BIENVENIDOS A SOLEDAD
(Parte 4 de 4)
18
Víctor no se inmutó. Después de todo lo que había sucedido en ese día de locos, ya nada le sorprendía.
—¡Vaya, otra sorpresita! —dijo sonriendo.
A Margarita Benavides no le hizo gracia su comentario.
—Llámalo como quieras —respondió seriamente. De repente todo rastro de hilaridad había desaparecido de su rostro—. Es otro requisito del Rito.
—Oh, qué bien…
Ahora fue la anciana quien lo taladró con la mirada.
—Bueno, basta de charlas. Es hora de comenzar —dijo dirigiendo la mirada a un lugar a espaldas de Víctor. Éste miró de soslayo y notó que el gran salón estaba completamente a oscuras. Sólo se percibía el tenue movimiento de las sombras producidas por las antorchas ubicadas en el pequeño recinto. La anciana hizo un gesto y luego Víctor escuchó unas pisadas que se acercaban. Por el sonido, pensó que pertenecían a dos o tres personas. Había algo raro en ellas y muy pronto lo descubrió.
Un hombre ataviado con ropajes de monje apareció por su derecha, arrastrando tras él a un individuo famélico y desnutrido. Estaba encadenado y se notaba a leguas que las fuerzas estaban por abandonarlo. Gemía y balbucía, pero no se le alcanzaba a entender nada. Víctor los reconoció a ambos. Eran los hombres que había visto más temprano, antes de que la verdadera pesadilla comenzara. Sintió pena por el pequeño hombre. Una parte de él sabía el destino que le esperaba.
El monje se situó a la derecha de Margarita Benavides, sosteniendo a su lado al hombrecillo que apenas podía tenerse en pie. Sacó un libro ajado de pasta negra de los pliegues de la ropa y lo entregó a la anciana, quien lo recibió con un leve ademán.
—Alcides —dijo la vieja dirigiéndose al hombre albino—, haz el favor de soltarlo.
Por un momento, Víctor supuso que se refería al hombre encadenado, pero entonces Alcides Cardozo se incorporó, se situó frente a Víctor y comenzó a desanudar la cuerda que lo ataba. Víctor pensó que fácilmente podría empujarlo con los pies al fondo del foso, pero algo se lo impidió.
—Así que ahora me va a soltar —dijo.
—Así es —contestó la anciana secamente.
—¿No le preocupa que me escape o algo por estilo?
—Por supuesto que no.
—¿Y por qué está tan segura?
—Porque seguramente, jovencito, no querrá que le pase algo malo a Verónica y los niños.
Víctor se quedó helado. Por un momento su mente se llenó de pavorosas imágenes.
—¡Maldita vieja bruja! —gritó—. ¡No se atreva a tocarlos! ¡No se meta con mi familia!
—Claro que no lo haré; ellos a mí no me importan. Siempre y cuando te estés quietecito en tu puesto hasta que todo esto termine —advirtió la anciana inexpresiva.
—¡Maldita arpía! —gritó de nuevo Víctor. Tuvo que reprimir el impulso de acabar de soltarse, rodear el foso, agarrar a la vieja y matarla con sus propias manos. Los ojos le escocieron. Quería llorar de rabia, de dolor, de impotencia. Su familia era todo para él, y el sólo hecho de pensar en que alguien pudiera hacerles daño lo estremecía.
Respiró profundo e intentó calmarse.
Alcides esperó para asegurarse de que Víctor acatara las órdenes de la anciana, luego terminó de soltarlo y volvió a su asiento.
—¿Te estarás quieto entonces? —preguntó la anciana.
Víctor le dedicó una fría mirada por respuesta.
—Bueno, tomaré eso como un sí. Alberto… —dijo entonces dirigiéndose al líder de la Familia Ricaurte.
Alberto se inclinó hacia un lado del sillón de piedra y levantó una bolsa de cuero que tintineó levemente. La abrió, extrajo una sencilla daga sin ornamentos, y acto seguido pasó la bolsa al hombre situado a su izquierda. Éste la cogió y repitió la operación, pasando la bolsa al siguiente.
Así sucesivamente, cada uno fue extrayendo su respectiva daga hasta llegar a Víctor, que hizo lo propio sin pronunciar palabra.
—Tú haz sólo lo que nosotros hagamos, ¿de acuerdo? —le dijo la anciana.
Víctor asintió.
No dejaba de pensar en su familia. No permitiría por nada del mundo que les pasara algo malo, aunque tuviera que hacer lo que aquella pandilla de locos quería.
—Ahora pon cuidado, jovencito. Nada te prepara para lo que vas a ver, así que de nada te servirá cualquier advertencia. Pero, por tu bien, te recomiendo que te estés quieto en todo momento de la ceremonia. Si todo sale bien, y no hay razón para creer lo contrario, nos visitará un… ser. Cuando todo haya concluido, elegirá a uno de nosotros como ofrenda. Y por último… —la anciana lo miró más fijamente que nunca y a Víctor lo recorrió un escalofrío de pies a cabeza—. Por último, escogerá a uno de nosotros como Cabeza de las Familias. Lo más probable es que me escoja de nuevo —dijo con una falsa modestia que a nadie le pasó desapercibida—. ¿Alguna pregunta?
Víctor negó con la cabeza.
—Bueno, en ese caso, no perdamos más tiempo. Es la hora.
19
Todos guardaron silencio.
Sólo se escuchaban tenues gemidos provenientes del hombrecillo encadenado. Parecía estar ajeno a lo que estaba a punto de suceder.
Víctor sentía un desasosiego tan profundo que apenas podía controlarse. Empezaba a sentir un miedo terrible. Su familia no era especialmente religiosa, pero sí creía en la existencia de Dios y su abuela siempre le había inculcado el buen camino cimentado en la fe. Incluso, Víctor solía asistir de vez en cuando a misa con Verónica y los niños.
Y ahora se encontraba en una ceremonia pagana dedicada a un ser de las tinieblas...
Cerró los ojos y elevó una pequeña plegaria. Rogó que todo saliera bien; aunque dadas las circunstancias eso era bastante dudoso.
Margarita Benavides cortó el silencio con un profundo suspiro. Víctor abrió los ojos y vio que la anciana tenía el libro abierto ante sí.
Antes de que se diera cuenta siquiera, la anciana habló, dando comienzo a la ceremonia:
—Oh Belcebú, Señor de las Moscas, lugarteniente del Príncipe de las Tinieblas, estamos aquí reunidos esta noche para perpetuar una vez más el Pacto iniciado en Junio de 1845. Los Trece hemos estado de acuerdo en cumplir con lo pactado y estamos dispuestos a verter nuestra sangre de nuevo como lo dicta el Tratado. Damos comienzo el Ritual ofreciéndote este sacrificio como muestra de buena fe, en nombre de las Trece Familias.
La anciana hizo un gesto al monje y éste, antes de que Víctor supiera lo que se proponía, agarró al famélico hombre y lo arrojó al foso, pronunciando una palabra por lo bajo en un idioma desconocido.
El hombrecillo, completamente desnutrido, apenas tuvo fuerzas para emitir un lastimero gemido, antes de ser engullido por el abismo. El eco de su lamento se fue perdiendo poco a poco mientras caía más y más abajo.
Víctor aguzó el oído esperando escuchar algún ruido que denotara que el hombre había tocado fondo, pero el gimiente sonido fue apagándose lentamente, sobreviniendo un silencio sepulcral. Víctor sintió un nudo en la garganta. Miró a su alrededor esperando alguna reacción, pero todos seguían impasibles. El monje había desaparecido en algún momento sin que se diera cuenta y ahora sólo quedaban los Trece, como debía de ser.
La anciana hizo un gesto general alzando su daga y los demás hicieron lo mismo. Víctor se quedó de piedra al saber lo que se esperaba ahora de él. Era el momento de verter la sangre. Todos cogieron la daga con la mano derecha y se la llevaron a la palma de la izquierda, inclinándose sobre el foso, listos para realizar el corte. La anciana atravesó a Víctor con la mirada, como recordándole la amenaza que pendía sobre su familia en caso de que no hiciera lo que se le ordenaba.
Víctor salió de su parálisis e hizo lo propio con su daga, inclinándose también hasta estar cerca del agujero.
—Haz lo mismo que nosotros, Víctor —susurró la vieja. Alzó los brazos y todos la imitaron. Luego los bajaron de nuevo, muy lentamente, mientras realizaban el corte. Víctor cerró los ojos y se obligó a hacer lo mismo, sintiendo la desagradable sensación de la hoja penetrando en su mano.
La sangre empezó manar de las trece palmas casi al mismo tiempo y fue desapareciendo en el foso silenciosamente. Permanecieron así poco más de un minuto vertiendo su sangre en el foso; a Víctor le pareció una eternidad.
Finalmente, todos colocaron la daga en sus respectivos regazos y posaron las manos en los brazos de la silla. Víctor los imitó.
Entonces Margarita habló de nuevo, pronunciando una letanía que a Víctor le heló el corazón:
—Emperador Lucifer, Señor de todos los espíritus rebeldes, ruégote que me seas favorable en la apelación que hago a tu gran lugarteniente Belcebú, deseando hacer pacto con él. Ruégote a ti también, príncipe Belcebú, que abandones tu morada, en cualquier parte del mundo que te encuentres, para venirme a hablar; si no, te obligaré por fuerza del gran Dios vivo, de su excelso Hijo y del Espíritu Santo a que…
Víctor no quiso escuchar más. El corazón comenzó a martillearle en el pecho cada vez más rápido, hasta el punto de pensar que caería muerto allí mismo de un infarto. Las palabras blasfemas empezaron a rondarle la cabeza como si de unos malignos huéspedes sin invitación se tratasen. Reprimió el impulso de llevarse las manos a los oídos para no escuchar. Cerró los ojos y optó por tratar de pensar en otras cosas, de olvidar el lugar y la situación en que se hallaba.
—…aparécete cuanto antes o voy a atormentarte continuamente por las fuerzas de las potentes palabras de la Clavícula: “Agión, Tetragram, vaycheen, stimilamato,…”
Las palabras de la anciana se esparcían por el lugar como una peste, diseminando el terror. Víctor comenzó a rezar interiormente. Temblaba de pies a cabeza sin poder contenerse. Un sudor frío se deslizaba por su espalda atenuando aún más su estremecimiento.
—…erglión eryona onera brasin movn messia, soler Emmanuel Sabast Adonay…
No supo cuánto tiempo permaneció así, intentando desoír las malditas palabras de la vieja, pero al cabo de lo que le pareció una eternidad de pesadilla, se hizo el silencio.
Víctor abrió los ojos.
Miró a los demás. Ninguno estaba ni de lejos tan asustado como él, pero se notaban igualmente ansiosos. Todos tenían los ojos abiertos como platos y miraban el foso en actitud de espera.
Víctor miró a su vez y lo que vio casi le provocó un paro cardiaco.
Una tenue luz rojiza proveniente del fondo había empezado a iluminar levemente las paredes del ancho foso.
—Que así sea —dijo por último la anciana. Cerró el Grimorio y aguardó con el rostro demudado.
Entonces un terrorífico y ensordecedor gruñido se levantó desde las profundidades, sobresaltándolos a todos. Su eco reverberó por todo el lugar por casi un minuto. Pronto la luz rojiza se fue haciendo más intensa y su brillo parpadeante empezó a bañar las paredes del pequeño salón. Se hizo el silencio de nuevo por unos momentos y entonces Víctor escuchó lo que le pareció el sonido de unas inmensas alas batiendo el aire con fuerza. El rumor se fue haciendo cada vez más fuerte.
Víctor sintió el impulso de huir, pero estaba petrificado, pegado al duro asiento de piedra.
Fue entonces cuando sintió el hedor. Un hedor tan fuerte y repugnante que le puso la carne de gallina.
—¡Ha llegado! —gritó entonces la vieja con el rostro desencajado—. ¡El Señor de las Moscas ha llegado!
20
En efecto, con un último batir de sus poderosas alas, apareció por la abertura del foso un colosal ser de pesadilla. Medía casi tres metros de altura, y su rostro era una protuberancia obscena con unos inmensos cuernos negros descollando de su frente coronada de fuego. Un espeso pelaje oscuro cubría todo su cuerpo y de su torso sobresalían dos poderosos brazos que terminaban en filosas garras. Las descomunales patas con sus pezuñas hendidas colgaban laxas bajo el monstruoso cuerpo. De los ojos y la abertura llena de dientes que tenía por boca despedía un vapor rojizo y nauseabundo.
En medio de la locura que le produjo a Víctor el sólo hecho de ver esa horrenda pesadilla, atinó a pensar que bajo la abertura del foso el fondo debía de ancharse progresivamente, pues de otra manera no cabrían esas inmensas alas de murciélago que debían de medir casi cinco metros de envergadura.
El pequeño salón en el que se hallaban, con sus ocho metros de altura, apenas lograba acoger a la inmensa criatura.
Sus poderosos movimientos apagaron las antorchas y el recinto quedó apenas iluminado por el resplandor rojizo de la bestia.
Todos miraban al maléfico ser sin moverse un centímetro, excepto la anciana que lo observaba con una temerosa expresión de plenitud.
El Señor de las Moscas llegó a lo alto del salón y quedó suspendido batiendo lentamente las alas.
Entonces habló.
Pero su boca no se movió un ápice.
La voz resonó fuertemente en la cabeza de cada uno con una reverberación enloquecedora.
A Víctor le pareció como si las fieras y bestias más salvajes de la naturaleza hubiesen hablado en una sola y atronadora voz.
—¡HEME AQUÍ! ¡¿POR QUÉ TURBAS MI REPOSO?!
Entonces la vieja comenzó a hablar en un extraño lenguaje que sonaba obsceno y vulgar a los oídos. Víctor supuso que le estaba exponiendo sus demandas al monstruoso ser, pues este guardó silencio y pareció concentrar su mirada en la anciana.
Pasado un momento, cuando la vieja terminó, volvieron a escuchar la voz tronar en sus cabezas:
—¡QUE ASÍ SEA!
—Contentos estamos de ti por el presente —pronunció en voz alta la anciana—; dejámoste en reposo y permitímoste que te retires adonde mejor te plazca, con la promesa de reunirnos nuevamente dentro de treinta y tres años para perpetuar lo acordado.
El monstruo gruñó sonoramente por respuesta.
—Escoged a uno de nosotros por ofrenda y elegid al próximo Líder de las Familias y futuro Guardián del Pacto —invocó por último la anciana.
Dicho esto, el Señor de las Moscas rugió de nuevo y comenzó a batir las alas, girando sobre sus cabezas, observándolos uno a uno. Parecía demorarse un poco en cada miembro de los Trece, sopesándolos según sus oscuros designios.
La anciana lo observada extasiada.
El monstruo miró entonces a Víctor y éste por poco cae muerto ante el malévolo escrutinio de ese ser de las tinieblas. Luego de un momento, el monstruo continuó observándolos. Los miraba y emitía graves gruñidos por lo bajo, como si no se decidiera. Se situó sobre Margarita Benavides y, para sorpresa de todos, extendió sus enormes garras y la levantó. La anciana gritó aterrorizada. Los demás no daban crédito a lo que veían.
Belcebú, el Señor de las Moscas, había elegido a la Cabeza de las Familias como ofrenda. Por supuesto, nadie se mostró en desacuerdo. Observaron anonadados cómo el monstruo estrujaba a la vieja haciendo crujir sus huesos como si de ramitas se tratase.
La situó frente así, escudriñándola, y luego le arrancó la cabeza de cuajo con sus feroces fauces.
Acto seguido, soltó el cuerpo y lo que quedaba de Margarita Benavides se perdió en las profundidades del foso.
Todos se quedaron paralizados. Había llegado la hora de elegir al próximo Líder. Víctor sentía un vacío en el estómago. El corazón no había parado en ningún momento de latir fuertemente como si se le fuera a salir del pecho. Se sentía débil y mareado, y la herida de la mano izquierda le escocía. Por momentos había comenzado a pensar que en cualquier instante despertaría y se encontraría en su habitación, acostado al lado de su querida esposa.
El monstruo comenzó un nuevo escrutinio.
La actitud de los demás cambió. Sabían que la nueva elección ya no significaba la muerte, sino un nuevo nivel de poder, una especie de redención, y ahora miraban al demonio con expresión sumisa, como esperando ansiosamente ser elegidos.
Belcebú los observaba uno a uno, con más detenimiento que antes, balanceándose en el aire. Con cada examen, Víctor rezaba interiormente para que el monstruo eligiera a alguien y así pudiera acabar toda esa locura de una vez por todas. Entonces llegó nuevamente donde Víctor. Lo observó con sus ojos de pesadilla y Víctor se perdió en ese rojizo resplandor. Sintió que una entidad intrusa entraba en su mente y analizaba cada pequeño detalle de su existencia. Se sintió desfallecer presa de terribles nauseas. Trataba de apartar la mirada, pero no podía. Se sentía atrapado por un brazo invisible.
Pasado un rato, se sintió libre de nuevo. Parpadeó y observó a su alrededor. Todos lo miraban como si se tratase de un bicho raro. Miró al demonio nuevamente y vio que éste había levantado su descomunal brazo derecho y se disponía a señalarlo.
—¡Lo ha elegido! —escuchó que murmuraban los demás—. ¡Le hará la marca!
Y en ese momento, Víctor sintió nacer una nueva fuerza desde lo más hondo, proveniente de aquél demonio. Sentía cómo la bestia le transmitía parte de su negra sabiduría, de su maléfica energía. Se sentía renovado y oscuramente revitalizado por la fuerza maldita que aquél ser le estaba transfiriendo. Quizá pasados unos segundos todo habría acabado para él, pero en ese momento, aún dueño de sí, decidió que era suficiente, que no se rendiría ante aquél horror, y utilizó el poder que había recibido del monstruo para utilizarlo en su contra.
Se puso en pie, encarando al Señor de las Moscas, y gritó:
—¡Detente, ser infecto de las tinieblas! ¡No tendrás poder sobre mí, ni hoy ni nunca!
El monstruo rugió como si le hubieran asestado un puñetazo. Batió las alas y encaró nuevamente a Víctor con renovada furia.
Víctor pensó con rapidez. No sabía mucho de oraciones, pero supuso que cualquier exhortación amparándose en las fuerzas divinas surtiría algún efecto. Había decidido improvisar, cuando escuchó la voz de su difunta abuela susurrándole en su mente: “No temas. Yo te ayudaré.”.
Víctor alzó los brazos y exclamó:
—Te conjuro, Belcebú, lugarteniente de Lucifer, Príncipe de las Tinieblas, a que reconozcas el poder y la fuerza del Hijo de Dios, que te venció en el desierto, superó tus insidias en el Huerto, te despojó en la Cruz, y resucitado del sepulcro transfirió tus trofeos al Reino de la Luz…
El monstruo rugió de nuevo con un bramido ensordecedor.
Los demás seguían pegados al asiento observándolo todo como simples espectadores.
El Señor de las Moscas extendió sus alas y se lanzó hacía Víctor. Éste lo miró, temporalmente petrificado, y entonces se agachó y cogió la daga, aún manchada con su sangre, y la extendió ante él clavándola en el pecho de la bestia. La daga se hundió profundamente y el monstruo rugió más fuerte que nunca.
Víctor se derrumbó contra el asiento, y un lacerante dolor se extendió por su espalda. Se incorporó a duras penas y siguió con su improvisada letanía:
—Te conjuro, Belcebú, maldito ser de las tinieblas, que engañas al género humano, a que reconozcas el Espíritu de la Verdad, que repele tus insidias y confunde tus mentiras. —Víctor sentía que las palabras fluían más fácilmente a través de él, como si realmente estuviese recibiendo alguna clase de ayuda divina—. ¡Vete de aquí!, criatura plasmada por Dios, a quien el mismo Espíritu marcó con su sello poderoso; retírate de este lugar y vuelve a tu oscura y aciaga morada en lo más profundo de las tinieblas, y llévate contigo todos los frutos de tus maléficos prodigios…
Dicho esto, el Señor de las Moscas se elevó por última vez, replegó sus alas y se zambulló de cabeza en el foso con un poderoso bufido.
21
El resplandor rojizo se fue apagando poco a poco, y el bramido de la bestia se acalló de forma progresiva. El recinto quedó a oscuras, apenas iluminado por la tenue luz de la luna que había empezado a colarse por las altas troneras del gran salón. A pesar del caos, Víctor reparó en este detalle y se preguntó de qué manera estarían camuflados aquellos ventanales en el exterior.
Respiraba afanosamente. Aún no podía creer lo que acababa de hacer. Recordó la voz que había sonado en su cabeza. ¿Había sido su abuela en realidad? Le parecía que sí. Su voz era inconfundible. En todo caso, con ayuda divina o no, había vencido a la bestia y roto el Pacto luego de ciento treinta y dos años. Lo sabía. En el fondo, estaba seguro de ello. La pesadilla había terminado y el Pacto había concluido.
Los demás seguían sentados en las sillas de piedra, con la mirada perdida y los brazos laxos. Parecían estatuas de cera sacadas de algún museo de horror.
Víctor comenzó a retroceder. El afán de salir de allí se había hecho más acuciante que nunca. Pensó en decirles a los demás que salieran también, pero cambió de opinión. No había motivos para ayudar a las personas que un rato antes habían amenazado su vida y la de su familia.
Dedicó una última mirada al lugar con un escalofrío, dio media vuelta y echó a correr hacía la puerta de los Benavides. Fue justo en ese momento cuando la tierra empezó a temblar con una fuerte sacudida. Víctor apenas logró conservar el equilibrio. Miró de nuevo hacia el pequeño salón, pero los miembros restantes de las Trece Familias no se habían movido. Parecían hipnotizados, como si hubiesen aceptado su terrible destino ahora que nada aseguraba su poder. Grandes trozos de roca empezaron a caer del techo. Las sillas que rodeaban el ancho foso se movieron con más fuerza, se tambalearon con sus ocupantes y comenzaron a hundirse con un rugiente sonido de piedras cayendo.
Víctor se quedó mirando la escena sin dar crédito a lo que veían sus ojos. El salón, con paredes incluidas, se hundía en el foso. Y como una especie de onda destructiva, el agujero se iba anchando progresivamente, devorando a su paso todo lo que había en el gran salón. Víctor supo enseguida lo que iba a ocurrir. Todo se estaba desmoronando. Dio media vuelta una vez más y corrió hacia la puerta.
Estaba entornada, y por un instante de terror Víctor estuvo seguro de que el muro estaría otra vez allí impidiéndole la salida. Pero el muro ya no estaba. Víctor suspiró aliviado y entró. Recordó la oscura abertura que se abría a la derecha y pasó con cuidado, pegado a la pared, procurando conservar el equilibrio.
Llegó a la escalera en caracol y comenzó a subir rápidamente.
La tierra temblaba cada vez más fuerte. A lo lejos, se escuchaba cómo el gran salón se perdía inexorablemente en el abismo.
Pocos minutos después llegó arriba. Abrió a tientas la puerta en la oscuridad y salió al pasillo, aquél que estaba plagado de puertas a ambos lados. Giró a la derecha y corrió tan velozmente como se lo permitían las piernas.
Al llegar al balconcillo que lo había estremecido por primera vez en aquella casa, vio cómo se tambaleaba peligrosamente a causa del terremoto. Seguro que no dudaría mucho. No obstante, no había tiempo para pensar. Retrocedió unos cuantos pasos y lo cruzó a la carrera, pisando apenas los endebles tablones. Al llegar al rellano y torcer escaleras abajo, sintió cómo el balconcillo se desmoronaba a sus espaldas.
Muy pronto se halló en la pequeña cocina y un instante después estuvo en el jardín trasero de la casa de la difunta Margarita Benavides. Rodeó la vivienda y echó correr por el camino de tierra en dirección a la calle principal del pueblo.
El terremoto, lejos de aplacarse, parecía estar cobrando más fuerza.
Al llegar al recodo del camino donde debía torcer a la derecha, frenó un instante y dirigió la vista hacia la casa. Ésta se balanceaba violentamente, presa de los terribles movimientos telúricos. La luz de la luna la iluminaba de manera lúgubre, dándole el aspecto de una casa embrujada.
La tierra se sacudió más fuerte que nunca y Víctor cayó al suelo. Se incorporó trabajosamente y se puso en pie, en el justo instante para ver cómo la casa se estremecía por última vez y se hundía para ser engullida por el abismo, que ahora había adquirido unas dimensiones titánicas.
Víctor corrió como alma que lleva el diablo. Cruzó como una exhalación los doscientos cincuenta metros que lo separaban del pueblo, subió la pequeña loma, echó una última mirada hacia la propiedad de los Benavides y vio horrorizado cómo el inmenso foso continuaba anchándose, devorando árboles, cercas y cultivos.
Víctor no quiso ver más. A ese paso, el pueblo mismo terminaría engullido en un abismo colosal.
Llegó a la calle principal y siguió corriendo en la dirección por la que había llegado en el pequeño vehículo, en un mediodía que parecía haber ocurrido hacía mil años.
Corrió y corrió, con la tierra sacudiéndose salvajemente bajo sus pies.
Corrió por su vida.
Corrió… alejándose de Soledad para siempre.
Epílogo
A las cinco y diez de la mañana del 20 de junio de 2010, primer día del solsticio de invierno, Víctor Hugo Tejada, de cincuenta y nueve años de edad, se despertó sobresaltado de una terrible pesadilla.
Soñaba que se hallaba de nuevo ante la casa de Margarita Benavides. Habían pasado treinta y tres años desde el último Rito de Perpetuación y Víctor había acudido para cumplir otra vez con su parte.
La anciana había salido al porche a recibirlo en compañía de los otros once miembros. Su putrefacta cabeza se sostenía a medias sobre su cuello, cosida con un grueso hilo negro. De la juntura sobresalían toda clase de bichos y su piel parecía estar cayéndose a pedazos. Sus ropas se habían convertido en harapos y su incipiente calva estaba apenas cubierta por un grasiento cabello ralo.
Le sonreía a Víctor mientras sacudía el brazo en señal de saludo.
—Bienvenido a Soledad, Víctor Tejada —le decía.
Y fue entonces cuando despertó.
Estaba empapado en sudor y temblaba como un niño, aún con la imagen de la vieja grabada en la retina. La cicatriz de la palma izquierda, que con los años había ido haciéndose cada vez más imperceptible, le picaba levemente.
Miró alrededor, y su corazón se apaciguó al ver los familiares contornos de su habitación. Respiró profundo, recobrando la serenidad.
Había sido un sueño. Nada más que un sueño.
La pesadilla había terminado hacía treinta y tres años. Había terminado para siempre. Y si necesitaba alguna prueba de ello, la tenía justo a su lado.
Su esposa dormía tranquilamente, y su hermoso rostro irradiaba una profunda paz. Víctor se quedó mirándola durante un rato, sonriendo. No necesitaba más pruebas de que aquella pesadilla había quedado enterrada en el pasado.
Se acomodó de nuevo entre las cobijas, posó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Era domingo, y podía dormir hasta la hora que quisiera.
Saber esto le arrancó una nueva sonrisa.
Cinco minutos más tarde, Víctor dormía apaciblemente.
Sin sueños.
FIN
Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Octubre de 2010.