El presente relato ocupó el 4to. puesto en el «Concurso Zombi», organizado el pasado mes de enero por la revista El Tintazo, la revista de literatura popular en español.
EN OTRO TIEMPO
—John… Johnny… ¿Estás
dormido?
—Mmmm…
—murmuró Johnny desde algún lugar bajo las cobijas.
—¿Johnny?
—Mmmm…
—¿Estás
dormido?
—¡Mmmierda!
¡Lo estaba, Eddie! —exclamó Johnny de repente, somnoliento y malhumorado—. Lo
estaba hasta hace unos segundos. ¿Por qué siempre tienes que estar
despertándome?
—Es
que no puedo dormir —dijo Eddie sin mayores preámbulos.
—Y
has decidido ser justo y equitativo despertándome a mí también, ¿no? —replicó
Johnny incorporándose en la cama mientras se restregaba los ojos.
—¿Cómo
dices? —Eddie, evidentemente, no entendía el significado de la palabra ironía.
—Olvídalo
—dijo su hermano mayor estirando los brazos—. ¿Qué tienes ahora? Cuéntame. Johnny
Vélez siempre está todo oídos para su hermanito menor.
—Es
por lo que nos contó mamá anoche —confesó el pequeño después de un leve titubeo.
A
juzgar por sus ojos enrojecidos, había estado llorando.
—Mamá
Lauren nos contó muchas cosas anoche —terció el mayor.
Johnny
nunca se dirigía a ella como «mamá», «ma» o «mami». Para él siempre había sido
«mamá Lauren». Eso era porque en realidad no era su madre de nacimiento. Lauren
había encontrado a Johnny vagando por las calles cuando tenía siete años, y
aunque este la consideraba su mamá de verdad —hasta un niño de nueve años como
Eddie sabía que la madre de verdad era la que te daba amor y sustento; no
necesariamente la que te daba la vida—, a lo más que había logrado
acostumbrarse era a llamarla «mamá Lauren».
—Lo
sé —dijo Eddie—, pero ya sabes a qué me refiero.
Johnny
lo sabía. Desde luego que lo sabía. Pero había tratado de eludir el tema
haciéndose el desentendido. Cuando Lauren lo acogió y lo llevo a casa, Eddie
apenas tenía tres años, y a pesar de su corta edad desde un comienzo Johnny
había asumido una postura protectora para con su nuevo hermano. Sin embargo, en
ese momento se dio cuenta de que sería inútil evadir el tema.
—Te
refieres a los Otros. —No era una pregunta, por supuesto.
—Sí,
a los… ya sabes…
—Sí,
lo sé —dijo Johnny—. Pero lo que nos contó mamá Lauren es solo un rumor. El
último de los Otros fue exterminado hace ya nueve años. Ni siquiera habías aprendido
a caminar. Eras un crío de apenas unos meses. ¿Y quién sabe? A lo mejor se lo
inventó, o la persona que se lo contó a ella se lo inventó, qué sé yo…
—Tengo
miedo —anunció Eddie reprimiendo un escalofrío.
Eran
casi las cinco de la mañana, y solo el susurro del viento en los aleros
quebraba la quietud de la madrugada. En ese momento, la luz de una luna tardía se
coló entre un cúmulo de nubes y sus rayos plateados se filtraron por la ventana
entreabierta, creando alargados mosaicos con las sombras de las ramas de los
árboles.
Eddie
gimoteó.
Johnny
sintió una mezcla de pesar y rabia. En ocasiones su hermano menor lo sacaba de
quicio. No era esa la primera vez que lo despertaba en medio de la noche
quejándose de una cosa u otra, y bien sabía que tampoco sería la última. Pero
siempre trataba de recordarse que solo tenía nueve años, cuatro menos que él, y
que a esa edad una sombra se convertía en una figura acechante, un crujido en
los tablones del suelo era un ruido de ultratumba y la puerta abierta del
armario un portal abierto a seres desconocidos.
Eran
niños, se recordó, y los niños a veces sentían miedo. Era parte de la vida.
Un
poco a regañadientes, Johnny se bajó de su cama y se pasó a la de su hermano.
—Córrete,
colega. Hazme espacio. Vamos a charlar un rato.
Eddie
hizo lo que se le pedía con una gran sonrisa en el rostro. Cuando Johnny decía
«vamos a charlar un rato», significaba que en realidad era él quien iba a
hablar, que se avecinaba una de las grandiosas historias de Johnny, marca
registrada. A Eddie le encantaban, y siempre estaba ansioso por escucharlas.
Johnny leía mucho, era sagaz, inquieto e inteligente, y sabía transportarte con
sus relatos, tenía el tono de voz adecuado, y sabía imprimirle el suspenso
necesario que exigía cada pasaje del relato. Cada vez, Eddie no podía dejar de
mirarlo con los ojos desorbitados, absorto en la narración. En el fondo, quería
ser como su hermano mayor, aunque este apenas le llevara cuatro años.
Una
vez estuvieron ambos acomodados en la cama de Eddie, cada uno con su respectiva
cobija, Johnny comenzó a hablar.
—¿Sabías
que mamá Lauren estuvo al frente de un grupo que acabó con gran parte de los
Otros que poblaba esta ciudad?
Eddie,
como era de esperarse, abrió los ojos como platos.
—Así
es, Eddie. Me lo contó una vez. Supongo que ahora que soy mayor…
—Solo
tienes trece… —interrumpió Eddie.
—Casi
catorce —contraatacó Johnny—, y soy maduro para mi edad. De todas formas, creo
que quería contárselo a uno de los dos y tú aún no tienes la edad suficiente. De
hecho, creo que prefiere mantenerte al margen del tema. No sé por qué. Así que
ni se te ocurra hablarle de lo que te voy a contar, ¿de acuerdo?
—De
acuerdo —aceptó Eddie.
—Pacto
entre hermanos —dijo Johnny alargando el dedo meñique.
—Pacto
entre hermanos —repitió el menor, enganchando el suyo propio con el de Johnny.
Una
vez hecho el juramento, este último prosiguió.
—Bueno,
supongo que has oído hablar del Virus.
—Un
poco —confesó Eddie—, pero solo de oídas.
—A
decir verdad, yo tampoco lo tengo muy claro. Pero sé que ocurrió de repente una
tarde de finales de octubre de hace diez años. En ese entonces yo solo era un
mocoso de tres, y no recuerdo nada de nada. Mis recuerdos de aquella época son
confusos. Solo tengo una imagen de mí mismo deambulando de grupo en grupo y de
mano en mano, huérfano, berreando a más no poder todo el tiempo. Creo que podría
haberme convertido en un retrasado mental o en un catatónico…
—Cata
¿qué? —interrumpió nuevamente Eddie.
—Catatónico.
Es algo parecido a lo que te pasa a ti cuando ves la tele.
Eddie
rio, entendiendo a qué se refería su hermano, y lo animó a proseguir.
—Ese
podría haber sido mi destino —continuó Johnny—, de no ser porque, cuando tenía
siete años, escapé del refugio en que vivía y comencé a vagar sin rumbo.
—¿Te
fugaste? ¿Con solo siete años?—preguntó sorprendido el menor.
—Sí
—asintió su hermano—. Comprenderás que, aún cuatro años después, y aunque habían
pasado tres años desde que los Otros fueran exterminados, todo permanecía
envuelto en el caos. Había mucha desorganización. Ibas de refugio en refugio,
de un lugar a otro, sin asentarte definitivamente en ninguna parte. Corrían
rumores de sitios mejores que siempre quedaban en nada, así que fugarme esa
noche fue lo mejor que pude haber hecho, aunque no recuerdo por qué lo hice.
Dos días más tarde, mamá Lauren me encontró hurgando en un bote de basura en
busca de comida, un chiquillo sucio y andrajoso. Y hambriento. Muy hambriento. Me
encontró, y me trajo a casa…
—¿Y
dices que mamá comandaba uno de esos grupos?
—A
eso iba, Eddie, a eso iba. Mamá Lauren era la líder de un grupo llamado Nuevo…
Nuevo algo… Ahora no lo recuerdo… Yo
nunca conocí cualquier cosa que se le parezca. Las manadas por las que pasé
eran simples salvajes sin Dios ni ley que se dedicaban a hacer lo que les venía
en gana. Eso fue antes de que grupos como el de mamá Lauren pusieran algo de
orden y la ciudad retornara medianamente a lo que había sido alguna vez. Eso lo
sé de oídas, desde luego, porque no recuerdo casi nada del mundo antes del
Virus.
—¿Y
mamá mató a muchos de los Otros?
—Así
es. Su primer gran golpe, como ella misma lo definió, fue en el Centro de
Convenciones. ¿Recuerdas las ruinas que te enseñé el otro día?
—Sí
—asintió Eddie con aire concentrado.
—Allí
fue donde eliminó a los primeros. Pero ese fue solo el primer golpe de muchos
que daría durante el siguiente año. Al comienzo, según me contó, fue muy
difícil, pero los Otros no contaban con nuestra sagacidad y planificación, y
muy pronto fueron cayendo por todas partes. Por supuesto, todos los medios de
comunicación colapsaron después del Virus, pero casi un año y medio después
pudieron restituirse por completo las conexiones, y fue ahí cuando no enteramos
de que en las grandes ciudades del mundo el mal también había sido diezmado, de
manera lenta pero infalible.
»Fue
un gran día, me contó mamá Lauren, y como tal lo festejaron a lo largo y ancho
de la ciudad y del país.
—¿Pero
cómo puedes estar seguro de que no van a regresar?
—Porque,
créeme, todos fueron aniquilados.
—¿Y
si nos ataca otro Virus? —inquirió Eddie, asustado.
—A
los Otros los afectó de una manera muy diferente, para bien o para mal —lo
tranquilizó Johnny—, y sea lo que sea que haya pasado, todo eso quedó atrás. No
creo que vuelva a suceder. Al menos no de esa manera.
—Si
tú lo dices —dijo el pequeño no muy convencido.
—Mira,
Eddie, no te voy a negar que fue algo horrible. Mamá Lauren me ha contado
algunos detalles. En cierta forma, deberíamos estar agradecidos de que no
tengamos recuerdos de todo ese apocalipsis. ¿No te parece?
—Si
tú lo dices —repitió Eddie.
Johnny
se quedó mirándole, buscando la forma de tranquilizarlo.
Se
le ocurrió una.
—¿Sabías
que tú ya estabas en el vientre de tu madre cuando ocurrió lo del Virus?
El
pequeño abrió la boca, sorprendido.
—Así
es —continuó el mayor—. Mamá Lauren combatió con todos esos seres estando en
embarazo. Fue una guerrera. De las que hacen historia. Así que tú has heredado
esa fuerza, estoy completamente seguro.
—¿Tú
crees? —preguntó Eddie más animado.
—Pues
claro —le aseguró su hermano—. ¿Alguna vez te he mentido?
—No,
jamás.
—Bueno,
esta no es la excepción. Edward Vélez será un tipo de cuidado, te lo digo yo. Ay
de quienes se metan con él.
Y
le guiñó un ojo con aire cómplice.
Eddie
se hinchó de orgullo. La aprobación de su hermano era muy importante para él.
No por nada quería ser como Johnny.
—¿Quieres
que te cuente otra historia? —propuso este de pronto.
—¡Sí!
¡Otra! —no se hizo esperar el pequeño, emocionado.
—¿Oíste
hablar alguna vez de un pueblo llamado Soledad?
—No,
nunca.
—Pues
no es un pueblo cualquiera.
—¿Ah,
no?
—No.
Soledad es un pueblo fantasma.
—Uaaauuu…
—susurró Eddie, arrebujándose nuevamente entre las cobijas.
—En
otro tiempo —comenzó Johnny—, cuando aún era un pueblo pujante y próspero,
ocurrieron una serie de incidentes que cambiaron su historia para siempre.
Bueno, a decir verdad, todo había comenzado desde mucho tiempo atrás, pero
nadie lo sabía. La historia que te voy a contar gira alrededor de una familia.
La familia Benavides…
No
importó que la noche diera paso al día mientras los chicos hablaban, mientras
Johnny contaba su historia y su hermano menor lo acribillaba a preguntas cada
tanto. Y cuando el sol salió y los primeros rayos iluminaron la habitación
ellos apenas se dieron cuenta.
Eran
casi las siete de la mañana cuando su madre entró a la alcoba que ambos
compartían desde que Johnny llegara a la casa. No le sorprendió encontrarlos despiertos
y charlando animadamente.
No
era la primera vez.
—Será
mejor que se apresuren si no quieren llegar tarde a la escuela —anunció con una
autoridad no exenta de cariño.
Ambos
estudiaban en el horario de la mañana, entre las siete y treinta y la una de la
tarde, y tal como Lauren les acababa de decir, estaban justos de tiempo.
—No
tarden. El desayuno está servido.
—Sí,
mamá —dijo Eddie.
—Sí,
mamá Lauren —dijo Johnny.
Y
ambos se apresuraron a levantarse.
Una
vez aseados y vestidos, bajaron rápidamente las escaleras, cruzaron el pasillo
y entraron a la cocina.
El
olor agrio y penetrante proveniente de los platos servidos hizo que se les
hiciera agua la boca, y comenzaran a salivar, ansiosos.
Ambos
intercambiaron una mirada rojiza y legañosa, y preguntaron:
—¿Qué
hay de comer?
Ya
lo sabían, pero esa era la costumbre.
—Lo
de siempre —respondió su madre desde el fregadero sin voltearse a mirar.
Esa
también era la costumbre.
Las
tripas rugieron en el vientre de los chicos, y los rostros violáceos se encogieron
con una mueca de avidez, enseñando unos dientes amarillentos en una sonrisa
felina.
Cuando
lanzaron la exclamación, presas del hambre, lo hicieron al unísono con voz
átona y monocorde:
—¡Cerebrooooo!