Los Renegados presentan:
Los Misterios de Harris Burdick
UN EXTRAÑO DÍA EN JULIO
Escrito por George Valencia (Calavera)
Basado en una ilustración de Chris Van Allsburg
Lanzó con todas sus fuerzas, pero la tercera piedra rebotó de regreso.
1
Imagina un lago.
Un lago prístino y tan azul como el más límpido de los cielos, enclavado en el interior de un valle al oeste de un pueblo pequeño; un lago rodeado de bosquecillos de árboles bajos y praderas tan verdes como nunca hayas imaginado, a través de las cuales riachuelos tranquilos y angostos desembocan en él con un murmullo cadencioso que invita al sueño, la tranquilidad y la paz. Aquí y allá el lago se pierde en rincones, recovecos y curvas, creados por los numerosos promontorios que se alzan en las colinas bajas de las faldas de la montaña. Algunas rocas de gran tamaño invaden los bordes en ciertas zonas, creando cuevas y pequeñas lagunas escondidas; hábitat ideal para los castores, las ardillas y los niños de nueve años.
Imagina un niño, justamente de esa edad, de cabello negro, piel blanca, ojos soñadores y sonrisa inocente. Es algo tímido y le cuesta relacionarse con los demás chicos del colegio. Le gusta dibujar, leer y adentrarse en la multitud de caminitos que rodean el lago y que se pierden en el interior del bosque en una telaraña sin fin. De cuando en cuando sale a cazar pececillos, para admirarlos y estudiarlos, y luego dejarlos en libertad. Es callado y soñador, pero saca buenas notas en el cole.
Ese soy yo a los nueve años.
Ahora imagina una niña, un año mayor. La más linda que jamás hayas visto. Delgada y grácil, de ojos negros y cabello oscuro y abundante. Su sonrisa invita a la alegría, a las risas, y su mirada lleva los sueños en su brillo. Es inteligente, locuaz y su compañía te hace sentir bien. También le gusta leer historias de aventuras y tiene una infinita creatividad para los juegos. Hermosa, tierna, de buen corazón, una criatura casi etérea, como una mariposa de vivos colores. Así es ella.
Su nombre es Estephanie.
Ahora une estos tres elementos, únelos en un extraño día en julio, uno en el que el tiempo parece estar más allá de cualquier medida; uno en el que los árboles no se mecen y las nubes parecen tardar días en recorrer el cielo, uno en el que el lago está tan quieto y sereno como un espejo. Hazlo, y la magia surgirá. Naturalmente, sin barreras ni límites, tan poderosa e inesperada como un atardecer violeta.
Con la fuerza suficiente como para cambiar vidas.
2
Fue Estephanie quien lo descubrió.
Era ella a quien siempre se le ocurrían las buenas ideas, y ella la que por alguna razón siempre descubría las cosas más curiosas. A veces eran cosas que solo ella (y con el tiempo yo también) entendía… Como quien ve figuras en las nubes donde los demás ven algodones blancos.
Era un mundo aparte, Estephanie, siempre tan soñadora.
Esa tarde de julio me llevó a una de las zonas menos concurridas del lago. Decía haber descubierto algo maravilloso. En ningún momento me cupo la menor duda de que así sería, aunque yo imaginaba algo como una cascada de agua escondida tras un bosquecillo o un árbol con forma de jirafa o elefante, algo aparentemente trivial, pero que visto a través de sus ojos sería sin duda maravilloso. Yo me maravillaría con ella, y escucharía extasiado alguna de sus extrañas historias mientras compartíamos algunas viandas a la sombra de un viejo olmo.
Pero cuando llegamos al borde del lago, en un rincón guarecido por las rocas que casi llegaba a ser una laguna secundaria, y Estephanie comenzó a recoger guijarros de la orilla, supe que esta vez se traía algo distinto entre manos.
—Tefi, ¿es eso lo maravilloso que tienes para mostrarme? —dije, no obstante, escéptico—. Hemos lanzado guijarros cientos de veces en el lago.
—Esta vez será diferente, Lucky —dijo ella, y me guiñó el ojo, sonriendo.
—Eso está por verse —respondí, sonriendo también sin poder evitarlo—. ¡Y no me llames “Lucky”! Mi nombre es Lucas.
—Tú me llamas “Tefi”.
—Pero a ti te gusta.
—A ti también. Deja de rezongar, Lucky, y ayúdame a buscar guijarros planos.
Así lo hice, y pasados quince minutos de buscar aquí y allá en la orilla del lago ya teníamos una buena cantidad apilados a nuestros pies.
La tarde transcurría lenta y apacible. El sol se colaba entre las nubes de cuando en cuando y le arrancaba destellos al vestido impecablemente blanco de Estephanie. Su cabello oscuro despedía apagados brillos que enmarcaban su hermosa carita como una aureola. El lugar en el que estábamos parecía estar ajeno a lo que sucedía alrededor, se palpaba un silencio soterrado, solo interrumpido a ratos por las risas de otros niños que disfrutaban de las vacaciones de verano.
—Bueno —dijo ella finalmente—, creo que fue aquí donde la vi.
—¿Viste qué? —pregunté, intrigado.
—La luz.
—¿La luz?
—Sí, Lucky, pero primero tenemos que encontrar el lugar exacto y lanzar la piedra tres veces, y…
—Vamos por partes —la interrumpí—. ¿Lugar exacto? ¿Tres piedras?
—Sí, Lucky —dijo Estephanie, ladeando la cabeza y poniendo los brazos en jarras, como si fuese una madre tratando de hacer comprender algo a su testarudo hijo—. Mira, ayer estuve por aquí, explorando, sin ninguna idea concreta. Entonces me aburrí y decidí lanzar guijarros. El récord está en…
—Ocho. Ocho saltos. Lo sé.
—Sí. Y aunque sé que nunca me hubieras creído si lograba nueve, decidí entrenar un poco para la próxima competencia. Había estado lanzándolos mientras recorría lentamente la orilla, cuando…
Se quedó callada, pensativa, y con una sonrisa pícara y curiosa que yo conocía muy bien.
—¿Cuándo qué, Tefi? ¡No me dejes intrigado!
Ella me miró, y pareció estudiarme detenidamente. Me gustaba cuando me miraba así, pero también me hacía sonrojar. Ella lo sabía, y por eso lo hacía a propósito.
—Creo que será mejor que lo veas tú mismo.
Entonces se inclinó, cogió un guijarro, lo examinó buscando su mejor lado, y lo arrojó con fuerzas a baja altitud. La pequeña piedra saltó… y saltó… y saltó… y…
—¡Uaaaaau! —exclamé, sinceramente sorprendido—. ¡Diez saltos! ¿Cómo lo hiciste?
Miré a Estephanie, y mi sorpresa fue mayor al ver su rostro inexpresivo y desilusionado.
—¿Qué pasa, Tefi? Acabas de romper la marca… ¡y no te inmutas!
Ella me miró, y sonrió tristemente. Si había algo que caracterizaba a mi amiga era que su rostro era un lienzo traslúcido a través del cual se evidenciaban sus sentimientos. Dicen que el rostro es el reflejo del alma, y el de Estephanie era quizá la máxima expresión de ello.
—Es que no funcionó como ayer —dijo.
—¿Y qué pasó ayer?
—Quizá no sea el lugar exacto… —murmuró ignorando mi pregunta, y dándose golpecitos en los labios con las puntas de los dedos. Siempre hacía eso cuando estaba tratando de resolver algo, o de llegar a alguna difícil conclusión. A mí me encantaba ese gesto.
—¿Podrías decirme qué demonios pasó?
Estephanie me miró con el ceño fruncido.
—No maldigas, Lucky.
—Lo siento.
—Ven, quizá me equivoqué de lugar.
Me cogió de la mano y me condujo rodeando lentamente la orilla. Miraba aquí y allá, como buscando algún rastro, alguna huella. A veces observaba el lago y murmuraba para sí palabras que no alcanzaba a escuchar.
Entonces, en un momento dado, frenó en seco y exclamó:
—¡Es aquí! ¡Estoy segura! —Me miró sonriente—. Lucky, ven y trae unos cuantos guijarros.
Obedeciendo sus órdenes, fui y traje de vuelta unos cuantos del montón que teníamos apilados. Estephanie estaba en cuclillas, mirando hacia el lago con los ojos entrecerrados, como si estuviese midiendo algunas misteriosas coordenadas. Yo seguía sin entender nada, y por momentos pensaba que mi amiguita sí estaba corrida de la teja después de todo.
—¿Crees que con estos bastarán? —pregunté enseñándole las piedras que llevaba en la bolsa improvisada que había hecho con los fondillos de mi camiseta.
Estephanie estudió los guijarros y asintió.
Cogió uno, y sin mayores preámbulos lo lanzó con fuerzas sobre la superficie del lago.
Recuerdo que en ese preciso instante me distraje por unos segundos descargando mi botín en el suelo, por lo que no vi lo que sucedió en el agua. Solo pude ver conmocionado cómo la piedra que hasta hace unos segundos había sido arrojada regresaba a reunirse con las demás en la orilla de la pequeña playa. Por un momento sospeché que Estephanie me estaba tomando el pelo, pero entonces vi su expresión extasiada y ya no tuve duda de que algo había ocurrido.
—¿Lo viste, Lucky? —preguntó.
—Mmm… La verdad… no —respondí después de balbucear un poco.
—¡Pero sí que eres…! Ven, pon cuidado.
Me cogió de la camiseta y me zarandeó hasta situarme a su lado. Cogió otro guijarro de la pequeña pila; se inclinó un poco y se colocó en posición.
—No te distraigas, Lucky; siempre te distraes.
—No lo haré —prometí.
Estephanie se concentró, y su carita adquirió el semblante de la mujer madura que sería algún día. Supongo que quien lea esto pensará que estaba enamorado ya a los nueve años… y tal vez tenga razón. Aunque en ese momento no tenía muy claro lo que era el amor. Al menos esa clase de amor.
Lanzó el guijarro con fuerza, y a punto estuve de perderme también este segundo lanzamiento por estar admirándola. Desvié la vista justo a tiempo para ver cómo la pequeña piedra alcanzaba una veintena de metros en la superficie del lago, dando saltitos cada vez más cortos… para luego regresar por el mismo camino, dando sendos botes hasta llegar a nuestros pies.
Me quedé alelado, observando las ondas que se esparcían por la superficie del agua, casi esperando ver alguna extraña criatura surgiendo de las profundidades. Estephanie aplaudía y reía entusiasmada.
—¿Lo viste, Lucky? Dime que lo viste o te arranco las orejas.
—Lo vi… lo… claro que lo vi. Es solo que no puedo creerlo…
—No sé a qué se debe, pero es como si la piedra rebotara contra algo. Ayer lo intenté en muchas otras partes, incluso desplazándome solo unos metros, pero parece que solo sucede en este punto específico del lago. ¿No es genial?
—Lo es, Tefi —contesté, aún conmocionado por el fenómeno—. Es maravilloso, tal como dijiste.
—Pues déjame decirte que aún no has visto nada.
—¿Ah, no? —pregunté, y aunque no tenía un espejo a la mano, creo que puse una cara de tonto de campeonato.
—Sipirili —respondió ella con una sonrisa de oreja a oreja.
Ver su alegre expresión me sacó de mi ensimismamiento. Sonreí y dije:
—Bueno, ¡veámoslo!
—¿Cuántos lanzamientos llevo?
—¿Dos?
—Exacto. Ahora mira esto.
Estephanie lanzó con todas sus fuerzas, pero la tercera piedra rebotó de regreso. Y justo en ese instante se vio un fogonazo verde que se esparció por todo el lago, proveniente del punto en el que el guijarro había rebotado, cambiando el tono de la soleada tarde. Duró apenas unos segundos, pero quedó grabado en mi retina por varios minutos. Fue como una explosión silenciosa y colorida que solo nosotros pudimos ver, pues nadie acudió a mirar y el bullicio lejano de los niños continuó con normalidad.
Estephanie y yo nos miramos; ella con una expresión de complacencia y yo con el rostro demudado por la sorpresa. Algo había allí, en ese punto del lago, y era un mágico secreto que solo los dos conocíamos. No hubo necesidad de palabras; los dos estábamos pensando lo mismo. ¿Qué había en el lago? ¿Qué clase de extraño lugar mágico habíamos descubierto? ¿De dónde procedía?
Entonces Estephanie interrumpió el hilo de mis pensamientos.
—Hazlo tú, Lucky.
—¿Yo?
—Sí, tú, Lucky tonto.
Miré los guijarros, y a continuación observé la superficie del lago, que poco a poco se había aquietado. ¿Por qué no?, pensé. Me agaché, recogí una piedra, miré a Estephanie, que asintió con aprobación, y la lancé.
La piedra dio ocho, diez, doce, ¡trece saltos!, y entonces rebotó de vuelta hasta parar a mis pies.
Estephanie y yo nos miramos, y reímos como tontos.
Recogí otra piedra y repetí el procedimiento, con igual resultado.
Agarré un tercer guijarro, respiré profundamente, y lo lancé con todas mis fuerzas. Tuve el tiempo suficiente para pensar que no sucedería nada, que la magia que había obrado por manos de Estephanie no arrojaría resultados por las mías, pero entonces un fogonazo de luz azul se levantó hacia el cielo, inundando el lago con su impresionante resplandor. El cambio de tonalidad era algo nuevo, lo noté en la expresión de Estephanie, por lo que, teniendo en cuenta su inagotable creatividad, no me sorprendió cuando me dijo:
—¿Y si lo hacemos al tiempo?
Era una gran idea, como todas las que se le ocurrían, y multitud de posibilidades cruzaron por mi mente como un torbellino. Sin pararnos a pensarlo detenidamente, recogimos sendos guijarros de la pila, y de manera sincronizada fuimos lanzándolos. Los primeros rebotaron con más fuerza de lo normal. Los segundos, más aún. Y ya antes de lanzar los terceros guijarros, con matemática exactitud, supimos que algo sin precedentes iba a suceder. Sin embargo, nada nos preparó para lo que ocurrió.
Lanzamos con todas nuestras fuerzas; los guijarros dieron igual número de saltos, y entonces en cierto punto los dos chocaron. Justo en ese momento un fulgor multicolor inundó no solo el lago y el sector donde estábamos, sino todo, absolutamente todo. Y esta vez no desapareció, ni mucho menos, sino que por el contrario pareció extenderse y extenderse hasta invadir nuestra realidad.
Fue entonces cuando, en el centro de todo, vimos la puerta.