Los Renegados presentan:
DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XIX
Escrito por: George Valencia (Calavera)
1
Oscuridad.
No me resulta ajena. Es como estar de nuevo en el útero materno, arropado en un mundo perfecto mientras los latidos del corazón que comparte viaje con el mío me envuelven en un ritmo suave y cadencioso, arrullándome, creando una sensación de bienestar que elimina todo pensamiento preocupante.
Es en este estado cuando comprendo por qué buscaba suicidarme continuamente aún estando muerto: aquí me siento en paz conmigo mismo. Es como un renacimiento, un nuevo comienzo, otra oportunidad para cambiar mi vida.
De pronto, todos los recuerdos golpean mi mente como una ola azotándose contra la escollera. Abro los ojos, poniéndome en pie, con un nombre brotando de mis labios:
—Jessy…
Por encima de mí se extiende el cielo más azul que jamás haya visto. Es de una perfección abrumadora; pero a la vez, tal como debería ser un cielo, libre de esmog. Debajo de mí no hay hierba, como siempre sucede, sino una niebla húmeda y esponjosa que se mueve y ondea. De hecho, no siento un suelo bajo mis pies; al menos no como estamos acostumbrados a percibirlo. Es como si estuviese suspendido en medio de la nada.
A mi alrededor, la blancura se extiende hasta el infinito, apenas demarcada por el azul de este firmamento sin nubes.
“Alan”, escucho susurrar.
Es la voz del claro, o la que oigo cuando estoy en él. El problema es que no estoy allí, ni tampoco la escucho en mi cabeza, como siempre ha sido el caso. Esta vez proviene de un lugar a mi derecha.
Una figura menuda se acerca hasta mí, se detiene y sonríe.
—Has llegado —dice extendiendo sus manos y acariciándome el cabello—. Bienvenido, hijo.
—¿Ma-mamá? —tartamudeo.
—Sí, Alan, soy yo. —Sus manos siguen acariciando mi rostro y se humedecen con mis lágrimas—. Estabas perdido y te encontré.
Me echo a sus brazos y dejo que el llanto tome el control.
—¡Mamá! ¡Te extrañé tanto!
2
—¿Dónde estamos? —pregunto después de estar seguro de que no se trata de un juego de mi mente confundida—. ¿Es esto el cielo?
—No. Es un pasaje intermedio, una pausa en el camino. Los que llegan aquí deben esperar a que se tome una resolución sobre su próxima morada.
—¡Tú eras la voz que escuchaba en el claro! No te reconocí… —admito con vergüenza—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Existen reglas, Alan. Contigo me han permitido romper unas cuantas, dado lo especial que eres.
—¿Lo especial que soy? —dudo. No me gusta esa frase. Me hace sentir el conejillo de indias de un científico loco.
—Aun sin quererlo, te hiciste con un libro profano —explica mi madre—, y el Jefe quiere darte la oportunidad de que decidas por ti mismo el camino que quieres tomar.
—¿El Jefe? ¿Te refieres al Barbas?
—Bueno —dice mi madre, sonriendo—, cada uno lo llama como quiere. Yo lo llamo Jefe.
—¿Y qué quiere Él de mí?
—Nada que tú no quieras hacer. Tu alma está a salvo, por eso no te preocupes, pero debes decidir si quieres volver y terminar lo que comenzaste o quedarte y ascender al próximo nivel.
—Yo no comencé nada, mamá.
—Lo sé. Nadie escoge su destino.
—¿Y el Flaco? —pregunto de pronto.
—Justo tras de ti. También está a mi cargo.
—¡¿Qué?! —exclamo sorprendido, y me vuelvo.
En efecto, ahí está. Lo noto retraído y un poco avergonzado.
—También tiene su oportunidad de decidir —dice mi madre—, pero creo que primero tienen algo de qué hablar, antes de que vuestro vínculo desaparezca para siempre. Los dejaré a solas.
—¡No, espera! —digo, pero al darme vuelta descubro que mi madre no está por ningún lado.
Siento el impulso de mirar hacia arriba, casi esperando verla desaparecer en las alturas volando como un pajarraco, pero tampoco allí hay rastro de ella.
Me vuelvo de nuevo hacia el Flaco. Lo observo, sin saber qué decirle ni por dónde comenzar. No me gusta echarle en cara las cosas a la gente, pero creo que esta vez estoy en todo mi derecho.
—Me sienta mal tener que recordarte que te lo dije, Flaco, pero… ¡te lo dije!
—Lo sé, lo sé, no me sermonees —contesta él, enojado.
—No lo estoy haciendo, es sólo que… ya ves, tu padre te acaba de demostrar la clase de persona que es. No puedo creer que te hayas tragado todo ese embuste.
—¡Es mi padre! ¿Cómo no iba a creerle?
—¡Pero te mató, Flaco! ¡El hijo de perra te mató!
—Sí, ya me di cuenta. No hace falta que me lo recuerdes.
—Bueno, está bien. Lo que quiero decir es que… mierda, ¿cómo decirlo?
—Diciéndolo —contesta Julián a mi pregunta retórica, como si tal cosa.
—Regresa conmigo, Flaco. Ayúdame a terminar con todo esto. Dicen que los que hacen la vista gorda también cargan con parte de la culpa cuando algo malo ocurre, pecan de omisión, así que haz tu parte. Esto es algo que te concierne directamente; también tienes cartas en este asunto. Ayúdame a darle su merecido. Vuelve y limpia el apellido Carvajal.
El Flaco me observa fijamente, luego aparta la mirada, como si no fuese capaz de sostenerla para responderme:
—No. Lo siento, Alan, pero la respuesta es no.
—¿Así, nada más, te lavas las manos?
—Ya te dije que lo siento. Además, no quiero regresar. Deseo quedarme en este lugar.
Yo lo miro de hito en hito, sin dar crédito a lo que acabo de escuchar.
—Pero si… —comienzo.
—Sí, me mató —me interrumpe Julián—, ya lo sé, pero he decidido quedarme, Alan. Me gusta este lugar. Además, yo también quiero ver a mi familia.
—Y hay que respetar su decisión —dice mi madre tras de mí, haciéndome pegar un brinco.
3
Sus palabras tienen un tono tan definitivo y autoritario, que no me atrevo a protestar. Me quedo callado, sacudiendo la cabeza con desaprobación.
—Está bien —acepto—. Que no se diga más.
Entonces noto un cosquilleo en la palma de mi mano izquierda. La miro, y descubro que la cicatriz ha desaparecido. Me doy vuelta, y compruebo que Julián está haciendo lo mismo. Nos miramos, pero ya no hay nada que decir. Le doy la espalda y observo a mi madre, que aguarda pacientemente.
—¿Y bien? —pregunta—. ¿Tomaste tu determinación?
—Por supuesto —respondo—. Quiero regresar.
—Está bien, Alan. También la respetamos. Haz lo que tengas que hacer, hijo, pero nunca olvides que el Jefe, por encima de todo, aboga por el libre albedrío. Hagas lo que hagas, eres libre de hacerlo, y nadie te pedirá cuentas más tarde.
—Es bueno saberlo —admito. Comienzo a sentirme apurado—. ¿Puedo irme ya?
—Claro, Alan. Sé consecuente.
No entiendo mucho eso de ser consecuente, pero no tengo tiempo para más preguntas.
—Adiós, mamá.
—Adiós, Alan.
Le doy un beso en la frente, y entonces me siento absorbido nuevamente por esa oscuridad sin límites. “Julián, acompáñame”, es lo último que escucho decir a mi madre antes de perderme en esa nada oscura en la cual me siento flotar, totalmente ausente el sentido de la orientación.
Entonces, pasado un momento, regresa esa conocida sensación de estar siendo succionado por una fuerza terrible, como si estuviera en el fondo de un tanque y alguien hubiese retirado el tapón del sumidero…