BIFURCACIONES
Capítulo III: El Sótano
1
Eran casi las ocho de la noche cuando el autonombrado abogado
más exitoso de Gil & Cía. Asociados recuperó la consciencia, pero pasarían
otros cuarenta minutos para que se percatara realmente de ello. La explicación
era simple: Óscar había pasado de las penumbras de la inconsciencia, en las que
durante algo más de cuatro horas se vio asaltado por las visiones más
inquietantes, a la negrura del sótano de los Salcedo, por lo que en un comienzo
no pudo notar la diferencia.
Durante su ausencia, un continuo aguacero había azotado la
zona con intensidad, y aunque a esa altura había amainado considerablemente, el
cielo nocturno todavía se encontraba cubierto por un grueso mantel de nubarrones
que sumían aquel apartado camino con su solitaria casa en una noche por
completo cerrada. La luna, creciente, y las estrellas se veían impedidas para
ofrecer al menos un dejo de iluminación.
Así que el sótano, por supuesto, era todo negrura.
Óscar Ceballos no habría podido ver su propia mano ni aunque
la pusiera frente a sus ojos. Una situación jodida, pensaría Óscar. Pero eso
sería más tarde. En ese momento, su cabeza era una niebla densa y sin salida.
Cuando despertó, solo fue consciente de que las extrañas
ensoñaciones se habían diluido. Pero seguía convencido, en la pequeña parte de
su mente que a duras penas razonaba, de que seguía durmiendo el sueño de los
justos.
Entonces, casi cuarenta minutos más tarde, el dolor hizo acto
de presencia en su cerebro.
Percibió las fuertes palpitaciones de su cabeza, allí donde
se había golpeado antes de perder la consciencia. Los ramalazos de dolor
surgían en oleadas desde su sien derecha y se extendían por toda su cabeza en
una insoportable marea. Después fue su nariz, rota a causa de la caída, la que
se unió a la fiesta. Había estado todo el tiempo respirando por la boca, y la
sensación de ahogo se hizo evidente. Instintivamente quiso llevarse la mano a
la cara, pero le fue imposible. Sus manos estaban atadas a su espalda, al igual
que sus pies. Los músculos de los brazos aullaron por el esfuerzo repentino
después de haber estado tanto tiempo en la misma posición, y fue eso lo que acabó
finalmente por despertarlo. Quiso abrir los ojos pero, por supuesto, estos ya estaban abiertos, y de repente todo
lo vivido en esa tarde llegó a él como una avalancha infernal.
Su búsqueda infructuosa y la larga caminata, la casa
aparentemente abandonada, la vieja desnuda, el perro que había llamado su
atención cuando se encontraba inspeccionando el patio trasero, los extraños y
sutiles cambios cuando recorrió la casa por segunda vez, la puerta del sótano,
la caída…
La caída.
Alguien lo había empujado. Alguien se había acercado
sigilosamente por su espalda y lo había empujado.
¿La vieja?
Lo dudaba mucho. No con semejante fuerza. Seguramente había
sido uno de los propietarios de la casa que, al verlo espiando, lo había
lanzado escaleras abajo pensando que se trataba de un ladrón. Pero, ¿atarlo de
esa manera?
Óscar intentó zafarse, pero era una tarea harto difícil. Más
con esa oscuridad. La persona que lo amarró había hecho un buen trabajo. Su
cabeza palpitó con más intensidad y Óscar cerró los ojos, soportando el dolor.
Su nariz también se quejaba a gritos, y su corazón comenzó a latir desesperado.
Trató de calmarse, respirando por su boca tan profundamente
como le era posible. El silencio, la oscuridad, esa situación tan semejante al
vacío, la nada, lo alarmaban.
Hacía cuatro o cinco años, su esposa lo había convencido de
asistir a clases de yoga los sábados en la tarde. En un comienzo Óscar se había
rehusado rotundamente, pero tras un par de clases de ensayo le sorprendió
descubrir que no eran tan aburridas como pensaba. Los ejercicios lo relajaban y
le quitaban el cansancio y el estrés de la semana. No obstante, era pésimo para
guardar constancia para ese tipo de cosas, y no pasó mucho tiempo antes de que
abandonara las clases y depositara su atención en otras actividades. Sin
embargo, recordaba el tiempo que dedicó a las clases como una grata experiencia
y, de hecho, como un inesperado acercamiento a su esposa, casi un conato de salida
de su siempre conflictiva relación.
En ese momento, Óscar trató de poner en práctica las técnicas
de respiración y relajación corporal y mental.
Pasados unos minutos, dio resultado.
El suficiente para percibir un sonido nuevo entre aquel
silencio.
Un sonido de succión.
2
Contuvo la respiración, escuchando atentamente. El sonido era
leve pero inconfundible. Cada diez segundos, el ruido de succión aparecía y se
extendía por el sótano en un leve susurro que, ahora que lo había notado, Óscar
habría preferido no escuchar. Le daba escalofríos, a pesar de que no estaba
seguro de qué lo producía.
Provenía de algún lugar a su espalda, al otro lado del sótano
a juzgar por la cadencia del eco —aunque no habría podido asegurarlo, Óscar
sospechaba que había sido amarrado en el mismo punto en que cayó luego de ser
empujado por las escaleras—. Trató de imaginar el origen, pero por más
atentamente que escuchaba no lograba dilucidar alguna respuesta. Fue en vano. A
excepción del extraño ruido, el resto era un silencio solo quebrado de cuando
en cuando por el chirrido de algún insecto.
Quizá habían pasado veinte minutos, a lo mejor media hora
—era difícil calcular el tiempo en esa oscuridad—, cuando el sonido cesó. Tal
vez fue su imaginación, pero le pareció escuchar graznar al maldito cuervo en
algún lugar cercano.
Buenas noches, amigo.
Óscar deseó que el cuervo tuviera razón, pero lo dudaba. Si
nadie venía a sacarlo de allí, sería una larguísima noche. Larga, solitaria y
dolorosa.
Reprimió un escalofrío.
Daría lo que fuera por salir de allí. A decir verdad, daría
lo que fuera por no haber sido tan imbécil como para ir a ese pueblo a buscar
un lugar que tal vez ni siquiera existía. Pensó en la susodicha notificación
que debía entregar, y cayó en la cuenta de que esta se encontraba en su saco de
pana. ¿Y dónde estaba su saco? Probablemente había terminado en el suelo cuando
la vieja lo asustó y tropezó con el balón abandonado.
Daba igual.
Primero tenía que salir de allí. Las manos atadas no
representaban mayor inconveniente, pero sus pies estaban amarrados lo
suficientemente juntos como para impedirle dar tan siquiera pasos cortos.
En ese momento alguien pasó por su lado.
El pequeño desplazamiento de aire fue inconfundible. Y con
él, Óscar percibió unos pasos. Lentos, muy lentos, y leves. Por eso no los
había escuchado. Parecía el caminar de un sonámbulo. Y por si le cabía alguna
duda de que se trataba de alguien, estas se disiparon cuando quien quiera que
fuese comenzó a subir las escaleras.
—¡Oiga! —gritó— ¿Quién está ahí?
Las pisadas se detuvieron, pero nadie respondió.
—¡Oiga, no se vaya! ¡No puede retenerme de esta manera! Se le
irá hondo, déjeme advertirle… Tengo contactos, muchos, y cuando salga de aquí
se arrepentirá de haberme hecho esto. —Dicho aquello se percató de lo estúpida
que lucía la amenaza pronunciada con esa voz nasal causada por su tabique
fracturado. No obstante, prosiguió—: Se arrepentirá toda su maldita vida, se lo
aseguro. Todo el peso de Gil y Cía. Asociados caerá sobre usted…, sea quien
sea.
Las pisadas, como el silencio, continuaron, y Óscar comprendió
que había sido un error hablar de esa manera. No estaba en posición de amenazar
a nadie. Ese no era el camino.
—¡Espere! —recapacitó—, espere… Podemos llegar a un acuerdo.
Tengo dinero… Mucho dinero… Y si me suelta tendrá una buena tajada. Podemos
llegar a un buen trato que nos beneficie a los dos.
Las pisadas siguieron escaleras arriba, ahora más sonoras, su
eco esparciéndose por el sótano como una sentencia.
—¡Oiga! ¡Espere! —gritó de nuevo.
Las puertas del sótano se abrieron hacia fuera y, a pesar de
la oscuridad, pudo distinguir una silueta negra y borrosa en el umbral. Sintió el
miedo atenazándole cada fibra de su cuerpo. Aguzó la vista, pero era difícil
distinguir algo con claridad.
La figura salió al exterior. Se dio vuelta, se agachó y cogió
las manijas de la doble puerta. Las sostuvo un momento, y se quedó allí,
observando a Óscar, inmutable.
Óscar guardó silencio, expectante, estirando la cabeza tanto
como se lo permitía su incómoda posición. Fueron segundos eternos. Entonces,
por un fugaz instante, antes de que las puertas se cerraran nuevamente
dejándolo otra vez en tinieblas, un girón de nubes se abrió y la luz de la luna
iluminó el ser en el umbral. Óscar ahogó un gemido.
Ahora no cabía duda.
Sus formas, su postura, su constitución; todo indicaba que
solo se podía tratar de una persona.
La anciana.
3
Óscar solo recordaba una ocasión en que el tiempo se hubiera
ralentizado de la forma en que lo hizo durante esa eterna noche de pesadilla.
Tenía veintidós años y unos amigos lo habían convencido para
salir de juerga, a pesar de que debía presentar una prueba de legislación
laboral al día siguiente. Todo transcurría con normalidad hasta que a uno de
ellos se le ocurrió la genial idea de comprar unos porros. Sin embargo, nadie
quería ir, así que lo echaron a la suerte. Óscar, que era de malas para esas
cosas, le tocó ir a comprar la droga. Julio, un compañero relativamente nuevo
en el grupo, lo acompañó.
Fueron a un barrio ubicado a unas quince manzanas, y
consiguieron la marihuana sin ningún problema, pero con tan mala fortuna que a
dos cuadras de allí la policía los detuvo para una requisa de rutina. Óscar,
que era quien la transportaba, y que en un primer momento, presa del
nerviosismo, había desoído el llamado del agente, terminó tras las rejas en una
estación de policía del nororiente de la ciudad. Tuvo la suerte de haber estado
acompañado, pues Julio corrió la voz y sus amigos se encargaron de llevarle un
abrigo y algo de comida, pero las quince horas que estuvo preso, sin pegar ojo,
fueron para Óscar una experiencia terriblemente sombría.
Durante esa larga noche en la estación, pensaba en los presos
que permanecían años y años encerrados entre cuatro paredes, y poco le faltaba
para echarse a temblar.
Pero ahora, en el sótano de la casa de los Salcedo, la
situación era por completo diferente.
Nadie sabía de su paradero. Estaba hambriento, dolorido y decaído.
Se negaba a pensar en las consecuencias de una larga estadía en ese lugar en
caso de que nadie acudiera en su auxilio y de que la vieja decidiera dejarlo
allí a su suerte.
Pensar en que una anciana hubiera sido capaz de semejante cosa
le ponía los pelos de punta. Por primera vez, se preguntó si sería la
propietaria de la casa, y si sus vecinos, en caso de que hubiera alguno cerca,
sabían de sus sádicas costumbres.
Solo le quedaba esperar lo mejor.
4
Óscar no se molestó en gritar.
En algún momento las campanadas del reloj anunciaron las
nueve, y pensó que si a plenas tres de la tarde no había visto un alma por los
alrededores, mucho menos habría una a esas horas. Decidió ahorrar energías y
tratar de dormir un poco. Era lo único que podía hacer. A primeras horas de la
mañana, y con algo de luz, ya pensaría en algo.
No obstante, el sueño fue esquivo. El dolor le atenazaba la
cabeza, y la posición de su cuerpo, con las manos atadas a la espalda, no le
permitía encontrar una postura medianamente cómoda para dormir.
Además, estaban los ruidos.
Con la partida de la anciana y el transcurrir de la noche surgieron
pequeños ruidos. Eran murmullos y leves jadeos de naturaleza desconocida. En
ocasiones eran los chirridos de la madera, típicos de una casa vieja, pero
otras veces eran sonidos que hicieron que Óscar pensara en ratas. Odiaba las
ratas, y pensar en que una estuviera por allí merodeando, que en algún momento
pudiera decidir hacerle una visita al nuevo ocupante del sótano de los Salcedo,
quizá una visita llena de roces y olisqueos, le ponía la carne de gallina.
Se obligó a no pensar en ello, pero en su mente no podía
dejar de ver al bicho, quizá uno grande y peludo, con sus ojillos negros y su
cola pelada y grisácea, acercándose a él en la oscuridad.
Óscar pensó que si aquello llegaba a ocurrir, se volvería
loco.
Sin embargo, fue el tiempo el que casi lo consiguió.
A veces trataba de calcular el tiempo transcurrido, y pasado
un rato que se le antojaba eterno el reloj anunciaba que lo que imaginaba había
sido un par de horas, en realidad era solo media. Luego vino el frío, que se
unió al hambre, y las fuerzas de Óscar comenzaron a flaquear.
Se preguntó si su esposa ya habría notado su falta, pero
entonces pensó que apenas eran las diez y media. Faltaba mucho para que su
esposa pudiera comenzar a preocuparse. Y en ese caso era probable que, tal como
estaban las cosas entre ambos, decidiera que su esposo se había ido de juerga
con sus amigotes y que no regresaría hasta el día siguiente. No sería la
primera vez.
Pensó en su hijo Walter. Hacía como un mes que no lo veía, y
un inesperado sentimiento de nostalgia se apoderó de él.
Y así, muy lentamente, su mente se fue relajando y se acercó
a las tierras del sueño sin adentrarse del todo más allá de sus fronteras.
Óscar comenzó un duermevela febril que se extendería durante
toda la noche. Ora estaba despierto, contando los minutos, escuchando los ruidos
del sótano, pensando en ratas y otros bichos; ora dormía, inmerso en un sueño
inquieto lleno de imágenes extrañas y situaciones absurdas. Y en medio de todo,
el dolor en su sien derecha, con pulsaciones que llegaban como la marea, a
veces baja, a veces alta, pero siempre persistente.
En algún momento le pareció escuchar de nuevo al cuervo,
graznando como un demonio en la noche. Después fueron ladridos los que sintió a
lo lejos. Y en una de sus ensoñaciones vio que se trababa del mismo animal, del
mismo ser, y que este observaba la casa como un vigilante nocturno.
En uno de esos sueños, él era ese cuervo/perro, que de pronto
volaba hasta las puertas inclinadas del sótano y comenzaba a ladrar, arañando
la madera y emprendiéndola a picotazos, como si quisiera sacarse a sí mismo de
allí.
En otro de los sueños, se encontraba recorriendo nuevamente
la casa, pero entonces se daba cuenta de que era su casa, y descubría que alguien había estado cambiando las cosas
de lugar en todas partes. Todo lucía viejo, sucio, deslucido.
Abandonado.
Dislocado…
5
Corre por toda la casa,
preocupado de repente por su esposa. Él ha estado fuera, y ahora la ha perdido.
Ha llegado demasiado tarde. Pero su casa ha cambiado. Las habitaciones, la
cocina, los pasillos, todo está distribuido de una manera diferente, y Óscar se
da cuenta horrorizado de que está perdido y que por más que busca a su esposa no
logra encontrarla. Ha revisado la alcoba que siguen compartiendo a pesar de las
continuas peleas, pero no está allí.
Da vueltas y vueltas
por todas partes sin encontrar rastro.
Las pinturas que tanto
le gustan a ella han desaparecido, al igual que los retratos. Hurga en los
cajones, estúpidamente intranquilo por los álbumes familiares, pero tampoco los
encuentra.
Y los espejos. No hay ni
uno solo en toda la casa.
La sala comedor está cubierta
de polvo. El estudio está lleno de muebles viejos que antes no estaban allí, y
la biblioteca, antes repleta de libros de Derecho, ahora está abarrotada de
viejos volúmenes agrietados. Las habitaciones están desordenadas y las paredes
llenas de manchas que Óscar no se atreve a estudiar con más detenimiento.
Sigue recorriendo
pasillos que por momentos parecen no tener fin.
La cocina está hecha un
chiquero. Observa asqueado un nido de cucarachas realizando un festín entre los
platos sucios, pero cuando de verdad se siente aterrorizado es cuando ve unos
imanes en forma de letras conformando una frase en la puerta de la nevera: “REVISA
EL SÓTANO”.
En la casa de los
Ceballos nunca ha habido sótano, pero Óscar no tiene que pensar mucho al
respecto para saber que en esta lo hay.
Y su esposa está allí.
Por supuesto.
Óscar no sabe dónde
está ubicada la puerta que conduce al sótano de su nueva casa dislocada, pero
una vez echa a correr, los pasillos parecen conducirlo por el camino correcto.
Pasados unos minutos,
la encuentra, entreabierta, y corre escaleras abajo gritando el nombre de su
esposa. El lugar está apenas iluminado por una bombilla manchada por cagadas de
mosca que emite una luz amarillenta, enfermiza. Pero es suficiente para que
Óscar pueda buscar a Laura, olvidada en algún rincón de ese siniestro lugar.
Mira a su alrededor, desesperado, y entonces distingue un bulto informe en un
rincón. Es prácticamente irreconocible, así que Óscar se acerca lentamente, con
el corazón desbocado, los ojos abiertos como platos. Descubre que su propia
sombra cubre el cuerpo de la persona que supone es su esposa, así que se aparta
a un lado cuando ya se encuentra a apenas un metro de ella.
No, no puede ser su
esposa. Lo que hay en el rincón de la estancia no puede ser su esposa.
Óscar se acerca aún
más.
Sí, no cabe duda de que
es Laura, pero, oh Dios mío…
Si es Laura, ¿entonces…?
6
Despertó.
Estaba sudando a mares, a pesar de lo cual temblaba como una
hoja. Abrió los ojos y se dio cuenta de que lograba distinguir el suelo de dura
tierra. Comenzaba a amanecer.
Sacudió levemente la cabeza, apartando las últimas hilachas
de un sueño que no recordaba con claridad. Tenía la sensación de haber soñado
mucho, pero lo único que poblaba su mente eran escenas difusas; ninguna clara,
todas perturbadoras. Cambió de posición y respiró hondo. Se dio cuenta de que
la nariz se le había destapado un poco durante la noche, pero eso solo hizo que
el nauseabundo hedor del sótano invadiera sus fosas nasales en una barahúnda
insoportable.
Poco a poco fue relajándose, mientras la luz de la mañana se iba
filtrando por los pequeños ventanucos. En ese momento el reloj dio seis
campanadas. Era hora de ponerse en movimiento si de verdad quería salir de allí
cuanto antes. Esperó unos instantes a que el sótano se aclarara más, mientras
él mismo procuraba aclarar sus pensamientos.
Lo primero que debía hacer, estaba claro, era tratar de
liberar sus manos. Una vez hecho esto, el resto era pan comido. Pero para eso
tendría que ponerse en pie y buscar alguna superficie afilada para roer la
cuerda.
Óscar giró sobre sí mismo e impulsándose hacia delante consiguió
sentarse. Acto seguido se impulsó nuevamente hasta ponerse de rodillas, y luego
en pie, asegurándose de no perder el equilibrio.
—Aquí vamos —susurró.
Pero cuando intentó moverse comprobó que era mucho más
difícil de lo que había esperado. Los pies estaban amarrados demasiado juntos y
apenas si podía desplazarse centímetro a centímetro. Probó ponerse en cuclillas
e intentar zafar el nudo de sus pies con las manos, pero resultó una tarea
infructuosa. No le quedaba más que seguir con el plan original aunque tuviera
que andar a paso de tortuga.
Se puso en pie de nuevo y observó a su alrededor. Después de
la oscuridad cerrada de la noche anterior, la penumbra del sótano le parecía tan
clara como el vestíbulo de un hotel. El recinto era más grande de lo que había
imaginado. Al parecer ocupaba la misma área que la construcción superior. Había
muebles viejos y corroídos por el óxido. Una gruesa capa de polvo cubría unas
endebles estanterías llenas de latas y frascos empañados. Había barriles de
madera llenos de moho, herramientas oxidadas, cajas de cartón, y un sinfín de
cachivaches apilados en los rincones.
En un primer vistazo, Óscar no vio nada que pudiera ayudarle
en su tarea. Aun así, rodeó la gruesa viga contra la que se había golpeado y comenzó
a desplazarse lentamente, mirándolo todo aquí y allá.
Descubrió un umbral a su izquierda que comunicaba a otra sección
del sótano, más oscura debido a la ausencia de ventanas. Se dirigió allí, con
su risible paso de estatua, pasito a pasito. El olor era más fuerte en ese
lugar, y Óscar tuvo que concentrarse para detener las arcadas que pujaron por emerger.
Se oyó una especie de gruñido terriblemente cerca y Óscar contuvo la
respiración, pero descubrió que era su propio estómago, que completaba ya unas
dieciocho horas sin recibir alimento.
No supo si reír o llorar, así que rio por lo bajo. Óscar
Ceballos no era lo que se diría un hombre llorón. Al menos no todavía…
Entró a la habitación, esforzando un poco la vista. Era casi
tan grande como la anterior y se hallaba llena de cachivaches desperdigados por
todas partes. Buscó en todas direcciones, y creyó ver un armatoste metálico que
parecía el esqueleto de una lavadora antigua. Si estaba lo suficientemente
mellado en los bordes, podía ser su salvación. Se encaminó hacia allí, con los
ojos comenzando a lagrimear por la pestilencia, probablemente a causa de una
rata muerta.
Se dio cuenta de que estaba rogando a un Dios al que no solía
importunar con sus oraciones para que el mueble metálico le ayudara a liberarse,
y entonces tropezó con algo y cayó de bruces.
Esta vez tuvo la fortuna de que sus reflejos actuaran lo
suficientemente rápido como para ladearse de costado y evitar un nuevo golpe en
la cara o en la cabeza. Aun así, sintió que su brazo derecho se cortaba con
algo y percibió la sangre comenzando a manar. Maldijo su estampa. Giró su
cuerpo hasta quedar boca arriba, moviendo sus manos hacia un lado para no
lastimarse. Así tendido, levemente inclinado hacia su derecha, se permitió un
corto respiro. Cerró los ojos y procuró calmarse.
Era solo un comienzo, se dijo. No esperaba que todo le fuera
servido a pedir de boca, ¿o sí? Los días de “Pan comido” habían quedado atrás a
juzgar por lo sucedido en las últimas quince horas.
¡Ja! ¿Qué te parece,
Señor Eficiente?
Y un cuerno, pensó.
Abrió los ojos, comenzando a incorporarse, y fue entonces
cuando los vio.
Eran cinco, y estaban todos sentados contra la pared, como
unos chicos tomándose un receso luego de un agotador partido. Eran un hombre y
una mujer de cuarenta y tantos años, un joven de unos veinte, y dos menores, un
niño y una niña de tal vez nueve y diez años, aunque tal vez fueran más
pequeños. Era difícil calcularlo dado su estado.
Óscar habría gritado de haber podido. Al diablo con los
modales, la hombría o lo que fuera. Por muy abogado más exitoso de Gil &
Cía. Asociados que fuera, habría gritado como una maldita colegiala. Pero Óscar
Ceballos se había quedado sin aliento. El horror había llegado para él a unas
cotas jamás imaginadas, y por un momento se preguntó si no estaría soñando
todavía. Y con este pensamiento llegó un recuerdo. El de su esposa en la
pesadilla que había tenido hacía un rato.
Sintió una calidez deslizándose por sus muslos, y de haber
mirado hacia abajo habría podido ver cómo sus pantalones se oscurecían en la
parte delantera, pero su mente estaba en otro nivel, demasiado lejos como para
darse cuenta de que se había orinado encima por primera vez en cuarenta años.
Y no era porque la familia que se hallaba allí, sin duda
alguna los Salcedo —¿quién más?—, estuviera muerta. Eso era evidente. Sino por
una razón muy distinta: los Salcedo no solo estaban muertos. De haber sido eso,
Óscar, mínimamente, se habría ahorrado los pantalones mojados. Era mucho más
que eso. No habría podido describirlo, no en ese estado de vulnerabilidad
mental, pero de haberlo hecho, Óscar habría dicho que los miembros de la
familia que alguna vez había vivido en la humilde casita a un lado del camino
parecían… ¿momias?
Pero eso era imposible. Al menos no en un periodo tan corto
de tiempo.
Los Salcedo no podían haber sido asesinados y momificados.
En lugar de eso parecían haber sido… cómo decirlo…
¿Vaciados?
Continuará...
3 comentarios:
Sigue siendo muy interesante. Hoy he visto que has anunciado en Facebook la última parte, así que a ver si antes de eso leo la IV. ^^
Gracias, Sonix! :D
En realidad la publicación de hoy no es la última, pero queda poco. Esto ya casi toca su fin... ;)
Gracias por leerme! :)
Uhhh, qué final de capítulo...
Aquí vengo, algo tarde, a seguir leyendo "Bifurcaciones".
Tremenda historia, che.
Todo ese sufrimiento nocturno en el sótano, con sueños que van, vienen, ruidos aquí, allá, me hizo acordar a "El juego de Gerald".
¡Genial, Calavera!
Espero poder ponerme al día con las capítulos siguientes durante la semana.
¡Saludos!
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