domingo, 5 de agosto de 2012

BIFURCACIONES / Capítulo III



BIFURCACIONES

Capítulo III: El Sótano




1

Eran casi las ocho de la noche cuando el autonombrado abogado más exitoso de Gil & Cía. Asociados recuperó la consciencia, pero pasarían otros cuarenta minutos para que se percatara realmente de ello. La explicación era simple: Óscar había pasado de las penumbras de la inconsciencia, en las que durante algo más de cuatro horas se vio asaltado por las visiones más inquietantes, a la negrura del sótano de los Salcedo, por lo que en un comienzo no pudo notar la diferencia.
Durante su ausencia, un continuo aguacero había azotado la zona con intensidad, y aunque a esa altura había amainado considerablemente, el cielo nocturno todavía se encontraba cubierto por un grueso mantel de nubarrones que sumían aquel apartado camino con su solitaria casa en una noche por completo cerrada. La luna, creciente, y las estrellas se veían impedidas para ofrecer al menos un dejo de iluminación.
Así que el sótano, por supuesto, era todo negrura.
Óscar Ceballos no habría podido ver su propia mano ni aunque la pusiera frente a sus ojos. Una situación jodida, pensaría Óscar. Pero eso sería más tarde. En ese momento, su cabeza era una niebla densa y sin salida.
Cuando despertó, solo fue consciente de que las extrañas ensoñaciones se habían diluido. Pero seguía convencido, en la pequeña parte de su mente que a duras penas razonaba, de que seguía durmiendo el sueño de los justos.
Entonces, casi cuarenta minutos más tarde, el dolor hizo acto de presencia en su cerebro.
Percibió las fuertes palpitaciones de su cabeza, allí donde se había golpeado antes de perder la consciencia. Los ramalazos de dolor surgían en oleadas desde su sien derecha y se extendían por toda su cabeza en una insoportable marea. Después fue su nariz, rota a causa de la caída, la que se unió a la fiesta. Había estado todo el tiempo respirando por la boca, y la sensación de ahogo se hizo evidente. Instintivamente quiso llevarse la mano a la cara, pero le fue imposible. Sus manos estaban atadas a su espalda, al igual que sus pies. Los músculos de los brazos aullaron por el esfuerzo repentino después de haber estado tanto tiempo en la misma posición, y fue eso lo que acabó finalmente por despertarlo. Quiso abrir los ojos pero, por supuesto,  estos ya estaban abiertos, y de repente todo lo vivido en esa tarde llegó a él como una avalancha infernal.
Su búsqueda infructuosa y la larga caminata, la casa aparentemente abandonada, la vieja desnuda, el perro que había llamado su atención cuando se encontraba inspeccionando el patio trasero, los extraños y sutiles cambios cuando recorrió la casa por segunda vez, la puerta del sótano, la caída…
La caída.
Alguien lo había empujado. Alguien se había acercado sigilosamente por su espalda y lo había empujado.
¿La vieja?
Lo dudaba mucho. No con semejante fuerza. Seguramente había sido uno de los propietarios de la casa que, al verlo espiando, lo había lanzado escaleras abajo pensando que se trataba de un ladrón. Pero, ¿atarlo de esa manera?
Óscar intentó zafarse, pero era una tarea harto difícil. Más con esa oscuridad. La persona que lo amarró había hecho un buen trabajo. Su cabeza palpitó con más intensidad y Óscar cerró los ojos, soportando el dolor. Su nariz también se quejaba a gritos, y su corazón comenzó a latir desesperado.
Trató de calmarse, respirando por su boca tan profundamente como le era posible. El silencio, la oscuridad, esa situación tan semejante al vacío, la nada, lo alarmaban.
Hacía cuatro o cinco años, su esposa lo había convencido de asistir a clases de yoga los sábados en la tarde. En un comienzo Óscar se había rehusado rotundamente, pero tras un par de clases de ensayo le sorprendió descubrir que no eran tan aburridas como pensaba. Los ejercicios lo relajaban y le quitaban el cansancio y el estrés de la semana. No obstante, era pésimo para guardar constancia para ese tipo de cosas, y no pasó mucho tiempo antes de que abandonara las clases y depositara su atención en otras actividades. Sin embargo, recordaba el tiempo que dedicó a las clases como una grata experiencia y, de hecho, como un inesperado acercamiento a su esposa, casi un conato de salida de su siempre conflictiva relación.
En ese momento, Óscar trató de poner en práctica las técnicas de respiración y relajación corporal y mental.
Pasados unos minutos, dio resultado.
El suficiente para percibir un sonido nuevo entre aquel silencio.
Un sonido de succión.


2

Contuvo la respiración, escuchando atentamente. El sonido era leve pero inconfundible. Cada diez segundos, el ruido de succión aparecía y se extendía por el sótano en un leve susurro que, ahora que lo había notado, Óscar habría preferido no escuchar. Le daba escalofríos, a pesar de que no estaba seguro de qué lo producía.
Provenía de algún lugar a su espalda, al otro lado del sótano a juzgar por la cadencia del eco —aunque no habría podido asegurarlo, Óscar sospechaba que había sido amarrado en el mismo punto en que cayó luego de ser empujado por las escaleras—. Trató de imaginar el origen, pero por más atentamente que escuchaba no lograba dilucidar alguna respuesta. Fue en vano. A excepción del extraño ruido, el resto era un silencio solo quebrado de cuando en cuando por el chirrido de algún insecto.
Quizá habían pasado veinte minutos, a lo mejor media hora —era difícil calcular el tiempo en esa oscuridad—, cuando el sonido cesó. Tal vez fue su imaginación, pero le pareció escuchar graznar al maldito cuervo en algún lugar cercano.
Buenas noches, amigo.
Óscar deseó que el cuervo tuviera razón, pero lo dudaba. Si nadie venía a sacarlo de allí, sería una larguísima noche. Larga, solitaria y dolorosa.
Reprimió un escalofrío.
Daría lo que fuera por salir de allí. A decir verdad, daría lo que fuera por no haber sido tan imbécil como para ir a ese pueblo a buscar un lugar que tal vez ni siquiera existía. Pensó en la susodicha notificación que debía entregar, y cayó en la cuenta de que esta se encontraba en su saco de pana. ¿Y dónde estaba su saco? Probablemente había terminado en el suelo cuando la vieja lo asustó y tropezó con el balón abandonado.
Daba igual.
Primero tenía que salir de allí. Las manos atadas no representaban mayor inconveniente, pero sus pies estaban amarrados lo suficientemente juntos como para impedirle dar tan siquiera pasos cortos.
En ese momento alguien pasó por su lado.
El pequeño desplazamiento de aire fue inconfundible. Y con él, Óscar percibió unos pasos. Lentos, muy lentos, y leves. Por eso no los había escuchado. Parecía el caminar de un sonámbulo. Y por si le cabía alguna duda de que se trataba de alguien, estas se disiparon cuando quien quiera que fuese comenzó a subir las escaleras.
—¡Oiga! —gritó— ¿Quién está ahí?
Las pisadas se detuvieron, pero nadie respondió.
—¡Oiga, no se vaya! ¡No puede retenerme de esta manera! Se le irá hondo, déjeme advertirle… Tengo contactos, muchos, y cuando salga de aquí se arrepentirá de haberme hecho esto. —Dicho aquello se percató de lo estúpida que lucía la amenaza pronunciada con esa voz nasal causada por su tabique fracturado. No obstante, prosiguió—: Se arrepentirá toda su maldita vida, se lo aseguro. Todo el peso de Gil y Cía. Asociados caerá sobre usted…, sea quien sea.
Las pisadas, como el silencio, continuaron, y Óscar comprendió que había sido un error hablar de esa manera. No estaba en posición de amenazar a nadie. Ese no era el camino.
—¡Espere! —recapacitó—, espere… Podemos llegar a un acuerdo. Tengo dinero… Mucho dinero… Y si me suelta tendrá una buena tajada. Podemos llegar a un buen trato que nos beneficie a los dos.
Las pisadas siguieron escaleras arriba, ahora más sonoras, su eco esparciéndose por el sótano como una sentencia.
—¡Oiga! ¡Espere! —gritó de nuevo.
Las puertas del sótano se abrieron hacia fuera y, a pesar de la oscuridad, pudo distinguir una silueta negra y borrosa en el umbral. Sintió el miedo atenazándole cada fibra de su cuerpo. Aguzó la vista, pero era difícil distinguir algo con claridad.
La figura salió al exterior. Se dio vuelta, se agachó y cogió las manijas de la doble puerta. Las sostuvo un momento, y se quedó allí, observando a Óscar, inmutable.
Óscar guardó silencio, expectante, estirando la cabeza tanto como se lo permitía su incómoda posición. Fueron segundos eternos. Entonces, por un fugaz instante, antes de que las puertas se cerraran nuevamente dejándolo otra vez en tinieblas, un girón de nubes se abrió y la luz de la luna iluminó el ser en el umbral. Óscar ahogó un gemido.
Ahora no cabía duda.
Sus formas, su postura, su constitución; todo indicaba que solo se podía tratar de una persona.
La anciana.


3

Óscar solo recordaba una ocasión en que el tiempo se hubiera ralentizado de la forma en que lo hizo durante esa eterna noche de pesadilla.
Tenía veintidós años y unos amigos lo habían convencido para salir de juerga, a pesar de que debía presentar una prueba de legislación laboral al día siguiente. Todo transcurría con normalidad hasta que a uno de ellos se le ocurrió la genial idea de comprar unos porros. Sin embargo, nadie quería ir, así que lo echaron a la suerte. Óscar, que era de malas para esas cosas, le tocó ir a comprar la droga. Julio, un compañero relativamente nuevo en el grupo, lo acompañó.
Fueron a un barrio ubicado a unas quince manzanas, y consiguieron la marihuana sin ningún problema, pero con tan mala fortuna que a dos cuadras de allí la policía los detuvo para una requisa de rutina. Óscar, que era quien la transportaba, y que en un primer momento, presa del nerviosismo, había desoído el llamado del agente, terminó tras las rejas en una estación de policía del nororiente de la ciudad. Tuvo la suerte de haber estado acompañado, pues Julio corrió la voz y sus amigos se encargaron de llevarle un abrigo y algo de comida, pero las quince horas que estuvo preso, sin pegar ojo, fueron para Óscar una experiencia terriblemente sombría.
Durante esa larga noche en la estación, pensaba en los presos que permanecían años y años encerrados entre cuatro paredes, y poco le faltaba para echarse a temblar.
Pero ahora, en el sótano de la casa de los Salcedo, la situación era por completo diferente.
Nadie sabía de su paradero. Estaba hambriento, dolorido y decaído. Se negaba a pensar en las consecuencias de una larga estadía en ese lugar en caso de que nadie acudiera en su auxilio y de que la vieja decidiera dejarlo allí a su suerte.
Pensar en que una anciana hubiera sido capaz de semejante cosa le ponía los pelos de punta. Por primera vez, se preguntó si sería la propietaria de la casa, y si sus vecinos, en caso de que hubiera alguno cerca, sabían de sus sádicas costumbres.
Solo le quedaba esperar lo mejor.


4

Óscar no se molestó en gritar.
En algún momento las campanadas del reloj anunciaron las nueve, y pensó que si a plenas tres de la tarde no había visto un alma por los alrededores, mucho menos habría una a esas horas. Decidió ahorrar energías y tratar de dormir un poco. Era lo único que podía hacer. A primeras horas de la mañana, y con algo de luz, ya pensaría en algo.
No obstante, el sueño fue esquivo. El dolor le atenazaba la cabeza, y la posición de su cuerpo, con las manos atadas a la espalda, no le permitía encontrar una postura medianamente cómoda para dormir.
Además, estaban los ruidos.
Con la partida de la anciana y el transcurrir de la noche surgieron pequeños ruidos. Eran murmullos y leves jadeos de naturaleza desconocida. En ocasiones eran los chirridos de la madera, típicos de una casa vieja, pero otras veces eran sonidos que hicieron que Óscar pensara en ratas. Odiaba las ratas, y pensar en que una estuviera por allí merodeando, que en algún momento pudiera decidir hacerle una visita al nuevo ocupante del sótano de los Salcedo, quizá una visita llena de roces y olisqueos, le ponía la carne de gallina.
Se obligó a no pensar en ello, pero en su mente no podía dejar de ver al bicho, quizá uno grande y peludo, con sus ojillos negros y su cola pelada y grisácea, acercándose a él en la oscuridad.
Óscar pensó que si aquello llegaba a ocurrir, se volvería loco.
Sin embargo, fue el tiempo el que casi lo consiguió.
A veces trataba de calcular el tiempo transcurrido, y pasado un rato que se le antojaba eterno el reloj anunciaba que lo que imaginaba había sido un par de horas, en realidad era solo media. Luego vino el frío, que se unió al hambre, y las fuerzas de Óscar comenzaron a flaquear.
Se preguntó si su esposa ya habría notado su falta, pero entonces pensó que apenas eran las diez y media. Faltaba mucho para que su esposa pudiera comenzar a preocuparse. Y en ese caso era probable que, tal como estaban las cosas entre ambos, decidiera que su esposo se había ido de juerga con sus amigotes y que no regresaría hasta el día siguiente. No sería la primera vez.
Pensó en su hijo Walter. Hacía como un mes que no lo veía, y un inesperado sentimiento de nostalgia se apoderó de él.
Y así, muy lentamente, su mente se fue relajando y se acercó a las tierras del sueño sin adentrarse del todo más allá de sus fronteras.
Óscar comenzó un duermevela febril que se extendería durante toda la noche. Ora estaba despierto, contando los minutos, escuchando los ruidos del sótano, pensando en ratas y otros bichos; ora dormía, inmerso en un sueño inquieto lleno de imágenes extrañas y situaciones absurdas. Y en medio de todo, el dolor en su sien derecha, con pulsaciones que llegaban como la marea, a veces baja, a veces alta, pero siempre persistente.
En algún momento le pareció escuchar de nuevo al cuervo, graznando como un demonio en la noche. Después fueron ladridos los que sintió a lo lejos. Y en una de sus ensoñaciones vio que se trababa del mismo animal, del mismo ser, y que este observaba la casa como un vigilante nocturno.
En uno de esos sueños, él era ese cuervo/perro, que de pronto volaba hasta las puertas inclinadas del sótano y comenzaba a ladrar, arañando la madera y emprendiéndola a picotazos, como si quisiera sacarse a sí mismo de allí.
En otro de los sueños, se encontraba recorriendo nuevamente la casa, pero entonces se daba cuenta de que era su casa, y descubría que alguien había estado cambiando las cosas de lugar en todas partes. Todo lucía viejo, sucio, deslucido.
Abandonado.
Dislocado…


5

Corre por toda la casa, preocupado de repente por su esposa. Él ha estado fuera, y ahora la ha perdido. Ha llegado demasiado tarde. Pero su casa ha cambiado. Las habitaciones, la cocina, los pasillos, todo está distribuido de una manera diferente, y Óscar se da cuenta horrorizado de que está perdido y que por más que busca a su esposa no logra encontrarla. Ha revisado la alcoba que siguen compartiendo a pesar de las continuas peleas, pero no está allí.
Da vueltas y vueltas por todas partes sin encontrar rastro.
Las pinturas que tanto le gustan a ella han desaparecido, al igual que los retratos. Hurga en los cajones, estúpidamente intranquilo por los álbumes familiares, pero tampoco los encuentra.
Y los espejos. No hay ni uno solo en toda la casa.
La sala comedor está cubierta de polvo. El estudio está lleno de muebles viejos que antes no estaban allí, y la biblioteca, antes repleta de libros de Derecho, ahora está abarrotada de viejos volúmenes agrietados. Las habitaciones están desordenadas y las paredes llenas de manchas que Óscar no se atreve a estudiar con más detenimiento.
Sigue recorriendo pasillos que por momentos parecen no tener fin.
La cocina está hecha un chiquero. Observa asqueado un nido de cucarachas realizando un festín entre los platos sucios, pero cuando de verdad se siente aterrorizado es cuando ve unos imanes en forma de letras conformando una frase en la puerta de la nevera: “REVISA EL SÓTANO”.
En la casa de los Ceballos nunca ha habido sótano, pero Óscar no tiene que pensar mucho al respecto para saber que en esta lo hay.
Y su esposa está allí.
Por supuesto.
Óscar no sabe dónde está ubicada la puerta que conduce al sótano de su nueva casa dislocada, pero una vez echa a correr, los pasillos parecen conducirlo por el camino correcto.
Pasados unos minutos, la encuentra, entreabierta, y corre escaleras abajo gritando el nombre de su esposa. El lugar está apenas iluminado por una bombilla manchada por cagadas de mosca que emite una luz amarillenta, enfermiza. Pero es suficiente para que Óscar pueda buscar a Laura, olvidada en algún rincón de ese siniestro lugar. Mira a su alrededor, desesperado, y entonces distingue un bulto informe en un rincón. Es prácticamente irreconocible, así que Óscar se acerca lentamente, con el corazón desbocado, los ojos abiertos como platos. Descubre que su propia sombra cubre el cuerpo de la persona que supone es su esposa, así que se aparta a un lado cuando ya se encuentra a apenas un metro de ella.
No, no puede ser su esposa. Lo que hay en el rincón de la estancia no puede ser su esposa.
Óscar se acerca aún más.
Sí, no cabe duda de que es Laura, pero, oh Dios mío…
Si es Laura, ¿entonces…?


6

Despertó.
Estaba sudando a mares, a pesar de lo cual temblaba como una hoja. Abrió los ojos y se dio cuenta de que lograba distinguir el suelo de dura tierra. Comenzaba a amanecer.
Sacudió levemente la cabeza, apartando las últimas hilachas de un sueño que no recordaba con claridad. Tenía la sensación de haber soñado mucho, pero lo único que poblaba su mente eran escenas difusas; ninguna clara, todas perturbadoras. Cambió de posición y respiró hondo. Se dio cuenta de que la nariz se le había destapado un poco durante la noche, pero eso solo hizo que el nauseabundo hedor del sótano invadiera sus fosas nasales en una barahúnda insoportable.
Poco a poco fue relajándose, mientras la luz de la mañana se iba filtrando por los pequeños ventanucos. En ese momento el reloj dio seis campanadas. Era hora de ponerse en movimiento si de verdad quería salir de allí cuanto antes. Esperó unos instantes a que el sótano se aclarara más, mientras él mismo procuraba aclarar sus pensamientos.
Lo primero que debía hacer, estaba claro, era tratar de liberar sus manos. Una vez hecho esto, el resto era pan comido. Pero para eso tendría que ponerse en pie y buscar alguna superficie afilada para roer la cuerda.
Óscar giró sobre sí mismo e impulsándose hacia delante consiguió sentarse. Acto seguido se impulsó nuevamente hasta ponerse de rodillas, y luego en pie, asegurándose de no perder el equilibrio.
—Aquí vamos —susurró.
Pero cuando intentó moverse comprobó que era mucho más difícil de lo que había esperado. Los pies estaban amarrados demasiado juntos y apenas si podía desplazarse centímetro a centímetro. Probó ponerse en cuclillas e intentar zafar el nudo de sus pies con las manos, pero resultó una tarea infructuosa. No le quedaba más que seguir con el plan original aunque tuviera que andar a paso de tortuga.
Se puso en pie de nuevo y observó a su alrededor. Después de la oscuridad cerrada de la noche anterior, la penumbra del sótano le parecía tan clara como el vestíbulo de un hotel. El recinto era más grande de lo que había imaginado. Al parecer ocupaba la misma área que la construcción superior. Había muebles viejos y corroídos por el óxido. Una gruesa capa de polvo cubría unas endebles estanterías llenas de latas y frascos empañados. Había barriles de madera llenos de moho, herramientas oxidadas, cajas de cartón, y un sinfín de cachivaches apilados en los rincones.
En un primer vistazo, Óscar no vio nada que pudiera ayudarle en su tarea. Aun así, rodeó la gruesa viga contra la que se había golpeado y comenzó a desplazarse lentamente, mirándolo todo aquí y allá.
Descubrió un umbral a su izquierda que comunicaba a otra sección del sótano, más oscura debido a la ausencia de ventanas. Se dirigió allí, con su risible paso de estatua, pasito a pasito. El olor era más fuerte en ese lugar, y Óscar tuvo que concentrarse para detener las arcadas que pujaron por emerger. Se oyó una especie de gruñido terriblemente cerca y Óscar contuvo la respiración, pero descubrió que era su propio estómago, que completaba ya unas dieciocho horas sin recibir alimento.
No supo si reír o llorar, así que rio por lo bajo. Óscar Ceballos no era lo que se diría un hombre llorón. Al menos no todavía…
Entró a la habitación, esforzando un poco la vista. Era casi tan grande como la anterior y se hallaba llena de cachivaches desperdigados por todas partes. Buscó en todas direcciones, y creyó ver un armatoste metálico que parecía el esqueleto de una lavadora antigua. Si estaba lo suficientemente mellado en los bordes, podía ser su salvación. Se encaminó hacia allí, con los ojos comenzando a lagrimear por la pestilencia, probablemente a causa de una rata muerta.
Se dio cuenta de que estaba rogando a un Dios al que no solía importunar con sus oraciones para que el mueble metálico le ayudara a liberarse, y entonces tropezó con algo y cayó de bruces.
Esta vez tuvo la fortuna de que sus reflejos actuaran lo suficientemente rápido como para ladearse de costado y evitar un nuevo golpe en la cara o en la cabeza. Aun así, sintió que su brazo derecho se cortaba con algo y percibió la sangre comenzando a manar. Maldijo su estampa. Giró su cuerpo hasta quedar boca arriba, moviendo sus manos hacia un lado para no lastimarse. Así tendido, levemente inclinado hacia su derecha, se permitió un corto respiro. Cerró los ojos y procuró calmarse.
Era solo un comienzo, se dijo. No esperaba que todo le fuera servido a pedir de boca, ¿o sí? Los días de “Pan comido” habían quedado atrás a juzgar por lo sucedido en las últimas quince horas.
¡Ja! ¿Qué te parece, Señor Eficiente?
Y un cuerno, pensó.
Abrió los ojos, comenzando a incorporarse, y fue entonces cuando los vio.
Eran cinco, y estaban todos sentados contra la pared, como unos chicos tomándose un receso luego de un agotador partido. Eran un hombre y una mujer de cuarenta y tantos años, un joven de unos veinte, y dos menores, un niño y una niña de tal vez nueve y diez años, aunque tal vez fueran más pequeños. Era difícil calcularlo dado su estado.
Óscar habría gritado de haber podido. Al diablo con los modales, la hombría o lo que fuera. Por muy abogado más exitoso de Gil & Cía. Asociados que fuera, habría gritado como una maldita colegiala. Pero Óscar Ceballos se había quedado sin aliento. El horror había llegado para él a unas cotas jamás imaginadas, y por un momento se preguntó si no estaría soñando todavía. Y con este pensamiento llegó un recuerdo. El de su esposa en la pesadilla que había tenido hacía un rato.
Sintió una calidez deslizándose por sus muslos, y de haber mirado hacia abajo habría podido ver cómo sus pantalones se oscurecían en la parte delantera, pero su mente estaba en otro nivel, demasiado lejos como para darse cuenta de que se había orinado encima por primera vez en cuarenta años.
Y no era porque la familia que se hallaba allí, sin duda alguna los Salcedo —¿quién más?—, estuviera muerta. Eso era evidente. Sino por una razón muy distinta: los Salcedo no solo estaban muertos. De haber sido eso, Óscar, mínimamente, se habría ahorrado los pantalones mojados. Era mucho más que eso. No habría podido describirlo, no en ese estado de vulnerabilidad mental, pero de haberlo hecho, Óscar habría dicho que los miembros de la familia que alguna vez había vivido en la humilde casita a un lado del camino parecían… ¿momias?
Pero eso era imposible. Al menos no en un periodo tan corto de tiempo.
Los Salcedo no podían haber sido asesinados y momificados.
En lugar de eso parecían haber sido… cómo decirlo…
¿Vaciados?



Continuará...


3 comentarios:

Sonix dijo...

Sigue siendo muy interesante. Hoy he visto que has anunciado en Facebook la última parte, así que a ver si antes de eso leo la IV. ^^

Calavera dijo...

Gracias, Sonix! :D

En realidad la publicación de hoy no es la última, pero queda poco. Esto ya casi toca su fin... ;)

Gracias por leerme! :)

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Uhhh, qué final de capítulo...
Aquí vengo, algo tarde, a seguir leyendo "Bifurcaciones".
Tremenda historia, che.
Todo ese sufrimiento nocturno en el sótano, con sueños que van, vienen, ruidos aquí, allá, me hizo acordar a "El juego de Gerald".
¡Genial, Calavera!
Espero poder ponerme al día con las capítulos siguientes durante la semana.
¡Saludos!

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