Los Renegados presentan:
DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XVI
Escrito por: Adrián Granatto
1
A dos kilómetros de Los Altos el cacharro de Alberto tosió, asmático, con un petardeo del caño de escape, se sacudió en un último estertor y se detuvo en medio del camino.
—¿Y ahora? —murmuré, con ambas manos sobre el volante y dando saltitos en el asiento como si con eso el auto fuera a arrancar mágicamente.
El medidor de gasolina marcaba un cuarto de tanque lleno. Giré la llave de contacto y el vehículo dio una sacudida hacia adelante. Lo puse en punto muerto y volví a girar la llave. Esta vez el motor gruñó, pero no arrancó.
Golpeé con el dedo el visor del medidor de gasolina y la aguja cayó a cero estrepitosamente.
—¡Me cago en la puta!
Bajé de aquella carraca, lo empujé hasta dejarlo medio ladeado en la banquina, y comencé a caminar por ella.
No había hecho diez metros cuando unas luces aparecieron frente a mí. Entrecerré los ojos para ver mejor y mi rostro fue poseído por un gesto de estupor: lo que se acercaba a toda velocidad era el auto de George.
2
Pasó por mi lado sin aminorar la velocidad y realizó un giro abrupto en medio del camino más adelante, quemando llantas, pintando más de negro el ya oscuro pavimento. Desde el interior me llegaron risas y un grito de espanto. Aceleró nuevamente y encaró otra vez hacia mí. Me sentía un animalito indefenso deslumbrado por los faros. Cerré los ojos sin saber qué esperar. ¿Me atropellaría o me traspasaría? Tenía la fatal sospecha de que era más seguro lo primero que lo segundo; después de todo no era un auto común y corriente: era el Mustang de George, un coche fantasma.
Con esa seguridad, abrí los ojos.
El auto había tomado el centro de la carretera y eso me tranquilizó. Se acercó a mí lentamente, con el motor ronroneando bajo el capó. Aquél ronroneo me hizo pensar en un gato y en cómo éstos juegan con sus presas antes de darles el zarpazo final. El Mustang, en ese sentido, era un minino gigante.
Se detuvo a mi lado y la ventanilla del acompañante se bajó. Mi imaginación me jugó una mala pasada y por un instante vislumbré a George detrás del volante, putrefacto y sonriente, invitándome a acompañarlo. Ven, Alan, no tengas miedo. Aquí flotamos. Es divertiiiiiido. Detrás de él asomó el rostro de María. En sus cuencas vacías bullían gusanos blancos; los labios estaban retraídos mostrando unas encías negruzcas que despedían un aroma pútrido. Es verdad, Alan, dijo con voz terrosa. Algunas de aquellas larvas blancuzcas cayeron dentro de su boca, desapareciendo garganta abajo. Flotar es divertiiiiiido. Pero esto sólo duró lo que tardó Valeria en abrir la puerta del acompañante y tirarse a mis brazos.
—¡Alan! ¡No puedo creerlo, Alan!
Cuando volví a mirar al conductor, George había desaparecido. Frente al volante, vestido con un gabán raído y un sombrero de ala ancha echándole sombra a los ojos, Ferrari se removía inquieto.
—No es lugar ni momento para sentimentalismos baratos —gruñó—. Suban al auto.
Valeria literalmente me arrastró hasta la puerta, inclinó el asiento, y se metió en la parte trasera donde ya estaban Curru y Alberto. Era éste el que gritaba ocultando la cabeza en el regazo de su mujer. Me dio lástima.
María se veía bien, sin gusanos.
Empujé el espaldar hacia atrás, me senté en el asiento delantero y cerré la puerta. Ferrari arrancó e hizo un nuevo giro en “U”.
—¿No vamos a Los Altos? —pregunté.
—Los Altos ya no es un lugar seguro —respondió él.
No me gustó esa respuesta. Es más, no me gustaba ver a Ferrari allí. Eso sólo podía significar problemas graves.
—¿Qué pasó? — le pregunte a Valeria acodándome en el asiento. Curru acariciaba la cabeza de su marido, que había cambiado los gritos por un tenue lloriqueo.
—Dos horas después de que te fuiste, aparecieron los hombres de Carvajal.
—¡Pero si te dije que te fueras de inmediato de allí!
—Sí, lo sé, pero es que no quería dejar a Curru sola y…
—Está bien, continúa —dije, pero entonces observé con más detenimiento el rostro de Valeria y noté que tenía un corte sobre la ceja izquierda—. ¿Las golpearon?
—Las cosas se pusieron pesadas, sí —asintió Vale.
—¿Se encontraba ojitos raros? —pregunté.
—No, gracias al cielo.
—¿Eran muertos o vivos?
—De ambos; cinco en total —contestó Vale—. Mientras los vivos entretenían a Alberto en la puerta, los muertos entraron a la casa a revisarla. Cuando nos vieron a nosotras —señaló a Curru y a sí misma—, quisieron llevarnos. María le puso una trompada en medio de la cara a uno de ellos.
Miré a María. Ella levantó la mano derecha. Se la veía hinchada y uno de sus dedos comenzaba a adquirir un tono violáceo.
—Me manoseó —dijo con enojo—. Me tocó las tetas el muy hijo de puta. Y a mí el único que me las toca es mi marido. —Abrió y cerró la mano con delicadeza—. Creo que me descompuse un dedo —dijo—, pero valió la pena.
—¿No estaban armados?
—¡Claro que estaban armados! —exclamó Curru—. El que quiso sacarme de la cama me puso un cañón frente a la cara luego de golpearlo. No fue agradable.
—Podían haberlas herido o algo peor —la interrumpí.
—No creo —dijo ella—. Me parece que la orden era llevarnos vivas. Si nos hubieran querido muertas, habrían entrado disparando sin más.
—Pienso lo mismo, Alan —agregó Valeria—. Creo que nos querían para hacerte ceder. Igual me ligué un culatazo en la frente.
—¿Y qué pasó? —pregunté, sintiéndome cada vez más enfurecido—. ¿Cómo lograron zafarse?
—Bueno, cuando nos amenazaron con las armas tuvimos que ceder, no fuera que se les escapara un tiro, nos quisieran vivas o no, y al que golpeó María ganas no le faltaban. Me obligaron a cargar con Curru y nos llevaron hasta la puerta. Allí estaban los otros tres con Alberto. Dos de ellos estaban rociando gasolina por las paredes, los muebles y el piso.
—No sé si se va a recuperar de todo esto —dijo María mirando a su marido—. Creo que… —La voz se le quebró y no dijo más.
Tampoco era necesario; creo que por la cabeza de todos corría la misma idea: de aquí, derecho al loquero.
—Nos metieron dentro de los autos, y el último en subir encendió un paquete de cerillas. Lo arrojó por la puerta abierta de la casa y al instante surgió una llamarada. Entonces apareció él. —Vale señaló a Ferrari, que mantenía la vista en el camino y parecía no prestar atención a la conversación—. Ver el auto de George me provocó una conmoción. Pensé que bajaría de él con sus ropas negras y esa sonrisa canchera. Quizá todo lo anterior no había sido real, quizá fuera sólo un sueño, pensé, una pesadilla. Pero cuando se abrió la puerta y bajó él, supe que me estaba engañando.
»Había cruzado el auto de George en el camino, obligándolos a frenar. Cuatro de los hombres bajaron del auto con las armas dispuestas. De la casa se elevaba una columna de humo negro y las ventanas del frente explotaron.
Volví a mirar a Ferrari. George confiaba en él, pero a mí me daba mala espina…