sábado, 12 de febrero de 2011

EL REGRESO DEL DESTINO - (Parte 2 de 3)


EL REGRESO DEL DESTINO
(Parte 2 de 3)




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         Creo haber dicho ya que el destino, tarde o temprano, termina por encontrarte. Estoy convencido de ello. Fue algo que también comprendí aquel 27 de mayo. El destino es algo ineludible. Puedes huir de él, esconderte…, hasta cambiarte el nombre. Y aun así el ruin destino termina sacándote de tu agujero.
         Soy un asesino, en eso tenía razón el maldito negro. Asesiné a mi familia. A mi padre, a mi madre… y a mi único hijo. Los maté a todos.
         Pero permítanme decir algo en mi defensa. No lo hice a propósito; fue un accidente. Un desafortunado accidente.


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         Mi historia es sencilla. No quiero extenderme mucho. No sólo porque me duele muchísimo recordarla, sino también por algo bastante prosaico: sólo me quedan tres hojas de papel y el lápiz con que escribo estas líneas está muy gastado.
Empezaré diciendo que me casé muy joven. Tenía sólo diecisiete años cuando decidí proponerle matrimonio a mi novia. Ella era un año menor que yo y la había conocido en el instituto. Estábamos enamorados, así que cuando le propuse que nos casáramos y nos fuéramos a vivir juntos, ella aceptó de inmediato. Por supuesto, nuestros padres no estaban de acuerdo. Lo curioso es que cuando les dije lo que me proponía, no sólo no se enojaron, sino que la idea les causó gracia. Me preguntaron que de qué iba a vivir, que cómo pretendía sostener una familia si apenas acababa de terminar la secundaria y no tenía trabajo. Ya saben, las preguntas comunes en esta clase de situaciones.
Yo, como terco que era, no les hice el menor caso. Un mes después Silvia y yo nos casamos ante un notario y huimos. Así de simple. Éramos felices y con eso nos bastaba. Yo conseguí trabajo en una empresa de calzado, y ella uno de secretaria a medio tiempo en una agencia de bienes raíces. No lo hacíamos tan mal después de todo.
Dos meses después, Silvia quedó embarazada. Cuando me anunció que iba a ser padre, creí morir de dicha. La abracé con todas mis fuerzas y le prometí infinidad de cosas para ella y el bebé. Nueve meses después nació el pequeño William.
Aunque no me crean, y lo hayan escuchado un millar de veces, les aseguro que era el bebé más hermoso que he visto en mi vida. Tenía una tersa piel blanca, una tupida mata de cabello negro y una marca de nacimiento en la mejilla derecha, que parecía una pequeña huella dactilar. Era precioso, se los aseguro. Era realmente adorable.


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He escuchado que algunas madres sufren de una depresión postparto que se extiende por un par de meses, o más en algunos casos. Dicen que sienten un vacío inexplicable, o una repentina tristeza en el momento menos esperado. Nunca supe si se trató de eso, o si verse convertida en esposa y madre con apenas diecisiete años la abrumó de alguna manera, pero Silvia cambió enormemente su forma de ser luego del nacimiento del pequeño William. Se volvió retraída, malgeniada y era poco cariñosa con el bebé. Lo amamantaba y lo atendía como cualquier madre, pero se mostraba muy poco afectuosa con él y lo regañaba cuando se ponía a llorar en mitad de la noche. Yo miraba impotente cómo la persona que más había amado en mi vida se convertía en una completa extraña ante mis ojos.
Todo sucedió muy rápido.
Luego, un día de finales de noviembre, al llegar del trabajo, encontré un nota pegada al refrigerador: “Me voy para siempre, Freddy. Cuida del pequeño. Te quiero.
Me quedé petrificado en medio de la cocina, mirando estúpidamente aquel pedazo de papel, como exigiéndole más explicaciones. Por supuesto, no las hubo. Mi esposa se había ido para siempre, así de simple.
Luego de un rato, subí a nuestra habitación y comprobé que Silvia se había llevado sus cosas. Lo que decía la nota era real.
Después, fui a la habitación del pequeño William, que estaba cerca de cumplir su primer año de edad, y me quedé largo rato observándolo dormir plácidamente. Lloré en silencio. Me sentía abatido, sin fuerzas para seguir adelante. Pero el dulce rostro de mi hijo me dio las suficientes energías para reponerme del golpe. Él dependía ahora de mí. Sólo éramos él y yo. Nadie más.
No obstante, al sentirme tan solo y sin el apoyo de mi esposa, decidí ir a casa de mis padres. Supongo que no les sorprendió verme. A lo mejor esperaban que tarde o temprano regresaría, pues nunca se habían tomado el trabajo de buscarme. El caso es que me recibieron como si hubiera estado ausente un par de días.
Cuando les presenté a William, lo acogieron con inmensa alegría y se olvidaron de todo lo que había pasado entre nosotros. Nunca me preguntaron qué había pasado con Silvia. Tal vez lo sospechaban, pero no les importó.
Se sentían felices con su pequeño nieto.


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Pero yo no me sentía feliz. A pesar de mi firme decisión inicial, el golpe me había desestabilizado más de lo que pensaba. Caí en una profunda depresión, y lentamente descargué mi responsabilidad en mis padres. Poco a poco me desentendí de mi hijo. Extrañaba a mi esposa. Aunque en un principio pensé que sabría sobrellevarlo, la añoraba cada día de mi vida. Era la única persona que había amado, y una parte de mí sentía que mi hijo me la había arrebatado.
Sí, ya sé. Pensarán que estoy loco. Quizá lo esté. Pero con Silvia había pasado los días más felices de mi vida, y no podía dejar de sentir que mi hijo tenía parte de la culpa. De que ella cambiara, de que se volviera fría y distante, y de que finalmente me abandonara sin más despedida que una pequeña nota pegada en el refrigerador.
Poco a poco, año tras año, yo también me convertí en un hombre retraído, irascible y amargado. Quería a mi hijo, sí, pero una parte de mí también guardaba resentimiento con él. Empecé a beber. Luego perdí mi trabajo, y me dediqué aun más a la bebida. Mis padres dejaron de dirigirme la palabra, no obstante lo cual permitieron que siguiera viviendo con ellos y continuaron ocupándose de William, que a esa altura había cumplido ya nueve años.


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Una noche de octubre de 1963 llegué a casa borracho hasta la médula. Era más de medianoche y ya todos estaban dormidos. Entré lo más silencioso que mi embriaguez me lo permitía y subí al cuarto de mi hijo. Dormía tranquilamente. Era apuesto. Muy guapo en verdad. Se parecía mucho a su madre. Lo observé varios minutos con una mezcla de sentimientos que aún ahora no logro entender. Lo quería, como les he dicho, pero también sentía un extraño rencor hacia él. Borracho como estaba, comprendí lo irracional que me había vuelto. Era un estúpido. Había perdido a mi mujer, pero aún tenía un hijo que esperaba que su padre velara por él y lo sacara adelante. Que le diera el cariño que su madre nunca le había dado. Una mujer que abandonaba a su pequeño hijo de un año no valía la pena. Seguro que no. Y yo culpaba a mi hijo por ello.
Me sentí desgraciado. No podía creer que me hubiera convertido en una sombra de mi mujer. En un impulso inesperado, me acerqué a la cama y abracé a mi hijo, procurando que no se despertara. Rompí en llanto, mientras le prometía una y otra vez que cambiaría, que de ahora en adelante sería el padre que él se merecía, que todo iba a mejorar. Luego me incorporé y lo observe una vez más. Seguía dormido.
Después de un rato, me dirigí a la cocina. Estaba hambriento, así que calenté unas sobras del almuerzo en la estufa de gas y me encaminé a la sala de estar a ver televisión un rato. Estuve más de dos horas pasando canales con mirada estúpida. Finalmente, apagué el televisor y salí al patio trasero a fumar un cigarrillo.
Me paré en medio del patio y miré al cielo. Estaba despejado y la luna menguante iluminaba tenuemente la noche. Me sentía más tranquilo. En paz conmigo mismo. En paz con mi promesa y con mi firme propósito de cumplirla.
Busqué un cigarrillo y lo puse en mi boca, sonriendo. A continuación saqué una caja de cerillas y cogí una. Antes de prenderla, mi último pensamiento fue para mi hijo William. Te amo, pensé, te amo muchísimo, y de ahora en adelante voy a demostrártelo.
Encendí la cerilla, y esa fue mi perdición.


10

Una devastadora explosión destruyó la casa casi hasta los cimientos, impulsándome cinco metros hasta una de las paredes del patio. No perdí el conocimiento, pero el golpe me dejó aturdido unos minutos. Cuando me recuperé un poco, observé horrorizado cómo las llamas lamían las ruinas sin ningún control. El sonido del fuego era intimidante.
La comprensión llegó a mí como una despiadada y arrolladora avalancha, y los alcances de lo que había hecho me dejaron sin aliento, presa de un terror sin nombre. Lo que había pasado era el resultado de mi estupidez, era como un tétrico colofón a todos aquellos años de descabellada incertidumbre. El hecho de que mi mujer me abandonara de repente había desestabilizado mi vida hasta sus cimientos y yo, en vez de levantar la cabeza y seguir a adelante, había actuado como un imbécil, olvidando por completo mi responsabilidad.
En medio de mi borrachera, había dejado abierta la llave del gas y este había estado propagándose por toda la casa como una peste mortífera por casi tres horas. Cuando quise encender mi cigarrillo, mi destino y el de los míos, que había estado pendiendo de un hilo por más tiempo del que pensaba, se deslizó hacia la oscuridad. Más tarde pensaría que lo que sucedió estaba decidido mucho antes de encender esa fatídica cerilla. Que el destino se había resuelto mucho tiempo atrás, en el momento en que huí de mi responsabilidad, perdiendo mi trabajo y abandonándome a la bebida. Creo que ese fue el verdadero detonante de la tragedia.
Me quedé congelado por varios minutos, observando cómo el fuego devoraba lo que quedaba de la casa donde había pasado los últimos ocho años. El hogar donde había vivido durante casi toda mi vida. A pesar de que sabía lo que había hecho, una parte de mí seguía negando la realidad con loca testarudez. Miré a mi alrededor esperando con temor que alguien apareciera, pero al parecer los vecinos tenían esa noche un sueño más profundo de lo normal.
Entonces el horror se apoderó de mí. Un frío recorrió mi cuerpo, mientras comprendía lo que me esperaba en caso de que se supiera la verdad. Podía pasar el resto de mi vida encerrado en una celda. Un millar de posibilidades pasaban por mi cabeza como un loco huracán, no obstante lo cual mi cuerpo se negaba a moverse. Luego llegó el pánico y empecé a llorar, llevándome las manos a la cabeza como un desquiciado.
Creo que a fin de cuentas fue la sirena la que me espabiló. Su constante ulular empezó a oírse en la lejanía, apagado en parte por el rugir de las llamas. Corrí.
Sé que dirán que soy un maldito cobarde, y tienen razón, pero en ese momento me sentí en un callejón sin salida. Me sentí atrapado. Así que corrí.
Corrí huyendo de mi destino.


11

Por lo menos, eso fue lo que pensé en ese momento. Pero el destino tenía otros planes.
El resto de la historia daría para un centenar de páginas más, pero no me quedan suficientes hojas ni el ánimo para contarla. Baste decir que huí, me escondí, y seguí huyendo con el pánico pisándome los talones.
Finalmente fui a dar a este apartado pueblo, y poco a poco me forjé una nueva vida. Fue difícil, muy difícil, pero esos últimos años los había vivido en una especie de loca fantasía. La vida había adquirido un aire de irrealidad que hasta ese momento empezaba a descubrir. Entonces traté de seguir pensando de forma egoísta. Culpé a mi esposa de todo y en cierta forma me desentendí del asunto. Enterré la culpa como si me estuviera deshaciendo de un putrefacto y maloliente cadáver, y seguí adelante como un prófugo de mi vida, de mí mismo…, de Freddy Villa.
Me cambié el nombre e hice de cuenta que todo había sido una oscura y descabellada pesadilla.
Y lo hice bastante bien, todo hay que decirlo. Tanto, que yo mismo terminé por creer mi mentira, dándole la espalda a ese pasado.
Ángel Torres se convirtió en un jornalero a sueldo, bastante simpático y trabajador, aunque algo distante. Quien lo veía decía que era un hombre tranquilo que trabajaba para vivir, y vivía para trabajar.
Una linda historia, ¿no les parece?
Y así pasaron diez años. Supongo que me dieron por muerto, víctima también del incendio que destruyó mi casa, ya que nadie vino nunca a pedirme cuentas, y cuando mi propia conciencia intentaba hacerlo, en esas frías noches en que la mente parece divagar por senderos nada agradables, yo hacía la vista gorda, como suele decirse. Y me decía a mí mismo: soy Ángel Torres, un tranquilo pueblerino dedicado al trabajo. Algo aburrido, de hecho. Pero un buen hombre a fin de cuentas.
Creo que incluso la vida pareció empezar a sonreírme después de un tiempo, como si ella misma hubiera terminado convenciéndose de mi inocencia.
Llegué a sentirme feliz. Descaradamente feliz.
Hasta aquel 27 de mayo de 1973.


Continuará…



Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Junio de 2010.

3 comentarios:

✿ Belle ✿ dijo...

Woooo me ha encantado esta segunda parte, me encantó ese comienzo de la pareja y su fin, muy triste :,( Ahora me da pena que sólo quede una parte!!! Un día tienes que hacer uno más largo :D

Calavera dijo...

Gracias por leerlo, Belle! :)

Y, bueno, ya que lo dices, aún me queda un relato en la manga para publicar. Y es el más largo, oscuro y, diría yo, ambicioso que he escrito. Tiene un total de 15.600 palabras (9.000 más que este que estás leyendo) y pienso publicarlo muy pronto en 4 partes. :D

Se llama BIENVENIDOS A SOLEDAD. :)

PAOLA RUIZ dijo...

Que triste todo esto,no veo probable un final feliz...igualmente alla voy hacia la tercer parte.

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