viernes, 27 de julio de 2012

BIFURCACIONES / Capítulo II



BIFURCACIONES

Capítulo II: La Casa




1

Óscar Ceballos no habría podido decir con seguridad cuándo había sido la última vez que se había visto embargado por una sensación tan fuerte de desasosiego como la que sintió en ese momento. De hecho, no recordaba haberse sentido así alguna vez. Al menos no en su vida adulta. Óscar era un hombre de personalidad rígida, firme, y ese tipo de sentimientos banales no iban con él. Por tanto, en un comienzo el hecho mismo de sentirse así lo aterrorizó más aún que la visión de las frutas podridas.
Se quedó mirándolas como un hombre hipnotizado en un programa de televisión. Fueron segundos interminables en los que un escurridizo chorro de baba derramándose por la comisura de su boca hubiera sido la guinda del pastel. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista y recuperar su compostura. Era solo una bandeja de frutas podridas, se dijo. Pero en el fondo sabía, por mucho que su dominante lado pragmático quisiera negarlo, que apenas quince minutos antes estas destilaban frescura. Aunque, por supuesto, la mente de Óscar estaba acostumbrada a pensar lo que le convenía.
Se acercó y tocó suavemente uno de los bananos de la bandeja, ahora negro de podredumbre. Su tacto blando y acuoso no dejaba lugar a dudas. Retiró la mano y la restregó contra su pantalón por segunda vez en el día. Era un tacto desagradable. Estudió las frutas con extraña fascinación, casi esperando que regresaran a su estado original ante sus ojos.
De pronto se sintió observado. Desvió la vista hacia su izquierda y lo que vio en la pantalla del viejo televisor hizo que su corazón pegara un salto perceptiblemente doloroso: un hombre de rostro inexpresivo le miraba atentamente. Parecía estar examinándolo con detenimiento mientras asentía para sí con seriedad, como si lo que viera fuera precisamente lo que esperaba: un hombre de cincuenta y tantos años, sudoroso y cariacontecido, que se hallaba en el lugar equivocado, el día equivocado.
Óscar no daba crédito a lo que veía. Su corazón latía desbocado mientras el rostro le devolvía la mirada desde la pantalla del televisor en un insoportable mutismo. Algo andaba mal, muy mal, y Óscar odiaba eso. Estaba acostumbrado a tener las cosas bajo control. Entonces una luz se hizo en su cerebro y entendió lo que pasaba. Se acercó al televisor y vio que en una esquina de la pantalla había una pequeña palabra verde que decía “Mute”.
Riéndose para sí, y ya respirando más tranquilo, le subió volumen al aparato y una voz, levemente distorsionada por lo que a todas luces era una llamada telefónica recibida en un estudio de televisión, cobró vida.
El hombre en la pantalla no le estudiaba atentamente. Solo estaba escuchando con atención el testimonio del televidente que había llamado al programa.
Óscar rio por lo bajo, burlándose de su propia estupidez. Le resultaba curioso cómo una mezcla de pequeños eventos inesperados, sumada a su anormal estado de excitación mental, había logrado que se imaginase la escena más absurda.
Se acercó nuevamente, y lo apagó.
En ningún momento se le ocurrió que el aparato había estado a bajo volumen hacía un rato, y que no había ningún control remoto a la vista.


2

Se hizo el silencio otra vez. A simple vista todo lucía normal, pero un estudio más detallado dejaba evidente multitud de pequeños cambios que Óscar descubrió muy pronto. Las frutas podridas, estaba claro, solo eran un comienzo.
El reloj seguía su curso normal, anunciando que ahora eran las tres y diez de la tarde. Los muebles lucían igual de viejos y variopintos, y el comedor de mantel a cuadros rojos y blancos permanecía en su sitio, pero Óscar notó que el teléfono estaba desconectado. No tuvo que acercarse para ver el cable abandonado a un lado como una serpiente muerta. Solo que en realidad no estaba desconectado. Uno de los extremos se encontraba roto, como si hubiese sido mordido. Cuando no encuentres unas tijeras a mano y todo lo demás falle, usa tus dientes, pensó incoherentemente. Un pensamiento estúpido donde los haya. Pero esa había sido una tarde estúpida. Laura se lo habría señalado de manera puntual. Entonces se le ocurrió que ese pensamiento incoherente habría sido típico de su esposa. El característico comentario a propósito para sacarlo de sus casillas. Usar los dientes para destapar cosas era una de las incorregibles manías de Óscar Ceballos, y Laura no perdía oportunidad para hacer hincapié en su defecto.
“¿No que eres tan eficiente, Señor Eficiente? Entonces deja de destapar la maldita bolsa de la leche con tus dientes. Es desagradable.”
Óscar sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Y el cuadro del Corazón de Jesús llamó su atención.


En su primer paso por la habitación no había reparado en él, pero suponía que de haber estado como se encontraba ahora lo habría notado. Ahora se hallaba sucio, agrietado, avejentado. Aunque la primera palabra que se le ocurrió fue una muy distinta y aparentemente sin sentido: “corrompido”. Algo no andaba bien en el cuadro, aparte de su feo aspecto, y Óscar no tardó en descubrir qué era.
El rostro.
Todo estaba bien: la túnica roja, la capa azul celeste que envolvía al nazareno, la mano derecha levantada en un gesto de bendición, la izquierda recogida cerca del corazón envuelto en llamas, con su cruz y su corona de espinas, la aureola brillante que rodeaba la cabeza levemente inclinada de Jesús… Todo estaba bien. Todo. Excepto el rostro.
Había algo indefinido en él. Óscar se acercó, tropezando distraídamente con uno de los muebles, y estudió de cerca el cuadro. Entonces lo vio, y fue presa de una sensación de intranquilidad poco común en él. Inconscientemente se le ocurrió que esa tarde había experimentado sensaciones que no conocía desde hacía muchísimos años. Su corazón, momentáneamente relajado luego del episodio del televisor, comenzó un nuevo y rápido bombeo. Gruesos goterones de sudor surcaban su cara, y no precisamente por el calor de la tarde. Óscar descubrió que comenzaba a sentirse mal.
Lo que había visto en el rostro del cuadro del Corazón de Jesús era algo tan sutil como inconfundible: Jesús sonreía.
Óscar había visto sonreír al Galileo en muchas imágenes. Una sonrisa dulce y amigable que invitaba al perdón, a la paz, a la convivencia. Pero nunca en el Corazón de Jesús. En esta imagen su rostro siempre se notaba triste, melancólico, como afligido por el tormento sufrido en la cruz. No obstante, el rostro en el cuadro ubicado en la sala comedor de la casa de los Salcedo exhibía una sonrisa maliciosa. Ladina, era la palabra que para Óscar definía la expresión a la perfección. Era como si el rostro del cuadro escondiera algo, como si se burlara secretamente, quizá del propio Óscar. Y había un brillo extraño en los ojos del Hijo del Hombre…
Óscar nunca había sido particularmente religioso, pero iba a menudo con su esposa a las eucaristías del domingo. Para él era una forma de socializar, una manera de enriquecer la imagen que los demás tenían del abogado más exitoso de Gil y Cía. Asociados. Aun así, la malévola imagen del cuadro le perturbaba. Era una parodia pervertida, y Óscar lo sentía como una ofensa personal a algo que no veneraba pero que sí respetaba profundamente. Ver mancillada de aquella manera una imagen santa le hacía sentirse asqueado.
Óscar no quiso ver más aquella horrenda pintura. Retrocedió, viró a su derecha y se adentró en la cocina.
No notó las manchas que cubrían en varios puntos el mantel del comedor.


3

A través de la pequeña ventana de la cocina vio que el soleado día había comenzado a cubrirse de gruesos nubarrones. A esa media luz, el recinto se tornaba lúgubre, vacuo, ya no solo una simple casita a la vera del camino.
Óscar observó las ollas y trastos arracimados de cualquier manera. Se preguntó dónde se encontraría la vieja y pensó, no por primera vez, si todo no habría sido un juego sucio de su mente cansada. No obstante, se negaba a creerlo, y pensando que tal vez la vieja aparecería tarde o temprano al saber que un completo extraño inspeccionaba su casa, continuó estudiándola.
La olla permanecía en el fogón de leña y, llevado por un impulso, retiró de nuevo la tapa echando un vistazo a su interior.
No le extrañó ver una sustancia obscura y espesa en lugar del agua clara que viera antes, aunque sí pensó que ya todo eso comenzaba a ser demasiado. Se le ocurrió que a lo mejor la vieja había estado por allí moviendo y cambiando cosas mientras él estaba en el patio trasero. Sí, eso debía de ser, decidió. No había otra posibilidad. O bueno, sí la había, pero pensar en ella, el mero hecho de considerarla siquiera, le provocaba nauseas.
Entonces un fuerte chasquido lo sacó de sus elucubraciones. No pudo evitar gritar un poco, con un tono demasiado femenino para su gusto. Levantó las manos en un inconsciente gesto defensivo mientras se volvía, pero el zumbido decayendo en un suave ronroneo le hizo percatarse de que se trataba otra vez de la nevera. Maldijo en voz alta, y a punto estuvo de descargar su furia propinándole una patada al artefacto, cuando notó que los imanes con forma de letras en la superficie de la puerta de la nevera habían cambiado de posición.
Antes había leído un colorido “TE QUIERO, MAMÁ”. Ahora la frase había cambiado, y Óscar se preguntó si la vieja realmente habría tenido el tiempo suficiente para realizar todos aquellos cambios. Por no mencionar los supuestos motivos que la anciana tuviera para hacerlos, por supuesto. Imperceptiblemente, Óscar comenzaba a sentir que su compostura se acercaba con peligro a un punto de quiebre que no recordaba haber tenido desde que iba a la preparatoria, cuando la mezcla de trabajo y estudio había hecho la suficiente mella en él como para provocarle una crisis nerviosa. Ahora estaba en una situación por completo diferente, pero la sensación que recordaba de aquellos años era la misma.
Desequilibrio, era lo que pensaba en ese momento, aunque sabía que había otra palabra que lo definía mejor, pero maldito si la recordaba. Era una de esas ocasiones en que la sentías en la punta de la lengua, negándose a salir. Recordó que su madre tenía un talento nato para esas cosas. Ibas y le describías la sensación, el momento, la situación, o lo que fuera, y ella de inmediato sacaba esa escurridiza palabra de tu lengua como por arte de magia. Deseó que estuviese allí con él. La capacidad para mantener todo bajo control era una de la cosas que Óscar había heredado de su madre, la única que de verdad llevaba los pantalones puestos en su casa cuando él era un crío. Pero su madre había muerto doce años atrás, víctima de un repentino infarto.
Pensar en su madre muerta, enterrada tres metros bajo tierra, convertida en huesos cubiertos de gusanos, no le ayudó precisamente a sentirse mejor.
Observó una vez más la frase, tratando de sonsacarle su verdadero significado: “OÍR QUE ME MATA”.
Óscar pensó que el anagrama de “TE QUIERO, MAMÁ” era claro y conciso, pero a pesar de su claridad no entendía muy bien sus implicaciones.
¿Era una advertencia? ¿Una amenaza? ¿O simplemente se trataba de una frase grandilocuente pero sin sentido?
Fuera lo que fuese, no dejaba de ser perturbadora, y cuando Óscar se descubrió a sí mismo estirando la mano para abrir la puerta de la nevera, tuvo el suficiente sentido común para detenerse. En su mente apareció la imagen de la escena de una película que había visto con su hijo Walter hacía años. En ella, un grupo de personas se reunía en su pueblo natal tras largos años de ausencia. Estaban en la biblioteca, administrada por el único miembro del grupo que se había quedado en el pueblo, festejando el encuentro con chanzas y un poco de alcohol. De pronto, uno de ellos abría una pequeña nevera, quizá para extraer algo de hielo, y al instante su expresión adquiría un rictus de terror: en el refrigerador, la cabeza cercenada de uno de sus amigos, el único ausente de la reunión, los observaba sonriente.
Óscar pensó que encontrarse algo como eso habría sido la gota que rebosaría el vaso, pero aun así decidió concederse el beneficio de la duda. No creía que la vieja y destartalada nevera contuviera algo así, pero… ¿quién sabía? La verdad es que, tal como estaban las cosas, prefería no averiguarlo; nadie estaba allí para ver cómo el mismísimo Óscar Ceballos se comportaba como un gallina.
¿Qué más daba?
Resolvió olvidarse de la cocina y, guardando la frase del refrigerador en su archivo mental para decidir su significado más tarde, se encaminó hacia el pequeño patio interior.


4

Esperaba encontrar algo raro allí, pero todo seguía tal cual: el lavadero, el baño, la ducha y los mismos utensilios arracimados en una esquina.
Todo tal cual… o al menos eso esperaba.
Sin embargo, fue en ese momento cuando comenzó a percibir el hedor. Era un olor fuerte y penetrante que parecía filtrarse por las junturas de las tablas del suelo, por debajo de las puertas, por las esquinas de las paredes. Y percatarse de este hecho que hasta el momento le había pasado desapercibido, conllevó a que una nueva luz se hiciera en su mente con destellante claridad. Óscar se detuvo en medio del pasillo, observando ahora la última habitación de la casa.
Un camarote, un armario, una mesa…
Había algo mal allí.
Se dirigió a la habitación del medio y vio un cuarto desordenado hasta el colmo de lo inaceptable.
Había algo mal allí, se repitió.
La imagen de una máscara se formó en su cabeza. Pero esta era un tipo de máscara como nunca había visto nadie. Era la máscara de una casa. Cuando llegó, la vivienda de los Salcedo la llevaba puesta, y todo lucía, recordó haberlo pensado, como la pintura de un niño de primaria. Pero ahora, tras salir a echar un vistazo al patio trasero y rodear la casa de vuelta cuando el ladrido del perro llamó su atención, esta parecía haberse quitado en algún momento la máscara que cubría lo que en realidad era.
La conformación de los cuartos, totalmente inversa a como la viera en un comienzo, por no hablar de la suciedad que lo cubría todo, era solo uno de los tantos cambios. Y el hedor… Ese hedor nauseabundo, que ahora no podía dejar de notar, de alguna manera también había estado disfrazado.
Óscar se sintió sorprendido llegando a todas estas conclusiones. Pragmático como era, siempre había puesto en tela de juicio cualquier evento que fuera en contra de las leyes de la naturaleza. Pero esa tarde todo se estaba yendo por el desagüe de la racionalidad.
Con los ojos comenzando a lagrimear por la cada vez más penetrante pestilencia de la casa, Oscar se dirigió de nuevo a la habitación en donde había visto a la vieja.


Si algo había cambiado en ella, no sabría decirlo, pues solo la había visto en una ocasión. Entró, no obstante, con el ánimo de inspeccionar un poco. Se preguntó cómo se habría sentido su esposa a esa altura. Pensó que el olor se habría encargado ya de hacer callar su por lo general imparable bocaza. No pudo evitar sonreír, divertido, imaginándose a Laura en aquella situación.
Los verdaderos motivos que le habían llevado a ese apartado lugar no podían estar más lejos de la mente de Óscar Ceballos.
Se enjugó el sudor de la frente, y se le ocurrió que debía de presentar un aspecto lamentable. Pensar en ello le hizo mirar alrededor en busca de un espejo, y descubrió, no sin cierta sorpresa, que no había ninguno en la habitación. Ahora que lo pensaba, no recordaba haber visto uno en toda la casa, ni siquiera a través de la puerta entornada del cuarto de baño. Se sintió abrumado por una sensación de incertidumbre. Observó con más detalle la habitación, miró debajo de la cama, incluso abrió unos cuantos cajones de un viejo armario recostado contra la pared, pero no descubrió nada anormal. Era una típica habitación de una típica casa de pueblo, con muebles viejos, adornos ordinarios y paredes pintadas con desvaídos colores pasados de moda.
Pero todo parecía estar mal en ella.
Dirigiéndose nuevamente por el pasillo hacia el patio trasero, con el taconeo de sus zapatos emitiendo un eco inquietante, Óscar cayó en la cuenta de que tampoco había visto ninguna pintura o retrato familiar. Sin embargo, esto todavía era medianamente aceptable. Pero los espejos… Nunca había visto una casa sin uno…
El lugar comenzaba a repelerle, y Óscar pensó, con un vano sentimiento de alivio, que después de todo nada le retenía allí. Era una maldita casa con una extraña manía, llena de pequeñas cosas desagradables disimuladas tras un delgado velo de aparente normalidad. Se imaginó en su propia sala de estar, sentado en su confortable sillón, tomándose un escocés luego de una agradable ducha de agua caliente. Pensar en ello le hizo sentirse mejor, y más animado salió al patio trasero.


5

La tarde se había oscurecido perceptiblemente. El sol estaba oculto por un cúmulo enorme, y hacia el noreste gruesos nubarrones amenazaban lluvia.
Óscar colocó sus manos en jarras, reflexionando sobre lo sucedido. El patio seguía como antes, con la bicicleta, el triciclo y los balones abandonados, pero esta vez descubrió algo nuevo. A su izquierda, en el extremo suroccidental de la casa, había un gran portalón inclinado que seguramente conducía a un sótano.
Hola, gordo-rrr, reapareció el cuervo, animado por la compañía.
Óscar se acercó con aire distraído. A ambos lados de la doble puerta de madera, sendas ventanillas se ubicaban a ras del suelo. Se inclinó, posando sus manos sobre las rodillas, pero no logró vislumbrar nada a través de ellas. Se irguió, e inspeccionó las puertas de madera. Había un candado asegurándolas, pero no estaba cerrado. Sin pensar en lo que hacía, Óscar retiró el candado, lo arrojó sobre la grama y abrió las puertas con un leve esfuerzo.
Ante él, unas viejas y empinadas escaleras de madera se adentraban en la oscuridad. La exigua luz del día apenas dejaba entrever un duro suelo de tierra dos metros más abajo. Allí el hedor era definitivamente insoportable, y Óscar se preguntó si la vieja estaría allí abajo. Entonces recordó el candado, no asegurado pero sí puesto sobre las manijas de las puertas, y descartó la idea. No obstante, el sótano despertaba su curiosidad, a pesar del fuerte y desagradable olor.
Se dio cuenta de que una parte de él estaba considerando la posibilidad de bajar a echar un vistazo. Se irguió de nuevo, horrorizado ante la idea. Óscar Ceballos estaba acostumbrado a los autos de lujo, los restaurantes finos, las cenas de gala y las obras de teatro; no a caminos de tierra, viejas casas abandonadas y pestilentes sótanos. La sola idea de bajar allí habría escandalizado a Laura. ¡Ja, estás loco si piensas que voy a entrar ahí! Debe de haber pulgas, garrapatas y quién sabe qué sinfín de bichos más…
Óscar habría estado de acuerdo con ella, pese a todo.
Se descubrió extrañándola, y una risita entre dientes se convirtió en una carcajada que le distendió y relajó un poco.
Ten cuidado, amigo-rrr, graznó el cuervo.
Demasiado tarde.
Óscar no vio la sombra rauda que pasó cerca, aproximándose tras él. Tampoco escuchó el quedo jadeo de esfuerzo que emitió la persona que posó las manos en su espalda, empujándolo escaleras abajo con todas sus fuerzas.
La carcajada de Óscar Ceballos se interrumpió repentinamente. La cansada diversión dio paso a la sorpresa y el estupor. Vio cómo los escalones se acercaban con una mareante rapidez y, dentro del poco tiempo que tuvo su mente para emitir el más leve pensamiento coherente antes de caer de bruces sobre las escaleras, una palabra destelló en su mente como el cartel luminoso de un motel a un lado de la carretera. Era la palabra que había estado pujando en la punta de su lengua desde hacía rato, la que describía perfectamente la sensación general que le producía esa casa maldita.
Dislocación.
Entonces Óscar se dio de lleno en la cara contra los duros escalones. Dio una vuelta completa, rodó por el macizo suelo de tierra y su cabeza se encontró con una de las gruesas vigas de madera, dura como la piedra, que sostenían la casa. El dolor fue intensísimo, pero igualmente pasajero.
Mientras el reloj de la casa de los Salcedo emitía un único Gonnng, que indicaba que eran las tres y media de la tarde, y mientras alguien cerraba las puertas del sótano, hundiéndolo en las tinieblas, Óscar perdió el conocimiento.



Continuará...


3 comentarios:

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Descripciones tenebrosas que te llevan de la mano por el suspenso que imprimen las letras.
La imagen del Jesús malévolo, todo un hallazgo (todavía la "veo" en mi cabeza).
La curiosidad mató al gato; veremos qué ocurre con Óscar.
Muy, muy bueno, Don Calavera.
Acá quedamos esperando la continuación, ansiosos...
¡Saludos!

Sonix dijo...

Me gusta, me gusta! Mira que yo qué sé por qué, me parecía que era largo y lo iba dejando siempre para otro momento (pero por supuesto siempre con la intención de leerlo) y esta tarde ya me he leído dos partes.
Esta ha sido muy interesante, con escenas muy perturbadoras, este hombre es demasiado curioso y como bien ha dicho Juanito, la curiosidad mató al gato. xD
Bueno lo de las frutas, la frase de la nevera, e incluso ¡hay una referencia a King!
Seguiré leyendo, está muy interesante. ^^

Calavera dijo...

Juanito, gracias de nuevo por tus comentarios. Es siempre un placer saberse leído por un hombre de letras de tu talla. :) Un abrazo! ;D

Sonix, como comenté en la entrada del primer capi, fue un alegrón encontrarme con tus comentarios hoy. :) Me alegra mucho haberte enganchado con la historia y, por qué no, haberte provocado uno que otro escalofrío. :) Estaré esperando tus comentarios con ansias. Gracias por leerme! :) Un abrazo! ;D

PD: Este fin de semana sale el Capítulo V. El final se acerca... :)

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