Hoy, a la luz del nuevo día, todo lo escrito ayer parece una locura. Lo que más resuena en mi cabeza es lo que dijo George: Los Muertos de Carvajal, como si se tratara de una secta.
Y los espejos, claro. No nos olvidemos de los espejos.
La sensación era que ante cada palabra, ante cada frase pronunciada, parecía que las respuestas se diluían en vez de plasmarse. Y siendo verdaderamente sinceros, ¿existían respuestas para todo eso de muertos susurrantes, espejos siniestros y pactos misteriosos? Una persona centrada podría reírse de eso. Claro que en una habitación iluminada. Pongan a esa misma persona centrada en la misma habitación, pero a oscuras, y ya no será tan equilibrada y no se reirá en absoluto.
Por eso fue una sorpresa que la primera respuesta coherente a todo este embrollo saliera de mi boca.
George fue hasta el auto y volvió con una botella de whisky. Puso tres vasos en la mesa y los llenó hasta la mitad. Levantó el suyo y dijo:
—En vida no fui una persona agradable; y la gente, más que quererme, me respetaba por miedo. Nunca tuve a alguien a quien pudiera llamar amigo. —Rió y el vaso tembló en su mano—. ¿Quién hubiera dicho que muerto encontraría dos?
—Jamás me dijiste a qué te dedicabas en vida —le pregunté después de brindar. Nunca fui un gran bebedor y el whisky me quitó el aliento. Sí, tenemos aliento. Hasta yo mismo no me lo creo. En invierno nos sale la nubecita de la boca y todo.
—No era buena persona, Alan —dijo él volviendo a llenar su vaso. Se lo había vaciado de un trago sin pestañear. Me echó una mirada antes de beberse este también—. Pero sí era bueno en lo que hacía.
Valeria no había tocado su vaso.
—¿No bebes? —le preguntó George al terminar la segunda copa.
Valeria negó con la cabeza.
George tomó el vaso.
—Es una lástima desperdiciar tan buen whisky —dijo—. Salud.
Algo de lo que había dicho Valeria rebotaba en mi cerebro como una bola de flipper. No sus palabras exactas, pero casi.
—No entiendo eso de los Muertos de Carvajal —dije—, pero creo poder explicar lo que cuenta Valeria.
—¿Ah, sí? —se sorprendió George dejando el vaso—. Eso es algo que me gustaría oír.
Algo me cosquilleó en el cuerpo, una sensación de ser observado. Automáticamente miré hacia la ventana. Por un instante las sombras me jugaron una mala pasada y creí ver un rostro. Reprimí el impulso de acercarme y expuse mi teoría.
—Uno siempre se sorprende cuando gente a la que consideramos normal un día parece perder la chaveta y hace cosas fuera de toda razón. Mi madre siempre decía que cuando eso ocurre es que el diablo ha susurrado a tu oído. ¿Han notado que la mayoría de los pacientes con problemas mentales siempre hablan de voces en su cabeza, voces que los impulsan a hacer cosas? ¿Y si fuera verdad? ¿Y si alguien o algo te incitara subconscientemente a cometer acciones fuera de lo normal?
Ambos me miraban, Valeria con el entrecejo fruncido.
—Piensa —le dije—. Piensa en aquello que viste al lado de la cama de tus padres. Estaba inclinado sobre tu padre, ¿no es verdad? ¿No fue eso lo que dijiste?
—Sí —musitó ella.
George se había servido un cuarto vaso, pero prestaba atención a lo que hablaba y no lo había tocado.
—¿Y qué dijiste que parecía estar haciendo?
—Susurrando.
En mi cabeza tenía una imagen clara: una puerta cerrada. Aquella que daba a la terraza.
¿No le había susurrado yo al conserje de aquel edificio para que me abriera la puerta? ¿No había estado un buen rato taladrándole el cerebro con que era necesario que fuera y abriera esa puta puerta?
Por supuesto que sí. Y había funcionado. Había sido su diablo personal susurrándole al oído.
Les conté sobre la idea que tuve de saltar de la terraza y de cómo convencí al encargado para que me abriera la puerta.
—Sobre los espejos, tengo algo que decir —dijo George cuando terminé. El vaso de whisky seguía sobre la mesa, olvidado por el momento—. Mi esposa solía contarme que…
—¿Esposa? —lo interrumpí—. ¿Estás casado?
—Tenía —contestó—. La mujer de la que les estaba contando antes, la del velo. Falleció hace mucho.
—Lo siento —balbucí.
—Dejála acostada, no más. Sentada no entra en el cajón.
Me quedé anonadado y sin reacción. George se sonreía y Valeria se tapaba la boca.
—Lo lamento —se disculpó George lanzando la carcajada—. Chistes de muertos. He escuchado algunos bastantes buenos.
Dejó de hablar cuando notó que mi rostro lucía impávido.
—Bueno, fue una broma —rezongó—. Odio a la gente sin sentido del humor.
Apresó el vaso entre sus manos y lo hizo girar despacio. Valeria volvió a servirse agua del grifo y la luna iluminó su perfil mientras bebía. Sentí un fuerte y repentino deseo de tenerla en mis brazos, besarla sin descanso, poseerla.
George golpeó la mesa con el vaso y me sacó de mi ensoñación.
—Era extraño —volvió a hablar—, pero mi esposa trataba a los espejos con respeto. Decía que reflejan el alma o el espíritu de las personas. Por eso mismo los llamados vampiros, al no poseer ni lo uno ni lo otro, no pueden reflejarse. Existe una leyenda según la cual, cuando en casa se hallaba un moribundo, se cubrían todos los espejos para que su alma no quedase atrapada en ellos en el momento de su partida.
»Los espejos siempre han sido atractivos y fuente de muchas historias: tenemos el espejo de Blancanieves; el espejo de Alicia, de Lewis Carroll; el de Harry Potter. ¿Leyeron Harry Potter?
Valeria dijo que sí. Yo no lo había leído.
—Había un espejo llamado Erised. ¿Te acuerdas?
—Sí —dijo Valeria.
—Y si volteamos el nombre, ¿con qué nos encontramos?
Valeria sonrió.
—Desire.
—¿Qué significa eso? —dije yo, totalmente perdido. Me maldije por no haber estudiado inglés en mi vida.
—Deseo —me aclaró Valeria.
—Exacto —dijo George—. Los espejos siempre tuvieron un aura mágica que atrajo a la humanidad.
»Según me explicó una vez mi amada esposa, hay momentos entre la medianoche y el amanecer en que es posible un tête à tête con los espíritus. Lamentablemente hay que hacerlo mediante señas, como un oficio mudo o un “dígalo con mímica”, porque no hay forma de oír ni escuchar de ambas partes.
—¿O sea que podemos comunicarnos con los vivos? —dije yo—. Esa es una buena noticia. Si averiguamos qué está pasando, podríamos avisarle a alguien.
—Es algo a tener en cuenta, sí —dijo George—. Pero no es tan fácil.
—¿Y por qué? —dudé.
—Bueno, aparte de hacerlo entre esas horas, hay que esperar que haya una tormenta eléctrica.
—¿Cómo? —balbuceé incrédulo.
—Sí —asintió George—. Tal parece que la energía de la tormenta logra una distorsión dimensional en la superficie reflexiva del susodicho espejo para así lograr la conexión interdimensional con el más allá.
—Puta madre —mascullé—. ¿Una tormenta eléctrica? ¿En serio? ¿No sería lo mismo si le metemos unos cables al espejito y lo enchufamos a dos veinte?
George le seguía dando vueltas al vaso y mantenía la vista fija en él.
—¿Me escuchaste? —dije.
George levantó la vista y me miró dos segundos con seriedad. Fue todo lo que pudo aguantarse antes de empezar a reír como un loco. Al hijo de puta le saltaban las lágrimas por la risa.
—Perdonáme, Alan —dijo cuando se recompuso—. Sos tan fácil de engatusar que no puedo contenerme. —Se enjugó los ojos—. Ay, Dios mío, que me orino.
Valeria observaba la escena apoyada con ambas manos en la mesada y una sonrisa en los labios.
—No es necesaria ninguna tormenta, Alan, quedáte tranquilo —dijo George. Tomó el vaso y lo vació de un trago—. Oye, cambiá esa cara de ojete. No te vas a enojar por una broma, ¿no es cierto?
—No, para nada —dije—. Vos seguí jodiendo mientras tratamos temas serios.
—¿Vos sabés por qué me lo tomo en joda? Porque el humor es una forma de defensa. —Se puso de pie empujando la silla hacia atrás con la suficiente fuerza como para que recorriera todo el trayecto hasta la pared y se estrellara contra ella—. Hay algo que te puedo asegurar en este preciso momento, Alan: si seguimos adelante con esto, vamos a tener muy pocas posibilidades de reírnos nuevamente. Así que discúlpame si me divierto un poco antes de meternos de lleno en camisa de once varas.
Valeria decidió que ese era el momento de marcharse. Tomó a George del brazo y lo arrastró al auto. Sentí un ramalazo de celos.
—No tenés por que acompañarlo, Vale. Él sabe ir solito a su casa.
Ella me fulminó con la mirada y lo ayudó a subir al auto. Lo acomodó en el asiento del acompañante y George le entregó las llaves. Haciéndolas tintinear, rodeó el auto y se sentó tras del volante. Le dio arranque y, antes de partir, le colocó el cinturón a George, que parecía dormitar con la barbilla casi tocándole el pecho.
El auto comenzó a moverse, Valeria con la vista clavada al frente. Por eso no vio a George ladear la cabeza y guiñarme el ojo pícaramente.
Maldito desgraciado hijo de puta, pensé con una sonrisa.
Una vez que el auto se perdió de vista, entré a la casa, lavé las tazas y fui a mi cuarto. Me quedé tirado en la cama observando las sombras del techo. Había abierto la ventana y el viento movía las cortinas. Pensé en espejos y en Jessy. ¿Sería buena idea ir a visitarla y hacerme ver? Llegué a la conclusión de que no.
Me miré la palma de la mano izquierda.
¿Cómo mierda me había hecho esto?
De verdad no me acordaba.
Recuerdo, eso sí, cuando Carvajal mandó llamarme y me dijo que estaba todo preparado para darme mi ascenso. Con él había dos tipos a los que jamás había visto, tipos grandotes y con cara de nada, típicos torpedos para trabajos sucios vestidos de traje. No me dieron buena espina y me puse en alerta.
—Le presento a los señores Coppola y Vargas. Ellos lo pondrán al tanto de sus nuevas responsabilidades —dijo Carvajal poniendo una mano en cada hombro de los tipos—. Espero que no me falle, señor Santos. Hay puesta mucha expectativa en usted.
—No lo defraudaré, señor —dije. Pero estaba tenso como un gato, listo para saltar al menor movimiento brusco.
Carvajal cruzó unas palabras en voz baja con los dos hombres y luego caminó hasta mí con la mano extendida. Se la estreché en un acto reflejo y me apretó con fuerza. Mis dedos crujieron un poco y Carvajal sonrió. Me obligué a sonreír también.
—¿Preparado para ir al siguiente nivel? —dijo mirándome a los ojos sin un pestañeo, escarbando en ellos como queriendo llegar a mi alma.
—Claro —respondí rápidamente sin entender la pregunta; lo que fuera con tal de que me soltara la mano.
—Muy bien —dijo al fin, soltándome—. Buen viaje.
Salimos de la oficina y, al mirar por sobre mi hombro, lo vi a Carvajal sonriendo como un peligroso escualo.
Subimos a un auto y salimos de la ciudad. Yo iba en el asiento trasero con los nervios a flor de piel. El grandote que iba de acompañante llevaba un maletín sobre sus piernas, mientras el otro manejaba a unos tranquilos ochenta kilómetros por hora. Tenía unos enormes anteojos negros. El reloj del salpicadero marcaba las 16:00 hs.
—¿Vamos muy lejos? —pregunté.
No obtuve respuesta.
—¿Y si ponemos la radio para escuchar algo de música? —propuse.
El que manejaba me miró por el espejo retrovisor.
—Silencio —sentenció.
Decidí hacerle caso. Por un lado, no lo voy a negar, tenía miedo, pero por el otro sentía curiosidad. Y la curiosidad es el mal de todos los seres vivos, como bien saben.
El viaje se prolongó lo suficiente como para que me durmiera. Cuando abrí los ojos el reloj marcaba las 18:42 hs.
Todavía quedaba algo de luz y miré por la ventanilla.
Mis ojos se perdieron en un abismo.
No sé cómo, pero en el instante siguiente estaba del otro lado del asiento y completamente pálido.
El auto se mantenía firme en una cornisa. Algunas veces se escuchaba el chirrido del metal al tocar la pared de tierra a la derecha. No había espacio para otro vehículo y recé con todas mis fuerzas para que no se apareciera uno en sentido contrario.
Metros más adelante el auto viró a la derecha y el abismo desapareció.
El que manejaba detuvo el auto y ambos se apearon. Bajé también y observé el paisaje. En medio de un verdor deslumbrante se abría un cráter polvoriento en donde se veían restos de estructuras que alguna vez, capaz, fueron casas, pero que ahora parecían huesos putrefactos emergiendo de la tierra como una Carrie vengativa tratando de atraparte.
Coppola y Vargas me hicieron señas para que los siguiera y comenzamos a rodear el cráter por la derecha. Un perro, un cuzquito flacucho y sarnoso, apareció de la nada y comenzó a ladrarnos furiosamente. Coppola lo espantó con un movimiento del maletín y el perro se escabulló entre los pastos. Pero no se fue. Quedó allí, acechando y gruñendo. Tomé nota mental del lugar. No me gustaría que cuando volviéramos el chucho saliera de improviso y me mordiera una pierna.
Calculé que el cráter aquél tendría casi un kilómetro de diámetro y unos quince metros de profundidad. No daba la sensación de que algo hubiera caído y hecho semejante agujero, como un meteoro o algo semejante, sino más bien como una implosión. Capaz la zona estaba sobre cuevas subterráneas y estas colapsaron por algún temblor. No era una locura; mi padre me había contado sobre algo parecido ocurrido en una mina, creo que en Bogotá, Colombia.
Alrededor del enorme agujero todo parecía normal: se oía el canto de los pájaros, el sonido de la brisa entre los árboles y el aroma de las tomateras que crecían casi tocando los bordes del cráter.
Estuvimos caminando un rato largo. La noche estaba tomando posesión del lugar, ofreciéndole al sol los últimos minutos para despedirse. Vargas se había aflojado la corbata y desabotonado el primer botón de la camisa. Coppola se pasaba el maletín de mano en mano y se las secaba contra el pantalón. Parecían nerviosos.
Al final nos detuvimos al lado de unos árboles altos de los cuales colgaban unos líquenes de color verde claro con aspecto piloso que se asemejaban a largas barbas, lo que les daba a aquellos árboles un aire de sabiduría Zen. Un sendero emergía del bosque y atravesaba la hondonada en sinuosos zigzag. Vargas y Coppola comenzaron a descender por él. Sus pisadas levantaban nubecillas de un color grisáceo. Al notar que no los seguía se detuvieron y me observaron.
—¿Qué esperas? —dijo Vargas.
—No me convence bajar allí —aseguré.
—Es necesario —dijo Coppola.
—Será necesario para ustedes, no para mí. Dejé que me arrastraran hasta aquí por pura curiosidad, pero hasta un gato sabe cuando la curiosidad puede volverse peligrosa. Y mi gato interior me dice a gritos que bajar allí no es buena idea.
—Está bien —dijo Vargas desandando los pasos hasta llegar a mi lado—. Volveremos y le diremos a Carvajal que no estás interesado en el nuevo trabajo.
—Carvajal se sentirá decepcionado —meneó la cabeza Coppola.
—¿Por qué hay que bajar? —pregunté ya con los dos frente a mí.
—Adonde debemos ir es una cueva, un lugar secreto. Allí abajo está la entrada —respondió Vargas.
—Carvajal debe confiar mucho en ti —agregó Coppola—. A muy pocos de sus hombres se les permite conocer el lugar secreto.
Y así fue como pequé de lleno con uno de los más antiguos defectos humanos: la soberbia
—Bueno, está visto que Carvajal tiene buen ojo para elegir a su personal de confianza —contesté todo orondo—. Tratemos de hacer esto lo más rápido posible, caballeros. Vayamos bajando.
Descendimos con cuidado. La tierra se desmoronaba bajo nuestros pies. Patiné; y habría ido hasta el fondo, rebotando como una pelota, si Coppola no me hubiera tomado del brazo. Cuando tocamos fondo, los tres teníamos los zapatos y las botamangas grises. Allí abajo hacía frío y parecía otro planeta.
A Vargas nunca lo vi dudar. Iba entre los despojos como si mil veces hubiera hecho ese recorrido. Se quedó parado al lado de una viga quebrada y nos miró. Se agachó y pasó la mano por el suelo polvoriento dejando a la vista una tapa rectangular de hierro con dos argollas. Le hizo una seña a Coppola y ambos tomaron una cada uno. Tiraron de ellas y la tapa se alzó unos centímetros. Debía de ser pesada porque sus cuellos se hincharon por el esfuerzo.
Quedó a la vista un agujero negro del que manaba un aroma dulzón, como el de uvas fermentadas. Unos toscos escalones excavados en la misma tierra invitaban al interior.
Vargas fue primero y Coppola me miró.
—Después de usted —dijo muy servil.
Apoyé mi pie en el primer escalón y lo sentí resbaladizo. El aroma a uvas fermentadas me picaba en la nariz.
No bajes, me advirtió mi gato interior.
Pero ya detrás de mí lo tenía a Coppola y el único camino a seguir era hacia abajo.
Hasta el décimo escalón todo estuvo bien; eso, por supuesto, si sacamos la sensación de claustrofobia de un lugar tan estrecho. Mis hombros rozaban contra las paredes desprendiendo pedazos de tierra y la única luz provenía de mis espaldas, del agujero por el cual habíamos ingresado. Pero luego del décimo escalón el túnel dobló a la izquierda y la luz se difuminó hasta desaparecer.
Me detuve y Coppola chocó conmigo.
—¿Cuál es el problema? —dijo a mi oído.
—No veo —contesté.
—No importa, no hay forma de perderse —dijo él—. Sigue.
Continué bajando. Escuchaba agua gotear y la respiración de Coppola detrás de mí. Aunque tendría que estar a dos escalones por delante, no veía a Vargas. En aquella oscuridad empecé a imaginarme cosas, ninguna buena. Lo primero fueron alimañas. Vaya uno a saber qué clase de bichos correteaban por ahí. Me los imaginé con ojos ciegos y muchos dientes, con uñitas tan filosas que desgarrarían la carne al menor tacto, con púas venenosas y lenguas bífidas para lamer la sangre.
¿La sangre de quién?
De los pelotudos que entraran a sus guaridas, of course.
Estaba tan ensimismado con las horribles muertes que me esperarían a merced de tales monstruos, que al principio mi cerebro no captó en toda su dimensión el hecho de que podía ver mis manos y la espalda de Vargas. No porque hubiera luz, sino porque mis ojos se acostumbraron a la falta de ella. Era algo borroso y me hacía doler los ojos por el esfuerzo, pero por lo menos no veía rastros de nada dispuesto a comerme.
El sonido del agua goteando era ahora más fuerte, capaz un manantial subterráneo.
Y de pronto los escalones terminaron.
Fue tan de improviso que di un paso en falso, tropecé y caí al suelo. Vargas me alzó, recriminándome:
—Cuidado.
El nuevo lugar parecía un corredor bastante ancho que discurría hacia ambos lados. Vargas descolgó algo de la pared y le acercó su encendedor. Aquello ardió al instante. Era una antorcha. A la luz de la llama pude ver que cada dos metros, a uno y otro lado de las paredes, había más de ellas dispuestas en unos armazones de hierro oxidados. Elegimos el camino de la derecha y Vargas las fue encendiendo a su paso. Las paredes eran de piedra, lo mismo que el piso, y rezumaban un líquido viscoso por sus juntas. Gracias a la trémula llama de la antorcha parecía que las piedras se movieran, ondulando como las escamas de una serpiente.
Este es el momento en que tendrías que dar la vuelta y salir corriendo, opinó mi gato interior. Después no digas que no te avisé.
El corredor terminó frente a una puerta de gruesa madera y bisagras de hierro. Una aldaba con forma de puño oficiaba de llamador. Vargas introdujo una llave y la giró. El sonido del cerrojo al descorrerse sonó como disparos. Vargas quitó la llave y dio un paso hacia atrás.
—Por favor, si nos hiciera el honor —dijo presentándome la puerta.
Me acerqué a ella y puse mis manos en la madera. Me preparé para hacer fuerza ya que creí que estaría hinchada por la humedad y encastrada en el marco, pero se deslizó como recién engrasada y asomé la cabeza al interior.
—¡Aquí está Alan! —anuncié a la oscuridad.
Nadie contestó, gracias a Dios. Llegaba a escuchar una respuesta y salía cagando.
Abrí la puerta totalmente y los tres entramos. Vargas encendió varias antorchas y pude ver un salón. No era muy grande, por lo menos la parte construida. Contra una de las paredes descansaban unos andamios y herramientas. No pude imaginarme a qué clase de personas les podría gustar trabajar aquí abajo. De la pared opuesta colgaban algunos cuadros. Eran retratos de gente que no conocía, menos el último. Ahí estaba Carvajal con su hijo, Julián, y la que supuse sería su esposa, una hermosa mujer de cabellos negros. No vi más puertas, ni otra salida. El salón era hermético, salvo la puerta por donde habíamos ingresado. Una verdadera trampa mortal.
Vargas y Coppola caminaron hasta el final del salón. Coppola apoyó el maletín sobre un atril de piedra y lo abrió. Su espalda me cubría la visión y no pude ver qué contenía el maletín. Me acerqué y Coppola se dio la vuelta. En una de sus manos llevaba un libro abierto, en la otra un cuchillo de mango negro y brillante hoja.
—¿Qué hacemos con el cuchillito? —pregunté dando un paso atrás.
—Para ingresar al círculo íntimo del señor Carvajal es necesario un pequeño acto de fe, señor Santos. ¿Nunca escuchó hablar de los pactos de sangre? —dijo Vargas.
—Los únicos pactos que conozco son los de caballeros. Si hay sangre de por medio, gracias, pero paso.
Vargas miró a Coppola y este asintió con la cabeza.
—Señor Santos —dijo dando un paso—, nosotros somos caballeros. Le pedimos que confíe.
—Ni en pedo.
Giré y corrí; pero como en las pesadillas, el salón se me estiró hasta que la puerta pareció muy lejana.
No puede ser verdad, me dije, y corrí con más fuerza.
Vargas apareció a mi lado. Le miré los pies, sorprendido. Él no corría. Cuando levanté la vista me encontré con su puño en mi cara.
Atontado y sintiendo la sangre correr por mi barbilla, fui arrastrado hasta donde estaba Coppola. Detrás de él estaba el atril, y detrás de éste se abría un foso del cual se elevaba un vaho en forma de nubecitas pestilentes.
Coppola comenzó a recitar una cantinela ininteligible mientras se encaminaba al foso. Parecía un rapero con problemas de tartamudez.
Vargas se puso al lado de Coppola y yo quedé arrodillado en medio de ambos, las rodillas a apenas unos centímetros del foso. Me sacudí para zafarme de Vargas, que me sostenía por el brazo, pero este me puso un cachetazo que me hizo temblar hasta el culo.
—Es necesario que se quede quieto, señor Santos —dijo—. No vamos a matarlo, si eso teme, es solamente una cortada. Pero si sigue comportándose de esta manera deberé ponerme violento en serio.
Quise contestarle, pero me atraganté con mi propia sangre. Escupí al foso un gargajo teñido de rojo para aclararme la garganta, y me aterré cuando desde las profundidades llegó un clamor excitado y rugiente. Me eché hacia atrás, tratando de alejarme, y Vargas volvió a cachetearme.
Coppola dejó de hablar en aquel dialecto y se dirigió a su compañero:
—La mano izquierda.
Vargas tomó mi brazo y tiró de él hacia arriba.
—La palma —ordenó Coppola.
Y fue en ese momento cuando las cosas dieron un giro inesperado.
Vargas me dio vuelta la mano y se encontró con la cicatriz (así es, ya tenía la cicatriz en esa época). Los ojos se le abrieron por la sorpresa y miró a Coppola. Éste también se había quedado atónito.
No dudé y le pegué un puñetazo en el estómago a Vargas. Éste se derrumbó como una bolsa de papas y a punto estuvo de caer dentro del foso.
Coppola soltó el libro y me tiró un cuchillazo. Levanté mi brazo para protegerme y la hoja se clavó en la carne. Grité de dolor y pateé a Coppola en los tobillos. Desclavó el cuchillo y la sangre salpicó alrededor. Parte de ella fue al foso y el clamor se elevó más frenético.
Coppola volvió al ataque y lo único que pude hacer fue rodar por el piso para alejarme de él y del foso. Choqué contra el atril y ya no tuve para donde ir. Me puse de pie al tiempo que Coppola se lanzaba contra mí. Desesperado, busqué algo con que defenderme y vi el maletín. Lo puse adelante mío justo en el momento en que Coppola tiraba la cuchillada. La hoja se enterró en el cuero del maletín hasta el mango, y yo me la jugué el todo por el todo. Con las dos manos en el maletín, di un tirón hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Coppola separó las piernas para mantener el equilibrio y yo le puse una buena patada en los testículos.
Coppola cayó de rodillas y yo usé la mía para plantársela en la cara. El sonido de su nariz quebrándose me puso eufórico.
¡Vete ya! ¿Qué esperas?, gritaba mi gatito interior.
Todavía tenía el maletín en la mano. Me acerqué hasta Vargas y levanté el libro. Era pesado y estaba caliente. Desclavé el cuchillo del maletín y lo arrojé al foso. Algo se movió allá abajo, algo grande. Apresuradamente metí el libro en el maletín, juzgándolo importante, y revisé el saco de Vargas. Encontré las llaves del auto y corrí hacia la puerta. Esta vez no hubo ninguna sensación pesadillezca y la puerta se estuvo quieta.
Recorrí el ancho pasillo a la carrera, dejando a mi paso un reguero de sangre por la herida en mi brazo. Al llegar a las escaleras estaba sin resuello y me tomé un segundo para descansar. Y ahí estaba: con el maletín apoyado en el piso, inclinado y con ambas manos en las rodillas, pensando que tenía que hacer algo con el brazo si no quería desangrarme, cuando escuché un grito que me hizo respingar y subir los escalones de dos en dos con el consecuente peligro de romperme la crisma, pero tomando el riesgo de todos modos:
—¡Santoooooooooooooos! ¡Voy por ti!
Era la voz de Vargas, estirando la “i” final hasta el punto de hacerme doler los oídos.
Resbalé varias veces en los escalones mojados. Escuchaba detrás de mí los jadeos de Vargas, y una vez sentí sus manos arañándome los talones.
Grité como nunca había gritado y redoblé los esfuerzos. Los escalones parecieron multiplicarse y una enorme desazón empezó a cubrirme, haciéndome abandonar toda esperanza. Sabía que Vargas me alcanzaría. Y cuando lo hiciera, me arrastraría hasta el fondo y me llevaría al borde del foso para que pudiera ver aquello que allí moraba.
El corazón me dio un salto cuando pude ver la luna, que lucía un tinte rojizo perfecto para la ocasión, centrada en el rectángulo de la entrada, y grité, pero esta vez de alegría. Era una verdadera suerte que no hubieran vuelto a colocar la tapa de hierro. Habría sido imposible para mí poder moverla.
Salí al aire libre y aspiré una bocanada. El brazo me seguía sangrando. Dejé el maletín en el suelo y rasgué la camisa haciéndola tiras.
—Santos… —llegó una voz desde el pozo.
Me quedé estático y con la piel erizada, los ojos abiertos mirando la abertura.
Me incliné para recoger el maletín y Vargas emergió de las penumbras.
—¡Te tennnnnngoooooooooo! —aulló enloquecido.
Lo golpeé con el maletín al costado de la cabeza y Vargas siguió aullando. Me dejé caer sobre él y lo sentí resbalar en los escalones. Me miró un instante, los ojos relampagueantes de odio, luego perdió pie y lo escuché caer y caer.
Busqué el sendero. No había podido tapar la entrada al túnel con la plancha de hierro, pero estuve un buen rato juntando despojos y echándolos dentro. Por lo menos les iba a complicar la subida lo más que pudiera.
Localicé el camino y corrí por él tan rápido como pude. Casi al llegar al borde del cráter tropecé y caí cual largo era.
Algo me había aferrado.
Aquella cosa que anidaba en el foso no me dejaría escapar tan fácilmente, no después de haber probado mi sangre y concluido que deseaba el resto.
Pero no, sólo era otra jugarreta mental.
A mis pies no había nada que me aferrase. Simplemente había tropezado con algo.
Entre el polvo sobresalía un triángulo metálico al que la luz de la luna le confería bordes filosos y sanguinolentos. Con cuidado removí un poco el polvo y me encontré con los restos de un cartel. Estaba casi ilegible y desvaído por la intemperie. Lo poco que se veía, rezaba:
BIEN EN DOS A SOLE AD
Subí al auto y pensé un momento. Regresar a Nérida era peligroso; no era una opción, por lo menos por ahora.
Con las tiras de la camisa que había rasgado me hice un torniquete por arriba de la herida, ayudándome con los dientes para apretar los nudos. Había perdido demasiada sangre, temía desmayarme antes de llegar donde pensaba.
Sólo había un lugar.
Puse en marcha el auto y arranqué…
Me giré en la cama, quitando la vista del techo, y observé la noche del otro lado de la ventana. Recordar todas esas cosas me había agotado.
Cerré los ojos y muy pronto me dormí.
Y soñé.
En el sueño había un libro, un cuchillo de mango negro y un claro en el bosque.
Y dos niños. Uno de los cuales era yo.
El otro era el hijo de Carvajal.