Los Renegados presentan:
Los Misterios de Harris Burdick
DEBAJO DE LA ALFOMBRA
Escrito por George Valencia (Calavera)
Basado en una ilustración de Chris Van Allsburg
Pasaron dos semanas y volvió a suceder.
1
Jeremías Uribe pensaba que asesinar y enterrar a su padre al mejor estilo del relato de Edgar Allan Poe sería la solución.
Estaba equivocado.
Lo planeó durante meses, hasta el más mínimo detalle. Desde la forma en que informaría de su desaparición a las autoridades, y las falsas pistas que dejaría días después en la región de los lagos, hasta el método que utilizaría para asesinarlo y posteriormente enterrarlo tras la pared tapiada del extremo norte del sótano.
Lo había planeado meticulosamente, y todo salió bien.
Todo.
Excepto por una cosa.
2
Jeremías era el bibliotecario de Roca del Castillo, un pequeño pueblo situado a medio día en auto de la capital, Nérida, y como tal era un personaje respetado del pueblo, a pesar de que nunca se había casado ni tenido descendencia.
Era hijo único y siempre había vivido con sus padres. Al menos hasta que su madre, una mujer inestable y depresiva, había muerto a causa de una úlcera crónica el año anterior. Todo había ocurrido de repente, y apenas habían comenzado a asimilar la sorpresa de su imprevista enfermedad cuando se vieron ante la dura prueba de sobrellevar su pérdida.
Tres meses, una corta quimioterapia y ¡zas! Adiós mundo cruel. Como suele suceder en estos casos, la rapidez, aunque dura, fue lo mejor.
Ahora, viéndolo en perspectiva, Jeremías había llegado a la conclusión de que la partida de su madre había desencadenado todo. De hecho, era cuestión de tiempo para que tomara la decisión; la enfermedad y posterior muerte de Dolores Uribe solo había sido el detonante.
Lo que no preveía era que aún después de todo su padre siguiera creándole inconvenientes.
Las autoridades se habían tragado todo.
A pesar de que la soltería de Jeremías era motivo de cotilleo de cuando en cuando, era tenido en estima por los habitantes de la Roca, entre ellos justamente los agentes del Departamento de Policía, que en no pocas ocasiones habían pedido su ayuda para el Fondo Benéfico del Departamento, o para alguna consulta especialmente difícil destinada al colegio de los chicos. Así que no había ningún motivo para sospechar, o tan siquiera considerar, que el viejo Jere tuviese algo entre manos.
¿El bibliotecario del pueblo? ¡Por favor! ¡Pero si es una mansa paloma!
Jeremías sabía lo que la gente pensaba de él. Después de vivir durante cuarenta y siete años en el mismo apartado pueblo era imposible resultar indemne al chismorreo. Aun así, había conseguido mantener una precaria privacidad, que a la larga había evitado que la gente se enterara de la tensa situación que vivía en su interior. Sabían que era un hombre solitario, que no se tomaba más de dos cervezas el sábado en la noche, y que coleccionaba estampillas. Un buen tipo, de calvicie pronunciada y gafas de aumento. Pero por lo demás, su vida era un secreto. Él mismo se había asegurado de que así fuera, lo que le había valido cierta ventaja en el momento decisivo.
Así que en la noche del 19 de agosto, casi diez meses después de la muerte de su madre, y con su padre enterrado dos metros bajo tierra y tras un muro de cemento, Jeremías se dispuso a colocar la penúltima y más delicada ficha de su pequeño y macabro plan.
3
Para Martín Henao la llamada de esa noche, aunque inesperada, no revistió mayor anormalidad.
El Jefe de policía estaba de licencia y Leo había ido a comprar algunos refrigerios. Por lo general eran unos cafés grandes con mucho azúcar y unos pasteles, pero cuando el Jefe no estaba, “refrigerios” significaba cervezas con mucho alcohol y unos pasteles.
Eran casi las diez de la noche y Martín comenzaba a adormecerse en la silla del Jefe, con los pies bien apoltronados en el escritorio (hecho que sin duda significaría su suspensión en caso de que el Jefe Estrada se enterara), cuando sonó el teléfono. Martín se espabiló de inmediato, y a punto estuvo de caerse.
—Departamento de Policía —contestó.
—Hola, Martín. Soy Jeremías.
—Hola, Jere, ¿cómo estás? —saludó el agente, quien no recordaba haber recibido un llamada del bibliotecario en los nueve años que llevaba de servicio.
—No muy bien, la verdad.
—¿Pasa algo?
—Es el viejo. No lo veo desde el miércoles.
—Ya veo. —Para Martín la noticia no era ninguna sorpresa. En la Roca no era un secreto la afición del viejo Euclides Uribe por la bebida—. Supongo que ya hiciste las averiguaciones de rutina.
—Nuestra familia es poca, Martín. Bastaron cinco minutos y un par de llamadas para cerciorarme. Nadie sabe nada.
—Ya veo —repitió el agente. Suspiró y se mesó los cabellos con aire meditabundo. Le exasperaba un poco lo inoportuno de la llamada. El plan de ese viernes era amenizar el partido de baloncesto con unas cuantas cervezas, y ahora Jere echaba al traste los planes. Comenzar con el procedimiento de rutina para los casos de desaparición de personas a esa hora de la noche, a esa altura de la semana, justo el día en que los Lakers jugaban con los Spurs, le exacerbaba un poco. Era su deber, sí, pero maldito si estaba de ánimo esa noche para cumplirlo.
Al otro lado de la línea se percibía un silencio paciente.
—No quiero incomodarte, Martín —dijo Jeremías como si leyese los pensamientos del agente—, pero supongo que lo adecuado era avisarles. Mi padre siempre ha sido amigo de la botella, no seré yo quien lo niegue, pero nunca ha faltado a casa. Al menos durante tanto tiempo.
—Descuida, Jere, no es molestia. Es solo que el Jefe no está —se excusó Martín en un arrebato de genialidad—, y no estoy muy acostumbrado a esta clase de procedimiento. —Pensó un poco, decidiendo que después de todo no tenía por qué perderse el partido ni las cervezas. Dejaría el caso pendiente para el día siguiente; Leo sin duda estaría de acuerdo—. Te diré lo que haremos, Jere: mañana, a primera hora, me pasaré por la biblioteca y me dirás si tienes alguna noticia. De lo contrario, iniciaremos la búsqueda. ¿Qué dices?
—Perfecto —aceptó Jeremías sin ningún reparo—. Me parece perfecto.
—Así será entonces.
—Que pases una buena noche, Martín.
—Tú también, Jere.
Martín colgó la bocina, sonriendo bobaliconamente, pensando que sin duda esa sería una buena noche.
En algún lugar del sótano de Jeremías Uribe, el viejo Euclides llevaba cinco días siendo pasto de los gusanos.