lunes, 12 de septiembre de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo XVIII


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XVIII

Escrito por: Adrián Granatto y George Valencia (Calavera)





1

Una vez que el coche de Bassa se perdió de vista, puse en marcha el Mustang y seguimos camino.
Ninguno de los dos dijo nada sobre la silueta del asiento trasero. No sé qué pensó Vale en ese momento, pero luego de meditar un poco al respecto, ya no tuve ninguna duda de que se trataba de Jessy. Atada y amordazada, eso seguro. Lo que explicaba claramente que se hubiese estado quieta y callada en todo momento mientras manteníamos nuestra conversación. Sentí que la rabia y la impotencia me invadían. Había estado allí en todo momento, a centímetros, y yo no me había percatado.
Aun así, era bastante extraño que Bassa estuviera viajando de allí para acá con ella, lo que me llevó a pensar que su ambición estaba llegando demasiado lejos. Seguramente había convencido a Alcides de que sería bueno tener su salvoconducto a mano por si se presentaba la oportunidad de ponerme entre la espada y la pared.
Todos tenemos nuestro tendón de Aquiles, había dicho Bassa.
—Todos tenemos nuestro tendón de Aquiles —dije en voz alta—. Y creo que ya sé cuál es el tuyo, hijo de puta. Estás tan obsesionado con el libro, por el poder que puede darte, que te has vuelto susceptible a cometer errores.
—¿Qué dices? —preguntó Valeria a mi lado.
La miré.
—Por más que sea un demonio, ojitos raros sufre los mismos apetitos que un ser humano. En este caso, la codicia. Está enceguecido por hacerse con el libro, Vale.
—¿Quiere el libro para él? —se sorprendió ella—. ¿Y para qué carajos? Sirve para hacer pactos con demonios, ¿no es cierto? ¿Por qué un demonio querría hacer un pacto con otros de su clase?
—Tal vez no es tan así, y sólo es uno de los usos que tiene. Fíjate en mí y en Julián: no hicimos ningún pacto demoníaco, sólo un conjuro para unirnos. ¿Y si el libro contuviese algo que ignoramos, tal vez un hechizo para esclavizar a todos los demás demonios, o algo por el estilo?
—Si así fuera, ¿no te parece que ya alguien lo habría hecho?
—Te equivocas —dije embebido por una certeza casi premonitoria—. ¿Cómo dijo Julián que se llamaba el que transcribió el libro?
—Algo del baño era. ¿Lavamanus?
—Philetas —corregí.
—No estaba tan errada —sonrió.
—Philetas realizó una copia literal del libro original, escrito por una organización contraria a la Iglesia y a su Biblia.
—Locos siempre hubo —afirmó Vale—. Es lo que nosotros llamaríamos ahora satanistas.
—Supongamos, y fíjate bien que digo supongamos, que de la misma manera en que Bassa se encuentra aquí, en aquel tiempo un demonio cualquiera hubiera estado involucrado en la creación de ese texto, dando ideas, aportando datos, calentando orejas.
—En ese caso, yo diría que estás rizando el rizo de lo improbable.
—Y que ese demonio —continué sin percatarme de que había hablado— hubiera dejado sutiles claves para dominar a sus congéneres, con la idea de usarlo después para su propio beneficio…
—¿Y por qué no lo escribió él y listo?
—¡Porque no puede! —exclamé—. ¡Necesitaba de otro para hacerlo!
—Okey —me calmó Vale—. Si eso fuera cierto, ¿no crees que todas esas claves se perderían en la traducción que hizo ese tal Philetas?
—Es que no se trata de una traducción, Vale. Es decir, Philetas sí lo tradujo en su día al griego, pero el libro que está en el claro es la copia literal que él transcribió en base al original; ésa es de la que yo hablo, de la copia fiel que hizo. ¿No te parece extraño que haya sobrevivido a tantas persecuciones? Creo que el libro se protege a sí mismo.
—No me cierra, Alan. Yo veo el libro como una especie de lámpara de Aladino; sólo que en lugar de genio, hay un demonio a tu servicio obligado a cumplir tus deseos.
—No es así —le advertí—. Si crees eso, podrías llegar a tener serios problemas. Un demonio nunca estará a tus órdenes. Si le conviene te hará creer que así es, pero es todo una pantomima. Mira a Bassa: no tiene ningún reparo en traicionar a Carvajal. Con el libro en su poder podría… no sé… conquistar todo: tierra, cielo e infierno.
—Me sigue sin cerrar —dijo Vale. Estaba jugueteando con la radio. La encendió y no funcionó. Traté de recordar si alguna vez la oí, y llegué a la conclusión de que no. George siempre colocaba cintas en el pasacassette.
—Mira dentro de la guantera —le dije—. George guardaba cassettes allí.
Valeria la abrió y un manojo de papeles y cintas cayeron al piso del auto, entre sus pies. Se inclinó a recogerlos y colocó todo en su regazo. Había cassettes de Iron Maiden, AC/DC, Pink Floyd, entre otros. Valeria los fue pasando uno a uno hasta llegar a uno que tenía la palabra GEORGE escrita con fibra negra en ambos lados. Frunció el ceño y pensó que tal vez era un cassette recopilatorio con los temas que le gustaban a él.
Lo colocó en el pasacassette.
Mientras tanto, yo no podía quitarme de la cabeza el hecho de que quizá partes de esa loca idea podían tener visos de realidad. Si no, no se explicaba el deseo de Bassa por poseer el libro en cuestión.
Pero era pesimista al respecto. Lo más probable era que estuviese bajo mucha presión y sólo delirase inventando historias de demonios con ansias de esclavizar a otros.
¡Cómo extrañaba a George!
Él sabría que hacer. Tendría la mente clara, la palabra justa, el consejo sano.
Y fue en ese momento cuando George dijo “Hola”.


2

Perdí el control del auto, cruzándome de carril. Una camioneta se nos vino encima. De forma instintiva apreté la bocina y me colgué de ella, mientras escuchaba a Valeria gritar. Por unos segundos pude ver al otro conductor dar un respingo y observar a todos lados; luego nos traspasó como si no existiéramos.
Intenté enderezarlo y el coche mordió la banquina. Seguía sin poder controlarlo y pisaba la línea demarcadora amarilla del centro de la ruta una y otra vez.
—¡Allí! —gritó Valeria.
Agarró el volante con ambas manos y condujo el Mustang a un área de descanso. Entramos en él a ochenta kilómetros por hora, esquivando los baños y un par de árboles. Bueno, en realidad no esquivamos nada: directamente los traspasamos.
—¡Frena! —gritaba Valeria—. ¡Frena de una puta vez!
Al ver que yo no reaccionaba, pasó su pierna sobre las mías y pisó el freno hasta el fondo. El auto derrapó violentamente y al final se detuvo en una zona llena de mesas y bancos de granito dispersas en un amplio parque.
Nos miramos, ambos con el rostro demudado.
La voz de George continuaba hablando, salía de los altavoces. Estiré la mano hasta el pasacassettes, giré la perilla y la voz de George enmudeció.
—Retrocédela —pidió Valeria.
Así lo hice, y cuando la cinta terminó de rebobinar, apreté play.



3

—Hola —dijo George, y un sollozo subió por mi garganta—. Pensaba comenzar esto con un “si estás escuchando esta cinta significa que estoy muerto”, pero muerto ya estoy, así que me caga el comienzo. Una lástima, porque es un clásico. Pero si de verdad estás escuchando, Alan, es porque algo peor que la muerte me ha ocurrido. —Una pausa. Se escucharon ruidos de fondo: música suave, voces bajas, líquido cayendo—. Hoy es diez de junio y, luego de pensarlo mucho, he decidido hacer esta grabación. No sé si llegará a tus manos, y tampoco importa; lo hago por mí, para quitarme este peso de encima. Debo contarte algo… —pausa— algo que sé que no te va a gustar.
»Dicen que la mejor manera de contar las cosas es desde el principio. Okey, eso es lo que haré entonces. ¿Recuerdas nuestro primer encuentro? No fue azar, Alan. El azar no existe, es sólo una palabra que empleamos cuando ciertas coincidencias escapan a nuestra razón. Suponer que alguien, o algo, maneja nuestros destinos es terrorífico, ¿no? Sin embargo, así es. Mis órdenes eran acercarme a ti, ganarme tu confianza y averiguar dónde ocultabas el libro. Al poco tiempo fue evidente que no recordabas nada. Fue frustrante, debo admitirlo, pero eso me permitió conocerte y llegar a estimarte. Cuando estuvo visto que las cosas quedaban estancadas y que no iba a poder hacerme con el libro, mi jefe ya no estaba muy feliz que digamos. Quería que te sacara la información a la fuerza, pero me negué. —Nuevo silencio. Por un momento pensé que eso era todo, que ya no hablaría; pero al cabo de unos segundos, continuó—. Si estás pensando que te traicioné, estarías en lo cierto sólo a medias. No tuve opción, Alan; a veces no la hay. No trabajaba para Carvajal, que eso te quede claro. Para mi jefe, Carvajal vendría a ser como un molesto grano en el culo.  
»Verás, cuando morí la primera vez fui derecho al caldero, y ya me veía agonizando entre llamas para toda la eternidad, cuando cuernitos hizo que me presentara ante él. “Tú eres una persona con grandes cualidades”, me dijo. “Puedo hacerte más confortable tu estadía si haces algo por mí”. Asentí con la cabeza y esperé. Yo estaba desnudo, sudando y orinándome la pierna. Temía mirarlo de frente y evacuar mis intestinos o algo peor, quizá mis venas se vaciaran de toda sangre. “Existe cierto libro”, continuó él, “que me interesaría poseer antes de que caiga en malas manos. Digamos que hay demonios que no se hallan complacidos con lo que les toca y desean mi trono. ¿Y quieres saber una cosa? Si me lo pidieran de buena manera, se los daría; es agotador ser siempre el jefe. Pero no, ellos siempre quieren las cosas por las malas. ¿Por qué será…? Yo por las buenas hasta te entrego el orto, pero por las malas, difícil que el chancho chifle. En fin, si me consigues el libro, puedo mostrarme muy agradecido contigo. ¿Qué te parece? ¿Tenemos un trato?”.
»Por supuesto que acepté; ¿qué otra tenía?
»No fue difícil averiguar todo respecto al susodicho libro y a Carvajal. Me dirigí a Nérida y me mezclé con sus secuaces. Muy pronto conocí tu historia: supe lo de Soledad, tu escape y posterior suicidio. También se comentaba que te habías apropiado de algo que Carvajal valoraba mucho, y que éste estaba muy nervioso.
»Todo me llevaba a ti, Alan, así que estuve observándote un tiempo hasta que fuiste a aquella estación de trenes y te acostaste en las vías. ¿Qué trata de hacer este pelotudo?, pensé. Estaba decidiendo los pasos a seguir, cuando Valeria cayó encima de ti y el tren les pasó por encima. —Pausa. Nuevamente se escuchó el murmullo de un líquido. Me imaginé whisky llenando un vaso—. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, dice un dicho. En este caso sería “Muerto Alan, se perdió el libro”. Ya no podía hacer nada al respecto, sólo me quedaba volver a mi infierno personal, a mi pocito llameante, y pagar por mis pecados. Claro que la idea no me convencía demasiado. Pensé que a cuernitos se le podría complicar mucho encontrarme si decidía no volver, pues siempre fui bueno para ocultarme. Que me buscase el cabrón. Además, un alma más o menos no es tan importante.
El cassette saltó al terminar, y Vale y yo respingamos en los asientos.


4

 Valeria quitó la cinta y la sostuvo en su mano.
—¿Tú sabías algo de todo esto? —preguntó.
Negué con la cabeza, consternado.
—Ponlo del otro lado —dije.
Valeria dudó.
—¿De verdad quieres escucharlo?
—Ahora quiero saberlo todo. ¿Tú no?
Valeria se mordió el labio inferior y colocó el cassette.


5

 —Decidí tomar la ruta y arriesgarme —comenzó la voz de George—. No tenía mucho que perder. —Una risilla—. ¡Imagínate cuál sería mi sorpresa cuando te vi emerger del bosque por el espejo retrovisor! Frené el auto y me quedé pasmado al encontrarte en pleno arcén. Había supuesto que, si las cosas se me ponían difíciles y cuernitos me echaba mano, podría alegar que el libro se había perdido para siempre con tu muerte. Pero ahora, viéndote caminar como si nada rumbo a Los Altos, ese plan de contingencia se estaba yendo al tacho. No podía dejarte vagar por allí, tenía que hacerte desaparecer de alguna manera. Di la vuelta y te invité a subir. Por el momento era buena idea tenerte cerca. —Pausa. Miré a Valeria: observaba por la ventanilla el paisaje de mesas y bancos de granito en medio del verdor—. Días después vi tu mano y lo supe. —Pausa—. Alan, todo esto no es una casualidad, estamos en medio de un juego de engaños. Somos simples trebejos. —Una voz de hombre dijo “Es tarde”. Se escuchó tan claro como si le hubiese hablado a la grabadora en vez de a George, y él respondió que enseguida iría.
»Me encontré con un viejo amigo —continuó—. Él me contactó hace unos días. —Bajó la voz hasta un susurro y tuve que subir el volumen para escucharlo—. Trabaja para alguien poderoso. Parece que también está interesado en el libro. Me ofreció un trato. —Pausa—. Dijo que no tengo elección, Alan.


6

No tengo elección.
Esas fueron las últimas palabras de George en la grabación.
Parecía que yo tampoco la tenía.


7

—¿Y ahora? —preguntó Valeria.
—Nada —respondí—. Esa grabación es del diez de junio. Han pasado muchas cosas en estos once días. Seguimos con el plan.
—¿Qué plan? ¿Tenemos un plan?
—Ninguno, que yo sepa. —Encendí el motor; miré a Valeria y sonreí—. Improvisaremos.
—¿Qué quiso decir George con eso de los trebejos? ¿Qué es un trebejo?
—Cada una de las piezas del ajedrez.
—¿Y eso qué significa? —frunció el ceño.
—Que nosotros somos las piezas y alguien nos está moviendo a su antojo.
Valeria abrió la boca, sorprendida.
—¿Nos están usando?
El auto se deslizaba entre las mesas y bancos rumbo a la cinta asfáltica que se deslumbraba frente a nosotros.
La miré.
—Que no te quepan dudas al respecto —dije.


8

—¿Adónde vamos? —preguntó Vale al volver a la ruta.
—Vamos a preparar todo para el encuentro. No quiero sorpresas. No me extrañaría que al llegar ya haya hombres de Carvajal por los alrededores.
—¿Tenemos algo con qué defendernos?
—El baúl está repleto de armas, ¿recuerdas? Y si no vi mal la primera vez, creo que también hay unos artículos que nos vendrán de maravilla.
—Nunca disparé un arma, Alan.
—Yo tampoco… Ah, no, miento —recordé—. Cagué a balazos a una ventana. No es tan difícil.
—Visto de esa forma, supongo que no. Una ventana no te devuelve los disparos.
—Da igual. No creo que comience una balacera. Sólo las mostraremos para infundir respeto.
—¿Crees que vendrá? Carvajal, quiero decir.
Lo pensé un momento. Era una buena pregunta. Podía mandar a Bassa y quedarse él en lo alto de su torre, esperando. ¿Pero dejaría en manos de ese engendro tamaña responsabilidad? 
—No tiene opción —respondí.


9

El Mustang devoraba la ruta, con el chaf chaf de las ruedas contra el asfalto, su morro reluciendo a la luz del sol poniente. Eso era raro. ¿Cómo era posible que el sol le arrancara destellos a un auto que en verdad no estaba allí? Anotaría la pregunta en mi lista de pendientes respecto a todas esas rarezas que sucedían desde mi nueva perspectiva. Por ejemplo:
—¿Cómo hizo George para grabar su voz? —pregunté en voz alta.
—Por la longitud de onda —dijo Valeria—. Los sonidos se trasmiten mediante ondas. Algunas son audibles al oído humano; otras, no. Si algún otro escuchase la cinta sólo oiría ruido blanco. Es algo así como con los silbatos que usan para los perros. —Sonrió—. Ahora que lo pienso, nosotros mismos estamos en otra longitud de onda. No pueden vernos, oírnos ni tocarnos.
—Una vez leí que los fantasmas podían ser vistos en un televisor desintonizado —dije para no sentirme tan estúpido. Nunca imaginé que Valeria saliera con una respuesta tan sesuda.
—Es gracioso —dijo Valeria.
—¿Qué cosa?
—Nunca creí en fantasmas y ahora soy uno.
—Putos fantasmas —dije golpeando el volante con las manos—. Siempre pensé en ellos como sábanas flotantes.
—A mí se me viene a la mente Casper. ¿Sabes de quién hablo?
—El fantasma amigable.
—Ese mismo. ¿Y sabes otra cosa? Fíjate que no podemos atravesar paredes ni nada por el estilo, ¡pero el auto sí puede traspasar cosas! ¿No es loco?
—Directo a mi lista de pendientes —dije.
—¿Tu qué?
—Desde que estoy en este plano, y teniendo en cuenta todo lo que sabía sobre fantasmas gracias al cine o la televisión, he ido tomando nota mental de las diferencias y sus posibles respuestas lógicas.
—¿Ah, sí? Dime alguna.
Y así, hablando de espectros, y mientras atravesábamos Nérida de largo a largo y tomábamos ruta hacia Los Altos, con la noche apoderándose de tan decisivo día, llegamos a nuestro destino en un viaje que todavía conservo en mi memoria.


10

Sabía que Carvajal haría oídos sordos a mi advertencia de que acudiera solo al claro, con Bassa y Jessy como única compañía. Quiero decir, esa clase de tipos nunca acatan esa clase de condiciones. Pero aquello era ridículo.
La entrada del camino que llevaba al claro ahora lucía una valla con un cartel de prohibido el paso, y sendas patrullas se hallaban estacionadas a cada lado. Tres oficiales de policía hablaban entre ellos junto a uno de los autos. Detrás de ellos, entre los pastos, un coche se hallaba dado vuelta, con las cuatro ruedas mirando el cielo, como un perro esperando que le rasquen la panza. Cintas amarillas lo rodeaban atadas a unos arbustos.
Una bella puesta en escena.
—Tenías razón —dijo Valeria—. Carvajal se movió rápido. ¿Qué hacemos ahora?
—Entrar. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Ellos no pueden vernos. Creo que preparó esto más que nada para evitar cualquier tipo de interrupción. De hecho, dudo mucho que esos tipos sean policías de verdad.
Viré hacia el camino de tierra y traspasamos la valla. Los policías ni se mosquearon.
Luego de quinientos metros el sinuoso trayecto era invadido por el bosque y se convertía en un sendero. Detuve el auto y bajamos.
El cielo nocturno estaba despejado y la luna menguante se abría paso en el firmamento. Sus rayos se colaban entre las copas de los árboles iluminando tenuemente el camino. Noté que la tierra se encontraba seca. Al parecer, la fuerte lluvia no había llegado hasta aquellos parajes.
Consulté la hora. Eran las ocho y veinte.
—Vamos a llevar las armas al claro y las esconderemos en lugares estratégicos, cosa de tenerlas a mano, por si acaso. —Abrí el baúl—. Me parece que van a ser muchos viajes.
—Ahí hay un bolso —me señaló Valeria—. Podemos utilizarlo para transportarlas.
En efecto, junto a varias cajas de municiones había un bolso de lona plegado.
Comenzamos a llenarlo. Le pasé a Valeria cuatro AK-47. George me había contado que era uno de los mejores fusiles creado por los soviéticos.
—Estos no caben —dije.
Valeria asintió y se colocó dos en cada hombro colgándoselos de las correas.
En la concavidad destinada a la llanta de repuesto había una caja con granadas RGD-5. Sopesé una en mi mano y me sorprendí por lo liviana que era. No sabía nada sobre municiones. Sólo que había que tirar de la anilla y luego correr como alma que lleva el diablo.
Había también unos prismáticos y una pequeña pala. Los guardé.
Pero lo que buscaba era lo que se hallaba sobre la caja: tres chalecos antibalas de color negro. Le di uno a Valeria y la insté a colocárselo. Hice lo mismo, y metí el tercero en el bolso. Por si acaso.
—Creo que es más que suficiente —dije, cargándomelo al hombro—. Vamos, caminemos.


11

Pasados unos minutos llegamos al claro, y Valeria se detuvo mirando a su alrededor. Aún no había rastro de Carvajal. Dejé el bolso a mis pies; tenía el hombro molido luego subir la empinada ladera.
—Es acojonante —dijo Valeria.
No conocía la palabra ni su significado, pero entendí lo que sentía Vale: estaba temblando y con el vello de los brazos erizado.
—Este lugar —continuó ella acercándose a mí— tiene… —dudó unos segundos y miró el círculo de árboles que nos rodeaban— algo —concluyó.
Me acuclillé y abrí el bolso.
—Lo mejor será que dispersemos las armas por los alrededores del claro, así siempre tendremos una a mano —dije.
—No. ¿Y si las encuentran ellos?
—Tienes razón. ¿Qué propones?
Valeria señaló una formación rocosa en el otro extremo del claro semejante al caparazón de una tortuga.
—Propongo parapetarnos detrás de la roca si las cosas se ponen feas. Dejemos el bolso con las armas allí.
Era buena idea y eso hicimos.


12

Acomodamos las armas detrás de la roca y apoyé la espalda contra ella para descansar un instante.
—¿Qué haces? —dijo Valeria.
—Trato de recuperar el aliento.
—No hay tiempo, Alan, Carvajal debe estar por llegar… ¿Dónde está el libro?
—Oculto.
—Pero está aquí, ¿no es cierto?
—Sí. Y por el momento se va a quedar en su lugar. Esperaremos a ver a Jessy y lo que ocurra después.
No quise decirle la verdad: que me daba miedo tener el libro en mis manos.


13

No había pasado mucho tiempo cuando escuchamos el ruido de los motores. Crucé el claro, y observé por los prismáticos la nube de polvo que se elevaba entre los árboles.
Dos autos se detuvieron al lado del Mustang. Noté, distraído, que ninguno era el coche mortuorio de Bassa, aunque no había duda de que no faltaría a la cita.
Del primero bajaron cuatro hombres, todos ellos con traje, corbata y anteojos oscuros.
A mí esa manía que tienen con la vestimenta, lo confieso, me pone de los pelos. ¿Qué pretendían aquellos con eso? ¿Dar a entender que aún muertos conservaban su estilo? Les juro que si hubiese visto al agente Smith bajar allí mismo del otro auto, no me habría sorprendido en lo más mínimo. Y además, ¿qué se creían usando anteojos oscuros de noche? Más bien lucían estúpidos.
Del segundo vehículo, del lado del acompañante, bajó Bassagaisteguy, que observó los alrededores con recelo. Sonreí un poco. Seguramente sentía la extraña fuerza del lugar y se arrepentía de no haberlo chequeado previamente; pensé que si Bassa hubiese tenido la oportunidad de echarse para atrás, la habría tomado.
Se acercó a la ventanilla trasera y golpeó con sus nudillos el vidrio polarizado. El cristal bajó unos centímetros dejando una pequeña rendija y Bassa se inclinó para hablar por ella. Habría apostado lo que fuera a que Carvajal se encontraba dentro del auto escuchando a ojitos raros decirle que todo eso era mala idea, que lo mejor que podían hacer era regresar.
Todo eso lo escuché en mi mente, tan claro como si estuviera allí abajo, al lado de ellos. Podría ser que estuviesen hablando de cualquier otra cosa, pero lo dudaba. Y estaba seguro de que si Carvajal daba la orden de partir, yo perdería el poco valor que había conseguido y volvería a ser el cobarde de siempre.
Di un paso adelante hasta donde pudieran verme. La luna menguante a mis espaldas me enmarcó en una silueta minúscula recortada contra su majestuoso brillo.
—¡Carvajal! —grité.
Bassa y los cuatro hombres levantaron la vista. La puerta trasera del auto se abrió y Carvajal descendió de él no sin cierta complicación. Bassa estiró su brazo y Alcides lo tomó para ayudarse. La puerta del conductor también se abrió y salió otro hombre. Nada lo diferenciaba de los otros cuatro matones que se habían apeado del primer auto, aunque su fisonomía me resultaba algo familiar, de los tiempos en que trabajé para Alcides.
De Jessy, ni la sombra.
—Señor Santos, ¿es usted? —gritó Carvajal haciéndose visera con las manos.
Me sorprendí sin poder evitarlo. Tal parecía que Carvajal podía verme y escucharme, algo que no estaba en mis planes. Valeria también parecía conmocionada por este nuevo giro.
Es el claro, pensé.
—¡Tengo el libro! —grité.
—¿Dónde? ¡No lo veo consigo!
—¡Tendrá que subir hasta aquí para verlo!
—¡No creo que eso sea posible, señor Santos! ¡Mi subordinado me aconseja marcharme, y es lo que creo que haré si no baja!
—¡Como quiera! ¡Si se marcha, nunca volverá a verlo!
—¡Y usted tendrá en su haber otra muerte, señor Santos! —Hizo un gesto con su mano y dos de los hombres abrieron el maletero del primer vehículo. Sacaron a Jessy, maniatada y con los ojos vendados.
En ese instante caí en la cuenta de que no eran muertos como había pensado. Si esos hombres podían sostener a Jessy, tenían que ser vivos. Por lo tanto, quedaba claro que el único con un pie en ambos planos era Bassa.
—¿Está dispuesto a cargar con eso, señor Santos?
—¡Estoy dispuesto! —mentí—. ¿Y usted está dispuesto a entregarle su alma a Adirael por extraviar el libro?
El silencio que siguió a mi pregunta fue respuesta suficiente. Carvajal tardó unos segundos en recuperarse del golpe, pero luego dio dos pasos hacia delante y se plantó con ambas manos en la espalda y la cabeza en alto.
—Noto que se ha estado informando —dijo en tono bajo pero aún audible—. ¿Qué más sabe?
—Lo suficiente —volví a mentir.
—No le creo.
—Es su problema. ¿Hacemos el intercambio o no?
Bassa se acercó a él, tomándolo del brazo, y le dijo algo al oído.
—¡No me interesa! —gritó Carvajal, agitando el brazo para sacarse de encima a su lugarteniente—. ¡Me importan tres carajos que este bosque de mierda te ponga nervioso! ¡Es mi alma la que está en juego! —Volvió la vista hacia mí—. Está bien, señor Santos, subiremos. Le conviene que tenga el libro con usted. En caso contrario, y ya jugado por jugado, le juro que se acordará del apellido Carvajal por el resto de su miserable y puta existencia.


14

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo Valeria.
—Tú escóndete tras la roca y espera mi señal. Si algo sale mal, vas a correr en aquella dirección. —Le señalé hacia donde se escuchaba el rumor del agua—. Hay un arroyo no muy ancho. Vas a cruzarlo e internarte en el bosque. Ahí vas a tener dos opciones: o que los pierdas o que te atrapen. Si es la primera, sal de Nérida y nunca más regreses. Vete lejos y olvídate de todo
—No te voy a dejar.
—Sí que lo harás. Escucha: las posibilidades de que esto salga bien son mínimas. Más ahora que, tal parece, somos tangibles. —Miré a mis espaldas. Ya estarían por llegar—. Voy a hacer todo lo posible por liberar a Jessy —continué—; pero si no lo logro, lo único que intentaré es estar al lado de ella… cuando…
En lo más profundo de mí sabía que las cosas iban a salir mal, que Jessy moriría, que ya no existía posibilidad de salvarla. No es que fuera pesimista, pero… ¿Qué habían dicho George y Valeria unos días atrás? ¿Un inocente para salvar la vida de millones? Visto fríamente podría sonar correcto, ¿pero acaso ese inocente no tenía también el derecho a vivir?
No me di cuenta de que estaba llorando hasta que Valeria me secó las lágrimas con sus manos.


15

El primero en aparecer fue Bassa. Ingresó al claro con lentitud y miedo (aunque esto último quizá era una expresión de deseo de mi parte). Imaginaba sus extraños ojos, ocultos tras los anteojos oscuros, tratando de observar todo a la vez.
Se detuvo a veinte pasos de nosotros.
—¿Qué es este lugar? —preguntó en un susurro.
—¿Lo pone nervioso? Mejor así… ¿Y su jefe?
Bassagaisteguy chasqueó los dedos y Carvajal entró al claro con dos de sus hombres, uno a cada lado.
—¿Y los otros? —pregunté.
—Con la chica —me respondió Bassa.
Lo miré.
—Estoy hablando con el dueño del circo, no con el mono.
Aún con sus anteojos negros pude notar que los ojos de Bassa refulgían de rabia. Me obligué a sonreír y le guiñé un ojo. Me estaba ganando un enemigo de cuidado; pero si lograba sacarlo de quicio, quizá cometiera algún error que me permitiera liberar a Jessy.
Por otro lado, ¿eran necesarios los otros tres hombres para cuidar a una mujer inofensiva? Supuse que con uno era más que suficiente, con lo cual me quedaban dos más dando vueltas por allí. Resultaba un dato inquietante; no quería que me cayeran por la espalda.
Carvajal llegó hasta donde estábamos. La luz de la luna no le favorecía: se lo veía demacrado, con el rostro cruzado por arrugas de preocupación que le plegaban la piel, dándole el aspecto de un elefante viejo.
—Si no aparecen sus hombres en este momento, olvídese del intercambio —le advertí.
—Están cuidando la mercancía —respondió él—. Espléndido lugar —dijo con un tono rayano en el respeto—. ¿Cómo supo de su existencia?
—Pídale a sus hombres que traigan a Jessy.
—No es necesario —negó con la cabeza—. No veo que tenga el libro. ¿Está tratando de engañarme, Santos?
—El libro está aquí, no se preocupe por eso…
—Me preocupo —me interrumpió él—, porque usted, por lo menos, ha visto a la chica; pero yo, hasta ahora, no le he podido echar ni una mirada al libro. —Frunció el ceño y me señaló—. ¿Qué lleva puesto? ¿Un chaleco antibalas?
Carvajal rió, lo que hizo que sus arrugas se acentuaran y la imagen de paquidermo se acrecentara. Los dos hombres que lo acompañaban también rieron, pero todos se pusieron serios cuando Valeria trepó a la roca y se dejó ver. En sus manos llevaba el Kalashnikov y les apuntaba.
—Vaya, siguen las sorpresas —dijo Carvajal—. ¿Quién eres, preciosa?
Valeria no contestó.
—Esa arma que tienes entre manos es muy bonita. —Carvajal volvió a mostrar su sonrisa—. No creo que sepas usarla. Yo que tú tendría cuidado de no dispararme en los pies.
—No es tan difícil —dijo Valeria, haciendo chasquear el selector de tiro—. En automático logra seiscientos disparos por minuto, o por lo menos es lo que dice acá. —Mostró un papel con el dibujo del fusil—. Claro que el cargador que lleva sólo trae treinta proyectiles. —Hizo un mohín con sus labios—. Pero pienso que es suficiente para llenarlos de agujeros a usted y a sus amigos.
Carvajal parecía dispuesto a replicar, pero Bassa se adelantó.
—Nada de esto es necesario —dijo con voz suave—. Vinimos a hacer un intercambio y es lo que haremos. Señor Santos, le agradecería que le diga a su compañera que baje el arma.
—Creí que teníamos un trato —le respondí—, y ustedes se aparecieron con un batallón. Disculpen si mi amiga los incomoda, pero no dejará de apuntarles hasta que todo esto termine. Y lo primero que deben hacer es poner a Jessy a la vista.
—No voy a dejar que usted controle la situación, Santos —dijo Carvajal—. Si no veo el libro en este mismo momento, le juro que…
Bassa alzó su mano, haciéndolo callar. Carvajal abrió los ojos, asombrado por su insolencia.
—Está bien —dijo Bassa—, lo haremos a su manera. Traeremos a la chica hasta aquí, usted corroborará que está bien, y luego nos mostrará el libro. ¿Es así, señor Santos?
—Así es.
—¿Lo ve? —le dijo Bassa a Carvajal—. No son necesarias las amenazas. Somos gente de negocios haciendo una transacción comercial.
Metió su mano dentro del chaleco, y al notar que Valeria movía el cañón del fusil hacia él, se quedó quieto.
—Sólo voy a sacar mi teléfono. Lentamente, ¿ves?
Retiró la mano del interior. Entre sus dedos sostenía un celular. Apretó un botón en él y habló.
—Traigan a la chica.


16

Carvajal no parecía contento con el nuevo rumbo de los acontecimientos. Cuando Bassa se acercó a él, quitándose los anteojos y plantándole cara, escuchó lo que le decía, pero no respondió. Sólo apretó sus puños.
Bassa le tendió el celular hasta sus labios y apretó el botón. Carvajal estaba rojo de furia. Ya no parecía un elefante viejo, ahora semejaba un volcán a punto de hacer erupción.
—Traigan a la chica —repitió con un gruñido.
Bassa inclinó la cabeza con una sonrisa en los labios, como diciendo “¡Vamos, tú sabes lo que sigue! ¡Haz lo tuyo!”. Carvajal volvió a acercarse al celular.
—Es una orden.
Momentos después aparecieron los otros tres hombres con Jessy. Ella trastabilló y a punto estuvo de caer. Instintivamente di un paso hacia ella y ojitos raros me detuvo poniéndome su mano en mi pecho.
—Dijimos que la vería, no que se acercaría.
—Con los ojos vendados no ve por donde pisa. Si se lastima, no les doy el libro.
Bassa se acercó tan súbitamente a mí, que por un momento creí que me besaría.
—Dejémonos de estupideces, Santos. Ya vio a la chica. Ahora muéstrenos el libro. —Y luego, dirigiéndose a los hombres que estaban con Jessy—: Quítenle la venda.
Uno de los hombres cumplió la orden y Jessy pestañeó varias veces para fijar la mirada. Al notar mi presencia, pude ver que los ojos se le llenaban de lágrimas. Una calidez embriagadora pareció llenar mi pecho y sonreí como un tonto, alzando mi mano a modo de saludo. Ella se pasó el antebrazo por los ojos, secándoselos, y luego gritó:
—¡Maldito hijo de puta! ¿En qué lío me metiste ahora?
—Jessy… —murmuré.
—¡Te lloré un año entero, desgraciado! ¡Rehíce mi vida luego de dos años de terapia, y ahora te me apareces para cagármela de nuevo! ¡Ni muerto quieres dejarme en paz!
Dijo muchas más cosas que no pienso volcar en estas páginas. En verdad la entendía. Yo había salido de su vida y no tenía ningún derecho de aparecerme y complicarle las cosas.
De reojo noté que Carvajal hablaba con uno de los hombres, el conductor de su auto que me había resultado familiar, y éste se retiraba. Jessy seguía despotricando contra mí y Bassa la miraba con cierto desdén.
—¿No desea que la amordace? —me preguntó.
—No es necesario —respondí—. Deje que se exprese libremente.
—Como guste; es a usted al que trata como a una basura —dijo él—. ¿Vamos a lo nuestro? Me gustaría ver el libro.
—Tengo que ir a buscarlo —dije.
Entonces hubo un cambio radical en él: su figura se acrecentó, sobrepasándome por tres o cuatro cabezas, y la piel de su rostro se estiró casi hasta volverse trasparente, permitiéndome ver lo que se ocultaba tras ella.
Cerré los ojos sabiendo que esa imagen me asaltaría en mis sueños por toda la eternidad. Cuando los abrí, lucía normal otra vez, excepto por un corte en su frente, como un desgarro, del cual supuraba una sustancia verduzca.
—¿No lo trajo? —susurró aquel demonio vestido de humano, quien evidentemente estaba tratando de mantener la compostura.
—Está aquí, escondido.
Bassa estaba por replicar, cuando dos personas hicieron su aparición en el claro. Una de ellas era el hombre con el cual Carvajal había cruzado unas palabras y que luego se había marchado.
El otro era Julián.


17

Lo vi y mi mente pareció atar cabos en cuestión de segundos llegando a una sencilla conclusión: era él el que estaba con Bassa en el auto, era de él la silueta que vimos, no de Jessy. Me sentí un estúpido, y no por primera vez.
En ese momento, Bassa se acercó a Carvajal.
—¿Para qué lo mandaste traer justo ahora? —le preguntó—. No era necesario.
—Sé lo que hago —contestó Alcides. Y dirigiéndose a los demás, dijo—: Además, no podía dejar que mi único hijo se perdiera la fiesta. Menos aún después de todo lo que nos acabas de contar, ¿no es así, hijo?
Julián, incómodo, me miró y susurró:
—Lo siento, Alan. Me obligaron.
—No lo sientas, hijo —terció Alcides—. No tienes por qué hacerlo. Lo único que has hecho es ayudar a tu padre y no permitir que este bastardo se salga con la suya. Y de eso no tienes que arrepentirte. Seguro que te dijo un montón de cosas sobre mí y lo que he hecho. Tú mismo debes de tener una imagen errónea de mí. —Julián lo miraba, intrigado—. Todo lo que hago, hijo, es por el bien de todos. Por tu bien, por el bien de la familia, y más aún por el bien del país. ¿Que he hecho cosas desagradables? Es cierto, no lo niego. Pero todo lo hago porque me duele ver esa pocilga de corrupción en que estuvo hundido nuestro pueblo por muchos años. Ahora, en cambio, las cosas están mejorando. La capital ha enderezado su rumbo, y poco a poco el resto del país lo ha estado haciendo también.
Yo no entendía nada de lo que decía. Todo eso era una sarta increíble de mentiras, pero Julián lo observaba dubitativo, como si estuviese considerando su veracidad.
—Pero este bastardo —continuó Alcides, y me señaló a mí— está empecinado en echar todo al traste. Está decidido a estropear lo que la Familia Carvajal ha estado forjando por el bien del pueblo durante tanto tiempo.
Julián me observó, y descubrí en su mirada que le estaba creyendo.
—¿Es eso cierto, Alan? —inquirió.
—¡Por supuesto que no! —exclamé—. ¿Cómo puedes tragarte todas esas mentiras?
—Bueno, es mi padre. Y tú no dejas de ser un amigo, si se te puede llamar así, que no veía desde hacía casi veinte años. El mentiroso puedes ser tú, Alan. ¿Por qué iba a hacerte caso a ti, ya que estamos? Además…
—Hijo —interrumpió Alcides—, entiendo que te sientas mal, pero muchas veces los que consideramos amigos, no lo son. Se aprovechan de nuestra bondad. Todo lo que te dijo ese bastardo esta tarde es una vil mentira. Siempre quise verte progresar, verte bien, y si nuestra relación se vio minada con el tiempo, fue precisamente por Santos. ¿Recuerdas la vez en que me enojé contigo hasta el punto de, Dios me asista, castigarte para enmendar tu error?
—Sí, padre —dijo Julián cabizbajo.
—Bien, ¿quién estuvo contigo alentándote a que hicieras lo incorrecto?
Julián apretó la mandíbula y me observó con una mirada llena de odio.
—Mira, Flaco… —dije, pero él me interrumpió con un grito.
—¡No me llames así! Mi padre tiene razón: eres una basura, Alan. Siempre lo fuiste, pero yo fui demasiado ciego como para darme cuenta.
—Veo que ahora me entiendes, hijo —dijo Alcides con una voz melosa que hizo que se me revolviera el estómago.
Y para mi sorpresa, abrazó a Julián calurosamente. Éste se vio sorprendido también, pero aun así le devolvió el abrazo con un gesto no exento de afecto.
Valeria y yo nos miramos.
—Ahora —continuó Carvajal—, acabemos con esto de una vez. Quiero ver el libro ya mismo.
Miré a Jessy, que me observaba con los ojos anegados en lágrimas. Su ira hacia mí había pasado, y ahora sólo me miraba con tristeza. Debía demostrarle que estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de velar por su seguridad.
—Está bien —acepté.
Me dirigí a la parte de atrás de la inmensa roca y hurgué en el contendido del bolso de lona.
Con la pequeña pala en mano me dispuse a desenterrar el libro.


18

Me encaminé lentamente hacia mi izquierda, observando las raíces de los árboles que rodeaban el claro. Estaba seguro de que se encontraba por ese lado, pero no recordaba con exactitud dónde. Fingí distracción para no darles a entender mi inseguridad. Anduve despacio, rodeando ese extremo del claro, y poco a poco comencé a sentir cierta energía que fluía de algún lugar bajo mis pies.
 Noté que provenía de un frondoso pino de gruesas raíces. Me acerqué a él y lo rodeé. Posé mi mano sobre la corteza y sentí una fuerte vibración que se extendió por mi brazo como un calambre. Retiré mi mano y vi que había una letra tallada en la superficie del tronco. Era una “J”, y no tuve que pensar mucho para saber quién la había grabado. En ese momento, ya no me cupo duda de que el libro estaba enterrado allí, entre las raíces del pino.
Rodeé de nuevo el árbol, pensando vagamente que era curioso que lo hubiese escondido justo allí. Resultaba evidente que el lugar, el mismo donde habíamos consumado nuestro pequeño pacto de amistad hacía tantos años, estaba revestido de una energía singularmente poderosa.
Me hinqué de rodillas y palpé la fresca tierra, sintiendo de nuevo aquella vibración. Entonces una conocida voz resonó en mi cabeza: Ten cuidado.
Cerré los ojos, alarmado, tratando de pensar en una salida, pero no se me ocurría nada. Estaba en blanco. Sólo me quedaba confiar en que las cosas saliesen bien, por mucho que lo dudara.
Noté que Bassa se acercaba tras de mí y entonces me puse en pie.
Lo miré, inexpresivo, apartándolo suave pero firmemente con el brazo, y comencé a cavar.


19

La tierra estaba blanda y no tardé mucho en abrir un hoyo de medio metro de profundidad. A sabiendas de que el libro no debía estar a más de sesenta centímetros, dejé la pala a un lado, me agaché y comencé a apartar la tierra con las manos.
Bassa me miraba atentamente, vigilando cada pequeño movimiento mío.
A propósito, cavé con más lentitud, procurando ganar algo de tiempo. Estaba pensado que no debía entregarles el libro tan fácilmente cuando palpé una bolsa de plástico negro. Recordé haber metido el volumen en un grueso paño para protegerlo y luego haberlo envuelto herméticamente en aquella bolsa. Hundí las manos en la tierra esponjosa, haciendo palanca para desenterrar el libro, y entonces tropecé con un objeto punzante que había estado oculto a centímetros bajo el fardo. Sentí que se hundía dolorosamente en la palma de mi mano derecha y tuve que hacer un esfuerzo mayúsculo para no dar un respingo ni emitir el menor gemido.
La retiré lentamente, simulando estar teniendo problemas para liberar el bulto que envolvía el libro, y palpé con cuidado el objeto.
Entonces la comprensión inundó mi mente en un destello deslumbrante: era una daga, y podría jurar con la mano sobre el fuego que se trataba de la misma que Julián decía haber escondido en un lugar que había terminado olvidando. Casi pude verlo allí, regresando al claro años después de nuestro pacto, y enterrándola por instinto en un lugar que revestía una importancia enorme para ambos.
Entonces supe lo que debía hacer.
La agarré por la empuñadura y me incorporé, ocultándola bajo el paquete.
—¿Le importaría ayudarme a desenvolverlo? —le pregunté inocentemente a Bassa, que miraba sonriendo el bulto con una expresión de codicia difícil de describir. Me percaté de que estaba dispuesto a esfumarse allí mismo con el libro en su poder.
—Por supuesto, señor Santos, por supuesto.
Alargó las manos, solícito, y entonces di un paso adelante y enterré la daga con todas mis fuerzas en su vientre. Un segundo antes de que se perdiera en su interior, pude ver a la luz de la luna que mi sangre cubría gran parte de la brillante hoja.
El fardo cayó al suelo y lo pisé con fuerza para retenerlo.
Agarré a Bassa de la nuca con la mano libre y hundí con más fuerza la daga en una cuchillada ascendente. Éste me miró consternado, como si no entendiera lo que estaba ocurriendo, como si pensara que era imposible que las cosas no estuviesen desarrollándose como él tenía previsto. Giré mi muñeca y retorcí la daga en sus entrañas con toda la fuerza de que era capaz.
Entonces sucedió lo más extraño e inesperado.
Bassa se retiró y flotó, como llevado por un fuerte torbellino, y luego comenzó a girar vertiginosamente en medio del claro en un vórtice de energía. Una fuerte luz rojiza manó de su interior y aquél demonio comenzó a bramar de manera atroz, con unos ensordecedores y aterradores gruñidos que me laceraron los oídos, y que aún ahora me acosan en sueños.
En medio de todo, vi que los demás observaban pasmados la escena. Los hombres al servicio de Carvajal soltaron sus armas y huyeron despavoridos, no sin que antes pudiera ver que uno de ellos, el conductor del auto de Alcides, se había orinado en los pantalones. Soltaron a Jessy y ésta cayó al suelo, ocultando sus ojos para no ver la perturbadora escena.
Centelleó un último rayo de luz roja, acompañada de un alarido espeluznante, y luego se hizo el silencio y la oscuridad. El cuerpo de Bassa se derrumbó, vacío, como un globo desinflado.


20

Alcides y su hijo lo miraban con el rostro demudado.
Observé a Vale y noté que se había recuperado rápidamente de la impresión. Me hizo un gesto, señalándome el libro a mis pies. No había tiempo que perder.
Me agache, lo cogí y comencé a desenvolverlo de inmediato con la daga. El plástico y el paño volaron, desechos. Desanudé la correa negra de adornos plateados que protegía el libro y comencé a pasar las gruesas y amarillentas páginas con rapidez, buscando el dibujo del Uróboros que señalaba el lugar donde estaba el contraconjuro que rompería el pacto hecho por Carvajal.
—Supongo que buscas esto… —dijo entonces Alcides, con una risilla que hizo que me hirviera la sangre.
—Oh, Dios… —susurró Vale.
Lo miré y vi que sostenía una hoja amarillenta en su mano, sacudiéndola con aire de suficiencia. La cara que me enseñaba tenía un texto en la parte inferior, y sobre ésta una imagen circular de lo que a todas luces era la representación del Uróboros, la mítica serpiente que se devoraba a sí misma.
Sentí un nudo en la garganta, y supongo que puse una cara tal de impotencia y estupefacción que Carvajal rompió en carcajadas.
Le hizo un gesto a Julián señalándole a Jessy, y éste se dirigió hacia ella. Cogió una de las armas que habían dejado los desertores y agarró a Jessy, obligándola a incorporarse. Se acercó a su padre, le entregó el arma, que Alcides guardó en su cinturón, y se quedó a su derecha, inmovilizando a Jessy con fuerza.
Alcides observó un momento el cuerpo vacío de Bassa, después me miró sonriente y dijo:
—¿Sabes que me hiciste un favor? Ahora ese engendro no era más que un estorbo para mí. No era más que un tonto con cuernos y cola en punta, y si lo soporté todos estos años fue porque me era conveniente, pero ahora se había convertido en una molestia, una piedra en mi zapato.
»Era obvio que quería hacerse con el libro, y yo aún estaba pensando en la manera de asegurarme de que no se interpusiera en mis planes, cuando usted, Santos, arregló mis problemas de un plumazo. ¿No es maravilloso? Recuérdeme enviarle una tarjeta de agradecimiento en Navidad. Si acaso sigue entre nosotros, por supuesto.
Yo no atiné a decir nada, aunque pude notar la desesperación en los ojos de Carvajal. No esperaba nada de lo que sucedió, y menos aún que sus hombres huyeran asustados. Estaba inquieto, sin duda.
Vale tampoco dijo nada, aunque escuché que soltaba un “bastardo” por lo bajo.
Entonces Alcides tomó la mano izquierda de Julián, que seguía sosteniendo a Jessy delante de él, y dejó la palma a la vista. La cicatriz pareció brillar a la luz de la luna.
—Es en verdad asombroso —dijo, y me observó fijamente—. Mi propio hijo y usted. ¿Qué probabilidades tenían de hacerlo bien? Una en un millón, señor Santos. Pero lo lograron. Sorprendentemente, lo lograron. Lo que no pensé fue que su vínculo lograse tan poderosa fuerza.
—¿Cómo lo supo? —pregunté.
—Julián me lo contó todo hace un rato. Eso, y muchas cosas que permitieron que atara los últimos cabos que me faltaban. Hube de ser algo rudo con él, lo admito, pero a veces debes utilizar mano dura con tus seres queridos para mostrarles el camino correcto. Lo hago por el bien de todos, y así lo ha entendido finalmente. ¿No es así, hijo?
Julián asintió, con gesto respetuoso.
Entonces Alcides soltó su mano, cogió el arma y la levantó apuntando a Jessy. Sentí un vuelco en el corazón, sin comprender lo que estaba pasando. Vale gimió a mi lado. Entonces Carvajal dijo:
—Fue un placer conocerlo, señor Santos. —Sonrió—. Bon voyage.
Desvió el arma unos centímetros y le disparó a su hijo en la cabeza.


21

Julián cayó en la hierba, la mitad de su cráneo destrozado.
Jessy se derrumbó a su lado, inmovilizada aún por sus ataduras, y conmocionada por el disparo.
Entonces un dolor repentino relampagueó en la palma de mi mano izquierda y subió por el brazo rápidamente.
Un ataque cardíaco, pensé. Estoy sufriendo un ataque cardíaco.
Caí de rodillas mientras el dolor invadía mi pecho y se ramificaba como un cáncer maligno. Sentí más que vi cómo el libro y la daga caían a mi lado.
Se me nubló la vista, y entonces morí y me interné en la oscuridad.



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