lunes, 29 de agosto de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo XVI



Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XVI

Escrito por: Adrián Granatto




1

A dos kilómetros de Los Altos el cacharro de Alberto tosió, asmático, con un petardeo del caño de escape, se sacudió en un último estertor y se detuvo en medio del camino.
—¿Y ahora? —murmuré, con ambas manos sobre el volante y dando saltitos en el asiento como si con eso el auto fuera a arrancar mágicamente.
El medidor de gasolina marcaba un cuarto de tanque lleno. Giré la llave de contacto y el vehículo dio una sacudida hacia adelante. Lo puse en punto muerto y volví a girar la llave. Esta vez el motor gruñó, pero no arrancó.
Golpeé con el dedo el visor del medidor de gasolina y la aguja cayó a cero estrepitosamente.
—¡Me cago en la puta!
Bajé de aquella carraca, lo empujé hasta dejarlo medio ladeado en la banquina, y comencé a caminar por ella.
No había hecho diez metros cuando unas luces aparecieron frente a mí. Entrecerré los ojos para ver mejor y mi rostro fue poseído por un gesto de estupor: lo que se acercaba a toda velocidad era el auto de George.


2

Pasó por mi lado sin aminorar la velocidad y realizó un giro abrupto en medio del camino más adelante, quemando llantas, pintando más de negro el ya oscuro pavimento. Desde el interior me llegaron risas y un grito de espanto. Aceleró nuevamente y encaró otra vez hacia mí. Me sentía un animalito indefenso deslumbrado por los faros. Cerré los ojos sin saber qué esperar. ¿Me atropellaría o me traspasaría? Tenía la fatal sospecha de que era más seguro lo primero que lo segundo; después de todo no era un auto común y corriente: era el Mustang de George, un coche fantasma.
Con esa seguridad, abrí los ojos.
El auto había tomado el centro de la carretera y eso me tranquilizó. Se acercó a mí lentamente, con el motor ronroneando bajo el capó. Aquél ronroneo me hizo pensar en un gato y en cómo éstos juegan con sus presas antes de darles el zarpazo final. El Mustang, en ese sentido, era un minino gigante.
Se detuvo a mi lado y la ventanilla del acompañante se bajó. Mi imaginación me jugó una mala pasada y por un instante vislumbré a George detrás del volante, putrefacto y sonriente, invitándome a acompañarlo. Ven, Alan, no tengas miedo. Aquí flotamos. Es divertiiiiiido. Detrás de él asomó el rostro de María. En sus cuencas vacías bullían gusanos blancos; los labios estaban retraídos mostrando unas encías negruzcas que despedían un aroma pútrido. Es verdad, Alan, dijo con voz terrosa. Algunas de aquellas larvas blancuzcas cayeron dentro de su boca, desapareciendo garganta abajo. Flotar es divertiiiiiido. Pero esto sólo duró lo que tardó Valeria en abrir la puerta del acompañante y tirarse a mis brazos.
—¡Alan! ¡No puedo creerlo, Alan!
Cuando volví a mirar al conductor, George había desaparecido. Frente al volante, vestido con un gabán raído y un sombrero de ala ancha echándole sombra a los ojos, Ferrari se removía inquieto.
—No es lugar ni momento para sentimentalismos baratos —gruñó—. Suban al auto.
Valeria literalmente me arrastró hasta la puerta, inclinó el asiento, y se metió en la parte trasera donde ya estaban Curru y Alberto. Era éste el que gritaba ocultando la cabeza en el regazo de su mujer. Me dio lástima.
María se veía bien, sin gusanos.
Empujé el espaldar hacia atrás, me senté en el asiento delantero y cerré la puerta. Ferrari arrancó e hizo un nuevo giro en “U”.
—¿No vamos a Los Altos? —pregunté.
—Los Altos ya no es un lugar seguro —respondió él.
No me gustó esa respuesta. Es más, no me gustaba ver a Ferrari allí. Eso sólo podía significar problemas graves.
—¿Qué pasó? — le pregunte a Valeria acodándome en el asiento. Curru acariciaba la cabeza de su marido, que había cambiado los gritos por un tenue lloriqueo.
—Dos horas después de que te fuiste, aparecieron los hombres de Carvajal.
—¡Pero si te dije que te fueras de inmediato de allí!
—Sí, lo sé, pero es que no quería dejar a Curru sola y…
—Está bien, continúa —dije, pero entonces observé con más detenimiento el rostro de Valeria y noté que tenía un corte sobre la ceja izquierda—. ¿Las golpearon?
—Las cosas se pusieron pesadas, sí —asintió Vale.
—¿Se encontraba ojitos raros? —pregunté.
—No, gracias al cielo.
—¿Eran muertos o vivos?
—De ambos; cinco en total —contestó Vale—. Mientras los vivos entretenían a Alberto en la puerta, los muertos entraron a la casa a revisarla. Cuando nos vieron a nosotras —señaló a Curru y a sí misma—, quisieron llevarnos. María le puso una trompada en medio de la cara a uno de ellos.
Miré a María. Ella levantó la mano derecha. Se la veía hinchada y uno de sus dedos comenzaba a adquirir un tono violáceo.
—Me manoseó —dijo con enojo—. Me tocó las tetas el muy hijo de puta. Y a mí el único que me las toca es mi marido. —Abrió y cerró la mano con delicadeza—. Creo que me descompuse un dedo —dijo—, pero valió la pena.
—¿No estaban armados?
—¡Claro que estaban armados! —exclamó Curru—. El que quiso sacarme de la cama me puso un cañón frente a la cara luego de golpearlo. No fue agradable.
—Podían haberlas herido o algo peor —la interrumpí.
—No creo —dijo ella—. Me parece que la orden era llevarnos vivas. Si nos hubieran querido muertas, habrían entrado disparando sin más.
—Pienso lo mismo, Alan —agregó Valeria—. Creo que nos querían para hacerte ceder. Igual me ligué un culatazo en la frente.
—¿Y qué pasó? —pregunté, sintiéndome cada vez más enfurecido—. ¿Cómo lograron zafarse?
—Bueno, cuando nos amenazaron con las armas tuvimos que ceder, no fuera que se les escapara un tiro, nos quisieran vivas o no, y al que golpeó María ganas no le faltaban. Me obligaron a cargar con Curru y nos llevaron hasta la puerta. Allí estaban los otros tres con Alberto. Dos de ellos estaban rociando gasolina por las paredes, los muebles y el piso.
—No sé si se va a recuperar de todo esto —dijo María mirando a su marido—. Creo que… —La voz se le quebró y no dijo más.
Tampoco era necesario; creo que por la cabeza de todos corría la misma idea: de aquí, derecho al loquero.
—Nos metieron dentro de los autos, y el último en subir encendió un paquete de cerillas. Lo arrojó por la puerta abierta de la casa y al instante surgió una llamarada. Entonces apareció él. —Vale señaló a Ferrari, que mantenía la vista en el camino y parecía no prestar atención a la conversación—. Ver el auto de George me provocó una conmoción. Pensé que bajaría de él con sus ropas negras y esa sonrisa canchera. Quizá todo lo anterior no había sido real, quizá fuera sólo un sueño, pensé, una pesadilla. Pero cuando se abrió la puerta y bajó él, supe que me estaba engañando.
»Había cruzado el auto de George en el camino, obligándolos a frenar. Cuatro de los hombres bajaron del auto con las armas dispuestas. De la casa se elevaba una columna de humo negro y las ventanas del frente explotaron.
Volví a mirar a Ferrari. George confiaba en él, pero a mí me daba mala espina…



3

El Mustang devoraba la carretera. Nérida se alzaba lejos a nuestra derecha, envuelta en una tenue oscuridad que el alumbrado público apenas lograba disipar. Allí se encontraba cautiva Jessy, mi Jessy, en manos de un desquiciado que no dudaría en asesinarla si las cosas se le ponían difíciles.
Valeria siguió con la historia. Dijo que Ferrari bajó del auto de George desarmado y se plantó delante de los hombres.
—No sé qué se dijeron, porque dentro del vehículo no se escuchaba nada, pero los hombres retrocedieron. Fue gracioso, cuatro hampones armados hasta los dientes reculando ante un hombre de extraña vestimenta y cuya única artillería consistía en su propio cuerpo.
Ferrari alzó la vista al espejo retrovisor y miró a Valeria.
—Lo siento —dijo ella—, pero es verdad: usted viste raro.
Ferrari volvió a mirar el camino.
—El que quedó dentro del auto se bajó haciéndose el malo y arengando a sus compañeros. No le duró mucho. Él —y volvió a señalar a Ferrari— sacó de dentro del gabán una escopeta.
—Era una Ithaca 12-70 —dijo Ferrari—. No era mía —aclaró al notar nuestras miradas—. No voy por la calle con armas bajo la ropa; no me gustan las armas. —Con un gesto de su mano señaló hacia atrás—. El baúl está lleno de ellas; no me pareció mala idea hacerme con algunas para protección.
—Eso es verdad —asentí—. El baúl está repleto. No sé qué hacía George con ellas, pero parecía estar acostumbrado a manejarlas.
No quise decir nada sobre que George había trabajado para una sede secreta del gobierno, aunque él en ningún momento me dijo que tenía que ser un secreto.
—Estaba en Nérida, en medio de una pesquisa, cuando vi el Mustang —continuó Ferrari—. Difícil de olvidarlo este auto, es de una belleza única, un clásico. Me pregunté dónde estaría George y decidí esperarlo. Pensaba que capaz el encuentro daría para algunas cervezas. A medida que pasaban las horas, comencé a tener un mal presentimiento. George realmente amaba este auto y no lo creía capaz de dejarlo abandonado.
—¿De dónde conoces a George? —no pude dejar de preguntarle.
—Tuvimos nuestros cruces —contestó él. Su tono de voz me dio a entender que no era conveniente seguir ese camino.
Me volví a repetir que George confiaba en él y que yo debía hacer lo mismo.
Volví mi atención de nuevo a Valeria.
—Le disparó a uno de esos bastardos sin mediar palabra y el tipo se deshizo en una nube de polvo negro —continuó ella—. Los otros dudaron y al final decidieron que era preferible huir.
—Al Barba no le va a gustar una mierda lo que hice —murmuró Ferrari—. Pero bueno, después de todo era de los malos, ¿no es cierto?
—¿Y nosotros somos los buenos? —pregunté—. No lo creo. Al menos no exactamente.
—No existe el ser perfecto —me guiñó el ojo Ferrari—. Confórmate con eso.


4

Llegamos a un barrio del que nunca supe el nombre, pero que era uno de los más populosos de Nérida. En sus calles se mezclaban los vivos con los muertos: los vivos sumergidos en la ignorancia de sus compañeros de ruta, y los muertos envidiándolos y deseando su anterior estado.
—¿Dónde estamos? —preguntó Valeria.
—Este es mi hogar —contestó Ferrari—. O por lo menos lo que yo considero mi lugar en el mundo.
—Todavía no comprendo cómo apareciste para salvar a mis amigos —dije mientras notaba que los muertos observaban el paso del Mustang con curiosidad.
—Llegó un momento en el cual ya no me quedaron dudas de que algo andaba mal. Comencé a ponerme nervioso y tomé una decisión. Abrí el Mustang y lo puse en marcha. No fue difícil, tengo experiencia en el tema.
—Me imagino —dijo entre dientes María.
Si Ferrari oyó el comentario, prefirió dejarlo pasar porque siguió hablando como si nada.
—Me llegué hasta Los Altos, a la casa de George, y la encontré hecha cenizas. Podría haber sido un accidente, unos chicos fumando y una colilla mal apagada, pero lo dudaba.
—¿Pero por qué fueron primero por George? —dudé—. Al que estaban espiando era a mí.
—Si sabían de una, no te quepa duda de que sabían de la otra. No creo equivocarme si dijera que mandaron dos equipos, uno a cada casa, y con la orden de destruirlas. Sería un claro aviso de que aquellos que se atrevieran a darles asilo, sufrirían iguales consecuencias.
—Mami, mami… —murmuró quedamente Alberto con la cara enterrada entre las piernas de María.
—Este hombre no va a quedar bien —opinó Ferrari—. Opino que lo mejor sería meterle un golpe en la cabeza y desmayarlo. Así, cuando se recupere, se le podrá decir que todo fue un mal sueño.
Curru abrió la boca, sorprendida, y luego me miró a mí. Me encogí de hombros.
—Creo que tiene razón, Curru. Esto ya está siendo demasiado para él.
—Yo no voy a golpear a mi marido en la cabeza —dijo ella cubriéndole el cráneo con ambas manos.
—Yo me ofrezco —dijo Ferrari.
—No me cabe la menor duda —replicó María.


5

Ferrari estacionó el auto saliendo de la calle principal, en una callejuela llena de cubos de basura y cajas apiladas. Una bombilla trémula se sacudía por la brisa de la noche.
—Vamos —dijo sin más bajando del auto.
Lo vimos caminar unos metros y detenerse frente a una puerta que al principio no habíamos visto. Salí del auto y una rata cruzó sobre mis zapatos.
—¿Dónde estamos? —pregunté. Valeria ya estaba parada a mi lado.
—Ya te lo dije, es mi hogar.
—¿Qué vamos a hacer con Alberto? —inquirió Valeria.
—No bromeaba cuando dije lo de desmayarlo de un golpe. Es eso o que enloquezca. Ustedes deciden.
La miré a Curru, que seguía con su esposo en el asiento trasero. Ella negaba con la cabeza.
—¿Qué vamos a hacer, Alan? —me susurró Vale al oído.
—No sé —musité—. No tengo la más puta idea.
—Al que toque a mi marido le arranco los ojos —amenazó Curru.
—No quiero sonar insensible, ¿pero qué otra cosa podemos hacer? —le dije.
—Atrévete —gruñó. Los ojos le brillaban con furia y supe que sería capaz de cumplir con lo dicho.
—Podríamos drogarlo —dijo Vale—. Darle un Valium o algo así.
—No es mi intención molestarlos en medio de tan bonita tertulia —dijo Ferrari desde la puerta—, pero sería mucho mejor que muevan las patas y entren. Aquí fuera estamos expuestos.
—¿Hay algo para dormirlo allí dentro? Valium u otra cosa.
—Podría conseguirle un Rohypnol.
—¿Eso lo dormiría?
—No creo —dudó Ferrari—, pero lo dejará lo suficientemente pelotudo para que no sepa lo que es real o no.
—¿Curru? —inquirí para saber si estaba de acuerdo.
—No voy a dejar que le den nada.
—Es eso o un golpazo. Tú eliges.
—Es por su bien, Curru —terció Vale sentándose a su lado y tomándole una de las manos que descansaba sobre la cabeza de Alberto.
María nos miró a todos y, luego de unos segundos, asintió.


6

Cruzamos la puerta, Ferrari llevando en brazos a Alberto y yo a María.
Cuando me incliné dentro del auto para alzarla, me di cuenta de que pesaba mucho más que la última vez. Curru llevaba encima sólo un camisón beige que se le subió hasta los muslos.
—Perdón —susurré.
—Ojo con las manos.
Aparte de su peso, la piel de Curru también parecía distinta, más tersa y firme, y con un aroma que embriagaba. Empecé a sentir un cosquilleo vergonzoso.
—Espero que eso duro que estoy sintiendo sea alguna clase de arma que llevas colocada en la cintura —dijo Curru.
—¿Qué pasa? —preguntó Valeria detrás de mí.
—Nada. —contesté—. ¿Te molestaría cargarla un poco? Debo buscar algo en el auto.
—Claro —dijo Vale.
Le pasé a Curru, que me miraba con los ojos entrecerrados y una mueca en sus labios. La erección se marcaba en mis pantalones sin poder evitarlo. El muy hijo de puta, después de cuatro años muerto, se le daba por resucitar justamente en ese momento. Pero algo pasaba con María, eso era evidente. George, de alguna manera, parecía haberle dado su fuerza vital y ésta no sólo la había curado de la enfermedad terminal que casi había acabado con ella, sino que además la estaba rejuveneciendo poco a poco. Eso no podía ser posible, claro está, pero ¿qué se podía definir como posible o imposible luego de lo vivido en los últimos cuatro años?
Nada.


7

Luego de atravesar un laberinto de pasillos con olor a orines, Ferrari nos llevó a una habitación grande y de techo bajo. Una mesa sin sillas era el único mobiliario. Había tres umbrales sin puertas, sólo cubiertos con cortinas de lino. Uno conducía a un baño pequeño; los otros dos a sendas habitaciones.
—Aquí estarán seguros —dijo Ferrari—. No tiene demasiadas comodidades, pero es limpio.
Corrió una de las cortinas y pude ver un cuarto amplio con cuatro estrechas camas de una plaza con mantas verdes encima. Depositó a Alberto, ya drogado, en una de las camas y Valeria colocó a Curru en la de al lado.
—¿Va a estar bien? —preguntó apoyándose en los codos y mirando preocupada a su marido, que yacía en la cama con un hilo de baba corriéndole por la barbilla.
—Sí —aseguró Ferrari—. Sólo está medio dopado. Créame: es lo mejor para él. Ahora yo les pediría que descansen, que duerman unas horas para recuperar fuerzas.
Yo escuchaba esto desde fuera, con el culo apoyado contra la mesa. Yo no podía descansar, no podía echarme a dormir. El tiempo se había convertido en una pesada cadena que arrastraba desde hacía días, y ya casi se había agotado. Si no me movía de una vez, si no tomaba decisiones, no podría salvar a Jessy.
Salí de la habitación y recorrí el pasillo.


8

Debí haber girado mal en alguno de los pasillos, porque aparecí en el salón. Una música suave acompañaba los movimientos de una bailarina en el caño.
Decidí cruzar el salón, salir a la calle, y dar la vuelta para buscar el Mustang.
Entonces una mano se apoyó en mi hombro.
—¿Adónde vas?
Me volví. Era Valeria.
—A buscar al Flaco —respondí.
Vale miró por sobre mi hombro en dirección al salón. Llevaba la mano derecha a la espalda.
—¿Podemos sentarnos unos momentos? —preguntó.
—No puedo, Vale. Tengo que irme ya.
—Está bien —dijo ella—, te lo diré estando de pie. —Titubeó—. Mira, siempre he sido muy curiosa y… bueno, un día te vi escribiendo.
El Diario, pensé. Estaba en la casa, que ahora seguramente era una montaña de escombros humeantes. En medio de todo me había olvidado de él. Sentí una gran congoja. Me había acostumbrado a volcar mis días en sus páginas…
—No es que te espiara ni nada parecido, sólo… sucedió. Vi dónde lo ocultabas y en estos últimos días, en tu ausencia, me tomé la costumbre de sacarlo para leerlo.
De pronto me sentí muy enojado.
—¿Leíste el Diario?
—No fue a propósito, no era mi intención… —se avergonzó Vale.
Recordé lo que había escrito respecto a ella, de que me gustaba. El enojo se elevó unas líneas más.
—Bueno, anoche, cuando te fuiste con George y yo volví a tu casa, lo saqué para ver si había alguna nueva anotación y… se me olvidó devolverlo a su lugar. Y hoy, cuando llegaron esos hombres, pues, lo escondí entre mi ropa…
Adelantó el brazo que mantenía escondido tras su espalda y me mostró lo que ocultaba. Era el Diario.
Tomé el cuaderno, sorprendido, y pasé sus páginas.
Miré a Valeria.
—No me gustó que leyeras esto, era privado. —Levanté una mano para hacerla callar cuando abrió la boca para replicar—. Pero debo agradecer por tu curiosidad. —Besé su frente—. Gracias, Vale.


9

Y ahora estaba allí, sentado en una mesa apartada del escenario, dispuesto a escribir los últimos sucesos ocurridos. Eran casi las once.
Muchas veces me había preguntado qué razones tenía para escribir el Diario, a quién le interesaría leer esas líneas. A Vale, seguro. Pero ¿a quién más?
En ese momento, como en tantas otras ocasiones, concluí que esas palabras eran para mí, para no enloquecer, para tratar de entender un poco más ese extraño camino que estaba recorriendo.
Observé la última entrada, la del día anterior, 19 de junio. Era corta, y a pesar de que la había escrito hacía unas treinta y seis horas, parecía como si la hubiese escrito mil años atrás. En ella decía que era el momento de que llegara la acción, que había llegado la hora… ¡Y vaya que llegó! Esa misma tarde, de hecho.
Sin más, comencé a escribir, continuando donde lo había dejado y comenzando con el encuentro con Bialos y todo lo que vino después. Sabía que muy probablemente esas serían las últimas entradas que anotaría, y eso hasta cierto punto me asustaba. Aun así, decidí que escribiría hasta donde me fuera posible. Eran tantas las cosas que habían pasado en el último día y medio, que resultaba obvio que nunca terminaría, pero con un poco de suerte quizá llegara hasta el encuentro en las oficinas de Carvajal.
Y en efecto así fue…
El Diario me atrapó y escribí como poseso hasta la madrugada del 21 de junio. Creo que hasta ese momento eran las entradas más largas que había escrito y luego de un rato comenzó a dolerme terriblemente la mano, no obstante lo cual seguí y seguí hasta que el cansancio fue superior a mí.
Mientras volcaba en las páginas los últimos acontecimientos, en un segundo plano de mi mente había pensado mucho sobre el destino del Diario. Lo que se venía en esa jornada quizá fueran las últimas horas de mi existencia, así que decidí, llegado el momento de ponerme en camino, entregarle el Diario a María. Estaba convencido de que ella sabría cuidarlo en caso de que no regresara.
Estaba seguro de que quedaría en las mejores manos.
También pensé mucho en George, mientras narraba nuestra última conversación en El Zaguán, previa al viaje a Nérida, luego el viaje mismo y el encuentro en el trigésimo octavo piso que al final terminó con él gravemente herido y conmigo pensando en mil maneras diferentes de salir de ese atolladero…
No habían pasado ni doce horas desde que desapareciera para siempre y ya lo extrañaba un montón. Pensar en él, en su determinación y en su optimismo, era lo único que me mantenía firme.
Pensar en que si yo también moría, quizá volvería a verlo…


Cuando llegué al punto en la narración en que me lanzaba con George por los ventanales del edificio, pensando y deseando con todas mis fuerzas que no estuviera equivocado (lo que al final, sabiendo cómo terminaron las cosas para él, poco importó), dejé el bolígrafo a un lado y me restregué los ojos.
Eran ya casi las cuatro de la mañana, llevaba unas cinco horas escribiendo, y estaba completamente exhausto. Sumaba casi dos días sin dormir y el agotamiento me estaba pasando factura. Tenía que descansar un poco si quería estar en condiciones para afrontar lo que se avecinaba. Algo me decía que todo terminaría esa misma jornada, para bien o para mal.
Cogí el cuaderno y me dirigí a la habitación.
Curru, Alberto y Valeria dormían en sus respectivas camas. La restante, la mía, estaba vacía; de Ferrari no había el menor rastro.
Antes de dormirme, miré una vez más mi Diario y le dediqué lo que suponía que sería el último adiós…



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