jueves, 26 de mayo de 2011

NADIE


Hace unos años escribí un minirelato de cien palabras titulado NADIE (al cual, por cierto, les recomiendo echen un vistazo antes de leer el presente relato). Fue para un concurso llamado “Tu cuidad en cien palabras”, en el cual debías captar una imagen de tu ciudad en un muy corto espacio. Recuerdo que lo “escribí” en mi mente mientras hacía fila en el banco. Cuando me senté ante el PC lo volqué en un par de minutos y, curiosamente, ocupó justo las cien palabras requeridas para el certamen…

Hace poco se presentó la oportunidad de un concurso de cuento en la universidad en la que estudié (2º Concurso de Cuento CESDE), y se me ocurrió que estaría bien retomar la idea del minirelato y escribir una versión extendida del mismo, pues es un tema ideal para este tipo de concursos, en los cuales muchas veces es mejor ofrecerles lo que los jurados quieren leer, y no tanto un relato con la temática que estamos acostumbrados a relatar.

Puesto que el Concurso se falló ayer y no estuve entre los finalistas, les presento aquí el mencionado relato para su disfrute. Al igual que el minirelato que le dio origen, este también se titula…



NADIE





Estira la mano por enésima vez en este caluroso día. El anciano la observa, y ella nota en su mirada una incierta empatía. No obstante, sigue de largo con descarada indiferencia.
Posa la mano de nuevo sobre su regazo, apelando a la digna resignación de la que hizo gala durante tanto tiempo. Aunque, ¿a quién quiere engañar? A esto ni siquiera se le puede llamar resignación. Es la sombra del desprecio disfrazada de apatía. Desprecio por todos, por ella, por la vida. Mil y una veces le ha pedido a Dios que le dé la suficiente fuerza para sobrellevar sus últimos días, pero estos parecen extenderse eternamente, desgranándose con exasperante lentitud.
Estira la mano por enésima vez.
En esta ocasión es una encopetada señora la que ni siquiera se toma la molestia de dirigirle una mirada, no sea que el sólo hecho de verla pueda mancillar de alguna forma su impecable alcurnia.
Y la mano vuelve a su regazo.
El sol de la mañana va describiendo su majestuoso arco hacia poniente y muy pronto alcanzará su cenit, por lo que no pasará mucho rato antes de que tenga que aunar fuerzas para incorporarse y buscar otro sitio donde el calor no se robe las pocas energías que su cuerpo a duras penas reúne con la escasa comida que logra conseguir.
Es increíble que una persona normal pueda llegar a este estado de completa decadencia. Pero aun así sucede, en esta ciudad moderna.


Tiene ochenta y dos años, pero eso a pocos le importa. A nadie le importa, en realidad. El mundo parece haberse olvidado de ella. Si les contara que alguna vez fue una respetada señora con una pequeña pero bonita familia, seguro que la mirarían con incredulidad. No vale la pena contar una historia que nadie quiere escuchar. Así que se la cuenta a sí misma, ya sea para consolarse, o para recordarse que no siempre fue así. Hace tanto tiempo que dejó atrás su otra vida, que en ocasiones se pregunta si en verdad existió. Pareciera que toda su vida ha sido lo que ven los transeúntes que pasan a diario a su lado sin dedicarle más que una fugaz mirada. Quizá sea porque algo les incomode. A lo mejor se sienten culpables por tener techo, comida, familia, trabajo y una ropa decente, mientras ella sigue aguantando hambre bajo un cielo ora plomizo, ora caluroso, siempre inclemente, viendo cómo día tras día su vida se le escapa por un invisible y despiadado sumidero.
Y nota la incomodidad en los transeúntes, que caminan presurosos vociferándole a sus teléfonos móviles, hablando de la importante cita de la una, o del negocio que están a punto de cerrar, o tal vez de la reunión del viernes en la casa de algún distinguido socio. Incómodos de tener y ser tan reacios a dar, incómodos de ver todos los días al mismo despojo en el mismo lugar.
Algunos se ven rendidos a esa embarazosa molestia y, después de un tiempo, toman una ruta distinta para no tener que ver lo que todos quieren ignorar, lo que ella es, en lo que se ha convertido: una andrajosa anciana sin nombre, y tal vez sin alma ni corazón.
No obstante, por increíble parezca, no siempre fue así.


         Ha pensado mucho en ello, tratando de encontrar la razón por la que se vio arrojada a las calles, hace ya treinta y cinco años, sola, sin familia y sin una moneda en su bolsillo. ¿Cómo pudo suceder semejante barbaridad en un mundo que, dicen, está lleno de oportunidades?, se pregunta. Y lo peor es que no halla una respuesta que suene lo suficientemente convincente como para reconciliarse con su vida.
Quizá todo comenzó con la muerte de su único hijo...
El caso es que un día, de repente, se encontró sentada en el banco de un parque observando estúpidamente cómo las palomas picoteaban el suelo con insistencia, haciendo un pequeño inventario de su existencia.
No tenía trabajo, su hijo estaba muerto, y con él lo que denominaba orgullosamente familia, y, sin un centavo para solventar sus necesidades básicas, se había visto arrojada a su ventura por una casera inmisericorde. Corrían tiempos difíciles y nadie estaba muy dispuesto a obsequiar a otros el auxilio que a duras penas podían brindarse a sí mismos.
Sin un techo bajo el cual guarecerse y sin nadie a quien acudir, las calles le dieron la bienvenida con parca indiferencia.
Los días se fueron sucediendo, aciagos, y trató de asirse a la vida como un náufrago aferrándose a su tabla con desesperación, mientras veía impotente como su existencia se hundía en la miseria, en la tristeza, sin ninguna mano caritativa que acudiera en su auxilio. Luchó con denuedo en medio de su naufragio, pero la marea del destino fue implacablemente dura, y, batida por la feroz tormenta del infortunio, finalmente se vio arrojada a la playa del olvido.


 A veces se pregunta cómo ha durado tanto tiempo aferrada a esa ínfima tabla de supervivencia. Sufriendo la misma rutina día tras día, mes tras mes, año tras año.
En ocasiones se despierta, envuelta en los cartones que le ofrecen tan pobre cobijo, preguntándose adónde se fueron todos esos años, cómo es que aún se tiene en pie y cuándo es que Dios piensa tener piedad de ella y acogerla en su eterno remanso de paz. A veces se pregunta si acaso Dios también se olvidó de ella, al igual que las personas que pasan cada día a su lado.
El tiempo es un rostro en el agua. Difuso, indefinible, irreal. Durante treinta y cinco años se ha acostumbrado a la misma rutina. Levantarse, asearse un poco dentro de sus posibilidades para hacerlo, recoger sus miserables bártulos y encaminarse a la misma acera de la misma calle, en la cual espera con silenciosa tristeza a que alguien se apiade de ella y le dé una moneda. A media mañana ya ha recogido lo suficiente como para comprarse una hogaza de pan y un café caliente. Pero este pobre desayuno sólo hace que su apetito se despierte y le exija una comida decente. Pasado el mediodía, cuando el justiciero sol ahuyenta todas las sombras de la avenida, se da una vuelta por los restaurantes en busca de alguna sobra con la cual alimentar su maltrecho cuerpo y reunir energías para sobrevivir lo que queda del día.
Vuelve a la misma calle, pero a la acera de enfrente, huyendo del sol de la tarde, y espera que las horas pasen una tras otra, mientras estira su mano una y otra vez en busca de una mano caritativa.


La noche es lo peor.
Con los años cada vez es más difícil conciliar el sueño y sus viejos huesos aquejados por la artritis gritan de dolor en las heladas horas nocturnas. Los cartones con que se cobija escasamente le brindan un mínimo de calor, y eso, sumado al duro suelo de cemento, espanta la poca somnolencia que el cansancio de otro día le ha dejado.
Las oscuras horas pasan con infinita lentitud hasta que al fin despunta un nuevo día, luego de unas tres o cuatro horas de sueño inquieto.
Y de vuelta al comienzo.
Pero la rutina es traicionera, engañosa. Y como prueba de ello está el hecho de que mañana cumple ochenta y tres años, cuando hace doce meses se aseguraba que no viviría para ver otro catorce de febrero en el calendario.
Irónica fecha, por cierto. Mientras todos caminan de aquí para allá, comprando flores, chocolates o alguna baratija para regalar a sus parejas, para ella el Día de los Enamorados pasa sin pena ni gloria. Con suerte podrá comprarse un almuerzo medianamente decente, pues no faltará el transeúnte que sienta un poco de piedad, despertada por lo especial de la fecha. Pero poco más. El día de su cumpleaños, la pobre anciana sin nombre estará tan sola como siempre. Hambrienta, cansada, triste, desesperanzada.


Ya llega la noche. Es hora de volver al callejón que varios desposeídos llaman tristemente hogar. Es el momento de prender un fuego y guarecerse bajo su lumbre, procurando que ningún otro habitante de la calle le robe sus míseras pertenencias. Ya le ha pasado. Al ladrón no le importó que se tratara de una anciana octogenaria. En la calle el instinto de supervivencia lo es todo y nadie discrimina a nadie a la hora de hacerse con el bien ajeno.
La noche es cálida, el cielo está despejado y ella da gracias por ello. No a Dios. Hace mucho que se olvidó de Él, a pesar de que ello le genere cierto sentimiento de culpabilidad. No, no le da gracias a Dios. Le agradece a la noche.


Un nuevo día avanza sin pausa hacia el horizonte y las diez de la mañana la encuentran de nuevo en el mismo lugar, en la misma acera de la misma calle.
Está de cumpleaños. Ochenta y tres años, si la memoria no le falla. Pero eso poco importa. Será un día como cualquier otro, quizá caluroso, quizá plomizo, de seguro inclemente. Aunque tal vez con un poco de suerte pueda comer mejor que ayer. El Día de los Enamorados siempre le toca la fibra sensible a alguien, y a lo mejor ese alguien pase a su lado y haga gala de una infrecuente generosidad.
Hoy no se siente bien. A pesar de la tibia noche que pasó, ha amanecido más desanimada y cansada que de costumbre. Le duele la garganta y la cabeza le palpita en lentas pulsaciones, y el fuerte calor no hace sino empeorarlo. Será un día largo y agotador.
Estira la mano por enésima vez.
El joven elegantemente vestido camina presuroso, pero se detiene un segundo y le obsequia una moneda. No es gran cosa, pero ya tiene el desayuno asegurado.
Un repentino mareo nubla su visión y se siente desfallecer. No puede evitar emitir un lastimero gemido, no obstante lo cual nadie se percata y pasa desapercibido. Se lleva sus maltrechas manos de dedos torcidos a la cara y masajea suavemente sus sienes. Su corazón late con rapidez y parece desbocarse peligrosamente, pero pasado un momento el mareo cesa y con este los rápidos latidos. Cierra los ojos, respira profundo y recobra algo de su compostura.


Estira la mano por enésima vez.
La pequeña niña de cabello rubio, que camina casi arrastrada por su afanosa madre, se queda observándola con rostro demudado y los ojos bien abiertos, como si acabase de descubrir algo sorprendente. Pasa a su lado y estira el cuello para mirarla mientras se alejan calle abajo.
De pronto, la niña se detiene y hala del vestido a su madre, que se rehúsa a detenerse y le propina una regañina. No obstante, la pequeña no ceja en su empeño y logra que la madre pare y le preste atención. Le dice algo que la anciana no alcanza a escuchar mientras señala en su dirección. No cabe duda de que habla de ella. La madre parece exasperada, pero cede al ruego de su hijita y le da algo que la niña empuña con presteza.
La anciana sin nombre ha estado observando la escena con un deje de sonrisa en su rostro y ve conmovida cómo la niña comienza a acercarse, cuando de repente el mareo vuelve.
La pequeña se acerca al trote, emitiendo una risa cantarina. Por alguna razón, ha sentido un inmenso pesar por la anciana y su corazón acongojado le ha dicho que le preste aunque sea un poco de auxilio. La anciana sigue en la misma posición, pero esta vez su mano permanece en su regazo. La pequeña se planta frente a ella y estira su mano con timidez, ofreciéndole su bienintencionada ayuda en forma de unas cuantas monedas.
Pero para su sorpresa la anciana parece no darse cuenta. La niña de cabellos rubios nota que su mirada pasa a través de ella en dirección a su madre. A pesar de su expresión jubilosa, la anciana parece ignorarla y observa a su madre con mirada penetrante.
La dulce jovialidad del rostro de la niña muda en perplejidad. Frunce el ceño y le dirige una mirada inquisitiva a su madre en busca de una explicación. Esta, que ha estado esperando con impaciencia mirando una y otra vez su reloj, se encoge de hombros y le muestra las palmas de las manos, queriendo decir que no tiene ni idea de lo que pasa. Observa a la anciana, que ha permanecido en la misma posición durante los últimos segundos, y entonces la comprensión hace acto de presencia.
Se acerca a su hijita y se la lleva consigo, lejos de la deprimente escena, haciendo caso omiso de las airadas protestas de la pequeña.
La anciana, que hoy cumple ochenta y tres años, parece mirar cómo madre e hija se alejan calle abajo en medio de su discusión. Da la impresión de que se demora observándolas, divertida. Su expresión irradia paz, tranquilidad, esperanza. Sonríe dulcemente, y es así como la vemos por última vez. Ya no volverá a estirar su mano, importunando a los transeúntes. Su corazón se ha detenido para siempre y su quieta mirada empieza a perder su brillo.
Su alma se ha visto gratamente sorprendida y se ha ido en paz: ha visto una luz de esperanza al observar cómo una pequeña y hermosa niña de cabello rubio ha sentido tristeza y compasión por una andrajosa anciana sin nombre que, después de todo, sí tenía alma y corazón.




Publicado originalmente por Calavera en Mayo de 2011.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy conmovedor el relato. Y, al igual que el de 100 palabras (personalmente me gusta más este, donde creo que profundizas más), muestra muy bien a aquellos que, aunque tenemos delante y bien visibles, parece (a veces) que confundamos con el paisaje, en el mejor de los casos o incluso llegamos a hacer gala de la maldita condescendencia.

Enhorabuena, me ha encantado.

Calavera dijo...

Muchas gracias por tus comentarios, Deschain19!! :)

Me alegra que te haya gustado el relato. :D

Isabel Ramirez dijo...

La realidad, me parte el corazón y tengo sentimientos encontrados, de cómo nos vamos haciendo invisibles para una sociedad consumista. Que te desecha al pasar de tus años. Espectacular escrito, Gracias

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