LA
CIUDAD QUE NO EXISTIÓ
Dicen que el olvido es la
verdadera muerte. De tal manera que Atropia, una pequeña ciudad enclavada en
medio de un amplio valle en lo alto de las montañas, dejó de existir el día que
Ebenezer Arcila emitió su último suspiro a la edad de ciento dos años.
Con él murió la plaza principal y
el puente de oriente, con él murieron los adoquines y las marquesinas de los
teatros, las calles secundarias y las avenidas, la iglesia y el hospital. Con
él murieron los chapiteles, los tejados, los ventanucos, las azoteas, las
buhardillas, los muros, los sótanos, los torreones y los dinteles. Con él
murieron la barbería, la taberna, el banco, la carpintería, el supermercado y
la estación de policía. Con él murió cada recoveco, cada rincón, cada grieta,
subsuelo, pasillo, atajo o zaguán.
Con él murió la ciudad.
Porque el día que Ebenezer Arcila,
sentado en su silla mecedora compartiendo el té con las ánimas, emitió su
postrero aliento, la memoria de esa ciudad abandonada en lo alto de las
montañas se convirtió en una brisa fútil e imperceptible. Solo el viejo Eb
recordaba las mañanas, las tardes y las noches, con sus particulares
horizontes, recortados por la cruz del chapitel en el sur o los campos de
cultivo en el norte. Solo en su memoria permanecían los recuerdos de aquél
lugar que, como él ahora, había emitido sus estertores agónicos después de la
guerra. Solo él sabía, solo él recordaba, solo él aún vivía para revivirlo en
sus pensamientos.
Pero al igual que a Atropia en un
lejano y difuso pasado, también a él le había llegado la hora, también a él le
había llegado el turno de ceder el paso al tiempo, y como todo en este mundo,
hombre y ciudad desaparecieron, se hicieron polvo, cenizas, viento, nada…
Porque Atropia tenía quien la
recordara, pero el viejo no. Con su partida, llegaba el olvido, para la ciudad
y para él. Y con el olvido llegaba la nada, porque el olvido es la verdadera
muerte, y nada vive si no es recordado. Y Ebenezer, olvidado en su silla
mecedora, emitió su último aliento en aras del viento, dándole fin también a la
ciudad y a su recuerdo difuso por el tiempo. Y ese mismo aire gélido e
indiferente, mudo testigo de su final, con él se llevó la esencia que también
la ciudad olvidada por siempre tendrá…
Y así les llegó la muerte.
Y luego el olvido.
Y la nada al final…