lunes, 13 de junio de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo VI


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo VI

Escrito por: Adrián Granatto




7 de junio de 2011

Nunca creí en el destino. Eso de que nuestra existencia esté ya predeterminada me parece malsano. Porque si eso fuera verdad significaría que nunca tuvimos opciones, que hagamos lo que hagamos nada cambiará. Y entonces, ¿cuál sería la gracia de vivir? A la vez, soy agnóstico por naturaleza. Me cuesta creer en un ser superior que creó la tierra, el cielo, los mares y todo ser vivo, y no nos dotó de la inteligencia suficiente para no matarnos los unos a los otros.
¿A qué viene toda esta cháchara pseudofilosófica? A que ayer todas estas cuestiones que yo tenía bien fundamentadas en mi cabeza cayeron por tierra y me dejaron a merced de tales dudas que, si estuviera vivo, serían lo suficientemente terribles como para volarme la tapa de los sesos. Porque darse cuenta que uno no es más que un títere en manos de un esquizofrénico incurable no da muchas esperanzas de que las cosas vayan para mejor.


Entramos a la casa y preparé café. Los tres estábamos en la cocina, ellos sentados a la mesa y yo apoyado en la mesada, al lado de las hornallas.
Mientras el agua se calentaba hablamos de cosas triviales, pero se notaba tensión en el aire. Llené las tazas y me senté con ellos. En el centro de la mesa estaba la azucarera y un plato de masas secas. Nos servimos del azúcar en silencio. El único sonido era el entrechocar de las cucharas contra las tazas al revolver el café. Señalé las masas, invitándolos a que tomaran una con confianza. Los dos negaron con la cabeza. Bebí y decidí que ya no se podía estirar más el momento. Además, la curiosidad me estaba matando, aunque sonara irónico.
—Carvajal —dije, como si fuese el título de un ensayo o relato, y ambos me miraron por encima de las tazas—. En vida trabajé para él, es cierto. Yo me crié acá, en Los Altos, pero el único futuro que existe en este lugar son las fábricas y la mina de azufre ya abandonada. Mi viejo trabajó en esa mina treinta años. El azufre contiene ácido sulfúrico, ¿sabían? Es el que le da ese olor a huevos podridos. Cuando se encuentra en altas concentraciones puede ser mortal. Realmente esa peste avisa, pero los mineros pierden el olfato de manera progresiva al estar en contacto a diario.
»Un día aparecieron los hombres de Carvajal. Buscaban choferes. Mi viejo había manejado camiones un tiempo y todavía tenía la licencia habilitada. Empezó a viajar transportando cajas de no sé qué cosas. Mi viejo nunca preguntó, decía que era mejor así. Si tenía la mala suerte de ser detenido por alguna patrulla, a mi viejo le habían dado una palabra clave: Berros. Esa palabra obraba maravillas, me decía él. Los policías se disculpaban y entonces continuaba viaje. Volvía a casa con los bolsillos llenos de dinero y se lo daba a mi vieja para que lo guardara. Tiempo después, cuando mi viejo enfermó, esa plata sirvió para darle la mejor atención. No sirvió de mucho, pero al menos no sufrió, o eso me gusta creer. La mina lo mató, no Carvajal.
Me quedé en silencio. George y Valeria no dijeron nada tampoco. Agarré una masita solamente por hacer algo y me puse a juguetear con ella pasándola entre los dedos.
—Ya no había dinero y mi madre estaba mal, depresiva. Ir a la mina no era una opción para mí, así que decidí ir a la ciudad. Mi vieja no quería saber nada. “Se fue tu padre y ahora te vas a ir vos”, me dijo. Eso fue un mazazo. Le expliqué que allí tendría más oportunidades, hasta le pedí que se viniera conmigo, pero ella no quiso. Le prometí que vendría todas las semanas a verla y traerle dinero. Ella lloraba y yo cada vez me sentía peor.
La masa seca se rompió y me limpié la mano en el pantalón. Agarré otra, pero George me tomó de la muñeca.
—Dejá las masitas tranquilas. Pará de destrozar la comida.
Le hice caso y la deposité en el plato.
Les conté de la llegada a la ciudad y mi búsqueda de empleo, de cómo Jessy me bancó todo ese tiempo con un laburo de camarera, de cómo me insistió para que tomara el trabajo de lavaplatos que me ofreció y yo no acepté. “Estoy esperando algo mejor”, le dije en cierta ocasión, acostados en la cama y espantando a las cucarachas que querían tomar posesión de la misma. “Mientras esperás, podrías ganarte unos pesos para mandarle a tu madre”, dijo ella. “Vamos, Alan, no se te van a caer los anillos por lavar unos platos”.
Recordar aquello me hace pensar que si hubiera aceptado ese puto trabajo de lavaplatos en estos momentos estaría vivo y con ella.
—De tanto recorrer la ciudad, muy pronto me di cuenta de que Carvajal estaba metido en todo, así que me acerqué a sus hombres. Estos me sondearon, me subieron a un auto, y me llevaron en presencia del jefe. De ahí en más comencé a vender droga. No soy adicto, que les quede claro, solamente la vendía.
Agarré otra masa. Esta vez George no llegó a detenerme a tiempo. Frunció el ceño y cruzó los brazos.
—Jessy me dejó, yo seguí con Carvajal, y todas las semanas le mandaba giros a mi madre. Una vez al mes me llegaba hasta Los Altos; todavía creía tener alguna oportunidad de continuar con lo nuestro. No la hubo, por supuesto. Luego mi madre murió y nunca más regresé. ¿Para qué? No valía la pena.
La masita se rompió y lo miré de reojo a George.
—Todo iba bien hasta el día en que Carvajal decidió darme un ascenso —seguí hablando mientras George se llevaba el plato lejos de mi alcance—. Lo comenté con los otros muchachos. Y estos, en vez de alegrarse, se mostraron preocupados…
 

—No es bueno —dijo Gregory moviendo la cabeza negativamente.
Ese no era su verdadero nombre. Se llamaba Gregorio, pero no le gustaba. Creía que Gregory sonaba más importante, así que le seguíamos la corriente para no hacerlo sentir mal.
—No, no lo es para nada —continuó con la perorata—. He escuchado historias.
—Ya empezamos… —dejó caer los hombros Reinaldo—. ¿Para qué lo dejan chupar, me quieren decir?
—¿De qué habla? —pregunté.
—Se cuentan cosas, Alan —dijo Leandro—. Ese lugar no tiene buena fama.
Los cuatro nos encontrábamos en la zona V.I.P de un importante centro nocturno de nombre impronunciable. Abajo la gente danzaba como epilépticos. Una muchacha en topless y tanga minúscula se acercó a la mesa baja y dejó unos tragos. Sonrió gatunamente y se marchó.
—La zona muerta —dijo Gregory.
—¿La qué? —pregunté.
—Así se llama donde quieren mandarte.
—No, no es así —dudé—. Bagliatto la llamó zona intermedia.
—Eso es para los giles —gruñó Gregory—. A mi hermano lo mandaron allí y nunca más volvió.
—Tu hermano le robó a Carvajal y así le fue —habló por lo bajo Reinaldo.
—Mi hermano no es un ladrón —se enderezó en el sillón Gregory.
—Calma, calma —dijo Leandro—. No vale la pena pelear por eso, es historia antigua. Tratemos de aclararle el panorama a Alan, ¿vale?
—Vale —dijo Gregory echándose nuevamente para atrás en el sillón y hundiéndose en él como en arenas movedizas—. Mi hermano no es un ladrón, Alan, es una buena persona…
—Sí, claro —murmuró Reinaldo.
—Otra palabra más que salga de tu boca y te juro que te arranco la lengua. ¿Se entiende lo que digo? — Gregory exhibía una sonrisa mordaz. 
Reinaldo juntó los dedos pulgar e índice y se los pasó a lo largo de su boca, cerrando un cierre imaginario.
—Mejor así —asintió Gregory —. Volviendo a lo que decía, mi hermano vino un día con la noticia de que Carvajal lo había ascendido. Te imaginarás la alegría que tenía. Nos fuimos a tomar unas cervezas para festejar y esa fue la última noche que lo vi. Cuando pude hablar con Carvajal me dijo que no sabía nada, que se sentía decepcionado por la deserción de mi hermano, y que esperaba que yo no siguiera sus pasos. Salí de esa oficina con mucha bronca y dispuesto a averiguar qué había sucedido en realidad. Así conocí a Welles.
—¿Welles?
Me sonaba el nombre, pero no recordaba de dónde.
—Otro de los fulanos que desaparecieron por allá. —dijo él.
—¿Quién le puso ese nombre? — pregunté.
—¿La zona muerta? Welles me dijo que uno de sus compañeros, al que apodaban El Loco. ¿Es necesario agregar que desapareció tiempo después? La zona muerta es el título de un libro. No recuerdo al autor. Uno que escribe de terror y esas cosas. ¿Sabés lo que le dijo el Loco a Welles? “Es un lugar donde caminan los muertos”.
—¿Y vos sabés por qué le decían “Loco” al Loco? —se metió de nuevo Reinaldo—. Porque era loco en serio —sentenció—. “Un lugar donde caminan los muertos” — repitió con voz tenebrosa y levantando los brazos por delante de él—. Sí, claro. Hacéme reír el culo.


—Aunque todos soltamos la carcajada (menos Gregory, por supuesto), debo admitir que la historia me quedó dando vueltas en la cabeza por varios días. ¿Y si Carvajal se traía algo entre manos? Justo ese día en que me ofreció el traslado se puso a hablar de quienes se atrevían a robarlo. ¿Y si pensaba que yo le robaba? A lo mejor todo ese palabrerío había sido una bufonada, una forma de cachondearse a mis espaldas. Capaz que ese lugar, esa “zona muerta”, era una especie de cementerio. Hasta se me ocurrió que te obligarían a cavarte tu propia tumba.
Levanté las tazas de la mesa. Casi todas tenían aún café. Las dejé en el fregadero.
—Antes de seguir hablando, me gustaría saber algo de esto —dije mostrándole la palma izquierda a George—. El otro día me hiciste sangrar y dijiste algunas cosas, algo de los muertos de Carvajal. ¿Podrías explicarte? Y esta vez sin golpes, por favor.


—Voy a empezar diciéndote una cosa —dijo George señalándome con el dedo—: esa cosa que tú llamas cicatriz, no lo es.
—¡Ya sé! —dije yo mirando al techo y levantando los brazos—. ¡Es un ojo! ¡Alabado sea el Señor! ¡Que se oiga ese Aleluya!
George sonrió irónicamente.
—Me gusta este muchacho —le dijo a Valeria—. Aunque sea medio pelotudo, me cae bien.
Ella no se rió. En verdad se la veía bastante apesadumbrada.
—Siempre fui un trashumante —prosiguió George— y recorrí varios lugares trabajando en ferias. Ayudaba a armar los juegos mecánicos y algunas veces atendía los puestos. Ya saben, esos de tirar latas a pelotazos o embocar argollas en botellas.
—Ah —dije sentándome a la mesa y agarrando otra masita del plato.
—En una de esas ferias conocí a una mujer. Siempre, pero siempre, la vi sentada frente a su tienda con un sombrero del que salía un velo que le cubría la cara. Delante de ella colocaban una mesa y tres sillas. Había un mazo de cartas de tarot en la mesa, justo en el centro, esperando que alguien se sentara en una de las sillas e hiciera el corte necesario. ¿Saben por qué llevaba ese velo?
Valeria y yo nos encogimos de hombros. George tiene una forma rara de narrar. Parece hechizarte con la cadencia de la voz y con los movimientos de las manos que no deja quietas en ningún momento.
—Llevaba ese velo porque no tenía ojos.
Dimos un respingo.
—Había nacido sin ellos — dijo George bajando la voz teatralmente—. Pero a cambio tenía un don. Podía ver cosas que a los demás les era imposible. Bueno, por lo menos eso es lo que decía el cartel que reposaba sobre la entrada de la tienda. La cuestión es que ella podía hablar con los muertos. En ese entonces yo no lo tomaba muy en serio. Ahora como que dudo un poco —se sonrió.
—¿Ella era una médium? —pregunté.
—Ni médium ni extra large. Esos son unos ladrones que abusan del dolor de la gente. El espiritismo no es para tomarlo a la ligera, Alan. Hay entes a los que no les gusta ser molestados o que piden cosas a cambio.
—Todavía no entiendo qué tiene que ver todo esto con Carvajal —dije.
—Nada —dijo él encogiéndose de hombros—. Sólo trataba de crear atmósfera. Pero bueno, ¿ustedes quieren que vaya al punto? Vamos al punto. Esa marca que tienes en la mano es una cadena.
—¿Ahora es una cadena? ¿No era un ojo?
—Es un ojo. Esa marca te tiene anclado a la tierra, Alan. Nunca tuviste posibilidad de pasar al otro plano.
—¿Cómo que no? Estoy acá.
—Esto no es el otro plano, Alan. Esto sigue siendo la Tierra. Yo te hablo de allá arriba —dijo George señalándome el techo con el dedo.
—¿El piso de arriba? —dudé yo—. Allí no hay nada, George.
—No el piso de arriba —seguía señalando él con el dedo, ahora con más énfasis—. Más arriba, en el Cielo.
—No me vas a decir, George, que vos crees en esas cosas del cielo, eso de las nubecitas de blanco algodón, los angelotes y su musiquilla. Nunca pude sacar dos notas coherentes en ningún instrumento, ¿y a vos te parece que muera y ya sepa tocar el arpa? Para mí, esto es lo que pasa cuando te mueres: seguís dando vueltas por el barrio. Porque si fuera como vos decís, ¿qué estás haciendo acá? ¿Por qué no estás “allá arriba”, en tu nubecita?
—Pues… porque tuve miedo, Alan, y decidí quedarme en un lugar que conozco.
—La luz, Alan —dijo Valeria—. ¿Te acordás que te hablé de una luz? Ese es el camino al Cielo.
—A mí no se me apareció ninguna luz. Yo flotaba en lo negro y de pronto me desperté en el claro.
—Capaz con él es distinto porque se suicidó —le dijo Valeria a George.
—No creo —dijo éste.
—Eso no tiene sentido —dije volviéndome a sentar—. Si así fuera, vos tampoco la habrías visto —le dije a Valeria—. Vos también te suicidaste.
—Yo no me suicidé —abrió grandes los ojos Valeria—. ¿De dónde sacaste eso?
—¿Qué? Te tiraste al paso del tren, Valeria. ¡Yo te vi, estaba ahí!
—Yo no me suicidé.
La imagen que se me vino a la cabeza no fue la de Valeria en mis brazos y el tren pasándonos por arriba…
Había dos hombres de traje a los que confundí con oficinistas. Valeria apareció entre ellos e iba descalza. Claro que tal vez no apareció entre los de traje, sino que era arrastrada por ellos. Por eso la falta de calzado: los zapatos se le habían salido al ser alzada entre ambos hombres.
Luego un empujón y listo.


Afuera ya estaba oscureciendo cuando decidimos cenar. Mientras preparábamos la comida hablamos de música y cine. Sabía que tendríamos que volver a tocar el tema que nos había reunido, pero eso sería luego.
Ahora era tiempo de relajarse.
Capaz sería la última vez que podríamos hacerlo.



1 comentario:

PAOLA RUIZ dijo...

Me encanto el comienzo de esta entrega ;)

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...