lunes, 22 de agosto de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo XV


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XV

Escrito por: George Valencia (Calavera)





1

Cuando George desapareció sin dejar rastro (excepción hecha de la pequeña concavidad en la almohada de la cama de María) todo pareció ir en cámara lenta. Por un momento la habitación se vio inundada por los gritos de Curru, ahora aparentemente sana a juzgar por su aspecto, preguntando qué había pasado, por qué se sentía tan bien.
A decir verdad, dudo que, aunque lo supiéramos, Valeria y yo nos encontráramos en condiciones de responder a sus preguntas. Ambos estábamos pasmados por lo que había sucedido. Tal vez la descarga de energía que nos había lanzado hacia atrás al intentar romper el contacto entre George y Curru tuviese algo que ver, pero me decanto más por el hecho de que simplemente estábamos demasiado estupefactos como para reaccionar en ese primer momento.
Como en un sueño, vi que Alberto se despertaba asustado al escuchar los gritos de su esposa. La miró, y entonces se unió al club de los pasmados, observando la escena lelo, asombrado por el radical cambio en el aspecto de su mujer.
Ésta seguía preguntando qué había pasado, dónde estaba George y por qué se sentía tan “putamente bien”, según su propia expresión. Supongo que lo decía de manera retórica, porque ni siquiera parecía que estuviera esperando alguna respuesta por nuestra parte, y menos aun de su esposo, que estaba más anonadado que nosotros, si cabe.
Observé a Valeria y noté que tímidas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Sin embargo, no logré dilucidar si eran de alegría o de tristeza; su rostro era como un lienzo en blanco, carente de emociones. Alegría, quizá, por la evidente mejoría en la salud de Curru, que había estado a punto de llegar al claro al final del camino; y tristeza porque George nos había dado el último adiós. Su repentina desaparición no dejaba lugar a dudas. Se había ido, sabría Dios adónde.
María seguía armando jaleo. Creo que en gran parte se había olvidado de nosotros, sobre todo porque su marido reclamaba su atención. Alberto seguía mirándola sin poder creer el cambio. Creo que una parte de él aún suponía estar en el quinto sueño. Fue entonces cuando preguntó:
—Curru, amor, ¿quién es George?
—¿George? —dijo ella.
—Sí, has mencionado ese nombre un par de veces.
Se me antojó curioso que fuera eso lo primero que le preguntara a su recién aliviada esposa, más no me sorprendió.
Ella pareció pensar un momento que se había ido de la lengua en medio de la emoción. Extendió los brazos hacia su esposo y le dijo:
—Olvídalo. Ven, dame un abrazo.
Sonrió, y su esposo le devolvió la sonrisa. Gruesos lagrimones se deslizaron por su rostro. La abrazó, e intercambiaron palabras que me resultaron inaudibles: desde el momento en que pronunciaron el nombre de mi amigo mi mente se había ido a otra parte.
Recordé la mirada que me había dirigido antes de marcharse, como si pretendiera darme a entender algo. Parecía preocupado, pero hasta cierto punto tranquilo. Creo que quería transmitirme algo de eso, que ya no había nada que hacer, que le había llegado la hora y que yo debía seguir mi camino sin lamentarme por su partida.
Eso me recordó que aún tenía mucho por hacer. Estaba Jessy, secuestrada por Alcides Carvajal desde hacía… ¿cuánto? Bialos no lo había dicho, pero por el aspecto que tenía cuando la vi, creo que no llevaba mucho tiempo, tal vez un par de días. Suficiente, no obstante, para estar al borde de la desesperación. Estar privado de la libertad puede convertir un día en una eternidad. Debía darme prisa. Corría mucho peligro, y según me había dicho Bassa, Carvajal estaba considerando la posibilidad de liquidarla a pesar de que era una carta a su favor si pretendía realizar un intercambio conmigo. Era un tipo muy voluble e inestable, eso me constaba. En un momento podía hablar contigo como si tal cosa, e incluso invitarte a una copa, y al instante siguiente podía estar ordenando tu ejecución. Era mejor no tentar la suerte.
Debía darme prisa.
Entonces volví a la realidad.
Miré a Valeria nuevamente y vi que tenía la cabeza gacha y los hombros caídos. Se notaba destrozada.
Me acerqué a ella y la rodeé con un brazo. Dio un respingo al notar el contacto, pero luego posó su rostro en mi pecho buscando refugio. La abracé y ella lloró silenciosamente. No hubo necesidad de decir nada. La tristeza era evidente. Quería a Curru, pero estando ésta sana y salva, no había duda de que era en George en quien pensaba. Recordé que ella siempre había mostrado cierta preferencia por él, y sentí celos. Luego me sentí egoísta, y aparté esos pensamientos de mi cabeza. La abracé con más fuerza y dejé que se desahogara.
Noté que Curru nos observaba por encima del hombro de su esposo con una expresión a medio camino entre la alegría, la vergüenza y la disculpa. Supuse que se sentía culpable en cierta forma por lo que había pasado.
Me maravillé una vez más por el evidente cambio en su semblante. No cabía duda de su mejoría. Pensé que sólo le faltaba recuperar la movilidad de las piernas para que el milagro fuera completo, pero de todas formas el hecho de que se viera sanada de una enfermedad a todas luces terminal ya era suficiente para estar agradecidos. Era como si hubiese sido salvada por la campana en el último momento.
A pesar de lo sucedido sentí pesar por ella. Se había portado magníficamente con todos nosotros, así que si había alguien que merecía lo que había hecho George, fuera lo que fuese, era ella, sin lugar a dudas.
Noté su confusión y le sonreí, guiñándole un ojo.
Ella pareció un poco sorprendida, suspiró, sonrió y la represa de sus lágrimas se vio finalmente desbordada. Cerró los ojos y abrazó con más fuerza a su marido.



2

Centré mi atención nuevamente en Valeria.
Sus sollozos habían dado paso a una serie de hipidos. La besé en su cabello rojizo y la conduje gentilmente al living. La sangre de George había formado una mancha reseca en el sofá, así que decidí salir con ella al porche.
Ella se dejó llevar.
Nos sentamos fuera y observamos la bonita tarde de Los Altos.
Valeria secó sus lágrimas y suspiró profundamente. Por un momento pensé en dejarlo pasar y posponer la conversación para más tarde, pero decidí que no era lo debido. Por muy fresca que estuviera la pérdida de nuestro amigo en nuestros corazones, no debía olvidar el deber que tenía entre manos. Además, algo me decía que corríamos grave peligro si permanecíamos allí. Mi bonita casa cape cod ya no era un lugar seguro.
—Vale… —dije.
Me miró, su rostro inmutable. En medio de tanto lío, había olvidado lo hermosa que era. Sus cabellos rojizos, que caían hasta sus hombros en una suave cascada, enmarcaban bellamente su delicado rostro de tez blanca.
—Disculpa. Quiero decir Valeria… —esbocé una tímida sonrisa.
Ella sonrió a su vez.
—Descuida, Alan. Puedes llamarme “Vale” si gustas. Creo que he terminado acostumbrándome. La verdad es que le cogí fobia al diminutivo en la escuela, pues las personas que lo utilizaban no me caían nada bien, pero con George fue distinto… Con George y contigo. Creo que a la larga voy a ser yo quien pida que me llamen así…
Sus labios temblaron, y por un instante pareció que se iba a derrumbar de nuevo, pero entonces respiró profundo, parpadeó y recuperó la compostura.
—Bueno —dije—, no quiero parecer insensible ni nada de eso, pero… Vale, tenemos que movernos. Este ya no es un lugar seguro.
Pensé que iba a poner algún reparo, pero en lugar de eso dijo:
—Tienes razón. No es bueno que nos quedemos. —Frunció el ceño—. Pero ¿y Curru?
—No creo que a ella le pase nada. No está al tanto de todo lo que está pasando. Son muchas las cosas que no le contamos. Además, ella es una mujer férrea y estoy seguro de que sabrá arreglárselas bien. No te preocupes por ella.
—Sí, es verdad. Curru es una chica dura.
—Pero nosotros sí deberíamos poner pies en polvorosa, Vale.
—¿Y a dónde iremos?
—He estado pensando al respecto y creo que lo mejor sería que nos dividamos. Tú puedes ir a… ¿Tienes algún lugar donde te puedas esconder? Al menos por el resto del día…
—Mmm… Sí, creo que sí. Anduve mucho antes de que comenzara a relacionarme con ustedes. Conozco un lugar. ¿Y tú?
—La verdad es que no sé por dónde comenzar. Jessy está secuestrada. El libro está en peligro; a buen resguardo pero en peligro. Tú y yo también lo estamos. Y sin embargo, tenemos que hacer algo para pararle los pies a ese bastardo de Carvajal. Nada logramos con salvar nuestro pellejo si él continúa haciendo de las suyas. Mira, Vale, tú sabes más al respecto de eso que yo. La forma en que acabó con tu padre y sus amigos, todo lo que me contaste, bueno, todo eso no ha dejado de darme vueltas en la cabeza, sólo que con tanto lío no he tenido tiempo para decidir qué hacer al respecto.
—Tenemos que pararle los pies a ese hijo de puta, Alan, en eso estoy completamente de acuerdo. De hecho, eso era lo que pensaba hacer cuando me quedé en este plano, pero desgraciadamente mis pesquisas llegaron a un callejón sin salida…
—Si te soy sincero, Vale, yo también me siento en un callejón sin salida. La única manera que veo para salvar a Jessy es entregarle el libro a Alcides, pero si lo hago, tarde o temprano nos veremos perjudicados. La capital se ha convertido en una pocilga de corrupción si lo que nos contó Bialos es cierto, y a ese paso todo el país terminará bajo el yugo de Carvajal. No quiero imaginarme lo que sería eso… Además, contamos con otro problema bastante grave: desde este plano no estamos en condiciones de hacer nada contra él, al menos no físicamente.
—¿Alguna idea entonces? —Valeria me miraba a los ojos, tratando de penetrar en mi cabeza y comprender mi situación.
—Pues… Mira, hace un rato me encontré con el tipo que le disparó a George. El encuentro me impidió ir al claro y por eso no tardé mucho. ¿Recuerdas que Bialos hablaba de un tipo muy peligroso que estaba al servicio de Carvajal?
—¿El que no era humano?
—Ese mismo. Pues bien, Bialos tenía razón en eso. Es un tipo bastante perturbador. Sus dientes son puntiagudos y sus ojos parecen los de un reptil. Pero Bialos se equivocaba en algo: ese hombre, Bassa, no le sirve a Carvajal. Es una especie de enviado de… lo que sea que le dio el poder que ahora tiene ese bastardo. Es como un emisario o algo por el estilo. Y según me dijo, le importa un cuerno lo que haga o deje de hacer Alcides. Quiere el libro, y trató de intimidarme hace un rato diciéndome que conocía mi secreto y que lo mejor era que se lo entregara, que de todas formas podía dar a Jessy por muerta.
—¡Eso es horrible, Alan!
—Sí, así es. Pero eso no es lo importante. Es obvio que Jessy está en peligro, pero lo que en realidad importa es que ahora tenemos a un jugador nuevo en la contienda. Pase lo que pase, él tratará de hacerse con el libro y dejarnos a nosotros en un condenado lío.
Valeria estaba consternada.
—¿Y entonces qué quieres hacer?
—No sé… La verdad es que siento que la cabeza se me va a reventar de un momento a otro. Pero… ¿recuerdas Soledad?
—Sí, claro. Fue el pueblo donde intentaron asesinarte, donde pensaban encadenarte al servicio de Carvajal.
—Ese mismo. Vale, creo que debo ir allí. No me preguntes por qué, porque en realidad ni yo mismo lo sé, pero creo que debo ir allí. Algo me dice que tal vez encuentre una respuesta, una pista que me saque de este enredo.
—Entonces hazlo, sigue tu instinto. Siempre creí en las corazonadas. Además, discúlpame, pero a mí tampoco se me ocurre que hacer. Excepto… que quizá tu amigo pueda tener algo que ver en todo esto. Quizá él sepa algo del libro que nosotros no sabemos.
—¿Te refieres al Flaco?
—Sí, a ese. Julián se llama, ¿no?
—Sí. También debo buscarlo, es cierto. Es otro asunto pendiente.
Me quedé un momento pensativo. Había tanto por hacer y tan poco tiempo… Observé el cielo y noté que el sol se había desplazado considerablemente. Si quería ir a Soledad esa misma tarde, seguro llegaría ya caída la noche. ¿Podía encontrar alguna pista en medio de una completa oscuridad? Lo dudaba. Aun así, no tenía más remedio. Tenía que ir, aunque fuera alumbrando con una miserable linterna.
—Vale, si no salgo ya terminaré llegando a medianoche a Soledad; queda a unas dos horas de aquí. Quiero partir ya para llegar por lo menos antes del ocaso. —Ella asintió—. Ahora bien, necesito que nos encontremos en El Zaguán esta misma noche. Debemos hablar con Ferrari. Tal vez él nos pueda ayudar en algo. George lo mencionó antes de morir… —Valeria me miró con el ceño fruncido—. Bueno, antes de desaparecer.
—No tengo ningún problema. Podría quedarme allí hasta que llegues.
—No. No me gustaría que tardes más de lo necesario en ese lugar. No creo que Carvajal sepa de su existencia, pues tal parece que no estaba pendiente de las pesquisas de Bialos, pero tal vez Bassa sí lo conozca. Mejor busca otro lugar donde pasar la tarde y nos veremos a eso de las… —Calculé mentalmente. Faltaba poco para las cuatro. Si me apresuraba, podría llegar a Soledad antes de la seis. Tal vez tardara una o dos horas allí, no estaba seguro, y el camino de vuelta tardaría otro par de horas—. Espérame a las nueve y treinta. Si no he llegado a esa altura, date una vuelta y regresa en diez o quince minutos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Bueno, será mejor que me marche ahora mismo —dije poniéndome en pie. Ella me imitó.
—Cuídate mucho, Alan.
—Descuida. Tendré cuidado —dije guiñándole un ojo.
—Y, Alan…
—¿Sí?
—¿En qué piensas ir? ¿En burro?


3

Me quedé de piedra.
No había duda de que George tenía razón cuando decía que yo a veces podía llegar a ser bastante pelotudo, cuando me preguntaba si era así siempre o lo hacía a propósito.
Este pensamiento me hizo recordarlo y sentí un nudo en la garganta. Aún no había asimilado la idea de que no volvería a ver a mi amigo, el viejo George, también conocido como Skull, como le gustaba recordar. Por un momento me lo imaginé tomando un par de cervezas con el Barbas. Sonreí.
—¿Pasa algo? —preguntó Valeria.
—¿Eh?
—Que si pasa algo. Conozco esa cara, te traes algo entre manos.
—No, es sólo que… Olvídalo. Tienes razón. Soy un estúpido: no pensé en el problema del transporte.
—¿Y el Mustang de George?
—Quedó en Nérida.
—¿En Nérida? ¿Entonces cómo…?
Me miró de hito en hito, sin entender nada. Entonces le expliqué la parte que faltaba por contarle, de cómo me había lanzado por el edificio, esperando que todo saliera bien. La aparición en el claro, como tantas veces me había sucedido, el terror que sentí al no ver a George por ninguna parte, y luego la tranquilidad al verlo encogido en medio del bosque.
Valeria me miró, tal vez preguntándose cómo era que andaba con un maldito suicida loco.
—Estás deschavetado, Alan, ¿lo sabías?
—Bueno, mi madre solía decir que…
—Deja de perder tiempo. Hay que hacer algo. —Miró en derredor, quizá buscando una respuesta. Y la halló—. ¡Alan, el carro de Alberto!
—¿Qué pasa con él?
—Puedes ir en él a Soledad.
Negué con la cabeza.
—No creo, Vale. No estoy lo suficientemente ligado al auto como para utilizarlo. Ni siquiera creo que pueda abrir la portezuela. Seguramente mi mano pasaría por encima como si tratara de asir una voluta de humo.
—Nada perdemos con intentarlo. Ven.
Me cogió de la mano y nos dirigimos al auto de Alberto.
Era un viejo Mazda de dos puertas de color verde esmeralda. Lo rodeamos y nos acercamos a la puerta del conductor. Espié por la ventanilla y vi que las llaves estaban pegadas al contacto. Miré el medidor de gasolina. El combustible no estaba al tope, pero era suficiente para ir a Soledad y volver. Intenté asir la manija de la portezuela y, tal como esperaba, mi mano pasó a través con un leve susurro.
Suspiré decepcionado.
Lo intenté otra vez, pero el resultado fue igual.
—¿Ves? —dije—. No servirá.
—¡Qué diantres! Inténtalo de nuevo, Alan. Concéntrate un poco.
—Es una pérdida de tiempo —argüí.
—¡Sólo hazlo! —exclamó ella.
Cerré los ojos, intenté concentrarme, aunque en realidad ni siquiera sabía en qué pensar, y estiré la mano hacia la manija.
Sentí el tacto del frío metal en mis dedos. Abrí los ojos y miré a Valeria.
Sonreía.
Halé la manija y la puerta se abrió con un ligero chasquido.


4

El viaje a Soledad transcurrió sin mayores contratiempos.
En honor a la verdad, resultó bastante agradable. La tarde veraniega avanzaba lenta pero inexorablemente, no obstante lo cual llegué antes de lo pensado. Puesto que era un día entre semana, la autopista estaba despejada, así que pude acelerar un poco la velocidad y agilizar el recorrido.
A pesar de que no conocía la ruta, tenía una somera idea de su ubicación. Cuando me fui acercando a lo que calculaba la mitad del camino que me separaba de la capital, comencé a prestar atención a los avisos ubicados a ambos lados de la carretera y que indicaban la cercanía de los diferentes pueblos aledaños y la distancia que los separaba de la autopista principal.
No tardó mucho para que encontrara un aviso viejo y desvencijado con una flecha a la izquierda que indicaba:

SOLEDAD
38 Km.

Por fin algo de suerte, pensé, y viré de inmediato.


El resto del trayecto fue bastante solitario. Sólo me topé con un par de autos y un colectivo. A medida que avanzaba, y mientras dejaba atrás sendos cruces que conducían a otros pueblos de la región, la carretera se fue haciendo cada vez más descuidada y llena de baches. En un momento dado se convirtió en un camino de tierra, por lo que tuve que aminorar un poco la marcha.
La carretera, si acaso se la podía llamar así a esa altura, se volvió sinuosa. Poco después ascendí por una empinada pendiente, torcí a la derecha y me encontré en un pequeño claro. Al otro lado la ruta continuaba a la izquierda de un muro de piedra. Giré el auto por allí y entonces recordé el abismo. Se me hizo un nudo en la garganta y por un instante pensé que había sido una estupidez ir allí. No porque temiera matarme, por supuesto. Si caía en el barranco, aparecería en el famoso claro al este de Los Altos, habría perdido casi un día y Valeria estaría como loca pensando lo peor. Eso por no hablar del poco tiempo que le quedaba a Jessy, por supuesto.
Decidí que era demasiado tarde para echarme atrás.
Puse el auto en primera y avancé por la estrecha cornisa de tierra. El sol, que se dirigía a pasos agigantados hacia poniente, estaba ahora justo enfrente, con lo que la visibilidad era casi nula.
Con los ojos entrecerrados para protegerme de la intensa luz, deposité toda mi concentración en el trayecto. Era irónico que dadas las circunstancias estuviera con las pelotas en la garganta temiendo por mi vida. Bastante contradictorio. No pude evitar reírme por la gracia del asunto y solté una carcajada. El auto se tambaleó peligrosamente. Cerré la boca, recobrando la compostura.
Luego de lo que pareció una eternidad, llegué al otro lado.
Poco había cambiado desde la última vez que estuve allí, cuatro años antes. Las mismas ruinas rodeadas de tomateras. Por un angustioso momento pensé en la posibilidad de que hubiese hombres de Carvajal por allí merodeando, pero entonces recordé que sin el libro Alcides se veía atado de manos para encadenar a más hombres. No hay libro, no hay pactos.
Estacioné el auto y me apeé.


5

Observé a mi alrededor.
A juzgar por la posición del sol, aún me quedaban treinta o cuarenta minutos de luz. Saqué la linterna del asiento del acompañante y me encaminé hacia las ruinas.
A decir verdad, no tenía una idea precisa de por dónde comenzar. Sabía que el lugar era de vital importancia para todo lo que concernía al poder de Carvajal, pero no sabía muy bien en dónde residía tal importancia. Estaban los túneles claro, la cámara y, sobre todo, el foso.
Decidí que lo mejor era no perder ni un solo segundo. Caminé sorteando los escombros que rodeaban el colosal cráter. El efluvio dulce de las tomateras golpeó mi olfato y me embargó una breve sensación de déjà vu. Creo que los aromas son los que con más fuerza pueden traer a tu recuerdo un lugar en especial. Este era el caso, aunque no fueran buenos recuerdos.
Tardé un poco en encontrar el lugar por donde habíamos entrado en aquella ocasión. Lo reconocí por los árboles que flanqueaban el sendero que descendía hasta la entrada, aquellos de los que colgaban líquenes verde claro con aspecto de barbas largas. Me detuve un momento observando el accidentado y estrecho camino. Quedaba muy poco de luz diurna, largas sombras invadían el lugar dándole un aspecto siniestro. Dudé. Casi prefería que Vargas y Coppola estuvieran ahí conmigo para acompañarme en el descenso.
Sentí un movimiento de piedras tras de mí. Volteé a mirar. Había un hombre allí, de pie, observando el cráter con aire circunspecto. Sentí un nudo en la garganta. Era un tipo alto y bien vestido de unos cincuenta años, cabello corto entrecano y mejillas rasuradas. Descarté la posibilidad de que estuviera bajo el mando de Carvajal; no tenía pinta de estarlo. Aun así, me daba muy mala espina. ¿Qué hacía allí, justo donde yo estaba y a esa hora del día?
Decidí quedarme quieto y evitar hacer el menor ruido, esperando que se fuera y me dejara solo. Por una vez me sentí agradecido de estar muerto. Sin duda corría con ventaja al ser invisible para él.
No obstante, pasaron los minutos y resultó evidente que el hombre no tenía prisa. Yo sí la tenía, así que opté por comenzar a bajar poco a poco, lo más silenciosamente posible. Fue entonces cuando habló:
—Yo en tu lugar no haría eso, hijo.
Me quedé de piedra. La situación comenzaba a tomar visos inesperados.
—Es un lugar peligroso. Podrías remover las rocas y quedar atrapado.
Lo miré, sin saber muy bien qué decir.
—¿Cómo es que… que…? —balbucí.
—¿Que puedo verte? —dijo el hombre—. Bueno, es una larga historia.
—¿O acaso está…?
—¿Muerto? —Sonrió—. No, no estoy muerto. Nada de eso.
—Entonces…
—Ya te dije que es una larga historia. Por qué mejor no me cuentas qué pretendías hacer allá abajo, hijo.
—Bueno, en realidad, también es una larga historia.
—Ya veo.
—Ahora estoy metido en un embrollo y, pues, pensé que podría encontrar algunas respuestas ahí abajo.
—Pues estás perdiendo el tiempo. Allá sólo quedan ruinas. No hay nada en pie en Soledad desde el setenta y siete.
Lo miré, intrigado.
—¿Y cómo es que sabe eso? —pregunté.
El hombre dudó, a lo mejor pensando que se había ido de la lengua. Me miró, evaluando qué tan acertado sería decirme la verdad. Al menos me dio la impresión de eso. Sin embargo, luego de un momento pareció decidir que podía confiar en mí, quizá pensó que no pasaría nada si le contaba un secreto a un muerto.
Para ser sincero, y a pesar de tratarse de un desconocido, algo en él también me inspiraba confianza.
El hombre suspiró y dijo:
—Yo estuve aquí cuando sucedió lo que convirtió a este pueblo en una ruina abandonada.
Lo miré de hito en hito.
—Debió haber sido algo colosal.
—Sin duda, hijo, sin duda… —El hombre miró de nuevo hacia el cráter con aire ensoñador, tal vez recordando lo que había pasado en ese remoto día.
—Bueno —dije—, no quiero parecer descortés, pero de verdad tengo que ir ahí abajo. Queda muy poca luz, y en medio de la oscuridad me será muy difícil encontrar la entrada.
—Ya te lo dije, hijo, ahí no hay nada. Créeme, lo sé.
—Temo que se equivoca. Aún queda una cámara subterránea en pie. De hecho, creo que alguien se ha encargado de restaurarla un poco. Es una cámara pequeña con un foso en el medio.
Una vez dije esto, el hombre abrió los ojos con una expresión del más puro terror que en otras circunstancias hubiera resultado bastante cómica. Se acercó adonde yo estaba y me tomó por el hombro con más fuerza de la necesaria. Caí en la cuenta de que podía tocarme, como Curru, y sentí otro nudo en el estómago.
—Repite eso, hijo, repítelo.
A menos de diez centímetros su semblante lucía aun más aterrador.
—Pues, esto, que hay una cámara ahí abajo con un foso en el medio. Se llega allí por medio de unos túneles de piedra ubicados a varios metros de profundidad. No es un lugar agradable, pero debo ir porque… Bueno, el por qué no importa ahora. El hecho es que debo ir, tengo que ir.
—Voy contigo —sentenció.
—¿Qué? ¿Está loco? —exclamé sorprendido.
—No más que tú, hijo. Tengo que ver eso con mis propios ojos. Lo que anidó una vez en este lugar no puede resurgir de nuevo. Ya entenderás por qué.
—Creo que lo entiendo…
—Mejor que mejor. Vamos.
No tuve otra opción que aceptar. Además, me agradaba la idea de tener compañía.


6

Creo que si hubiéramos tardado un poco más habría sido imposible encontrar la trampilla de entrada a los túneles. Tuve la suerte de que todo siguiera igual y de recordar medianamente la ruta por la que nos había guiado Vargas aquél día. También la hora tenía algo que ver, pues la primera vez que estuve allí era noche cerrada y ese día ya estaba muy cerca de serlo. Así que las sombras y los contornos se me fueron haciendo familiares poco a poco.
Luego encontré la viga junto a la cual estaba la trampilla y de ahí en adelante todo fue pan comido.
En un primer momento pensé que me sería imposible asir una de las dos argollas de hierro de la tapa, pero no fue así. Quizá el lugar guardaba mi recuerdo o qué sé yo. Halé, y poco me faltó para sufrir un esguince en la columna. La maldita era bastante pesada.
—Parece que necesitarás una mano —dijo el hombre.
Lo miré. Sonreía. No había duda de que alguien lo había puesto en mi camino; yo solo habría sido incapaz de levantar la pesada tapa.


A medida que descendíamos por las escaleras de piedra, el aire se viciaba cada vez más. La linterna espantaba las sombras de forma perturbadora y los pequeños ruidos que se escuchaban, como de animalillos rastreros, hacían el lugar aun más opresivo.
Terminaron las escaleras y llegamos a la bifurcación. Las antorchas estaban apagadas. Me volví e iluminé a mi nuevo amigo. Sudaba a mares y se notaba bastante incómodo.
—¿Está bien? —pregunté.
—No del todo —dijo—. Este lugar me trae muchos recuerdos, y no precisamente buenos.
—¿Entonces por qué vino?
—Mira, hijo, en primer lugar, cuando llegué no pensaba exactamente en internarme en un túnel subterráneo en plena noche. Y segundo, quería cerciorarme de que todo seguía tal cual como lo dejé la última vez que estuve por aquí.
—¿Y eso fue hace cuánto?
—Hace… treinta y tres años. De hecho, mañana, veintiuno de junio, se cumplen treinta y cuatro años. Lo recuerdo muy bien porque fue en el solsticio de invierno. El año pasado fue una fecha muy significativa, y desde entonces he estado estudiando la conveniencia de venir a echar un vistazo.
Lo miré, tratando nuevamente de calcular su edad. No aparentaba más de cincuenta años. Cuarenta y ocho, a lo sumo.
—Era un chico entonces, hace treinta y cuatro años.
—No, hijo. Me siento halagado, pero en realidad tengo sesenta años.
—Vaya, no los aparenta.
—Pues así es. La última vez que estuve en este lugar tenía veintiséis años. Y por cierto, si vamos a internarnos aun más en este lugar, me gustaría saber con quién estoy.
—Es verdad, lo siento. Mi nombre es Alan Santos.
Estiré la mano y el hombre la estrechó con fuerza.
—Tejada —dijo—. Víctor Tejada. Es un gusto conocerte, muchacho, aunque no sea en las circunstancias más propicias.
—El gusto es mío.
Miré hacia el túnel. Si no recordaba mal, el salón quedaba a mano derecha.
—¿Tiene un encendedor de casualidad, señor Tejada?
—Pues sí, lo tengo. No fumo, pero siempre me ha gustado tener uno a mano. —Hurgó en su bolsillo—. Aquí tienes, Alan.
Prendí una antorcha y luego guardé la linterna en el bolsillo trasero del pantalón. Las sombras comenzaron a bailar grotescamente.
—Por aquí, señor Tejada.
—Llámame Víctor, Alan.
—Está bien. Por aquí, Víctor, sígame.


7

No pasó mucho tiempo para que llegáramos al dichoso salón. La puerta del mismo estaba abierta de par en par. No quise ni pensar en lo que habría pasado si hubiese estado cerrada; tal parecía que no había calculado bien las dificultades que podía presentar el viaje. Había tenido suerte.
Cuando entramos, y después de encender un par de antorchas para iluminar el lugar, pude ver que todo estaba tal como lo dejamos el día en que huí de allí con Vargas y Coppola pisándome los talones. Todo lucía igual.
—Gracias al cielo —escuché que decía Víctor a mis espaldas, y su voz reverberó por el lugar en un eco siniestro.
Lo miré intrigado.
—¿Qué quiere decir con “gracias al cielo”, Víctor?
—Pues que gracias al cielo no se trata del mismo salón en el que estuve en el setenta y siete. Por un momento pensé que algo había quedado en pie. Aunque… —Se acercó al foso ubicado en medio del salón—. Este foso no me da muy buena espina.
—A mí tampoco, la verdad. No me trae muy buenos recuerdos.
Y así era. Pensar en lo que pudo haber pasado aquél día hacía cuatro años me daba escalofrío. Miré alrededor. Las pinturas, los andamios y herramientas, el atril caído, todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo.
Noté que Víctor miraba las pinturas.
—¿Reconoce a alguien? —pregunté.
—¡Cielos! Todo es tan… tan… extraño. Siento como si hubiese vuelto en el tiempo. Observar estas pinturas despierta recuerdos que he tratado de enterrar durante muchísimo tiempo.
—¿Qué sucedió, Víctor? Parece que pasó por un mal trago en este lugar.
—Así es, Alan. —Me observó detenidamente, pensativo—. ¿Sabes? Algo me dice que puedo confiar en ti, muchacho. Así que te diré algo: este lugar es maligno. En este sitio se llevaron a cabo acciones muy malas, y durante mucho tiempo. —Sacudió la cabeza—. No querrías ni imaginarte lo que anidó alguna vez aquí.
—Creo que puedo hacerme alguna idea, créame. Por eso he venido, para tratar de hallar respuestas que me ayuden a terminar con el lío en el que estoy metido.
—¿Y qué lío es ese, muchacho?
—¿Ha oído hablar de Alcides Carvajal?
Víctor me miró con atención, su rostro desencajado.
—Demonios… Me temo que lo conozco, lo conozco muy bien. A él y a parte de su familia, aunque sólo a Alcides lo conocí personalmente.
Ahora me tocó el turno a mí para quedarme estupefacto.
—Señor Tejada, Víctor, creo que tenemos mucho de que hablar.


8

Irrealidad.
Creo que esa es la palabra que mejor define lo que sentí durante las dos horas que estuvimos hablando Víctor Tejada y yo en el salón subterráneo bajo las ruinas de Soledad. Parecía como si todo se tratara de una compleja y enmarañada trama que se había estado tejiendo durante muchos, muchísimos años.
Haciendo aparte lo que vivió allí Víctor Tejada cuando tenía veintiséis años, algo tan sorprendente, terrorífico y perturbador que es imposible describirlo en pocas palabras (de hecho, creo que daría para escribir otra historia completa), lo que me contó sobre los antepasados de Carvajal y las personas que vivieron allí alguna vez significó una vuelta de tuerca a lo que yo había imaginado.
Según me dijo, a pesar de que escapó con vida y nunca quiso volver a saber nada de Soledad, jamás lo pudo olvidar por completo, y con el tiempo el suceso se convirtió en una obsesión para él. Investigó, recabó en la historia del pueblo y de su familia, y la indagación brindó sus frutos. Muchos hechos que en su momento estuvieron olvidados tras un velo de misterio, se fueron desvelando poco a poco.
Y de esa manera fue como conoció a Alcides Carvajal.
—No sé cómo dio con mi paradero, pero el tipo fue a buscarme personalmente a mi casa en las afueras de Nérida. Él y sus gorilas. Quería información, y yo me negué. Le dije que no sabía nada al respecto, que nada podía hacer para ayudarlo. Supongo que se lo creyó, o por alguna razón no quiso molestarme más, qué sé yo… Nunca me gustó ese tipo, y menos aun luego de lo que descubrí después.
—¿Y qué fue eso que descubrió, Víctor? —pregunté, cada vez más interesado por la historia.
—Pues que su bisabuelo, Melquiades Carvajal, conoció al mismísimo Fausto Benavides, el padre de Margarita.
—¿La dueña de esta propiedad?
—En efecto. Y no sólo eso. Conoció también a mi bisabuelo, Don Horacio Tejada. Gracias a él fue que descubrí todo esto. Gracias a mi bisabuelo, quiero decir… Mucho después de que escapé de aquí, visité la casa de mi abuela, que había muerto años antes de que conociera a Margarita. Si es que a escapar de sus garras se le puede llamar “conocerla”. Mi madre vivía en casa de mi abuela, pero poco o nada le importó que me llevara gran parte de sus antiguas pertenencias para estudiarlas en mi casa. Eran documentos, cartas y fotografías en su mayoría, muchas de ellas con más de medio siglo de antigüedad. Así fue como descubrí que Melquiades Carvajal, el bisabuelo de Alcides, estuvo mucho tiempo detrás de Fausto Benavides, pidiéndole que lo incluyera en el Pacto maléfico que se llevó a cabo por mucho tiempo en estas tierras, aquel por el cual habían adquirido tanto poder y fortuna, que lo incluyera entre las Trece Familias.
»Por supuesto, Fausto siempre se negó rotundamente. Era imposible. Era un Rito que no se podía romper o modificar de ninguna manera. Cuando Fausto, que fue quien inició todo esto, murió en 1914 y Margarita lo sucedió como Regente, Melquiades siguió tras ella, tratando de ganar su amistad y sus favores. Margarita fue aun más tajante, por lo que con el tiempo Melquiades terminó por desistir.
—¿Y dónde entra en juego su familia, Víctor? —pregunté—. ¿Me dijo que su bisabuelo también lo conoció?
—A eso voy, Alan, a eso voy. Como te digo, Melquiades desistió, pero su hijo, que estaba al tanto de todo, no lo hizo. Poco después del penúltimo Rito de Perpetuación…
—Con el que renovaban los favores recibidos en el Primer Pacto, ¿no es así?
—En efecto. Ese acaeció en 1944. Dos años después de eso, Aristóteles Carvajal se las arregló para asesinar a mi bisabuelo.
—¡Oh, Dios!
—Así es. Algo horrible. Aun así, lo que hacía Don Horacio Tejada con las demás Familias tampoco era muy correcto que digamos. De eso puedo dar fe. El hecho es que con ello Aristóteles y Melquiades pretendían coaccionar a Margarita para que incluyera a la familia Carvajal en el Pacto, y excluyera por tanto a la Familia Tejada.
»No obstante, al año siguiente Melquiades murió. Era ya un anciano de ochenta y siete años, y según sé, una úlcera crónica lo mató. Poco después, Aristóteles murió en un accidente y los planes acabaron en nada. Su hijo, Bastidas Carvajal, o sea el padre de Alcides, era ya un joven de dieciocho años. Era el mayor de los hijos de Aristóteles, que se casó tarde, y era su consentido, por decirlo de alguna manera. Estaba al tanto de todas sus actividades y de todos los planes para asesinar a mi bisabuelo.
»No obstante, no quiso rebajarse a seguirle rogando favores a los Benavides y quiso buscar poder y fortuna por sus propios medios. Aunque, todo hay que decirlo, de manera muy parecida a lo que hacían las Trece Familias. Es decir, recurriendo a prácticas oscuras o cosas así. Sé que, al igual que hiciera Fausto Benavides a comienzos del siglo XIX, estuvo viajando por todo el mundo buscando algo, no sé exactamente qué, aunque sí imagino con qué oscuros fines. Y lo encontró.
—¿Y qué era? —pregunté. La verdad, la historia me tenía completamente atrapado, al punto de olvidar el lugar en el que nos hallábamos.
—Bueno, hijo, sé que encontró algo, pero no sé qué fue. Estoy enterando de esto porque Bastidas al parecer pretendió durante mucho tiempo a mi madre, y aun después de que ella se casara con mi padre y naciera yo, él siguió escribiéndole. La última carta, en la que le dice que encontró algo de un valor incalculable que lo podía llevar a la grandeza, data de 1975, tres años después de que muriera mi abuela, que nunca vio con buenos ojos que mi madre siguiera en contacto con el tipo ese. Tres años después de su muerte, repito, y…
—¡Dos años antes del Rito de Perpetuación que usted presenció en 1977! —terminé por él.
—¡Exacto! El Rito que presencié y que estropeé, por decirlo así.
»Estoy seguro de que Bastidas se enteró de lo sucedido, pero poco pudo hacer al respecto. Y lo que fuera que encontró, y la responsabilidad de hallar la forma de utilizarlo, quedó por completo en manos de su hijo, Alcides, que por entonces contaba con veintiún años de edad.
—¿A qué se refiere con eso, Víctor? ¿Qué le pasó a Bastidas Carvajal?
—¿Acaso no lo sabes? —inquirió.
—Bueno, no. Yo sólo conocí a Alcides y a su hijo, Julián, que fue muy amigo mío de chico. A ellos los conocí por mi padre, que trabajó un tiempo para él, y lo más cercano a un contacto con algún otro miembro de su familia fue cuando en una ocasión me enseñó un árbol genealógico en el que estaban retratados todos sus antepasados… De hecho, creo recordar que vi el nombre de Melquiades allí. Y el de su esposa. Creo que recuerdo su nombre… —Me concentré un poco rememorando el día en que me puse al servicio de Carvajal, el día en que prácticamente firmé mi sentencia de muerte—. ¿Nico… Nicolasa?
—Berbanari, así es. Nicolasa Berbanari. Bueno, como te venía diciendo, Bastidas no pudo hacer mucho al respecto luego de lo de Soledad, si es que acaso podía hacer algo. Poco después, a finales de 1977, sufrió un accidente que lo dejó tetrapléjico, casi un vegetal. Aun así, creo que murió apenas en 2007, a la edad de setenta y siete años. Lo vi en el periódico.
—¡Vaya, el año en que yo morí!
—Curioso… Bueno, y hasta ahí te puedo contar. A partir de eso no sé qué más pasó con esa familia, a la que gracias a Dios sólo conozco por los documentos que encontré en casa de mi abuela.
—Pues creo que yo sí sé algo de la continuación de la historia. Estoy casi seguro de que lo que encontró Bastidas Carvajal fue un libro, un libro pagano. —Víctor me miró anonadado—. Y en algún momento de estos treinta y cuatro años, su hijo Alcides halló la forma de utilizarlo.


9

Entonces llegó mi turno.
Le conté todo lo que sabía, absolutamente todo.
Víctor me escuchaba atento, interrumpiendo muy de cuando en cuando para hacer alguna observación, o para pedir una aclaración. En un momento dado se puso de pie (todo el rato habíamos estado recostados contra una de las paredes del salón, la más alejada del foso, del cual manaba un olor casi imperceptible, pero aun así desagradable) y caminó un poco por la habitación. Descubrió el cuadro de los Carvajal y lo observó en silencio. Luego volvió y se sentó a mi lado, asintiendo frecuentemente a medida que le contaba mi historia.
Le hablé del tiempo que trabajé para Carvajal, de cómo había intentado encadenarme a su servicio con un pacto en aquél mismo lugar, de cómo escapé con el libro y terminé suicidándome tiempo después para huir de sus garras. Le hablé del pacto que hice con Julián Carvajal y que terminó atándome en este plano intermedio. Le conté del tiempo que permanecí solo, vagando, y de cómo después mi pasado terminó encontrándome de nuevo. Le hablé de George, de Valeria, de Jessy, de Bialos y Bassa, incluso de Curru y su esposo, y de cómo ahora estaba en un callejón aparentemente sin salida.
Al final, Víctor preguntó:
—Entonces tienes el libro a buen resguardo, ¿no es así?
—Sí, así es. Pero creo que no por mucho tiempo. No puedo permitir que ese bastardo asesine a Jessy.
—Te entiendo perfectamente, pero imagino que sabes lo peligroso que puede ser ese libro en las manos equivocadas, y ya ves lo que ha logrado Alcides en todo este tiempo. Estoy al tanto del basural en que se está convirtiendo Nérida, te lo aseguro. Habría que ser ciego para no notarlo. Sé que al estar muerto no puedes hacer nada en su contra, y menos aun contra esa especie de demonio del que me hablaste.
—Bassa.
—Ese. Y tampoco puedes dejar el libro escondido sin más. Esas cosas tienen vida propia, y si nadie lo encuentra, con el tiempo terminará descubriéndose él mismo. Es muy peligroso.
—¿Entonces qué debo hacer?
—Alan, hijo, no digo que te ayudo porque no quiero saber nada más de esto, ni de Soledad, ni de los Carvajal y mucho menos de libros malditos y muertos susurrantes. Aunque te parezca que soy un cobarde o lo que sea, yo me lavo las manos. Pero sí sé qué es lo que debes hacer con el libro.
—¿Qué? —pregunté, aunque una parte de mí no quería saber la respuesta.
—Destruirlo —respondió Víctor—. Eso es lo que debes hacer, destruirlo.
—¿Y cómo demonios voy a hacer eso? No creo que prenderle fuego sirva de mucho. Algo me dice que no lograría nada con eso.
—Bueno, si este es medianamente parecido al que conocí hace treinta y cuatro años, y creo que es muy probable que ambos estén conectados (por mucho que me desagrade la idea), la respuesta la tienes ante ti.
—¿A qué se refiere?
—Al foso, Alan. Debes arrojar el libro al foso.


10

Eran casi las nueve de la noche cuando salimos otra vez a la superficie. La luna había salido e iluminaba tenuemente el ruinoso paraje.
El silencio, sólo quebrado por nuestras pisadas, era abrumador. Comenzaba a pensar en el viaje que me esperaba y el sólo hecho de verme atravesando de nuevo la cornisa de tierra con el abismal precipicio a mano derecha, hacía que me temblaran las piernas. Traté de consolarme pensado que esta vez el asiento del conductor quedaría junto al muro de piedra.
Una vez llegamos a mi auto, Víctor dijo:
—Ha sido un placer conocerte, Alan Santos.
—Igualmente, Víctor Tejada.
—¿Vas a ir por ahí? —dijo señalando hacia la carretera que se perdía a la izquierda del precipicio.
—No tengo más remedio.
—Yo no volvería a hacer ese tramo ni loco.
—¿Hay otro camino? —Miré alrededor—. ¿Dónde está su auto?
—Sí, hay otro camino, pero hay que dar un rodeo con el que se pierden casi dos horas.
—¡Paso! Debo estar en Los Altos antes de las diez. No creo que llegue a esa hora, pero de todas formas no puedo perder tanto tiempo.
—Entiendo… Bueno, y mi auto está a un kilómetro de aquí. Tal parece que nadie ha vuelto a transitar esa carretera; había un árbol derribado que la obstruía, seguramente una tormenta lo derrumbó, así que tuve que dejar mi auto allí.
—Bueno, lo llevaría, pero…
—¡Paso! —exclamó, y ambos reímos.
—Quizá algún día nuestros caminos se vuelvan a cruzar, Víctor —dije.
—Que así sea, Alan —respondió estrechando mi mano—. Que así sea.


11

Cuando Víctor Tejada se perdió de vista, me subí al Mazda de Alberto y prendí el motor. Pensé que seguramente Valeria estaría ya camino del Zaguán. No debía tardar, no quería que se preocupara más de lo que ya estaba. Además, había mucho por hacer, y el tiempo apremiaba.
Tratando de no pensar en el abismo que debía cruzar nada más comenzado mi recorrido, me puse en marcha hacia Los Altos.
Eran las nueve y diez de la noche del veinte de junio.



2 comentarios:

jacobo glez dijo...

pués nada, seguidor nº 51...ahora a empezar a leer Diario de un Muerto y disfrutar de tu blog...un saludo y totalmente de acuerdo contigo con respecto a lo de encontrar nuevos seguidores...ciertamente te hace feliz...
Un saludo y nos vemos, ya sea por la Blogosfera o por la red...

Calavera dijo...

Muchas gracias, Jacobo! ;D

Espero que disfrutes del Diario. :D

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