubrimiento importante en el sótano de la casa de la
familia en cuestión.
Es todo lo que sabemos
al respecto en Voz
del Norte, pero no le quepa la menor
duda, Querido Lector, que probablemente mientras está usted leyendo estas
líneas, este avezado reportero estará por su propia cuenta en el lugar de los
hechos recabando información sobre este insólito caso…
Mientras tanto, estén
atentos, sean buenos… ¡y no se pierdan la edición de mañana!
Epílogo
Poco antes del anochecer, en un camino secundario al sur del
municipio de Río Blanco, un perro negro recorría a trote lento el trayecto
lleno de baches. En realidad su paso se asemejaba más a un caminar sosegado,
pero ¿cuándo se ha visto a un perro movilizarse de otra manera que no sea
trotando?
Sea como fuere, el animal parecía desplazarse casi
desanimado, cansado, como si hubiera recorrido un largo trecho procedente de un
lugar que preferiría no recordar.
Comenzaba a lloviznar, y esto, sumado a la inminente noche, hizo
que el can trotara más cabizbajo y que su aspecto luciera más lamentable.
Fue así como lo encontró Daniela Villada, de once años de
edad, a quien de inmediato se le rompió el corazón.
Sus padres, que le habían permitido visitar después de clases
a su amiga Manu con la condición de no llegar más allá de las cinco, ya debían
de estar preocupados por ella. Es por eso que Daniela venía corriendo por el estropeado
sendero con el corazón en un puño. Detestaba hacer enojar a sus padres, más
cuando ellos tenían toda la razón, y sabía que esta vez el castigo sería mucho
más grave que irse temprano a la cama sin ver televisión.
Por tanto, cuando vio al pobre perrito cansando, mojándose
bajo la persistente llovizna y con la fría noche a la vuelta de la esquina, no
solo sintió lástima por él. También supo que acababa de encontrar la disculpa
perfecta para justificar su tardanza.
Se agachó a su lado y le acarició el lomo.
—Hola, perrito —le dijo—. ¿Cómo estás?
El animal se detuvo y la miró con ojos suplicantes. Lanzó un
ladrido, ni muy alto ni muy bajo, como diciendo “¿Cómo estás, coleguita?”.
Si Daniela había albergado alguna duda sobre la posibilidad
de llevarse el perro para su casa y ofrecerle abrigo y algo de comida, en ese
momento se desvaneció por completo.
—Oooh, ¡pobrecillo! —exclamó, cariñosa—. Si me vuelves a
mirar de esa forma me vas a romper el corazón por completo.
El perro le respondió apoyando las patas en su regazo y
propinándole un húmedo lambetazo en la mejilla.
Daniela rio, y acarició al animal detrás de las orejas.
—Vamos, no tenemos por qué quedarnos aquí mojándonos como un
par de tontos. Hoy es tu día de suerte, Carboncito.
El can ladró de nuevo. Quizá era su manera de mostrarse de
acuerdo.
—Te gusta el nombre, ¿eh, Carboncito?
El perro negro ladró una vez más, y la niña rio complacida.
—Ven, deprisa. Un rato más y no podré distinguirte en medio
de la oscuridad.
La niña se puso en pie, y entonces su gesto se tornó
preocupado. Había una mancha en la pechera de su vestido. Una mancha roja.
—¡Vaya! ¿Qué es esto?
Se miró con la cabeza gacha, preguntándose si se habría hecho
alguna herida en medio de los juegos de esa tarde sin darse cuenta. No habría
sido la primera vez. Su rodilla derecha aún conservaba la costra de su última
herida de guerra, de la cual apenas se había percatado al llegar a casa el
viernes de la semana anterior.
Sin embargo, dudaba mucho que se tratara de eso. Desvió la
vista hacia el perro, y lo observó detenidamente. Quizá era él el que le había
ensuciado el vestido al apoyarse en ella hacía un momento.
—¿Serás tú? —le preguntó.
El perro le devolvió la mirada, como si tal cosa.
—Será mejor que te examine…
Se agachó de nuevo, y comenzó a palpar al animal buscando
alguna posible herida. El can la dejó hacer, obediente. Parecía haberse
encariñado con la niña.
Lo palpó en el lomo, en los costados, en las patas, pero todo
parecía estar bien. Le tocó la cabeza, y el can entrecerró los ojos, complacido
y dispuesto a dejarse consentir. Bajó sus dedos por su nuca hasta el cuello, y
entonces el perro gimió y retrocedió un poco. Daniela retiró su mano
rápidamente y observó sus dedos manchados de sangre. A la menguante luz del
día, lucía casi negra, y la lluvia la fue esparciendo por su mano en lentos
riachuelos.
—Oh Dios mío —exclamó—. ¿Qué te ha pasado, Carboncito?
El perro la miró con sus expresivos ojos oscuros.
—Ven, déjame ver qué tienes.
El animal se encogió cuando ella se le acercó, pero al ver
que no pretendía hacerle daño dejó que la niña lo examinara.
Daniela se agachó aún más y esforzó la vista. Lo que vio la
dejó horrorizada: una herida recorría el cuello del animal de lado a lado. Era
recta y un poco profunda, y Daniela pensó que probablemente había sido causada
por un objeto cortante, como un cuchillo, una lata o un trozo de vidrio.
—Oh Dios —gimió la niña—, ¿quién te ha hecho esto?
El animal emitió un débil ladrido por toda respuesta.
—Vamos, te llevaré a casa —dijo decidida, y lo levantó en brazos—.
Mi mamá fue enfermera durante un tiempo y sabe hacer vendajes y curaciones. Incluso,
con un poco de suerte, quizá mi papá me dé dinero para llevarte donde un veterinario
mañana después de clases… Ya no estarás solo, Carboncito.
Echó a andar, y el perro ladró de nuevo, complacido.
Daniela pensó que si pudiera hablar, el pobre animal le habría
dicho lo agradecido que estaba por haberla encontrado. Lo tranquilo que se
sentía ahora que no tendría que pasar la noche hambriento, herido y a la
intemperie.
Lo satisfecho que estaba por haber encontrado a otra familia que
le proporcionara alimento y le ofreciera su hospitalidad.
FIN
Muy bien, me ha gustado cómo termina este relato, dejando algunas cuestiones abiertas pero tras haber concluido la odisea en el sótano. Gracias por compartirlo. ^^
ResponderEliminar¡Fuerte el aplauso!
ResponderEliminarMuy, muy bueno, che.
Un placer ha sido el leer "Bifurcaciones". Con todos los mejores ingredientes que una muy buena historia de suspenso y terror debe tener (incluyendo ese final abierto que tanto dice en lo que no dice).
Un abrazo, Calavera, y gracias por compartir tus letras.
¡Saludos!