Los Renegados presentan:
1
Era
un hombre viejo. El cabello largo y la tupida barba que ocultaba su rostro impedían
calcular su edad. Vestía unos pantalones de sarga gris que le quedaban grandes
y permanecían colgando de sus caderas por un cordel que oficiaba de humilde
cinturón. Un pullover deshilachado de color indeterminado se pegaba a sus
costillas bajo un sobretodo largo y amarronado. Los zapatos se mantenían en su
sitio gracias a la cinta aislante negra que los envolvía.
Las
causas de su ruina eran un misterio para todos. Había llegado a la ciudad hacía
unos años. Al principio causó recelos, pero pronto quedó demostrado que no
buscaba problemas, solo un lugar donde estar. Por las pocas palabras que
cruzaba con la gente parecía un hombre culto, pero mayormente rehuía esos
contactos. Sucede que la vida es un púgil complicado y siempre te mantiene
contra las cuerdas. Y cuando menos te lo esperas, te manda a la lona.
Se
le conocía como “El Viejo”. Todas las mañanas se acercaba hasta la estación de
trenes, se sentaba en el suelo cerca del andén con la mano extendida, y
esperaba. Si tenía suerte, lograba lo suficiente para un emparedado y una
botella de vino barato; si no, volvía mascullando en voz baja y con el estómago
rugiéndole de hambre.
Vivía
en un baldío que se encontraba entre un edificio de ocho pisos y una ferretería.
El frente se hallaba tapiado, pero en la esquina inferior izquierda había un
agujero en la madera que permitía entrar arrastrándose. Era un terreno vasto de
unos treinta metros de largo por quince de ancho con montañas de tierra y
escombros aquí y allá. La maleza se desperdigaba entre ellas. La gente se había
acostumbrado a lanzar bolsas de basura por sobre la empalizada de madera o
desde las ventanas del edificio, lo que había convertido al lugar en un
auténtico basurero. Ratas gordas y grises correteaban entre los desperdicios
dándose un banquete.
Cuando
el Viejo se coló por primera vez por el agujero y recorrió el lugar, las ratas
le hicieron saber que no era bienvenido. Chillaron con furia y lo rodearon. El Viejo
tomó una piedra de buen tamaño y se las arrojó. Las ratas retrocedieron y lo
espiaron desde la hierba alta, atentas a los movimientos del hombre.
Recorrió
el lugar y encontró dos chapas oxidadas y varios tablones. Tomando como sostén
la pared del edificio, construyó un habitáculo de tres por dos. La estructura lucía
endeble, pero el Viejo creía que el edificio la protegería de los vientos más
fuertes.
Entre
la basura recogió diarios viejos e improvisó un colchón dentro de aquel sucucho
al que llamó “hogar”. Con la ayuda de un pedazo de hierro cavó un pozo de unos
treinta centímetros de diámetro y encendió un fuego dentro de él. Eso lo
mantendría caliente.
2
Los
días dieron paso a los meses y los meses a los años, en una secuencia lógica e
inevitable. El Viejo se acostumbró a las ratas y estas a él, conviviendo en una
frágil armonía. El hambre se volvió un compañero más. Y lamentablemente, no era
un compañero que se mantuviera callado.
¿Te acuerdas cuando comías sentado a
una mesa? Eran buenos tiempos, ¿verdad? Recuerdo que te gustaban las pastas.
¿Sigues comiendo pastas? No, por supuesto. Tonto de mí. Lamento haberlo sacado
a colación. Pero sin que te lo tomes a mal, ¿has olvidado la salsa que preparaba
la cocinera? Siempre me pregunté qué le ponía. Tenía un sabor especial.
La
voz lo perseguía hasta en sueños y lo despertaba hambriento e iracundo. El vino
barato ya no la acallaba y las tripas le rugían como si un ser dantesco pugnara
por salir para devorarse el mundo. Porque esa era la palabra: devorar.
Una
noche, se sentó en la cama de diarios y fijó la vista en el fuego. La lluvia no
tardó en llegar. El sonido del agua en las chapas era atronador. Las llamas
dibujaban figuras saltarinas a su alrededor, traviesos diablillos de sonrisas
enormes. Una rata empapada asomó la cabeza por el hueco de la puerta y el Viejo
la observó sin moverse mientras el roedor olisqueaba y se adentraba cada vez
más. Se acercó al fuego y los diablillos enloquecieron de gozo.
El
Viejo se movió despacio y tomó entre sus manos el pedazo de hierro con el cual
había cavado el pozo. Gateó lentamente hasta el centro del sucucho y lo levantó
por encima de su cabeza. La rata se hallaba del otro lado de la hoguera y no
daba muestras de notar la presencia amenazante. Parecía atontada por el calor.
El
Viejo golpeó con todas sus fuerzas y alcanzó a la rata en la cabeza. No hubo
chillido alguno.
Devorar
era la palabra.
Devorar
hasta no dejar nada.
3
Al
Hambre, ese huésped indeseable de sus pensamientos, no le gustó nada el nuevo
menú del Viejo.
Ratas, le susurraba, estás comiendo ratas.
El
Viejo era consciente de ello, pero lo relegaba a un segundo plano de su mente.
Cuando cazaba, desollaba y cocinaba a los sucios y desagradables roedores, lo
hacía mecánicamente. Una parte de él se rebelaba, pero otra, la parte de él que
no soportaba más los retortijones del estómago causados por el hambre y el
frío, recibía esos bocados de carne tiesa y amarga con beneplácito.
A
veces, cuando se acercaba a la estación de trenes en busca de una limosna, o mientras
deambulaba por las calles esperando tener la suerte de encontrar una comida
menos… rastrera…, experimentaba
cierto dejo de culpabilidad, más aún cuando la gente lo miraba por encima del
hombro, como si no solo le reprocharan el hecho de su simple existencia sucia y
maloliente, sino que de alguna forma supieran lo que comía cada noche, a la luz
de la hoguera, en su choza de latas y cartón.
Ratas, parecían decir esos rostros,
uniéndose al coro del Hambre. No solo
eres un hombre sucio y maloliente, sino que además comes… ratas…
No
obstante, al llegar la noche y sentir cómo el estómago se le encogía de
ansiedad, después de interminables horas sin probar bocado, esos pensamientos
culpables dejaban de ser relevantes, y los pequeños roedores, con sus puntiagudos
dientes, sus sucios bigotes y sus colas largas y correosas, adquirían el
aspecto de un apetitoso banquete de Acción de Gracias.
Con
el tiempo, el Viejo se sorprendió a sí mismo al descubrir que comenzaba a
disfrutar de su comida.
Entonces,
una noche fría de mediados de noviembre, apareció el gato.
4
Nunca
supo si el minino llegó hasta él atraído por el fuego, o por la gran cantidad
de ratas que poblaban el lugar. En todo caso, un día emergió ronroneando muy
campante por uno de los agujeros de su improvisado albergue.
Al
comienzo el Viejo lo observó, sorprendido, pero luego no pudo evitar sonreír un
poco por lo inesperado de la visita.
Y
es que ya había perdido la cuenta de los meses que llevaba sin ver en las
cercanías nada que no fueran ratas y basura. Así que la presencia del gato no
dejaba de ser agradable, máxime cuando el pequeño no parecía asustado o
alarmado por su presencia. Quizá era el fuego el que lo había atraído, después
de todo, pero no descartaba la posibilidad de que también buscara compañía.
El
Viejo hizo un amago de maullido, tratando de atraer al minino, y cuando menos
pensó se encontró acariciándolo y obsequiándole pequeños trozos de su cena. El
gato los comía, complacido, y estiraba cada tanto la cabeza ante las
contemplaciones del hombre. Su pelaje parduzco se erizaba por momentos y los
ronroneos le hacían coro a los chisporroteos de la hoguera.
Esa
noche, ambos durmieron juntos, pero cuando el Viejo despertó al día siguiente,
no había rastro de su peludo amigo.
No
le extrañó.
Los
gatos eran animales independientes por naturaleza, y el Viejo no era lo que se
dice el amo ideal.
Aun
así, al caer la noche, el gato reapareció.
El
Viejo lo atrajo de nuevo, conquistándolo con pequeños trozos de carne dura. El
animal comió, gustoso, y no se percató de nada hasta que el Viejo le rebanó el
buche con un trozo de vidrio.
—Lo
siento —murmuró—. Se me ocurrió que no caería nada mal un cambio en el menú…
Pareció
meditar un poco sus propias palabras, y luego prorrumpió en sonoras carcajadas
que asustaron a las ratas.
Acto
seguido, se dispuso a preparar el gato.
Comenzaba
a hacérsele agua la boca.
5
La
vida del Viejo se desgranaba en días monótonos y grises. El invierno, más crudo
que en los últimos años, no ayudaba precisamente a hacer más llevadera su
existencia. Pero ahora había un nuevo incentivo en su vida.
Tal
vez no hubiera esperanza alguna en su futuro cercano, pero se había prometido a
sí mismo que no volvería a probar una rata en su vida. El gato había sido solo
el comienzo. Su carne no era mucho mejor que la de los roedores, pero sí era
más blanda y menos desagradable. Después de probarla, el solo hecho de observarlas
correteando entre la basura y mordisqueándolo todo le producía nauseas.
Así
que, desde ese día, se dio a la tarea de cazar gatos durante la tarde.
Mientras
vagaba por la ciudad, en busca de un ciudadano caritativo que viera más allá de
sus harapos y le obsequiara una moneda, permanecía ojo avizor en busca de algún
felino callejero.
Por
su menú nocturno habían pasado ya gatos negros, blancos, mezclados, parduscos,
grises, moteados, rayados y hasta un gato pelón que, no obstante su singular
parecido con las ratas y su momentáneo disgusto al comerlo, había resultado ser
tan apetitoso como los demás.
Cuando
no lograba hacerse con el animal, había descubierto que las palomas eran una buena
alternativa rica en vitaminas y tan sabrosa como una perdiz o una gallina. El
problema residía en cazarlas, ya que las malditas alzaban el vuelo apenas se
acercaba. Pero había descubierto que atrayéndolas con migas de pan se volvían
lo bastante estúpidas como para cogerlas del cogote y meterlas en una bolsa.
Era una perfecta ironía: aplacaba su hambre usando la de ellas en su contra.
Una
tarde de principios de diciembre, probó por primera vez un perro.
El
sabor y la textura de la carne eran levemente diferentes a los de los gatos, y
no le había agradado en demasía, pero más tarde pensaría que ello se debía
quizá a la edad del can, un chucho gordo y senil que apenas había puesto
resistencia cuando el Viejo lo alzó y se lo llevó consigo a la casucha.
Le
duró dos días, y cuando al día siguiente salió en busca del sustento de la
jornada, un movimiento entre la basura arrojada por las ventanas del edificio,
que ya formaba una montaña interminable, llamó su atención.
Se
acercó, curioso, pensando que a lo mejor encontraría una presa fácil y no
tendría que deambular toda la tarde, aterido de hambre y frío, buscando algo
para comer. Apartó lentamente los desechos, procurando no espantar al animal,
fuera lo que fuese. Tuvo tiempo de pensar que sería el colmo que al final se
tratara de una simple rata, a las que ya no podía ver sin sentir una mezcla de
culpabilidad y repugnancia.
Retiró
un trozo de madera y una bolsa llena de latas vacías, y fue entonces cuando
descubrió al bebé.
6
El
miedo lo abrazó con sus tentáculos fríos y viscosos. Su primera reacción fue
mirar hacia arriba, a los cientos de ventanas que se abrían en la fachada del
edificio. ¿Lo habrían arrojado desde alguna de ellas? Lo dudaba. El golpe habría
matado al recién nacido.
El
bebé yacía desnudo y cubierto de una excrecencia que el Viejo dedujo serían
rastros de la placenta. El cordón umbilical se enrollaba en una de sus
piernitas, dándole un aspecto alienígeno. Un gemido quedo salía de sus labios,
un hálito desahuciado que presagiaba el peor final.
El
Viejo volvió a su casucha y se paseó nerviosamente frente a los rescoldos del
fuego. Ya desechada la idea de que lo hubieran lanzado de una de las ventanas, la
otra posibilidad era que alguien hubiera entrado al terreno en el transcurso de
la noche. De ser así, habían violado su hogar, su intimidad, y eso no le
gustaba nada. Gruñó y aporreó una de las paredes de la casilla. Esta chirrió y
se desplazó unos centímetros.
Sin
embargo, le restó importancia; luego se preocuparía por ello. Ahora lo
importante era mantenerse enfocado y no perder los estribos. Si encontraban al
bebé allí, lo culparían a él; lo acusarían y lo llevarían a la cárcel. Un
escalofrío le recorrió el cuerpo. En la cárcel no eran muy bien vistos los
violadores ni los asesinos de niños. Debía hacer algo. Pero, ¿qué? ¿Llevarlo a
un hospital? Por un instante se imaginó entrando como un héroe, llevando en brazos
al pequeño. Los médicos y las enfermeras aplaudiendo, felicitándolo y
palmeándole la espalda; la noticia llegando a los medios y cientos de periodistas
rodeándolo con sus micrófonos, grabadoras y celulares.
La
gente lo respetaría.
Pero
vamos, seamos serios, con la pinta que llevaba no le confundirían con el héroe,
sino con el villano. Apenas pusiera un pie en el hospital lo acusarían.
También
podría dejarlo en la entrada y huir, ¿por qué no? Era una opción tan buena como
cualquiera. Después de todo, la finalidad última era deshacerse de la prueba
incriminatoria, sacar al chico de su terreno lo antes posible. ¿Qué otra cosa?
Devorarlo.
El
Viejo se detuvo y ladeó la cabeza. El Hambre se había mantenido callada mucho
tiempo luego de su pequeña discrepancia alimenticia. Escucharla nuevamente era
una sorpresa. Y de verdad se encontraba locuaz esa mañana.
Le
prestó atención.
Y
el Hambre se tornó voraz.
7
Volvió
junto al bebé. En su mano llevaba el hierro oxidado. Si existía un Dios, el
crío ya estaría muerto; si no, él se encargaría de ello.
Una
rata vieja con una cuenca vacía se hallaba sobre el pecho del pequeño. Sus
garras habían abierto surcos en la piel del neonato y la sangre le bajaba en
hilillos por los costados del cuerpo. La rata le mostró los dientes al Viejo.
El chiquillo es nuestro, le dijo la rata,
alzándose en sus patas traseras. Tú te
has alimentado con mis hermanas, ahora es nuestro turno de comer. Es un trato
justo, ¿no crees?
El
Viejo blandió el fierro y la rata saltó al suelo, buscando refugió entre los
escombros.
—Eso
es —dijo el Viejo arrodillándose junto al bebé—, corre y escóndete. Es lo mejor
que saben hacer.
Observó
al niño, que ahora lucía un tono azulado, víctima de la cianosis; en contraste,
la sangre que manaba de sus heridas parecía brillar. Con la mano libre empujó
al crío. Este gimió. Despacio, levantó el fierro.
8
Un
movimiento a su izquierda le sorprendió. La rata tuerta había regresado. Y no
estaba sola. Tres roedores de menor tamaño la acompañaban.
—¿Has
vuelto con refuerzos? —rio el Viejo.
Una
de las ratas, que se hallaba sobre una bolsa plástica con el logo de un
supermercado, chilló.
Actuando
por instinto, el Viejo le lanzó el fierro, errándole, pero despanzurrando la
bolsa, que desplegó su contenido en el suelo. Los bichos desaparecieron,
huyendo en direcciones diferentes.
Tomando
al bebé, se puso de pie. Haría el trabajo en la casilla. No era seguro ahí
fuera con esa rata tuerta acechándolo como un maldito velocirráptor.
La
casucha se notaba un poco más inestable que de costumbre, pero si años de
ventiscas, tormentas e intemperie no habían podido con ella, menos un puñetazo
de un indigente flaco y viejo.
Avivó
la hoguera y se sentó frente a ella con el bebé en sus brazos. Estaba comenzado
a considerar cómo cocinarlo, cuando el pequeño se removió y pareció acomodarse
en su regazo, como si se sintiera confortable ahora que alguien lo acunaba y
que iba entrando en calor gracias a la calidez del fuego.
Hizo
gorgoritos y estiró las manitas.
Entonces
Miguel Alberto Torres pareció regresar a la realidad luego de casi diez años de
ausencia. Por un momento, el Viejo se sintió desplazado por su antigua y real
personalidad, la del contador que había caído en la ruina tras una cadena de
eventos desafortunados. La del hombre culto y de buenos modales que asistía
cada semana al foro literario y participaba activamente en el Fondo de
Beneficencia. La del hombre que había perdido a su esposa e hijo en un
accidente automovilístico justo antes de que la montaña rusa de su vida dejara
de ascender sin parar para abocarse en una caída libre sin retorno…
Miguel
Alberto Torres tomó el mando del ser sucio y mugriento en que se había
convertido, y se sintió horrorizado por lo que había estado a punto de hacer.
En ese momento de lucidez, sintiéndose en una cuerda floja de cordura que se
sostenía a duras penas sobre un abismo de demencia, a punto estuvo de perder la
cabeza, y solo logró salvarlo el observar esa pequeña criatura, débil y
vulnerable, dejada a las manos de Dios y el destino…
Cuando
salió de esa especie de ensueño, y tomó consciencia real de donde estaba y lo
que debía hacer, casi derribó la casucha en su partida apresurada. Sus harapos
se enredaron en un alambre a ras de piso, y por un instante estuvo convencido
de que se trataba de las ratas, aquellos desagradables bichejos que se negaban
a dejarlo partir con su botín.
Cuando
por fin se liberó y echó a andar a trote ligero hacia el centro de la ciudad,
unos gruesos goterones comenzaban a anunciar un inminente aguacero.
9
Más
tarde, cuando buscaba razones para justificar ante sí mismo y ante Dios lo que
pasó, se consolaba pensando que hizo todo lo posible, pero a veces el destino,
el maldito destino, quiere otras cosas.
Quienes tuvieron oportunidad de verlo recorrer las calles,
con los truenos como banda sonora de su carrera demencial, veían a un indigente
que corría apretando contra sí un bulto indefinible, haciendo caso omiso de los
relámpagos que iluminaban su rostro congestionado.
Al
comienzo lo ignoraban como a cualquier otro habitante de la calle, pero
entonces, al ver su cara, descubrían una determinación intimidante que hacía
que se apartaran y le cedieran el paso, preguntándose qué objetivo podría
reclamar la urgente atención de un individuo que lucía una mirada sabia y
decidida nada acorde con sus sucios harapos y su barba hirsuta y enmarañada.
Las
calles se sucedían en un borrón gris ante los ojos de Miguel, y en su mente
solo veía la fachada del Centro Médico Nacional, como un aviso luminoso en una
autopista solitaria.
Su
mente iba tejiendo una línea de acción, e iba elaborando las respuestas ante
las inevitables preguntas que le harían. De cuando en cuando observaba al bebé,
comprobando su respiración y sus signos vitales, para luego arroparlo
nuevamente, protegiéndolo del viento frío y cortante.
Los
gruesos nubarrones oscurecían el cielo, haciendo lucir la tarde como si ya
hubiese caído la noche. Aun así, pudo distinguir con claridad, cuando se
hallaba a un centenar de metros, las grandes letras del Centro Médico.
Todavía
había tiempo.
10
Miguel
nunca supo si la noticia salió en los diarios. A lo mejor algo se filtró, pero
el dinero, aunque nos digan lo contrario, todo lo puede, y la suficiente
cantidad de pasta compra hasta al cristiano más aparentemente incorruptible.
Es probable que alguien se percatara del anciano sucio y
maloliente que exigía atención en la Sala de Urgencias número 3 del Centro
Médico Nacional. Ese alguien pudo haber asegurado que el hombre, en efecto,
llevaba un recién nacido arropado en trapos sucios y deshilachados, y que no se
trataba de un loco como luego aseguraron los funcionarios de la entidad médica.
Pudo haber dicho que el bulto de carne que los policías que sacaron a rastras
al Viejo denominaron un truco casi creíble, era en realidad un bebé con tal vez
apenas unas pocas horas de nacido.
Ese
alguien pudo haber existido, pero, de ser así, otro alguien se encargó
oportunamente de silenciarlo.
Miguel
nunca logró su cometido, y otra cantidad de testigos, tal vez alguno de los
cuales fuera uno de los tantos que más temprano viera al mismo hombre corriendo
con férrea decisión, vio cómo un tipo ataviado con sucios andrajos caminaba por
las calles mirando consternado a todas partes, solicitando silenciosamente un
auxilio que nadie le quería dar, una petición de socorro ante la que todos se
apartaban asqueados, mientras apretaba contra su pecho un bulto informe, bajo
un torrencial aguacero que no dio tregua hasta bien pasada la medianoche…
11
Sorprendentemente,
algunos rescoldos de la hoguera, pequeños carbones humeantes, permanecían con
vida cuando Miguel se encontró de nuevo en su casucha, calado hasta los huesos,
tiritando de frío, caminando apenas como un autómata.
Avivó,
distraído, el fuego, mientras el aguacero caía a su alrededor sin compasión.
Estuvo
algunos minutos observando la hoguera, hipnotizado, incrédulo todavía ante lo
que había pasado, al cabo de los cuales finalmente desenvolvió el bulto y sacó
al bebé.
Le
sorprendió encontrarlo aún con vida, no obstante lo cual su pulso era ya
irregular y había comenzando a adquirir un color levemente amoratado. Su
respiración era casi imperceptible, y Miguel tuvo que acercar su oído a la
diminuta boca para notarla.
Observó
a la criatura, y unos gruesos lagrimones se
deslizaron por sus mejillas, mezclándose con el agua de lluvia que todavía
empapaba su rostro para luego perderse entre su barba canosa y enmarañada.
En
el lapso de tiempo que hubo mientras Miguel cerraba los ojos y limpiaba sus
lágrimas con el dorso de la mano, la vida del bebé se esfumó.
12
No
supo cuánto tiempo estuvo así, balanceándose adelante y atrás, canturreando por
lo bajo una canción de cuna que parecía haber regresado a su mente procedente
de una infancia vivida hace mil años, llorando quedamente, por momentos
adormecido. Solo el fuego menguante podría haberle dado una idea del tiempo
transcurrido, pero la mente de Miguel Alberto Torres se encontraba en otra
parte, cada vez más ausente, cada vez más lejana, errabunda…
Y
fue en ese momento, ya con la medianoche encima, cuando el Viejo aprovechó la
guardia baja para hacerse de nuevo con el mando.
Miguel
desapareció de nuevo, quizá para siempre esta vez, y el desagradable hombre que
había aprendido a comer ratas, palomas, gatos y perros, tiritó incontrolablemente
y se incorporó a medias en su asiento de tierra y cartón. Parpadeó, y miró
alrededor.
Tenía
el recuerdo confuso de haber caminado mucho y de haberlo hecho bajo un diluvio
sin precedentes. Sintió un ramalazo de dolor recorriendo sus piernas y fue vagamente
consciente de que si no se quitaba las ropas mojadas y avivaba el fuego, y con
el inclemente clima que se desataba a su alrededor, era posible que muriera de
hipotermia esa misma noche.
Sin
embargo, toda esa línea de pensamientos desapareció cuando vio al bebé, a
continuación de lo cual una oleada de los recuerdos recientes lo embargó. Se
quedó viéndolo unos instantes, e inesperadamente su estómago comenzó a gruñir,
inquieto y persistente.
Esta
vez no hubo necesidad de que el Hambre hablara en su cabeza.
A
veces, el hambre lo llena todo y te nubla la mente, amenazándote con perder la
razón.
El
Viejo depositó la criatura en el suelo, frente a él, amontonó en la hoguera
unos cuantos de los leños secos que mantenía a buen resguardo en su casucha con
el fin de avivar el fuego, y comenzó a quitarse los harapos mojados… mientras
su estómago seguía protestando y su boca comenzaba a hacérsele agua…