BIFURCACIONES
Capítulo V: Óscar Ceballos
1
¿Semanas…?
¿Meses…?
¿Años tal vez…?
Bien podría haber sido lo uno o lo otro. Para Óscar Ceballos
el tiempo dejó de ser algo concreto. Cual rostro en el agua, era algo difuso e indefinido…
Como un banco de niebla que parece no tener comienzo ni fin. Así fue el tiempo
que Óscar permaneció encerrado en el sótano de la casa de los Salcedo.
El primer día, después de que la vieja le arrebatara la
primera dosis, durmió el resto de la mañana y toda la tarde, perdido en sueños confusos.
Perdido en la niebla de la inconsciencia.
La niebla lo cubría todo, pero dentro de ella deambulaban
formas, sonidos y recuerdos.
La forma más claramente distinguible era la del dolor. Tenía
forma de cuervo y había estado toda la tarde picoteando sin cesar su sien
derecha sin que Óscar tuviera fuerzas para tratar de ahuyentarlo. A veces
parecía cansarse de su cabeza, y entonces la emprendía contra su rostro,
golpeando su nariz con ese pico negro y correoso.
También había vislumbrado la forma de un perro. Era un animal
negro de tamaño mediano. Se quedaba vigilándolo por varios minutos,
observándolo con su mirada inteligente y su pose elegante, para luego
esfumarse.
El graznido del cuervo y el ladrido del perro eran los
sonidos que predominaban en la niebla, pero algunas veces los ruidos del sótano
cobraban nitidez y el subconsciente de Óscar pensaba en ratas. Horribles
roedores correteando por los rincones, inspeccionado con sus asquerosos hocicos
de largos bigotes al hombre tirado en el piso como el muñeco de felpa más
grande del mundo.
Entonces las ratas se inmiscuían en sus sueños e invadían sus
recuerdos.
Óscar soñó que se encontraba de nuevo inspeccionando la casa.
Todo lucía normal, como la primera vez, pero sabía que había algo horrible en
el sótano. Algo peludo y con garras, y tan grande que ocupaba todo el sótano.
De hecho, ese ser era los cimientos
de la casa, y cuando Óscar se daba cuenta de ello y echaba a correr buscando la
salida, los tablones del suelo cedían con un sonoro crujido. Óscar se hundía,
agarrándose a los bordes del suelo, temiendo caer en las fauces de lo que fuera
que estuviese hibernando allí abajo, y entonces sus dedos dejaban de soportar su
peso y caía, caía y caía…
Caía en la oscuridad.
De pronto extendía sus alas y comenzaba a planear en la noche
cerrada. Las copas de los árboles se movían como una marea negra y susurrante.
Óscar batía sus negras alas y volaba tan rápido como el viento. ¿Qué está pasando?, quiso preguntarse en
un momento dado, pero lo que salió de su boca fue un horrible graznido que
levantó ecos en el bosque. Escuchó la respuesta de otro cuervo a lo lejos.
Siguió volando, camuflándose con su negrura en medio de la
oscuridad, y en un abrir y cerrar de ojos estuvo posado en la rama de un árbol
de gruesas ramas. Observaba una casa situada al lado de un camino, y una parte
de él creía haberla visto en algún lado, pero su cerebro de cuervo apenas podía
razonar con claridad.
Alzó el vuelo nuevamente y se aproximó a la vivienda,
posándose en el alféizar de una de las ventanas. Echó un vistazo al interior,
con su visión en blanco y negro, y vio a una anciana. Era más vieja que la
muerte, y el doble de fea, y dormía desnuda a todas sus anchas en una cama con
barrotes de hierro. Óscar graznó malhumorado por la desagradable visión. Picoteó
el vidrio de la ventana, y la vieja se removió en sueños. Siguió picoteando sin
ninguna razón aparente, hasta que la anciana se incorporó. Tenía los ojos
inmensamente abiertos, pero parecía estar todavía dormida. Se sintió asustado e
incómodo, y decidió dirigirse de nuevo a la rama del árbol desde donde tenía una
panorámica completa del patio.
Esperó, observando atentamente, y después de un rato vio cómo
la vieja asomaba por una esquina y rodeaba la casa hasta su parte trasera.
Estaba vestida, gracias a Dios, pero andaba descalza. Se encaminó a las dobles
puertas del sótano y las abrió, con un sonido herrumbroso que se extendió por
el lugar como un tétrico quejido. Se adentró en la oscuridad y cerró las
puertas tras de sí.
Óscar se quedó posado en la rama del árbol, escarbándose
distraídamente el plumaje con el pico, hasta que de pronto todo se tornó
difuso. Se sintió halado, arrebatado de la copa del árbol, succionado…
2
Succionado.
Esa era la palabra, sí. Succión.
Sintió un dolor lacerante en el cuello, e irónicamente eso le
permitió recobrar un poco la consciencia. Abrió los ojos, y aunque todo estaba
oscuro y no distinguía nada en absoluto, supo que la vieja estaba allí de
nuevo, mordiéndolo, alimentándose, succionándole…
Nada cambió con respecto a la primera vez, excepto por el
hecho de que en esta ocasión la vieja se limitó a chuparle la sangre y robarle
su energía vital sin modular palabra. La misma parálisis, la misma impotencia,
el mismo dolor sordo, no obstante lo cual casi era de agradecer el haber salido
por un momento de esa niebla espesa y claustrofóbica.
Percibía el olor rancio de la anciana, su aroma a antigüedad,
a muerte y desolación. Y en un trasfondo, podía distinguir también el hedor que
provenía de la pieza de los Salcedo. Su mente, lenta y débil, los veía ya como
algo ocurrido en un pasado lejano. Comenzaba a olvidar los contornos de la
familia, la cara de la niña, su mirada angustiada. Todo eso parecía haber
sucedido hacía un siglo. Una parte de él sabía que podía terminar como ellos, pero
otra parte de sí mismo, quizá su lado pragmático, no solo confiaba sino que
determinaba que era casi seguro que alguien llegaría y lo salvaría de ese
tormento. Se negaba a pensar que su vida había terminado y que vería sus
últimos días desvaneciéndose lenta y penosamente en esa niebla espesa y sin
fin.
Apenas se dio cuenta de que la vieja había terminado. Solo se
percató cuando ella le dio un par de suaves palmadas en la mejilla a modo de
cínica despedida, para luego alejarse escaleras arriba hacia el exterior.
Entonces cayó lentamente de costado, en esa postura incómoda
provocada por sus manos atadas a su espalda, y la niebla regresó.
Descubrió sorprendido que se sentía como en un viaje de opio
anormalmente fuerte, y que no todas las sensaciones eran desagradables.
Comenzaba a sentirse ajeno a sí mismo, en un sueño constante, hundido en un
sopor cálido y tranquilo desprovisto de pensamientos coherentes. Como una nada
opaca e infinita.
Y eso era solo el comienzo.
Óscar Ceballos permanecería diecinueve días en el sótano de
los Salcedo.
3
Nunca lo supo, pero en el séptimo día de su preclusión dos
agentes pasaron por la casa adelantando indagaciones sobre su paradero.
En efecto, su esposa había contactado a la policía al día
siguiente de su desaparición, pero pasarían cinco días para que su auto fuera
encontrado y arrojara una nueva luz. Aunque no estaba seguro, Óscar pensaba que
era probable que le hubiera avisado a Laura que viajaría a un pueblo del
noroeste en esa tarde que parecía haber ocurrido en otra vida, pero se
equivocaba. Nadie había sabido de su paradero, y cuando por fin hallaron su
auto abandonado su esposa estaba al borde del colapso nervioso.
La nueva pista la calmó considerablemente, pero dos días de
nuevas e improductivas pesquisas comenzaron a minar de nuevo su integridad.
El mismo Óscar se habría sorprendido de haber sabido que ese
día había recorrido un total de once kilómetros después de dejar su auto, por
lo que el radio de acción de la policía fue dificultándose a medida que se
ampliaba la zona de investigación.
Cuando los dos agentes llegaron a la casa de los Salcedo,
subieron las escaleras del porche y tocaron en repetidas veces la puerta. Pero nadie
respondió. El procedimiento era recorrer ese camino secundario e interrogar
familia por familia sobre el posible paradero de un hombre caucásico de
cincuenta dos años, robusto y elegantemente vestido. Llevaban toda la mañana
repitiendo las mismas preguntas y comenzaban a desanimarse. Además, se acercaba
la hora del almuerzo y no parecía haber ningún restaurante en varios kilómetros
a la redonda.
Tocaron una vez más la puerta, pero el silencio fue toda la
respuesta que recibieron. En ese momento notaron la presencia de la taza de
café humeante en la pequeña mesa ubicada en el porche. Intercambiaron una
mirada. Uno de ellos accionó el pomo de la puerta y, aunque no era lo aconsejable
sin contar con una orden, se adentraron en la casa al ver que no tenía seguro.
Sin embargo, no encontraron nada inusual. Solo las señales de
que la familia probablemente estaba cerca, quizá en los campos de cultivo, y
que se había ausentado dejando algunos rastros de actividad. El televisor
encendido en la sala comedor, por ejemplo, con una chica anunciando a bajo
volumen las bondades de un detergente; una bandeja de frutas frescas y jugosas
en la mesa de centro; un mantel a cuadros rojos y blancos pulcramente puesto en
la mesa del comedor; una olla llena de agua en la cocina; unos imanes con forma
de letras que conformaban la frase “TE QUIERO, MAMÁ” en la superficie de la
puerta de la nevera…
Por no hablar de las habitaciones desordenadas y llenas de
cachivaches. Una casa de pueblo común y corriente a fin de cuentas, tal como
pudieron comprobar al salir al patio trasero, donde un triciclo, una bicicleta
y unos balones desinflados descansaban en el prado como unos soldados cansados.
De haber regresado al camino rodeando la casa por la
izquierda, habrían encontrado el saco de pana de Óscar, sucio y arrugado por su
exposición a la intemperie, arrojado cerca a una de las ventanas y con una
carta de notificación guardada en su bolsillo interior derecho. Pero quiso el
destino que lo hicieran por el otro extremo antes de seguir camino hacia el
norte, en busca de más pistas que arrojaran luz sobre la misteriosa
desaparición del abogado más exitoso de Gil y Cía. Asociados.
Fue lo más cerca que estuvo Óscar de una esperanza de rescate
proveniente del exterior.
4
A veces los sonidos, como las siluetas borrosas, desaparecían
en la brumosa blancura de la nada, y entonces la niebla lo era todo.
En esas ocasiones, Óscar parecía retrotraerse sobre sí mismo
y realizaba una especie de regresión de una vida que aún no terminaba. Su
cerebro proyectaba imágenes de otros tiempos en su mente, y las veía desde una
posición ajena y desapegada, como si se tratase de las vivencias de otra
persona.
Veía escenas de su infancia, de su adolescencia, de los
tiempos en que cumplió su mayoría de edad y comenzó la carrera de derecho, de
su primera época en el bufete de abogados… A veces eran recuerdos lúcidos en
los que por momentos creía estar de verdad viviendo otro pasaje de su vida,
olvidada por completo su situación real; otras veces eran escenas
descabelladas, recuerdos tergiversados plagados de situaciones desapaciblemente
absurdas.
Y dentro de toda esta diabólica rutina, estaba la anciana.
Cada mañana descendía al sótano y se alimentaba.
Succionaba.
Óscar sentía cómo sus fuerzas iban menguando día tras día. No
había vuelto a sentir hambre, lo cual era extraño, pero una parte de él sabía
que la falta de alimentos conduciría irremediablemente a la inanición. Era una
muerte horrible, pero la sedante mordedura de la vieja la hacía más llevadera.
En uno de esos cortos periodos de lucidez Óscar se dio cuenta
de que lo que hacía la vieja, además de arrebatarle la fuerza vital, también le
producía una especie de cauterización. Creía haber visto alguna vez en un
programa de televisión que existían animales venenosos cuyas segregaciones
aceleraban la coagulación de la sangre de sus víctimas una vez mordidas, o algo
parecido. En este caso era su alma, su fuerza espiritual, la que se coagulaba,
como si la vieja le introdujera algo que lo mantenía con vida a pesar de su
estado…
En las noches regresaba, y Óscar casi podía sentir cómo su
vida se iba diluyendo por esos dos pequeños orificios en su cuello, mientras la
vieja succionaba por transitorios ciclos de diez o doce segundos durante casi
media hora.
Oscuridad y monotonía, podrían ser dos palabras para
describir la vida de Óscar Ceballos…
5
Una mañana de la tercera semana, Óscar se dio cuenta de que
la vieja lo había trasladado. Ya no se encontraba tendido junto a una de las
vigas, sino recostado contra la pared, al otro lado de las escaleras que
conducían al exterior. Un segundo después, sintió unos dientes afilados
clavándose en su garganta.
Pero entonces hubo algo nuevo.
Con la mordida vinieron una serie de visiones extrañas, como una
película proyectada en su subconsciente. En ella no había edificios, autos ni
teléfonos celulares. Por el contrario, eran paisajes rurales con carromatos
tirados por caballos, construcciones de piedra y madera y personas con
vestimentas anticuadas.
Al comienzo eran imágines difusas, pero con cada visita de la
vieja, que definitivamente había dejado de dirigirle la palabra —Óscar suponía
que de verdad lo veía como un simple plato de comida extra—, se fueron tornando
más claras y definidas.
La visión de una joven de unos diecisiete años, tocada con
una capa y caminando en mitad de la noche acompañada de un viejo de larga barba,
túnica negra y bastón, se volvió recurrente. Algunas veces la joven caminaba
sola, pero por lo general iba con el viejo, escuchándolo atentamente. A Óscar
no le cupo duda de que se trataba de un maestro y su discípula, aunque nunca
pudo percibir de qué hablaban. Con cada visita, las visiones cobraban nitidez,
y con ella comenzaron a llegar imágenes sueltas, recuerdos e información que en
un primer momento no supo discernir.
Fechas, nombres, lugares…
Cuando la anciana se marchaba, Óscar regresaba a su estado
catatónico y olvidaba por completo lo visto en esas visiones. La niebla, como
siempre, lo cubría todo, y Óscar volvía a ser el mismo cuerpo esquelético
arrojado en el suelo del sótano, marchitándose lenta pero inexorablemente.
En los cortos periodos de consciencia generados por esa suerte
de relación simbiótica con la vieja, Óscar parecía estar soñando despierto, y
no perdía detalle de cada escena. El viejo de túnica negra le causaba mala
espina, aunque nunca pudo distinguir bien su rostro. Había algo que no le
gustaba de él pero no sabía definirlo.
Lo que sí supo definir muy pronto fue que la joven discípula era
la anciana que en ese momento le extraía su energía. No había lugar a dudas.
La anciana, en otro tiempo, en otra vida.
Nunca supo si la vieja se dio cuenta de que él había entrado
de alguna manera en su mente. Supuso que sí, o que por lo menos la sospecha
pasó por su cabeza y decidió retirarse a pensar un poco al respecto.
En todo caso, esa noche y durante todo el día siguiente la
vieja no fue a visitarlo. Y las visiones, desde luego, cesaron.
6
Durante su ausencia Óscar pareció recobrar parte de la
energía perdida, como si se estuviese recuperando de una terrible resaca. Lejos
estaba de recobrar sus energías por completo, pero sí tomó más consciencia del
lugar en que se hallaba y la niebla que envolvía su mente comenzó a ceder.
Su aspecto a esa altura era ya lamentable. Perturbador, en
realidad. Era una suerte que no hubiera espejos a mano, porque de haberse visto
Óscar seguramente habría entrado en pánico y los hechos que sucederían en las
próximas veinticuatro horas probablemente no habrían ocurrido. Aún no lucía
como los Salcedo, pero su aspecto se acercaba peligrosamente al de ellos. Había
perdido veintidós kilos, su piel estaba lustrosa y amarillenta, del color de
los periódicos viejos, y sus ojos estaban hundidos en sus cuencas. Parecía un
muerto que hubiese salido de la tumba a despachar sus últimos asuntos
pendientes.
Ese día, por primera vez en casi tres semanas, permaneció
despierto la mayor parte del tiempo, recostado contra la pared y mirando estúpidamente
la puerta del sótano, como si fuere un paisaje lejano e inalcanzable. Apenas
podía moverse, e incluso el solo hecho de respirar parecía restarle fuerzas.
Aun así, se sentía más él mismo, más… cómo decirlo… más concreto.
Se preguntaba qué se habría hecho la vieja. Albergó la
esperanza de que lo hubiera dejado en paz y recogido sus bártulos para
marcharse, pero lo dudaba. Pensaba que su ausencia tenía algo que ver con las
visiones que había tenido, aquellas en que una Dolores más joven recibía las
enseñanzas del viejo de larga barba. Sospechaba que ese intercambio de imágenes
mentales era algo nuevo para ella, y que descubrirlo la había desestabilizado
mentalmente. Algo de eso había notado en su expresión cuando lo miró de hito en
hito antes de largarse escaleras arriba. Tal vez era la primera vez que alguien
vulneraba su mente, la primera que alguien le echaba un vistazo a su memoria.
O, quizá, era la primera vez que se daba cuenta de algo que
ya venía sucediendo hacía tiempo.
Sea como fuere, eso añadía una perspectiva nueva a su
situación.
Tal vez no todo estaba perdido.
Se hallaba embebido en todas estas elucubraciones cuando
decidió dejarse caer de costado y dormir un poco; quizá un sueño reparador era
lo que necesitaba para cobijar de verdad nuevas esperanzas.
No sintió dolor en la herida del brazo derecho. Esta se había
coagulado y comenzado a secarse y apenas si sentía un leve cosquilleo. Cayó,
recogió a duras penas las rodillas y
cerró los ojos.
Estuvo así casi media hora, lo supo por el reloj, cuyas campanadas
parecían provenir de otro mundo paralelo, hasta que se dio cuenta de que no
podía conciliar el sueño, lo que resultaba irónico ahora que podía descansar
sin que la vieja le interrumpiera.
Abrió los ojos y estiró la cabeza débilmente, descansando los
músculos del cuello.
Fue entonces cuando descubrió el trozo de vidrio.
7
Se quedó mirándolo anonadado, como si fuera el primero que
veía en su vida. Despedía un brillo tenue que a Óscar se le antojaba casi
divino. Lo miró atentamente, pensando en las posibles implicaciones que podía
tener en su futuro cercano si lograba hacerse con él. Si acaso tenía fuerzas
para hacerlo, por supuesto.
No supo cuánto tiempo estuvo observándolo, cuando de pronto
se vio a sí mismo moviéndose y tratando de incorporarse. Requirió un gran
esfuerzo, pero al final logró estar sentado. Aun así, el esfuerzo físico
después de un par de semanas de casi completa inmovilidad lo habían dejado extenuado.
Su corazón, débil luego del prolongado martirio sufrido, daba lentos pero
fuertes latidos.
Descansó un poco, y después siguió moviéndose, decidido,
comenzando a acercarse al trozo de vidrio que descansaba en la esquina del
zócalo. Poco a poco fue desplazando sus pies hacia un lado, luego su cadera, y
así sucesivamente, en un recorrido de apenas un par de metros que sin embargo
parecieron un par de kilómetros.
Cuando estuvo sobre él y, estirando sus brazos hacia atrás,
lo tuvo por fin en sus manos, apenas podía creerlo. Su tacto liso y cortante en
los bordes le resultaba irreal. Solo se convenció de su innegable realidad
cuando se provocó un corte en el pulgar, que no obstante fue parco en el
sangrado. Óscar no solo había perdido peso; también había perdido mucha sangre.
Era un milagro que siguiera con vida. Bueno, a decir verdad, lo de la pequeña
niña de los Salcedo sí que había sido un verdadero milagro, así que si ella
había conseguido sobrevivir, por qué no un hombre de cincuenta y dos años que
se jactaba de tener un envidiable estado físico para su edad.
Pensar en la niña y en las inesperadas sensaciones que le
había provocado, fue razón suficiente para no perder un segundo y comenzar a
hacer lo que tenía que hacer.
La posición era sumamente incómoda y eso, sumado a sus
exiguas energías, hacía que no avanzara tan rápido como quisiera, pero no tardó
mucho en darse cuenta de que el progreso se notaba. La cuerda casi había pasado
a ser parte de él después de permanecer tanto tiempo atado, y por momentos
sentía cómo iba perdiendo una fibra tras otra de su entramado.
Sin embargo, era un trabajo lento y Óscar tuvo que descansar
varias veces, con los músculos de los brazos doloridos.
Comenzaba a anochecer cuando finalmente las cuerdas cedieron
y sus manos, después de dieciocho largos días, fueron libres. Óscar las llevó
de inmediato a su regazo, y la parte delantera de sus hombros, agarrotados,
despidieron un dolor lacerante por el movimiento repentino. Poco importó. Tenía
los brazos libres, y después del dolor sufrido durante esas tres semanas, un
poco más le tenía sin cuidado.
Óscar nunca había sido lo que se diría un hombre llorón, pero
en ese momento lloró. Lo hizo llevándose las manos a la cara, y con unas
lágrimas pobres y exiguas. Lloró por su redescubierta esperanza, por su
libertad aún no alcanzada, pero vislumbrada.
8
Al día siguiente, estaba preparado.
Algo le decía que la vieja acudiría de nuevo, y no se equivocó.
La noche anterior, después de desatarse las cuerdas de los
pies, había descansado con una plenitud que jamás imaginó posible. Se había
echado en el suelo, bocarriba, y el relajamiento muscular había sido como un
increíble bálsamo. No obstante, no pegó ojo. Y no porque no pudiera, sino
porque sabía que su vida dependía de ello. Debía estar atento, preparado para
jugarse su última carta.
Y esa última carta llegó al despuntar el alba, tal como había
esperado.
Había ejercitado un poco sus músculos, y después de un rato,
cuando se sintió capaz, intentó ponerse en pie. Fue más difícil de lo que
esperaba, y debió realizar casi una docena de intentos, pero al final lo logró,
aunque apenas pudo dar los pasos cortos de un bebé de un año.
Durante la noche realizó sendos ejercicios, cada uno de los
cuales lo dejaban abatido por casi una hora, hasta que antes del alba se sentó
y se ubicó contra la pared del sótano en la misma posición en que lo había
dejado la anciana, situando superficialmente las cuerdas sobre manos y pies, y
empuñando con fuerza el providencial trozo de vidrio. No quiso hacerse el
dormido, sabiendo que la vieja podría ser engañada más no sería tan tonta como
para tragarse todo el teatro.
Como ella muy bien se lo había hecho saber, los días de “Pan
comido” habían pasado a la historia.
Aun así, no tenía que simular su estado de debilidad y su
aspecto de preso hacinado. Eso ya venía con el paquete.
Su corazón no se aceleró cuando la vieja abrió las puertas
del sótano y comenzó a bajar las escaleras, cerrando tras de sí. No supo si
porque estaba tranquilo, o porque no tenía energías para hacerlo. La observó
fijamente, casi desafiante, demostrándole con su expresión que aún permanecía
incólume a pesar de todo, que no sería tan fácil vencerle.
La anciana se situó frente a él y posó las manos en las
caderas. Lo miró, sonriente, y dijo:
—Vaya, vaya, el señor Ceballos está despierto. Quién lo
hubiera pensado.
Óscar no sabía si podría hablar, era algo que no había
intentado la noche anterior, pero entonces se escuchó a sí mismo decir:
—Así… así es…
—Si hasta has cogido un poco de color —comentó ella,
burlona—. Un poco más y tendrías la mejillas sonrosadas.
Óscar no dijo nada. Se limitó a mirarla.
—Espero sepas disculpar mi ausencia. Otros asuntos han
reclamado mi atención y he debido dejarte a solas con los Salcedo. Ojalá no te
hayas aburrido mucho. Últimamente se han tornado un poco silenciosos.
Rio, y su risa fue como escuchar de nuevo al cuervo,
graznando sin parar entre la niebla.
—Óscar, Óscar… —canturreó, chasqueando la lengua—. ¿Qué vamos
a hacer contigo? Quisiera quedarme, pero creo que ya es hora de que me marche.
No es bueno permanecer tanto tiempo en el mismo lugar. Hasta tú deberías de
estar de acuerdo conmigo. —Pareció meditar un momento—. Tengo un presentimiento.
Las bifurcaciones a veces te llevan por el sendero equivocado, y tú has sido
para mí una bifurcación inesperada en el camino. —Sonrió, y esa dentadura
blanca pareció brillar entre la apretada red de arrugas. Era la misma sonrisa
que había visto en sus visiones—. ¿Qué opinas?
Óscar la miró, impertérrito. Carraspeó.
—Sé quién eres —le soltó sin más preámbulos, y se sorprendió por
lo clara que sonó su propia voz.
La sonrisa de la vieja fluctuó un poco.
—Nadie sabe eso, querido Óscar. A veces ni yo misma estoy
segura. Y puedo afirmar que…
—Vigo, España. 1189.
Esta vez la sonrisa desapareció por completo, y la
comprensión se vio reflejada en sus ojos. Se quedó petrificada unos instantes,
y Óscar se regodeó en ello. Incluso pensó que podría morir en aquel mismo momento,
y moriría satisfecho. Le había dado algo de su propia medicina a la maldita
vieja, y eso ya era algo de lo que muy pocos, tal vez nadie, podían alardear.
—Viejo bastardo —susurró la vieja con su voz gutural.
—¿Quie… quieres más? —preguntó Óscar, sonriente.
—No sigas, Ceballos. Te arrepen…
—Ochocientos veintitrés años, hija de Luz María y Roberto,
discípula de Aristídes…
—¡Para ya! —gritó la vieja, y Óscar no pudo evitar cierto
temor ante su ira.
—Salvada por los pelos de la hoguera en 1459… Exiliada a América
en 1756…
—¡Detente!
—Confidente del Libertador a comienzos del siglo XIX…
Fue suficiente. La vieja se arrojó sobre él, tal y como
esperaba, extendiendo sus manos como garras hacia su cuello.
Óscar la dejó hacer, y entonces sacó su mano derecha de su
espalda y rebanó la garganta de la vieja con el afilado borde del vidrio. La
sangre no tardó en manar, y la anciana retrocedió llevándose las manos al
cuello. Óscar se incorporó, y extendiendo sus piernas le propinó una patada en
la cara. La anciana cayó despaturrada en el suelo, inmóvil, y Óscar se puso en
pie, sosteniéndose a duras penas. No se molestó en observar el cuerpo de la vieja.
Se dirigió todo lo rápido que le permitían sus débiles miembros hacia las
escaleras que conducían a la libertad.
Subió los escalones, uno a uno, presa del desaliento, y
cuando llegó a lo más alto y posó sus manos sobre las puertas de madera ya
comenzaba a sentirse mareado y a punto de desfallecer. Se apoyó en la baranda,
y cerró los ojos un momento, concentrándose en mantenerse en pie. Empujó las
puertas del sótano, y se sintió horrorizado al notar que lo que antes había
podido movilizar sin ninguna dificultad ahora le resultaba tan pesado como el
hierro.
Procuró no perder la compostura, y realizó un nuevo intento.
Las puertas apenas se movieron unos centímetros.
La cabeza le daba vueltas. Esperaba ver a la anciana echando
a correr tras él en cualquier momento, con garganta cortada o sin ella, pero la
vieja seguía tirada en el suelo del sótano.
Decidió realizar un nuevo intento, pero esta vez apoyando la
espalda en la puerta y empujando haciendo palanca con los pies.
Dio resultado.
Comenzó a ascender de espaldas y poco a poco las puertas
fueron abriéndose hacia el exterior con un sonido chirriante. En lo alto de las
escaleras, con los ojos fuertemente cerrados, Óscar reunió sus fuerzas y dando
un último impulso abrió los brazos apartando las puertas. Poco faltó para que
trastabillara y terminara nuevamente en el suelo del sótano, pero logró
contenerse, y abriendo los ojos se dio vuelta, encarando su libertad.
Un despojo humano de piel hundida y amarilla y ropas raídas.
La sombra de un hombre que descendió a la oscuridad, pasó
diecinueve días en las tinieblas alimentando a un demonio, y regresó para
contarlo.
Un muerto en vida naciendo de nuevo.
9
La fuerte luz del sol le cegó. Entrecerró los ojos,
sintiéndose por un horroroso instante de nuevo encerrado en una versión
brillante de esa niebla espesa e interminable.
Cuando su vista logró acostumbrarse, observó a su alrededor
viéndolo todo como si fuera la primera vez. Todo lucía más vivo, los colores
más intensos, y la cabeza no dejaba de darle vueltas.
Pensó que en cualquier momento llegaría al límite de sus
fuerzas y todo terminaría allí, en el patio trasero de la casa de los Salcedo.
De pronto vio una sombra que se acercaba, aunque en un
comienzo no supo definir su procedencia. Parecía flotar a su alrededor, como si
viniera de todas partes y de ninguna. Tuvo tiempo de percatarse de que estando
en lo alto de las escaleras que conducían al sótano, con las puertas abiertas
tras él, se encontraba en una posición vulnerable.
Entonces la sombra tapó el sol.
Hizo visera con las manos, ahora huesudas y pálidas, tratando
de distinguir lo que se aproximaba.
Un segundo antes de que escuchara el airado graznido supo que
se trataba del cuervo. Un ave del demonio que ahora regresaba en el momento
crucial para poner las cosas en su lugar, para ayudar a la anciana ahora que
alguien la había puesto a ella en el suyo.
Óscar comprendió de pronto la relación que existía entre el
ave y la anciana, y entonces las afiladas garras se lanzaron hacia su rostro.
Continuará...