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lunes, 27 de agosto de 2012

Carta póstuma a mi Viejo






Viejo, mi querido Viejo:

¿Cómo hubieran sido las cosas si hubiera crecido a tu lado?
Es algo que siempre me he preguntado, y lo hago nuevamente ahora que partiste, ahora que nos dejaste. Y llego a la conclusión de que sin duda hubiera sido una persona mucho mejor de lo que nunca lo he sido…


Crecer lejos de tu lado no fue fácil. Mi mamá tuvo que hacer de padre y madre durante toda mi vida, y siempre le he estado agradecido por haberme levantado a fuerza de tesón y lucha. Ella es una guerrera, siempre lo ha sido, y toda la vida he dicho, te lo confieso, que si hay alguien a quien le debo lo que soy, es a ella.
Siempre te vi como un padre distante… De forma física, mas no espiritual… Desde pequeño te vi como ese hombre que me brindaba un cariño sin medida desde una larga distancia, y a quien veía esporádicamente cada uno, dos o hasta tres años, fuera que mi mamá me llevara o que tú vinieras con motivo de uno de tus proyectos… Tan infrecuentes eran nuestros encuentros, que nunca me acostumbré a decirte “papá”, nunca supe vencer esa barrera que sentía entre los dos. Nunca sentí la plena confianza para expresarte mis sentimientos…
Siempre fui un niño tímido, y cuando llamabas por teléfono no era la excepción. No sabía qué decirte, cómo expresarme contigo…
Fuiste siempre para mí ese profesional íntegro, bien afeitado, de constitución robusta y sacos de lana, de humor sano y jovial, de hablar sosegado y expresión educada. Ese padre que me trataba de “tú” sin que yo tuviera la suficiente confianza para tratarlo de la misma manera. Aquél que no obstante todos los reveses siempre me alegraba de ver y abrazar…


No me enseñaste a montar en bicicleta ni a jugar al fútbol. No estuviste en mi Primera Comunión ni en mi Graduación. No tuvimos esa primera e importante conversación de hombre a hombre…
Y confieso que a medida que fui creciendo te juzgué en silencio, te reproché por el hecho de no estar al lado de mi mamá, ayudándole en todo lo necesario, apoyándonos económicamente cuando lo necesitábamos… Siempre me pregunté por qué ese padre que vivía a tantos kilómetros de distancia no podía solventar, como todos los padres, nuestras carencias. Me parecía insuficiente lo que le enviabas para suplir las necesidades, y veía con impotencia cómo ella hacía todo lo posible por aprovecharlo y hacerlo rendir a como diera lugar…
Y sin embargo mi mamá siempre te defendió a capa y espada. Tanto cuando yo le decía algo, como cuando algún familiar o allegado criticaba la falta de un apoyo completo de tu parte…
Porque fuiste todo para ella. Fuiste el amor de su vida, su único amor, y lo que significaste siempre para ella es algo que no se puede describir con palabras…


Pasó el tiempo, y entendí. Te comprendí.
Supe que hiciste todo lo que estuvo en tus manos por nosotros. Supe que luchaste aguerridamente durante toda tu vida para sacar adelante a aquellos que amabas, que nunca nos descuidaste, que tu corazón siempre nos tuvo presente, aún cuando pasaban largos días sin comunicarte con nosotros.
Supe que, dentro de todo, cuando cualquier otra persona habría eludido su responsabilidad, tú estuviste ahí, queriéndonos, añorándonos, abrigando la esperanza de un futuro mejor para todos. Y por encima de todo, brindándonos algo en lo que nunca escatimaste: tu amor.
Fui ahí cuando comprendí que la vida era la que no había permitido que las cosas fueran como siempre soñamos, que si no pudiste apoyarnos económicamente tanto como lo necesitábamos fue porque las circunstancias te lo impidieron, que si no pude crecer a tu lado fue porque Dios lo quiso así…


Aprendí a conocerte más, a admirar a esa persona íntegra que siempre fuiste. Y por eso cuando ahora me pregunto cómo habrían sido las cosas a tu lado, a pesar de que mi mamá hizo todo lo mejor por mí y siento que se lo debo todo a ella, no me cabe duda de que habría sido un hombre mejor, de que habría aprendido mil y una cosas de ti, de tu entereza, de tu inquebrantable positivismo, de tu empeño por hacer las cosas de la mejor manera, de tu amor inagotable por aquellos que amabas y que te seguiremos amando…
Ya quisiera yo ser un luchador como tú lo fuiste, y hoy, ahora que nos has dejado, sé que no lo hiciste porque perdiste la batalla con una enfermedad que te hizo sufrir de una forma que no merecías, sino porque Dios así lo quiso. Hoy te vas como un ganador, como un vencedor de la vida, como alguien que no cejó en su convencimiento de que saldría adelante, incólume, venciendo a una enfermedad vil y traicionera que se ensañó con alguien que le presentó batalla hasta el último momento con el optimismo que siempre le caracterizó.


Hoy nos dejas, tristes y acongojados por tu pérdida, justamente un día antes de que mi tía, una segunda madre para mí, cumpla ocho años de haber partido… Una segunda madre que también pasó por la misma lucha…
Y doy gracias a los cielos por el milagro de haberme permitido estar contigo justo antes de que la enfermedad silenciara tu voz…, más no tu corazón, que nunca dejó de comunicarse a través de tus ojos, a través de tu alma en la distancia. Estos dos meses largos desde que te vimos han sido eternos y angustiosos, pero a pesar de que no pudieras hablar ya, siempre sentimos el gran poder de tu cariño hacia nosotros, y sé que en la distancia también sentiste el gran amor que te profesamos, cada día preocupados por tu salud y bienestar, siempre con la esperanza de que la vida fuera justa y que Dios se diera cuenta de que no merecías tal sufrimiento…
Doy gracias por haber pasado esos dos días contigo, compartiendo nuestros últimos momentos juntos, platicando y disfrutando de la posibilidad que la Providencia me otorgó de poder estar a tu lado y demostrarte lo mucho que te quise a pesar de las circunstancias que siempre pusieron distancia entre nosotros…


Hoy mi mamá y yo te lloramos, porque nos duele la partida de la única persona a la que pudimos llamar familia, aquella que desde lejos nunca nos dio la espalda cuando tantos otros lo hicieron, aquella persona que siempre sirvió de apoyo y ejemplo, que nunca perdió un instante para demostrarnos el amor que nos profesaba…
Qué alma tan fuerte la tuya, qué corazón tan inagotablemente lleno de amor, qué guerrero, qué luchador, qué hombre de sabiduría y cariño sin límites…
Qué dolor causa tu despedida, qué tristeza la que acongoja hoy nuestro corazón. Nuestra alma llora por ese vacío tan inmenso que dejaste tras de ti. Nuestra alma llora por esos días, semanas, meses, años que no pudimos estar juntos, por todo ese tiempo de inevitable separación, por todo lo que nos perdimos de tu persona…
Sin embargo, me queda la tranquilidad de que hice el esfuerzo de realizar un último viaje para estar a tu lado en el momento preciso, el día indicado, y que pude gozar de tu compañía una última vez, en una ocasión que quedará para siempre grabada en mi alma…


Lágrimas dolorosas recorren mi rostro mientras te escribo estas líneas, pero tal vez sean lágrimas derramadas por nosotros mismos, por los que quedamos vacíos y carentes de tu presencia. Por la soledad que nos queda ahora que ya te fuiste.
Y es que ahora te llegó el turno de descansar, de gozar de la vida eterna que te espera en adelante, esa que siempre te estuvo aguardando para brindarte lo mejor de la existencia, aquella de la cual este paso por la Tierra es solo una preparación…
Una sinfonía sublime, como una de las que siempre te gustaron, de flautas y trompetas, de órganos y violines, de coros y crescendos, suena ahora en los cielos, anunciando tu llegada…
Ahora cesa tu sufrimiento y comienza el nuestro, sosegado solo por la seguridad de que aquél que tanto quisimos se encuentra alegre y en paz.


Adiós, papá.
Adiós, maestro y mentor.
Adiós, consejero y amigo.
Adiós, mi querido Viejo…


Tu hijo que te quiere,


George.


27 de agosto de 2012.


sábado, 25 de agosto de 2012

BIFURCACIONES / Capítulo VI



BIFURCACIONES

Capítulo VI: Legión




1

El tiempo se ralentizó, tal como lo hiciera con anterioridad a lo largo de esos interminables diecinueve días.
Quizá fue esa la razón, o tal vez el hecho de que sus sentidos estaban sobrexcitados después de los últimos acontecimientos. En todo caso, Óscar actuó con los suficientes reflejos como para evitar un ataque directo del animal, agachándose y lanzando un manotazo certero que desvió el curso de su vuelo.
Sin embargo, esto no impidió que trastabillara y casi cayera de nuevo escaleras abajo. Faltó muy poco. En lugar de eso, cayó de espaldas sobre el borde de una de las puertas abiertas, rebotó y fue a parar a un costado de la entrada del sótano. El dolor en la parte baja de la espalda fue lacerante y le hizo ver estrellas por unos instantes.
El cuervo contraatacó de inmediato, lanzándose contra su cara en medio de airados graznidos. Óscar lo apartaba con los brazos, pero el ave lo esquivaba y proseguía agrediéndolo con sus garras afiladas.
Sería irónico, pensó en medio del feroz ataque, sobrevivir a una pesadilla inenarrable para luego caer víctima de un maldito cuervo.
El animal no cejaba, y Óscar muy pronto tuvo la cara llena de arañazos. Se dio cuenta entonces de que el animal estaba buscando sus ojos. Algo había escuchado sobre la fascinación de los cuervos por los ojos de sus víctimas, pero vivirlo en carne propia era una cosa totalmente distinta.
Decidió tratar de agarrar al animal, a pesar de que le producía cierta repulsión el solo hecho de tocarlo, y lanzó su mano izquierda hacia él, asiéndolo por el ala. El animal se debatió, furioso, y Óscar tuvo que apretar con fuerza para no permitirle huir. Sintió de pronto un dolor agudo en la mano derecha. Miró, extrañado, y comprobó que había estado todo el tiempo empuñando el trozo de vidrio sin percatarse. Lo deslizó entre sus dedos, procurando protegerse de los ataques del animal, y con un rápido movimiento lo clavó tan profundo como pudo en el vientre del ave, que lanzó tal infernal graznido que casi lastimó sus oídos.
Se incorporó, apoyándose con el codo en la puerta del sótano, sin perder de vista en ningún momento a su emplumado oponente, que continuaba aleteando como un poseso. Logró ponerse en pie y, reuniendo fuerzas, lo lanzó al interior del sótano.
El cuervo rebotó en las escaleras, dio un par de vueltas y fue a dar al suelo compacto. Aleteó desesperado, y por un momento pareció que lograría salir de nuevo al exterior, pero su vuelo fue débil y cayó nuevamente emitiendo graznidos entrecortados.
La herida en su vientre, al parecer, había sido certera.
Óscar se apresuró a cerrar las puertas. Observó a su alrededor, buscando algo para afirmarlas, y encontró el candado de metal arrojado cerca en el césped. Lo cogió y aseguró las manijas con él; parecía resistente. Aun así, se sentó unos instantes sobre las puertas, temiendo un conato de huida por parte de sus diabólicos ocupantes. Estaba casi seguro de que ambos estaban muertos —tanto el cuervo como la anciana—, o en vías de estarlo, pero más valía asegurarse.
Solo cuando los graznidos fueron apagándose y se hizo el silencio, se permitió un respiro de alivio.
Entonces se sintió mareado y el dolor de cabeza regresó con renovada furia.


2

Tenía que buscar ayuda, y debía hacerlo de inmediato. Era su única esperanza. Tanto esfuerzo había conducido a su maltrecho cuerpo al límite de sus capacidades, y si no se daba prisa su huida sería en balde.
Se puso en pie, tambaleándose, y fue rodeando la casa por su lado izquierdo. Las fuerzas le fallaban, los pies empezaban a protestar, y la cabeza parecía dispuesta a estallar en cualquier momento. El sol, hasta entonces tímido, comenzó a asomar por encima del tejado de la vivienda, y eso solo logró empeorar las cosas.
Los balones desinflados seguían en su lugar, y Óscar se sorprendió al encontrar también su costoso saco de pana. Se detuvo, mirándolo atentamente, como si fuese la cosa más extraña que había visto en su vida. Pensó en recogerlo, pero decidió que el solo hecho de agacharse e incorporarse nuevamente le restaría más energías de las que disponía, así que siguió su camino. Desvió la vista hacia la ventana en la que había visto por primera vez a la vieja, y por un momento creyó verla allí, observándolo burlona. Y encima desnuda, como si tal cosa. Pero solo eran las sombras de la habitación jugándole una mala pasada.
La anciana había quedado encerrada en el sótano, con un tajo recorriendo su garganta de lado a lado.
Una vez en el camino de tierra, viró a su derecha y emprendió el regreso.
No se molestó en dedicarle una última mirada a la casa de los Salcedo. Había tenido ya lo suficiente de ella y solo quería dejarla tan atrás como le fuera posible.
Carecía de un plan concreto. De hecho, hasta hacía apenas treinta minutos sus esperanzas de encontrar la libertad seguían en entredicho. Ahora, pensar en caminar de vuelta durante kilómetros se le antojaba tan utópico como desalentador. El sol, recién comenzando su ascenso, lo golpeaba sin piedad, y Óscar muy pronto comenzó a zigzaguear por el sendero como un borracho amanecido.
Fue consciente de que probablemente esa caminata acabaría con él, pero teniendo en cuenta la soledad de esos parajes, decidió que haría lo que estuviera en su mano. Era lo único que le quedaba. Si su destino era morir allí, pudriéndose bajo el inclemente sol en un camino rural, que así fuera. Había logrado escapar de las garras de la anciana y eso ya era una gran victoria.
Si moría, lo haría tranquilo.
En paz…
Óscar Ceballos consiguió caminar medio kilómetro antes de detenerse,  caer de rodillas y desplomarse sobre la tierra amarilla.


3

Eran casi las once de la mañana cuando una pequeña furgoneta azul oscura de doble tracción, traqueteante y oxidada, asomó procedente del norte.
Sus ocupantes, padre e hijo, eran un viejo de sesenta y tantos años, tocado con peto y sombrero, y un joven, entrado en la veintena, con toda la pinta de ser un campesino intentando lucir como un chico de ciudad.
Iban enzarzados en una batalla dialéctica muy frecuente entre ambos por esos días: el fútbol. Había querido el destino que el chico se desviara de los gustos de su padre y se convirtiera en ferviente seguidor del rival de casa del equipo de su viejo. Este siempre lo había visto como una desagradecida forma de pagarle todo el esfuerzo que había puesto en él, y solo su esposa, a quien le traían sin cuidado estos menesteres, lograba hacerlo sentar cabeza y señalarle lo estúpido de su postura. Cada quien elige los gustos que quiere, solía decirle, y poco a poco lograba apaciguar los ánimos de su testarudo esposo.
Al menos por un rato.
Entonces su hijo Iván le preguntaba si estaba preparado para la paliza del sábado en la noche, y la cabeza del viejo Nicolás bullía de nuevo presa de la furia.
Era algo de nunca acabar.
En eso estaban, el viejo rojo como un tomate esgrimiendo sus argumentos, el hijo procurando mantener una mal simulada seriedad, cuando lo vieron.
Bueno, en realidad fue Iván quien lo vio. Su padre solo tenía cabeza para el fútbol y el volante de su vieja Chevrolet.
—¡Detente, papá! —exclamó Iván agarrando el hombro de su padre.
—¡Y un cuerno! —respondió este—. A mí no me das órdenes, y menos cuando estoy hablando de fútbol.
—¡No, papá! ¡El auto! ¡Detén el auto!
—¿Qué diablos te está pasando? ¿Perdiste la jodida cabezota?
—¡Nico, detente!
Eso, y una somera mirada a la aterrada expresión de su hijo, fue suficiente para que el viejo detuviera el auto en seco. Iván rara vez lo llamaba de esa manera, y cuando lo hacía era porque a) Estaba fuera de sus cabales, o b) Estaba asustado.
En este caso, no cabía duda, se trataba de lo segundo.
Cuando la polvareda del camino, como los nervios de ambos, se asentó, padre e hijo se miraron con expresión de circunstancias.
—Espero que no lo hayamos arrollado —dijo el joven.
—¿Quieres decirme de qué mierda estás hablando? —inquirió el viejo.
—Había un hombre tirado en medio del camino, papá. Parecía muerto…
—¿Muerto?
—O inconsciente, qué se yo.
Nicolás observó a su hijo detenidamente, solo para asegurarse de que no estaba bromeando. No lo estaba.
—Será mejor que bajemos a averiguarlo, hijo.


4

Se acercaron al hombre lentamente, cada uno rodeándolo por un extremo. Había faltado poco para que le pasaran el auto por encima.
Aunque aparentemente poco habría importado.
Este tipo está más muerto que mi abuela, pensó el viejo Nicolás. Sus ropas raídas y sucias, y su aspecto amarillento y demacrado, prácticamente en los huesos, no dejaban lugar a dudas.
Sin embargo…
—¿Qué crees que pudo haber pasado, papá? —preguntó Iván, pálido.
—No lo sé, hijo —respondió el viejo, pensativo—. Que me lleve el diablo si lo sé. Está claro que alguien lo trajo hasta aquí, pero no logro imaginar las razones que podría tener alguien para traer el cuerpo de un hombre que lleva varios días muerto y dejarlo en este lugar.
—Quizá quería que lo encontraran, ¿no crees?
Nicolás meditó un momento al respecto, rascándose la barbilla.
—Sí, es posible. Tal vez eso sea… Pero, por el amor de Dios, mira el aspecto de este hombre.
—Ayúdame a darle vuelta —pidió de pronto Iván, agachándose al lado del cadáver.
—¡¿Estás loco, jovencito?! —gritó su padre escandalizado—. No pienso poner mis manos en esa… cosa
—No te preocupes, papá. Mira, si ni siquiera huele mal. ¿No es extraño?
—Puede oler a rosas silvestres si quiere, pero no…
—Además —interrumpió Iván asiendo el cuerpo por un costado—, pesa más una pluma.
Y, sin más, le dio vuelta.
Ambos ahogaron una exclamación al ver al hombre de frente. Su aspecto era realmente perturbador, y padre e hijo no pudieron evitar ser recorridos por un escalofrío.
—Parece un zombi… —comentó Iván.
—Déjate de estupideces —le reprendió su padre—. Ven, ayúdame a buscar algún documento de identificación.
Se agacharon al lado del cadáver, y comenzaron a hurgar en los bolsillos del pantalón. Hubo que mover el cuerpo de lado, y el viejo Nicolás esbozó un gesto de asco, con la consecuente burla de su hijo.
Encontraron una billetera de cuero con unos cuantos billetes de alta denominación a los que ambos, honrados como eran, ni siquiera le prestaron atención, algunas tarjetas comerciales y, ¡bingo!, un portadocumentos plástico con varios carnés de identificación.
Nicolás sacó uno de ellos, que acreditaba al propietario como miembro de un bufete llamado “Gil & Cía. Asociados.”
—Óscar Moisés Ceballos Granada —dijo en voz alta.
Su hijo apenas le prestó atención.
Estaba observando el cadáver con atenta fascinación. Nunca había visto uno, al menos no de cerca, y no podía evitar sentirse atraído por esa inesperada cercanía con la muerte. Aunque se tratara de un completo extraño.
—Papá… —susurró de pronto con voz entrecortada.
—Déjame en paz. Quiero ver si hay algún teléfono adonde podamos avisar. Es muy raro que hayan dejado la billetera con todos los documentos en su bolsillo.
—¡Papá! ¡Oh Dios mío!
—¿Qué quieres? —preguntó Nicolás, enojado—. ¡Deberías tener más respeto con los muertos!
—¡Oh Dios mío! —repitió su hijo—. ¡Está vivo, papá! ¡Este hombre está vivo!


5

Del Voz del Norte
24 de agosto de 2012
Viñedos

MILAGRO EN LA RUTA 91

Por Sebastián Trujillo

Como un milagro. Así calificaron los médicos del Hospital Distrito Norte el caso del abogado Óscar Ceballos, esposo de Laura Puerta, padre de Walter Ceballos y reconocido miembro del acreditado bufete Gil & Cía. Asociados.
Su cuerpo casi sin vida fue trasladado en helicóptero en la tarde de ayer desde una ruta secundaria del municipio de Viñedos hasta el helipuerto ubicado en la terraza del Hospital Distrito Norte, en una operación que este reportero se permite calificar de “trato preferencial”. El mismo que ahora se pregunta si igual trato habría recibido un simple campesino de estas comarcas.
En todo caso, la historia se ha regado como la pólvora y poco parece importar el hecho de que el prestigioso abogado haya recibido atenciones que a cualquier ciudadano le gustaría exigir, teniendo como tiene los mismos derechos que cualquier otro. Y es que Óscar Ceballos ingresó a la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital como un muerto salido de la tumba. Así se lo dijo a este reportero un médico de dicha institución que ha preferido permanecer en el anonimato. Con una veintena de kilos menos de los que aparecen en su carné del seguro, un 30% de la cantidad normal de sangre en un hombre promedio, cortes leves pero numerosos en su rostro y con la carne pegada a los huesos. Así llegó Óscar Ceballos, aunque nadie haya podido corroborar hasta el momento la veracidad de tales informes; tanto la Junta Directiva del Hospital como el Departamento de Policía del Distrito Norte han mantenido el caso en la más completa reserva, negándose a hacer declaraciones oficiales y brindando la información a cuentagotas.
Su esposa e hijo, por supuesto, y dado el estado de extrema conmoción en que se hayan, tampoco han realizado ningún tipo de pronunciamiento.
No obstante, este reportero, fiel a su función informativa en Voz del Norte, ha logrado contactarse con Iván Barrientos, nada más que una de las dos personas que encontraron en la Ruta 91 lo que en un comienzo denominaron como “cadáver”. Muy gentilmente, y pese a las rotundas negativas de su padre, Nicolás Barrientos, Iván concedió a este servidor una corta pero sustanciosa entrevista en la que, entre otras cosas, confirmó los rumores sobre el aspecto de Óscar Ceballos.
Como un zombi, así lo definió el joven campesino de veintitrés años.
Y entonces no puede evitar uno preguntarse: ¿qué le pasó a Óscar Ceballos? ¿Qué misterio se esconde tras su extraño caso? ¿Qué pudo haber pasado para que terminara de esa manera, como un muerto regresando del más allá? ¿Cómo fue a parar a esa carretera secundaria del municipio de Viñedos?
Pero quizá la pregunta más importante, al menos en este momento, sea: ¿sobrevivirá?
Los médicos del Hospital Distrito Norte parecen estar unánimemente convencidos de que la respuesta es afirmativa. Óscar continúa en la Unidad de Cuidados Intensivos bajo estricta observación, con respiración artificial y recibiendo sangre y suero por vía intravenosa.
Parece que lo peor ya pasó. Su pulso es estable, ha recuperado un poco el color, e incluso ha despertado por unos minutos en la pasada noche. Dijo tener hambre y frío, y murmuró algo sobre un cuervo, para luego quedarse nuevamente dormido. Los médicos dicen estar tranquilos y tener una firme esperanza en su recuperación. Lenta, sí, pero recuperación al fin y al cabo.
Este reportero le envía un sincero mensaje de apoyo a la familia Ceballos…
Ahora bien, si pensaban que la historia termina aquí, mucho me temo que están equivocados.
Sebastián Trujillo no descansa en sus indagaciones, y esta madrugada, justo antes de lanzar el tiraje de la edición que ahora tiene el lector en sus manos, se ha enterado de que un nuevo grupo de investigación ha sido lanzado en las inmediaciones de la Ruta 91, encontrando rápidamente un hallazgo que arroja una primera luz sobre el extraño caso Ceballos.
Un saco de pana, con un documento propiedad del abogado, fue encontrado en los alrededores de la casa de una familia de la localidad. Se trata de una información de primera mano, entregada a este reportero por uno de sus más valiosos contactos, y si bien aún no he podido ahondar más en el asunto, tal parece que el Departamento de Policía ha realizado un descubrimiento importante en el sótano de la casa de la familia en cuestión.
Es todo lo que sabemos al respecto en Voz del Norte, pero no le quepa la menor duda, Querido Lector, que probablemente mientras está usted leyendo estas líneas, este avezado reportero estará por su propia cuenta en el lugar de los hechos recabando información sobre este insólito caso…
Mientras tanto, estén atentos, sean buenos… ¡y no se pierdan la edición de mañana!




Epílogo


Poco antes del anochecer, en un camino secundario al sur del municipio de Río Blanco, un perro negro recorría a trote lento el trayecto lleno de baches. En realidad su paso se asemejaba más a un caminar sosegado, pero ¿cuándo se ha visto a un perro movilizarse de otra manera que no sea trotando?
Sea como fuere, el animal parecía desplazarse casi desanimado, cansado, como si hubiera recorrido un largo trecho procedente de un lugar que preferiría no recordar.
Comenzaba a lloviznar, y esto, sumado a la inminente noche, hizo que el can trotara más cabizbajo y que su aspecto luciera más lamentable.
Fue así como lo encontró Daniela Villada, de once años de edad, a quien de inmediato se le rompió el corazón.
Sus padres, que le habían permitido visitar después de clases a su amiga Manu con la condición de no llegar más allá de las cinco, ya debían de estar preocupados por ella. Es por eso que Daniela venía corriendo por el estropeado sendero con el corazón en un puño. Detestaba hacer enojar a sus padres, más cuando ellos tenían toda la razón, y sabía que esta vez el castigo sería mucho más grave que irse temprano a la cama sin ver televisión.
Por tanto, cuando vio al pobre perrito cansando, mojándose bajo la persistente llovizna y con la fría noche a la vuelta de la esquina, no solo sintió lástima por él. También supo que acababa de encontrar la disculpa perfecta para justificar su tardanza.
Se agachó a su lado y le acarició el lomo.
—Hola, perrito —le dijo—. ¿Cómo estás?
El animal se detuvo y la miró con ojos suplicantes. Lanzó un ladrido, ni muy alto ni muy bajo, como diciendo “¿Cómo estás, coleguita?”.
Si Daniela había albergado alguna duda sobre la posibilidad de llevarse el perro para su casa y ofrecerle abrigo y algo de comida, en ese momento se desvaneció por completo.
—Oooh, ¡pobrecillo! —exclamó, cariñosa—. Si me vuelves a mirar de esa forma me vas a romper el corazón por completo.
El perro le respondió apoyando las patas en su regazo y propinándole un húmedo lambetazo en la mejilla.
Daniela rio, y acarició al animal detrás de las orejas.
—Vamos, no tenemos por qué quedarnos aquí mojándonos como un par de tontos. Hoy es tu día de suerte, Carboncito.
El can ladró de nuevo. Quizá era su manera de mostrarse de acuerdo.
—Te gusta el nombre, ¿eh, Carboncito?
El perro negro ladró una vez más, y la niña rio complacida.
—Ven, deprisa. Un rato más y no podré distinguirte en medio de la oscuridad.
La niña se puso en pie, y entonces su gesto se tornó preocupado. Había una mancha en la pechera de su vestido. Una mancha roja.
—¡Vaya! ¿Qué es esto?
Se miró con la cabeza gacha, preguntándose si se habría hecho alguna herida en medio de los juegos de esa tarde sin darse cuenta. No habría sido la primera vez. Su rodilla derecha aún conservaba la costra de su última herida de guerra, de la cual apenas se había percatado al llegar a casa el viernes de la semana anterior.
Sin embargo, dudaba mucho que se tratara de eso. Desvió la vista hacia el perro, y lo observó detenidamente. Quizá era él el que le había ensuciado el vestido al apoyarse en ella hacía un momento.
—¿Serás tú? —le preguntó.
El perro le devolvió la mirada, como si tal cosa.
—Será mejor que te examine…
Se agachó de nuevo, y comenzó a palpar al animal buscando alguna posible herida. El can la dejó hacer, obediente. Parecía haberse encariñado con la niña.
Lo palpó en el lomo, en los costados, en las patas, pero todo parecía estar bien. Le tocó la cabeza, y el can entrecerró los ojos, complacido y dispuesto a dejarse consentir. Bajó sus dedos por su nuca hasta el cuello, y entonces el perro gimió y retrocedió un poco. Daniela retiró su mano rápidamente y observó sus dedos manchados de sangre. A la menguante luz del día, lucía casi negra, y la lluvia la fue esparciendo por su mano en lentos riachuelos. 
—Oh Dios mío —exclamó—. ¿Qué te ha pasado, Carboncito?
El perro la miró con sus expresivos ojos oscuros.
—Ven, déjame ver qué tienes.
El animal se encogió cuando ella se le acercó, pero al ver que no pretendía hacerle daño dejó que la niña lo examinara.
Daniela se agachó aún más y esforzó la vista. Lo que vio la dejó horrorizada: una herida recorría el cuello del animal de lado a lado. Era recta y un poco profunda, y Daniela pensó que probablemente había sido causada por un objeto cortante, como un cuchillo, una lata o un trozo de vidrio.
—Oh Dios —gimió la niña—, ¿quién te ha hecho esto?
El animal emitió un débil ladrido por toda respuesta.
—Vamos, te llevaré a casa —dijo decidida, y lo levantó en brazos—. Mi mamá fue enfermera durante un tiempo y sabe hacer vendajes y curaciones. Incluso, con un poco de suerte, quizá mi papá me dé dinero para llevarte donde un veterinario mañana después de clases… Ya no estarás solo, Carboncito.
Echó a andar, y el perro ladró de nuevo, complacido.
Daniela pensó que si pudiera hablar, el pobre animal le habría dicho lo agradecido que estaba por haberla encontrado. Lo tranquilo que se sentía ahora que no tendría que pasar la noche hambriento, herido y a la intemperie.
Lo satisfecho que estaba por haber encontrado a otra familia que le proporcionara alimento y le ofreciera su hospitalidad.





FIN



domingo, 19 de agosto de 2012

BIFURCACIONES / Capítulo V



BIFURCACIONES

Capítulo V: Óscar Ceballos




1

¿Semanas…?
¿Meses…?
¿Años tal vez…?
Bien podría haber sido lo uno o lo otro. Para Óscar Ceballos el tiempo dejó de ser algo concreto. Cual rostro en el agua, era algo difuso e indefinido… Como un banco de niebla que parece no tener comienzo ni fin. Así fue el tiempo que Óscar permaneció encerrado en el sótano de la casa de los Salcedo.
El primer día, después de que la vieja le arrebatara la primera dosis, durmió el resto de la mañana y toda la tarde, perdido en sueños confusos. Perdido en la niebla de la inconsciencia.
La niebla lo cubría todo, pero dentro de ella deambulaban formas, sonidos y recuerdos.
La forma más claramente distinguible era la del dolor. Tenía forma de cuervo y había estado toda la tarde picoteando sin cesar su sien derecha sin que Óscar tuviera fuerzas para tratar de ahuyentarlo. A veces parecía cansarse de su cabeza, y entonces la emprendía contra su rostro, golpeando su nariz con ese pico negro y correoso.
También había vislumbrado la forma de un perro. Era un animal negro de tamaño mediano. Se quedaba vigilándolo por varios minutos, observándolo con su mirada inteligente y su pose elegante, para luego esfumarse.
El graznido del cuervo y el ladrido del perro eran los sonidos que predominaban en la niebla, pero algunas veces los ruidos del sótano cobraban nitidez y el subconsciente de Óscar pensaba en ratas. Horribles roedores correteando por los rincones, inspeccionado con sus asquerosos hocicos de largos bigotes al hombre tirado en el piso como el muñeco de felpa más grande del mundo.
Entonces las ratas se inmiscuían en sus sueños e invadían sus recuerdos.


Óscar soñó que se encontraba de nuevo inspeccionando la casa. Todo lucía normal, como la primera vez, pero sabía que había algo horrible en el sótano. Algo peludo y con garras, y tan grande que ocupaba todo el sótano. De hecho, ese ser era los cimientos de la casa, y cuando Óscar se daba cuenta de ello y echaba a correr buscando la salida, los tablones del suelo cedían con un sonoro crujido. Óscar se hundía, agarrándose a los bordes del suelo, temiendo caer en las fauces de lo que fuera que estuviese hibernando allí abajo, y entonces sus dedos dejaban de soportar su peso y caía, caía y caía…
Caía en la oscuridad.
De pronto extendía sus alas y comenzaba a planear en la noche cerrada. Las copas de los árboles se movían como una marea negra y susurrante. Óscar batía sus negras alas y volaba tan rápido como el viento. ¿Qué está pasando?, quiso preguntarse en un momento dado, pero lo que salió de su boca fue un horrible graznido que levantó ecos en el bosque. Escuchó la respuesta de otro cuervo a lo lejos.  
Siguió volando, camuflándose con su negrura en medio de la oscuridad, y en un abrir y cerrar de ojos estuvo posado en la rama de un árbol de gruesas ramas. Observaba una casa situada al lado de un camino, y una parte de él creía haberla visto en algún lado, pero su cerebro de cuervo apenas podía razonar con claridad.
Alzó el vuelo nuevamente y se aproximó a la vivienda, posándose en el alféizar de una de las ventanas. Echó un vistazo al interior, con su visión en blanco y negro, y vio a una anciana. Era más vieja que la muerte, y el doble de fea, y dormía desnuda a todas sus anchas en una cama con barrotes de hierro. Óscar graznó malhumorado por la desagradable visión. Picoteó el vidrio de la ventana, y la vieja se removió en sueños. Siguió picoteando sin ninguna razón aparente, hasta que la anciana se incorporó. Tenía los ojos inmensamente abiertos, pero parecía estar todavía dormida. Se sintió asustado e incómodo, y decidió dirigirse de nuevo a la rama del árbol desde donde tenía una panorámica completa del patio.
Esperó, observando atentamente, y después de un rato vio cómo la vieja asomaba por una esquina y rodeaba la casa hasta su parte trasera. Estaba vestida, gracias a Dios, pero andaba descalza. Se encaminó a las dobles puertas del sótano y las abrió, con un sonido herrumbroso que se extendió por el lugar como un tétrico quejido. Se adentró en la oscuridad y cerró las puertas tras de sí.
Óscar se quedó posado en la rama del árbol, escarbándose distraídamente el plumaje con el pico, hasta que de pronto todo se tornó difuso. Se sintió halado, arrebatado de la copa del árbol, succionado…


2

Succionado.
Esa era la palabra, sí. Succión.
Sintió un dolor lacerante en el cuello, e irónicamente eso le permitió recobrar un poco la consciencia. Abrió los ojos, y aunque todo estaba oscuro y no distinguía nada en absoluto, supo que la vieja estaba allí de nuevo, mordiéndolo, alimentándose, succionándole…
Nada cambió con respecto a la primera vez, excepto por el hecho de que en esta ocasión la vieja se limitó a chuparle la sangre y robarle su energía vital sin modular palabra. La misma parálisis, la misma impotencia, el mismo dolor sordo, no obstante lo cual casi era de agradecer el haber salido por un momento de esa niebla espesa y claustrofóbica.
Percibía el olor rancio de la anciana, su aroma a antigüedad, a muerte y desolación. Y en un trasfondo, podía distinguir también el hedor que provenía de la pieza de los Salcedo. Su mente, lenta y débil, los veía ya como algo ocurrido en un pasado lejano. Comenzaba a olvidar los contornos de la familia, la cara de la niña, su mirada angustiada. Todo eso parecía haber sucedido hacía un siglo. Una parte de él sabía que podía terminar como ellos, pero otra parte de sí mismo, quizá su lado pragmático, no solo confiaba sino que determinaba que era casi seguro que alguien llegaría y lo salvaría de ese tormento. Se negaba a pensar que su vida había terminado y que vería sus últimos días desvaneciéndose lenta y penosamente en esa niebla espesa y sin fin.
Apenas se dio cuenta de que la vieja había terminado. Solo se percató cuando ella le dio un par de suaves palmadas en la mejilla a modo de cínica despedida, para luego alejarse escaleras arriba hacia el exterior.
Entonces cayó lentamente de costado, en esa postura incómoda provocada por sus manos atadas a su espalda, y la niebla regresó.
Descubrió sorprendido que se sentía como en un viaje de opio anormalmente fuerte, y que no todas las sensaciones eran desagradables. Comenzaba a sentirse ajeno a sí mismo, en un sueño constante, hundido en un sopor cálido y tranquilo desprovisto de pensamientos coherentes. Como una nada opaca e infinita.
Y eso era solo el comienzo.
Óscar Ceballos permanecería diecinueve días en el sótano de los Salcedo.


3

Nunca lo supo, pero en el séptimo día de su preclusión dos agentes pasaron por la casa adelantando indagaciones sobre su paradero.
En efecto, su esposa había contactado a la policía al día siguiente de su desaparición, pero pasarían cinco días para que su auto fuera encontrado y arrojara una nueva luz. Aunque no estaba seguro, Óscar pensaba que era probable que le hubiera avisado a Laura que viajaría a un pueblo del noroeste en esa tarde que parecía haber ocurrido en otra vida, pero se equivocaba. Nadie había sabido de su paradero, y cuando por fin hallaron su auto abandonado su esposa estaba al borde del colapso nervioso.
La nueva pista la calmó considerablemente, pero dos días de nuevas e improductivas pesquisas comenzaron a minar de nuevo su integridad.
El mismo Óscar se habría sorprendido de haber sabido que ese día había recorrido un total de once kilómetros después de dejar su auto, por lo que el radio de acción de la policía fue dificultándose a medida que se ampliaba la zona de investigación.
Cuando los dos agentes llegaron a la casa de los Salcedo, subieron las escaleras del porche y tocaron en repetidas veces la puerta. Pero nadie respondió. El procedimiento era recorrer ese camino secundario e interrogar familia por familia sobre el posible paradero de un hombre caucásico de cincuenta dos años, robusto y elegantemente vestido. Llevaban toda la mañana repitiendo las mismas preguntas y comenzaban a desanimarse. Además, se acercaba la hora del almuerzo y no parecía haber ningún restaurante en varios kilómetros a la redonda.
Tocaron una vez más la puerta, pero el silencio fue toda la respuesta que recibieron. En ese momento notaron la presencia de la taza de café humeante en la pequeña mesa ubicada en el porche. Intercambiaron una mirada. Uno de ellos accionó el pomo de la puerta y, aunque no era lo aconsejable sin contar con una orden, se adentraron en la casa al ver que no tenía seguro.
Sin embargo, no encontraron nada inusual. Solo las señales de que la familia probablemente estaba cerca, quizá en los campos de cultivo, y que se había ausentado dejando algunos rastros de actividad. El televisor encendido en la sala comedor, por ejemplo, con una chica anunciando a bajo volumen las bondades de un detergente; una bandeja de frutas frescas y jugosas en la mesa de centro; un mantel a cuadros rojos y blancos pulcramente puesto en la mesa del comedor; una olla llena de agua en la cocina; unos imanes con forma de letras que conformaban la frase “TE QUIERO, MAMÁ” en la superficie de la puerta de la nevera…
Por no hablar de las habitaciones desordenadas y llenas de cachivaches. Una casa de pueblo común y corriente a fin de cuentas, tal como pudieron comprobar al salir al patio trasero, donde un triciclo, una bicicleta y unos balones desinflados descansaban en el prado como unos soldados cansados.
De haber regresado al camino rodeando la casa por la izquierda, habrían encontrado el saco de pana de Óscar, sucio y arrugado por su exposición a la intemperie, arrojado cerca a una de las ventanas y con una carta de notificación guardada en su bolsillo interior derecho. Pero quiso el destino que lo hicieran por el otro extremo antes de seguir camino hacia el norte, en busca de más pistas que arrojaran luz sobre la misteriosa desaparición del abogado más exitoso de Gil y Cía. Asociados.
Fue lo más cerca que estuvo Óscar de una esperanza de rescate proveniente del exterior.


4

A veces los sonidos, como las siluetas borrosas, desaparecían en la brumosa blancura de la nada, y entonces la niebla lo era todo.
En esas ocasiones, Óscar parecía retrotraerse sobre sí mismo y realizaba una especie de regresión de una vida que aún no terminaba. Su cerebro proyectaba imágenes de otros tiempos en su mente, y las veía desde una posición ajena y desapegada, como si se tratase de las vivencias de otra persona.
Veía escenas de su infancia, de su adolescencia, de los tiempos en que cumplió su mayoría de edad y comenzó la carrera de derecho, de su primera época en el bufete de abogados… A veces eran recuerdos lúcidos en los que por momentos creía estar de verdad viviendo otro pasaje de su vida, olvidada por completo su situación real; otras veces eran escenas descabelladas, recuerdos tergiversados plagados de situaciones desapaciblemente absurdas.
Y dentro de toda esta diabólica rutina, estaba la anciana.
Cada mañana descendía al sótano y se alimentaba.
Succionaba.
Óscar sentía cómo sus fuerzas iban menguando día tras día. No había vuelto a sentir hambre, lo cual era extraño, pero una parte de él sabía que la falta de alimentos conduciría irremediablemente a la inanición. Era una muerte horrible, pero la sedante mordedura de la vieja la hacía más llevadera.
En uno de esos cortos periodos de lucidez Óscar se dio cuenta de que lo que hacía la vieja, además de arrebatarle la fuerza vital, también le producía una especie de cauterización. Creía haber visto alguna vez en un programa de televisión que existían animales venenosos cuyas segregaciones aceleraban la coagulación de la sangre de sus víctimas una vez mordidas, o algo parecido. En este caso era su alma, su fuerza espiritual, la que se coagulaba, como si la vieja le introdujera algo que lo mantenía con vida a pesar de su estado…
En las noches regresaba, y Óscar casi podía sentir cómo su vida se iba diluyendo por esos dos pequeños orificios en su cuello, mientras la vieja succionaba por transitorios ciclos de diez o doce segundos durante casi media hora.
Oscuridad y monotonía, podrían ser dos palabras para describir la vida de Óscar Ceballos…


5

Una mañana de la tercera semana, Óscar se dio cuenta de que la vieja lo había trasladado. Ya no se encontraba tendido junto a una de las vigas, sino recostado contra la pared, al otro lado de las escaleras que conducían al exterior. Un segundo después, sintió unos dientes afilados clavándose en su garganta.
Pero entonces hubo algo nuevo.
Con la mordida vinieron una serie de visiones extrañas, como una película proyectada en su subconsciente. En ella no había edificios, autos ni teléfonos celulares. Por el contrario, eran paisajes rurales con carromatos tirados por caballos, construcciones de piedra y madera y personas con vestimentas anticuadas.
Al comienzo eran imágines difusas, pero con cada visita de la vieja, que definitivamente había dejado de dirigirle la palabra —Óscar suponía que de verdad lo veía como un simple plato de comida extra—, se fueron tornando más claras y definidas.
La visión de una joven de unos diecisiete años, tocada con una capa y caminando en mitad de la noche acompañada de un viejo de larga barba, túnica negra y bastón, se volvió recurrente. Algunas veces la joven caminaba sola, pero por lo general iba con el viejo, escuchándolo atentamente. A Óscar no le cupo duda de que se trataba de un maestro y su discípula, aunque nunca pudo percibir de qué hablaban. Con cada visita, las visiones cobraban nitidez, y con ella comenzaron a llegar imágenes sueltas, recuerdos e información que en un primer momento no supo discernir.
Fechas, nombres, lugares…
Cuando la anciana se marchaba, Óscar regresaba a su estado catatónico y olvidaba por completo lo visto en esas visiones. La niebla, como siempre, lo cubría todo, y Óscar volvía a ser el mismo cuerpo esquelético arrojado en el suelo del sótano, marchitándose lenta pero inexorablemente.
En los cortos periodos de consciencia generados por esa suerte de relación simbiótica con la vieja, Óscar parecía estar soñando despierto, y no perdía detalle de cada escena. El viejo de túnica negra le causaba mala espina, aunque nunca pudo distinguir bien su rostro. Había algo que no le gustaba de él pero no sabía definirlo.
Lo que sí supo definir muy pronto fue que la joven discípula era la anciana que en ese momento le extraía su energía. No había lugar a dudas.
La anciana, en otro tiempo, en otra vida.
Nunca supo si la vieja se dio cuenta de que él había entrado de alguna manera en su mente. Supuso que sí, o que por lo menos la sospecha pasó por su cabeza y decidió retirarse a pensar un poco al respecto.
En todo caso, esa noche y durante todo el día siguiente la vieja no fue a visitarlo. Y las visiones, desde luego, cesaron.


6

Durante su ausencia Óscar pareció recobrar parte de la energía perdida, como si se estuviese recuperando de una terrible resaca. Lejos estaba de recobrar sus energías por completo, pero sí tomó más consciencia del lugar en que se hallaba y la niebla que envolvía su mente comenzó a ceder.
Su aspecto a esa altura era ya lamentable. Perturbador, en realidad. Era una suerte que no hubiera espejos a mano, porque de haberse visto Óscar seguramente habría entrado en pánico y los hechos que sucederían en las próximas veinticuatro horas probablemente no habrían ocurrido. Aún no lucía como los Salcedo, pero su aspecto se acercaba peligrosamente al de ellos. Había perdido veintidós kilos, su piel estaba lustrosa y amarillenta, del color de los periódicos viejos, y sus ojos estaban hundidos en sus cuencas. Parecía un muerto que hubiese salido de la tumba a despachar sus últimos asuntos pendientes.
Ese día, por primera vez en casi tres semanas, permaneció despierto la mayor parte del tiempo, recostado contra la pared y mirando estúpidamente la puerta del sótano, como si fuere un paisaje lejano e inalcanzable. Apenas podía moverse, e incluso el solo hecho de respirar parecía restarle fuerzas. Aun así, se sentía más él mismo, más… cómo decirlo… más concreto.
Se preguntaba qué se habría hecho la vieja. Albergó la esperanza de que lo hubiera dejado en paz y recogido sus bártulos para marcharse, pero lo dudaba. Pensaba que su ausencia tenía algo que ver con las visiones que había tenido, aquellas en que una Dolores más joven recibía las enseñanzas del viejo de larga barba. Sospechaba que ese intercambio de imágenes mentales era algo nuevo para ella, y que descubrirlo la había desestabilizado mentalmente. Algo de eso había notado en su expresión cuando lo miró de hito en hito antes de largarse escaleras arriba. Tal vez era la primera vez que alguien vulneraba su mente, la primera que alguien le echaba un vistazo a su memoria.
O, quizá, era la primera vez que se daba cuenta de algo que ya venía sucediendo hacía tiempo.
Sea como fuere, eso añadía una perspectiva nueva a su situación.
Tal vez no todo estaba perdido.
Se hallaba embebido en todas estas elucubraciones cuando decidió dejarse caer de costado y dormir un poco; quizá un sueño reparador era lo que necesitaba para cobijar de verdad nuevas esperanzas.
No sintió dolor en la herida del brazo derecho. Esta se había coagulado y comenzado a secarse y apenas si sentía un leve cosquilleo. Cayó, recogió  a duras penas las rodillas y cerró los ojos.
Estuvo así casi media hora, lo supo por el reloj, cuyas campanadas parecían provenir de otro mundo paralelo, hasta que se dio cuenta de que no podía conciliar el sueño, lo que resultaba irónico ahora que podía descansar sin que la vieja le interrumpiera.
Abrió los ojos y estiró la cabeza débilmente, descansando los músculos del cuello.
Fue entonces cuando descubrió el trozo de vidrio.


7

Se quedó mirándolo anonadado, como si fuera el primero que veía en su vida. Despedía un brillo tenue que a Óscar se le antojaba casi divino. Lo miró atentamente, pensando en las posibles implicaciones que podía tener en su futuro cercano si lograba hacerse con él. Si acaso tenía fuerzas para hacerlo, por supuesto.
No supo cuánto tiempo estuvo observándolo, cuando de pronto se vio a sí mismo moviéndose y tratando de incorporarse. Requirió un gran esfuerzo, pero al final logró estar sentado. Aun así, el esfuerzo físico después de un par de semanas de casi completa inmovilidad lo habían dejado extenuado. Su corazón, débil luego del prolongado martirio sufrido, daba lentos pero fuertes latidos.
Descansó un poco, y después siguió moviéndose, decidido, comenzando a acercarse al trozo de vidrio que descansaba en la esquina del zócalo. Poco a poco fue desplazando sus pies hacia un lado, luego su cadera, y así sucesivamente, en un recorrido de apenas un par de metros que sin embargo parecieron un par de kilómetros.
Cuando estuvo sobre él y, estirando sus brazos hacia atrás, lo tuvo por fin en sus manos, apenas podía creerlo. Su tacto liso y cortante en los bordes le resultaba irreal. Solo se convenció de su innegable realidad cuando se provocó un corte en el pulgar, que no obstante fue parco en el sangrado. Óscar no solo había perdido peso; también había perdido mucha sangre. Era un milagro que siguiera con vida. Bueno, a decir verdad, lo de la pequeña niña de los Salcedo sí que había sido un verdadero milagro, así que si ella había conseguido sobrevivir, por qué no un hombre de cincuenta y dos años que se jactaba de tener un envidiable estado físico para su edad.
Pensar en la niña y en las inesperadas sensaciones que le había provocado, fue razón suficiente para no perder un segundo y comenzar a hacer lo que tenía que hacer.
La posición era sumamente incómoda y eso, sumado a sus exiguas energías, hacía que no avanzara tan rápido como quisiera, pero no tardó mucho en darse cuenta de que el progreso se notaba. La cuerda casi había pasado a ser parte de él después de permanecer tanto tiempo atado, y por momentos sentía cómo iba perdiendo una fibra tras otra de su entramado.
Sin embargo, era un trabajo lento y Óscar tuvo que descansar varias veces, con los músculos de los brazos doloridos.
Comenzaba a anochecer cuando finalmente las cuerdas cedieron y sus manos, después de dieciocho largos días, fueron libres. Óscar las llevó de inmediato a su regazo, y la parte delantera de sus hombros, agarrotados, despidieron un dolor lacerante por el movimiento repentino. Poco importó. Tenía los brazos libres, y después del dolor sufrido durante esas tres semanas, un poco más le tenía sin cuidado.
Óscar nunca había sido lo que se diría un hombre llorón, pero en ese momento lloró. Lo hizo llevándose las manos a la cara, y con unas lágrimas pobres y exiguas. Lloró por su redescubierta esperanza, por su libertad aún no alcanzada, pero vislumbrada.


8

Al día siguiente, estaba preparado.
Algo le decía que la vieja acudiría de nuevo, y no se equivocó.
La noche anterior, después de desatarse las cuerdas de los pies, había descansado con una plenitud que jamás imaginó posible. Se había echado en el suelo, bocarriba, y el relajamiento muscular había sido como un increíble bálsamo. No obstante, no pegó ojo. Y no porque no pudiera, sino porque sabía que su vida dependía de ello. Debía estar atento, preparado para jugarse su última carta.
Y esa última carta llegó al despuntar el alba, tal como había esperado.
Había ejercitado un poco sus músculos, y después de un rato, cuando se sintió capaz, intentó ponerse en pie. Fue más difícil de lo que esperaba, y debió realizar casi una docena de intentos, pero al final lo logró, aunque apenas pudo dar los pasos cortos de un bebé de un año.
Durante la noche realizó sendos ejercicios, cada uno de los cuales lo dejaban abatido por casi una hora, hasta que antes del alba se sentó y se ubicó contra la pared del sótano en la misma posición en que lo había dejado la anciana, situando superficialmente las cuerdas sobre manos y pies, y empuñando con fuerza el providencial trozo de vidrio. No quiso hacerse el dormido, sabiendo que la vieja podría ser engañada más no sería tan tonta como para tragarse todo el teatro.
Como ella muy bien se lo había hecho saber, los días de “Pan comido” habían pasado a la historia.
Aun así, no tenía que simular su estado de debilidad y su aspecto de preso hacinado. Eso ya venía con el paquete.
Su corazón no se aceleró cuando la vieja abrió las puertas del sótano y comenzó a bajar las escaleras, cerrando tras de sí. No supo si porque estaba tranquilo, o porque no tenía energías para hacerlo. La observó fijamente, casi desafiante, demostrándole con su expresión que aún permanecía incólume a pesar de todo, que no sería tan fácil vencerle.
La anciana se situó frente a él y posó las manos en las caderas. Lo miró, sonriente, y dijo:
—Vaya, vaya, el señor Ceballos está despierto. Quién lo hubiera pensado.
Óscar no sabía si podría hablar, era algo que no había intentado la noche anterior, pero entonces se escuchó a sí mismo decir:
—Así… así es…
—Si hasta has cogido un poco de color —comentó ella, burlona—. Un poco más y tendrías la mejillas sonrosadas.
Óscar no dijo nada. Se limitó a mirarla.
—Espero sepas disculpar mi ausencia. Otros asuntos han reclamado mi atención y he debido dejarte a solas con los Salcedo. Ojalá no te hayas aburrido mucho. Últimamente se han tornado un poco silenciosos.
Rio, y su risa fue como escuchar de nuevo al cuervo, graznando sin parar entre la niebla.
—Óscar, Óscar… —canturreó, chasqueando la lengua—. ¿Qué vamos a hacer contigo? Quisiera quedarme, pero creo que ya es hora de que me marche. No es bueno permanecer tanto tiempo en el mismo lugar. Hasta tú deberías de estar de acuerdo conmigo. —Pareció meditar un momento—. Tengo un presentimiento. Las bifurcaciones a veces te llevan por el sendero equivocado, y tú has sido para mí una bifurcación inesperada en el camino. —Sonrió, y esa dentadura blanca pareció brillar entre la apretada red de arrugas. Era la misma sonrisa que había visto en sus visiones—. ¿Qué opinas?
Óscar la miró, impertérrito. Carraspeó.
—Sé quién eres —le soltó sin más preámbulos, y se sorprendió por lo clara que sonó su propia voz.
La sonrisa de la vieja fluctuó un poco.
—Nadie sabe eso, querido Óscar. A veces ni yo misma estoy segura. Y puedo afirmar que…
—Vigo, España. 1189.
Esta vez la sonrisa desapareció por completo, y la comprensión se vio reflejada en sus ojos. Se quedó petrificada unos instantes, y Óscar se regodeó en ello. Incluso pensó que podría morir en aquel mismo momento, y moriría satisfecho. Le había dado algo de su propia medicina a la maldita vieja, y eso ya era algo de lo que muy pocos, tal vez nadie, podían alardear.
—Viejo bastardo —susurró la vieja con su voz gutural.
—¿Quie… quieres más? —preguntó Óscar, sonriente.
—No sigas, Ceballos. Te arrepen…
—Ochocientos veintitrés años, hija de Luz María y Roberto, discípula de Aristídes…
—¡Para ya! —gritó la vieja, y Óscar no pudo evitar cierto temor ante su ira.
—Salvada por los pelos de la hoguera en 1459… Exiliada a América en 1756…
—¡Detente!
—Confidente del Libertador a comienzos del siglo XIX…
Fue suficiente. La vieja se arrojó sobre él, tal y como esperaba, extendiendo sus manos como garras hacia su cuello.
Óscar la dejó hacer, y entonces sacó su mano derecha de su espalda y rebanó la garganta de la vieja con el afilado borde del vidrio. La sangre no tardó en manar, y la anciana retrocedió llevándose las manos al cuello. Óscar se incorporó, y extendiendo sus piernas le propinó una patada en la cara. La anciana cayó despaturrada en el suelo, inmóvil, y Óscar se puso en pie, sosteniéndose a duras penas. No se molestó en observar el cuerpo de la vieja. Se dirigió todo lo rápido que le permitían sus débiles miembros hacia las escaleras que conducían a la libertad.
Subió los escalones, uno a uno, presa del desaliento, y cuando llegó a lo más alto y posó sus manos sobre las puertas de madera ya comenzaba a sentirse mareado y a punto de desfallecer. Se apoyó en la baranda, y cerró los ojos un momento, concentrándose en mantenerse en pie. Empujó las puertas del sótano, y se sintió horrorizado al notar que lo que antes había podido movilizar sin ninguna dificultad ahora le resultaba tan pesado como el hierro.
Procuró no perder la compostura, y realizó un nuevo intento. Las puertas apenas se movieron unos centímetros.
La cabeza le daba vueltas. Esperaba ver a la anciana echando a correr tras él en cualquier momento, con garganta cortada o sin ella, pero la vieja seguía tirada en el suelo del sótano.
Decidió realizar un nuevo intento, pero esta vez apoyando la espalda en la puerta y empujando haciendo palanca con los pies.
Dio resultado.
Comenzó a ascender de espaldas y poco a poco las puertas fueron abriéndose hacia el exterior con un sonido chirriante. En lo alto de las escaleras, con los ojos fuertemente cerrados, Óscar reunió sus fuerzas y dando un último impulso abrió los brazos apartando las puertas. Poco faltó para que trastabillara y terminara nuevamente en el suelo del sótano, pero logró contenerse, y abriendo los ojos se dio vuelta, encarando su libertad.
Un despojo humano de piel hundida y amarilla y ropas raídas.
La sombra de un hombre que descendió a la oscuridad, pasó diecinueve días en las tinieblas alimentando a un demonio, y regresó para contarlo.
Un muerto en vida naciendo de nuevo.  


9

La fuerte luz del sol le cegó. Entrecerró los ojos, sintiéndose por un horroroso instante de nuevo encerrado en una versión brillante de esa niebla espesa e interminable.
Cuando su vista logró acostumbrarse, observó a su alrededor viéndolo todo como si fuera la primera vez. Todo lucía más vivo, los colores más intensos, y la cabeza no dejaba de darle vueltas.
Pensó que en cualquier momento llegaría al límite de sus fuerzas y todo terminaría allí, en el patio trasero de la casa de los Salcedo.
De pronto vio una sombra que se acercaba, aunque en un comienzo no supo definir su procedencia. Parecía flotar a su alrededor, como si viniera de todas partes y de ninguna. Tuvo tiempo de percatarse de que estando en lo alto de las escaleras que conducían al sótano, con las puertas abiertas tras él, se encontraba en una posición vulnerable.
Entonces la sombra tapó el sol.
Hizo visera con las manos, ahora huesudas y pálidas, tratando de distinguir lo que se aproximaba.
Un segundo antes de que escuchara el airado graznido supo que se trataba del cuervo. Un ave del demonio que ahora regresaba en el momento crucial para poner las cosas en su lugar, para ayudar a la anciana ahora que alguien la había puesto a ella en el suyo.
Óscar comprendió de pronto la relación que existía entre el ave y la anciana, y entonces las afiladas garras se lanzaron hacia su rostro. 




Continuará...