Los Renegados presentan:
DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XII
Escrito por: Adrián Granatto
21 de junio de 2011
Me siento un estúpido.
La decisión de suicidarme no fue un acto de cobardía; fue un acto de amor para cuidar de la persona que más quería en mi vida. Creí que de esa manera la ponía a salvo.
Pero no fue así.
Y ahora Jessy está en manos de Carvajal.
Gracias a Dios, mi madre no caerá en sus garras…
Ella falleció un año y medio después de mi partida a Nérida. Saber que su salud ya se encontraba deteriorada no me ayudó a mimetizar el dolor de sentirme culpable por su muerte. Sé que le rompí el corazón al marcharme.
En el cementerio me conmoví por la cantidad de gente reunida para darle el último adiós. Un sol radiante engalanaba aquella mañana, contrastando con los anteriores tres días de lluvia que asolaron a Los Altos. El gentío había formado un semicírculo alrededor de lo que sería la última morada de mi madre y escuchaban el panegírico a cargo del párroco. Escuchar esas palabras carentes de emoción dichas por un completo extraño que nunca lograría verter en sonidos la esencia pura de lo que era mi madre, hizo que una tristeza sin parangón me llenara el corazón. Era yo el que tendría que estar allí hablando de ella, no un desconocido.
Luego del servicio, y una vez que la gente se marchó, me arrodillé frente a la tumba y lloré desconsoladamente…
—¿Estás bien? —me preguntó George.
Una ráfaga de viento sacudió los arbustos golpeándolos contra la casa. Ese sonido de uñas arañando una pizarra llenó el aire y los cuatro nos estremecimos.
—Estoy bien —logré decir.
—Lamento ser el portador de malas noticias —dijo Bialos—. Pero ahora que lo saben, capaz pueden hacer algo.
—Tú te callas la boca si no quieres que… —comenzó George, pero se detuvo al ver llegar el auto de Alberto—. ¡Mierda! —exclamó. Luego, mirándonos a todos y tomando a Bialos del brazo, agregó—: Seguiremos esta conversación en mi casa. Vamos al auto.
Alberto estacionó la carcacha frente a la casa y recorrió el camino de piedra hasta la entrada. Antes de que pudiera tomar el picaporte, la puerta se abrió, sobresaltándolo.
—¡Hola, mi amor! —saludó Curru.
—¡Pero la puta! —gritó Alberto, tomándose el pecho —¡No me asustes así, por el amor de Dios!
Curru nos guiñó un ojo mientras hacía pasar a su marido. La saludé del mismo modo y los cuatro subimos al Mustang de George.
Desde la última vez que visité la casa de George, las cosas han cambiado un poco. En el living había un sillón de tres cuerpos con señales visibles de haber sido mordisqueado. Capaz un perro, pensé. Una de las patas delanteras del sillón había sido sustituida por un libro para que quedara en posición horizontal. Era un volumen gordo y desde donde estaba pude verle el lomo con claridad. En él decía:
STEPHEN KING
LA CÚPULA
—No es forma de tratar a un libro —le dije a George, señalando el sillón.
—A ese, sí —dijo él—. Es malísimo. Además —agregó—, fue el único que conseguí lo bastante grueso para nivelar el sillón.
Por donde mirase todo estaba lleno de velas. George las iba prendiendo mientras recorría la planta baja. Cuando volvió a nuestro lado y empujó a Bialos al sillón, donde quedó despatarrado, la luz ondulante de las velas le había dado a la habitación un aspecto siniestro, con demasiadas sombras saltarinas moviéndose por las paredes.
—Ahora hablaremos. Siéntense donde gusten.
No había mucho para elegir. George tomó una silla de plástico blanca, Valeria acercó una mesa baja y se sentó en uno de sus bordes, y yo encontré un cajón de fruta al que tanteé antes de sentarme. Se veía lo bastante firme como para arriesgarme a posar mi culo en él.
George nos miró a ambos, asintió con la cabeza, y se dirigió a Bialos, que miraba a su alrededor con cara de sorpresa.
—Dijo algo de un secuestro.
—Así es —dijo Bialos. Miraba a George con miedo—. Verán: Alcides Carvajal tiene un problemón entre manos. Sin el libro no puede recolectar almas; y si no puede recolectarlas, alguien muy feo se pondrá de mal humor. Entonces, dadas las circunstancias, ha decidido jugarse el todo por el todo. Quiere un intercambio: la chica por el libro.
—No podemos hacer eso —habló Valeria—. Con el libro, Carvajal sería imparable y seguiría causando mal. —Me miró a los ojos—. Perdona lo que te voy a decir, Alan, pero la chica es prescindible.
No podía creer lo que mis oídos habían escuchado.
—¿Qué? —logré articular.
—Valeria tiene razón —opinó Bialos, sin dejar de mirar a George—. Devolverle el libro a Carvajal haría que las cosas empeorasen. Yo no lo haría.
Lo miré a George buscando apoyo, pero él se encogió de hombros.
—Tienen razón —dijo—. Piénsalo, Alan: ella está viva, vos estás muerto. Carvajal va a matarla consiga o no el libro, eso es un hecho… Es más, él aún no está seguro de que estés por ahí merodeando en este plano. Lo que hizo es con el fin de que aparezcas. Si no lo haces, le va a importar un pepino acabar con ella.
Llevé mis manos a la cara y espié a George entre los dedos.
—Pero cuando la mate —prosiguió éste—, podrán volver a estar juntos. ¿Cuál es el problema, entonces? Ninguno.
—No puedes estar hablando en serio —le reproché a George, bajando las manos—. Nunca tomaría su vida, ¡nunca! Y no puedo creer que esté aquí escuchándolos a ustedes decir tantas pelotudeces juntas.
—No puedes devolverle el libro, Alan. Debes entender eso —me increpó Valeria.
—¡Ya lo sé! —grité.
Respiré hondo y cerré los ojos. No podía dejarme dominar por el pánico. Eso sería un error en estos momentos. Las emociones son peligrosas y ciegan a las personas. Y una persona obcecada corre el riesgo de dar un paso de más y caer por el precipicio.
—Tengo que salvarla —dije abriendo los ojos—. Ella… —Sentí las lágrimas anegándome la vista—. Jessy merece vivir. —Callé. No podía creer que estuviera llorando, pero así era. Me pasé el antebrazo por el rostro y me puse de pie—. Ella es importante para mí y no voy a dejarla sola. Carvajal se va a arrepentir de haberla secuestrado.
Se produjo un silencio incómodo. Un ruido en la cocina rompió el momento. Todos giramos la cabeza y vimos entrar a un gato. El felino nos observó con desinterés y caminó entre nosotros hasta llegar donde George. De un salto se subió a su regazo y se acurrucó en él. George lo acarició detrás de las orejas y el minino ronroneó feliz.
—¿Qué pasa? —preguntó al notar nuestras miradas.
—¿Tenés un gato? —dijo Valeria.
—No, es un perro disfrazado… ¡Claro que es un gato!
—¿Y qué hacés con un gato?
—¿No puedo tener un gato? Apareció un día buscando comida. Le di un poco y se encariñó.
—¿Acaso tiene importancia el puto bicho? —dije.
—No, no la tiene —dijo George mientras seguía acariciándolo—. Por supuesto, hagas lo que hagas, no te voy a dejar solo. Puedes contar conmigo para esto, Alan.
—Y conmigo —se sumó Valeria.
—Hay otra cuestión —dijo Bialos desde el sillón. Temblaba. No sé si de miedo o de emoción—. Sin el libro, Carvajal está indefenso. Si él muriera en estos momentos, las almas quedarían liberadas. Y lo mejor de todo es que el demonio se llevaría la suya por las molestias ocasionadas.
Se quedó callado, paseando la vista entre nosotros tres y con una sonrisa tonta en el rostro que poco a poco se le fue diluyendo, a la vez que sus ojos se ensombrecían.
—¿No entien… no entienden? —tartamudeó—. Si matamos a Alcides Carvajal ahora, liberaríamos a todas las almas que tiene en su poder. ¡Quedaría libre! —gritó exaltado.
Valeria respingó. El gato se erizó en el regazo de George, echando las orejas hacia atrás.
Nunca se me había pasado por la cabeza asesinar a nadie. Mi inocente idea era… bueno, en verdad no tenía ninguna.
—Yo me ocupo —dijo George. Acariciaba al gato tratando de tranquilizarlo—. Tengo experiencia en el tema.
—Corremos con ventaja —dijo Valeria—. Ya estamos muertos y ellos tienen mucho que perder.
Las palabras de Valeria me sonaron lejanas. La única voz que oía en mi cabeza era la de George.
“Tengo experiencia en el tema”.
¿Experiencia en qué? ¿En matar gente?
Pensé (y no por primera vez, si vamos al caso) que no conocía del todo a George. ¿Y si era peligroso? Y esta idea me llevó a otra: ¿Y si era espía de Carvajal y todo esto era una maldita trampa para conseguir el libro? Recordé cuando lo conocí. ¿Cuántas posibilidades había para ese encuentro? Demasiadas. Una entre un millón.
Observé a George, que seguía acariciando al gato. ¿Era esa la imagen de un asesino o de un espía? No lo sabía, pero la semilla de la duda ya se había plantado en mí y comenzado a germinar.
—Algo peor que la muerte —decía Bialos en ese momento—: el olvido absoluto.
—¿Qué? —murmuré. Me había perdido toda la conversación.
—¿Qué te pasa, Alan? —preguntó Valeria—. ¿No estás escuchando?
—Perdón, estaba en otra cosa.
George me miró, arqueando una ceja.
—¿Estás bien?
—Sí, sí —dije—. ¿Qué me perdí?
—El hombre está diciendo que podemos morir, Alan —explicó Valeria.
—¿Eh? —logré decir. Otra sorpresa más. No creí estar preparado para todo esto. Si hubiera seguido mis primeros impulsos de mantenerme alejado de los demás, ahora no estaría en esta encrucijada. Aunque eso era una mentira, por supuesto. Tarde o temprano hay que enfrentarse a las decisiones que uno ha tomado a lo largo de su vida, y este era mi propio momento—. Bialos, por favor, repita lo que decía.