sábado, 24 de mayo de 2014

RETROSPECTIVA


RETROSPECTIVA

Escrito por George Valencia y Pako Becerril


 


Viéndolo en retrospectiva, puedo afirmar sin temor a equivocarme que la muerte de Gonzo marcó, más que cualquier otra cosa, el final de nuestra infancia. Aunque desde luego nosotros no lo supimos en ese momento. Ni siquiera cuando fuimos a observar su cuerpo muerto en la sala de velación.
Parecía dormido. Enfermo y dormido.
No recuerdo claramente con quién fui, o si alguno más de mis amigos lo vio. Lo que sí recuerdo, además de la noche en que lo asesinaron, fue observar su rostro a través de la vidriera del ataúd con una mezcla de sentimientos atiborrándose en mi estómago. Eso, y estar al día siguiente sentado con Chepe en la acera ubicada frente a la puerta de mi casa, sin saber qué decirle, cómo expresarle mi pena por la muerte de su hermano, si es que realmente debía decirle algo. Me sentía muy incómodo, y creo que me sentí peor cuando me di cuenta de que eso era una despedida: Chepe y su familia se mudaban de casa. Después de lo sucedido, no era de extrañar. Perder a un hijo o a un hermano debe de ser algo muy doloroso, y hacerlo de esa manera, terriblemente desgarrador.
Yo no había tenido tal cercanía con la muerte. Mi abuela había fallecido años antes, pero yo solo era un pequeño de ocho años que no entendía muy bien qué sucedía. Ahora tenía trece, y era un poco más consciente de las cosas, o al menos comenzaba a serlo. Cuando tienes trece años crees que eres casi intocable, que nada malo te va a suceder. Las cosas malas le suceden a la gente todos los días, pero nunca a ti ni a ninguno de tus seres queridos. Y entonces sucede algo como lo de Gonzo, y toda tu perspectiva cambia en un abrir y cerrar de ojos.
Sí, cuando tienes trece años nada te pasa a ti, pero cuando tienes treinta y ocho cualquier cosa puede ocurrir.


De niño soñaba con una gran casa. Un auto último modelo, un magnífico empleo y una maravillosa familia.
Ahora tenía un departamento de cuarta y un viejo Mercury del noventa, y mi empleo, aunque gozara de un buen sueldo, no era realmente lo que habría podido esperar. Pero sí tenía una familia hermosa, y eso para mí era suficiente.
Al cumplir la mayoría de edad me enlisté en el cuerpo de policías. Supongo que una parte de mí, alojada en el fondo de mi subconsciente, pensaba que si elegía ese camino algún día tendría la oportunidad de hacer justicia. ¿Qué clase de justicia? No lo sabía. Gonzo había muerto por el simple hecho de estar con las personas equivocadas en el momento y lugar equivocados. Quien se había llevado su vida venía en busca de otra persona e, irónicamente, solo Gonzo, el más honesto y recto del grupo, había pagado caro. Los demás solo habían sufrido heridas leves provocadas por la fuerte detonación de la escopeta, que con solo un disparo había repartido esquirlas como un macabro abanico.
Años más tarde, al morir mis padres, decidí mudarme de ciudad y dejar atrás el lugar que me vio crecer, y con ello todos esos recuerdos de mi infancia. O al menos eso era lo que creía hasta el fin de semana pasado.


Todos los días, al terminar las clases y antes de ir a nuestras casas,  solíamos pasarnos por la tienda del viejo Samuel a jugar «Metegol». Era un viejo gruñón que le molestaba que hiciéramos desorden en su tienda. Odiaba el bullicio y no pocas veces nos amenazaba con echarnos a su viejo rottweiler si osábamos robarnos algo, pero su juego de «Metegol» era el único que funcionaba en veinte cuadras a la redonda, así que aguantábamos sus gritos con estoicismo.
Una tarde, poco antes de terminar el curso y unas seis semanas después de la muerte de Gonzo, una fuerte tormenta impidió nuestra sagrada cita con  el juego mecánico, y nos fuimos directo a nuestro hogar. Nada más el timbre de la escuela sonó, todos salimos corriendo en direcciones opuestas amparados por bolsas de plástico, periódicos o nuestras propias mochilas. Una vez hubo amainado el aguacero, decidimos acercarnos a la tienda a gastar las pocas monedas que habíamos podido birlar de la fuente del parque. Pero al llegar a la tienda una patrulla y una franja amarilla cubrían el lugar.
Había un cuerpo tendido cubierto por una manta. Era el viejo Samuel. Dijeron que había sido asesinado por un hombre al intentar evitar que lo robara. Nosotros realmente no comprendíamos la gravedad de la situación, pero más tarde comenzaron a correr rumores de que se había tratado de una retaliación por la muerte de Gonzo. A decir verdad, no lográbamos imaginar qué relación podía tener la muerte del hermano de mi mejor amigo con un tipo que no salía de su tienda y cuya idea de diversión era ir todos los sábados en la noche a ver peleas de gallos en la zona norte de la ciudad. Pero mi abuela solía decir que cuando el río suena, piedras lleva, y la idea de dos muertes en menos de dos meses se nos antojaba algo perturbadora.


No hay hombre más ciego que el que no quiere ver. Eso no lo decía mi abuela; lo aprendí con los años, y este fin de semana me di cuenta de su real significado.
Casualmente, el viernes recibí una carta del cuerpo de policías en que se me informaba, con la exagerada parquedad que los caracteriza, que había sido ascendido, y que parte de la labor que me esperaba guardaba relación con la ciudad que me vio crecer. Supongo que saber esto debería haberme traído a la mente multitud de recuerdos. Y viéndolo en retrospectiva, supongo también que, de haber sido así, una cosa habría llevado a la otra y una serie de relaciones entre lo que había sucedido hacía veinticinco años y lo que podría pasar si algunas cosas seguían como estaban, me habría puesto en guardia. Pero con el paso de los años había echado una losa de olvido sobre mi pasado, sobre mi infancia y los hechos que marcaron el fin de esta. Fui ciego, ahora me doy cuenta. Y lo más triste es que solo abrí los ojos cuando recibí la llamada el sábado en la noche.
Cuando ya era demasiado tarde.


A la edad de trece años crees que eres intocable, que las cosas malas le suceden a la gente todos los días, pero nunca a ti ni a ninguno de tus seres queridos. Cuando tienes treinta y ocho ha sido mucho más lo que has vivido, tienes una perspectiva adulta de las cosas y te andas con más cuidado. Pero de alguna manera esa premisa básica aplica también hasta cierto punto: las cosas malas le suceden a todo el mundo, pero a ti también te pueden tocar en cualquier instante. El problema radica en el enfoque de la probabilidad. De chico sencillamente no te lo crees; al crecer, lo crees pero te lo niegas descaradamente.


—Lo siento mucho, Fercho —dijo la voz de mi jefe al otro lado de la línea, y supe de inmediato lo que había pasado. La posibilidad que había estado negándome a mí mismo durante los últimos meses se había hecho una realidad, y junto con el dolor punzante llegó también la comprensión de que gran parte de la culpa recaía en mi ceguera.
Mi maldita ceguera.
—Juanca recibió varias heridas de bala, Fercho, pero solo una fue la causante de su muerte. Perforó su artería aorta. Murió casi en el acto. Los otros chicos están levemente heridos. Juanca se llevó la peor parte.  
Me sorprendió la forma en que me lo decía, como si me estuviera pasando informe de la muerte de cualquier otro cuando en realidad se trataba de mi hijo de dieciocho años. Una parte de mí pensó en David, mi pequeño de trece, y en mi esposa, dormida en el piso de arriba. Pero esa parte se hallaba aletargada, distante. Ahora solo tenía cabeza para Juan Carlos.
Por un momento pensé en sus amigos, una partida de vagos a los que Juan Carlos les guardaba un especial y extraño aprecio. Pensé en Walter, a quien había descubierto por casualidad con un expendedor de droga de la zona. Hasta pensé en el expendedor, en medio de la divagación de mi mente, a quien había visto en la morgue poco después, asesinado con una treintena de puñaladas.
Eran pensamientos inoportunos en un momento tan doloroso como ese, pero mi mente se hallaba adormecida, como si el tremendo golpe la hubiese dejado incapacitada.
—¿Fercho? —escuché que decía el capitán Pineda—. ¿Sigues ahí?
—Sí… Sí, señor… Yo… Voy para allá.
—Aunque cualquier palabra que diga en este momento resulte hueca y vacía, sepa que lo siento mucho, Fercho. De verdad.
—Lo sé —dije—. Gracias.
Y colgué.


Estaba claro. Tanto como el agua.
Y lo peor es que lo había sabido. Sospeché lo que podía pasar, y no hice nada. El colmo de la ironía viniendo de un policía.
Alguien había ido en busca de Walter. Si antes tenía dudas, el asesinato del expendedor de droga debería haberlas despejado. Todo se sucedía como un juego de fichas de dominó. Alguien iba en busca de un traficante de drogas, tal vez como parte de una guerra entre pandillas. De ahí había solo un paso hasta el distribuidor. Y luego Walter, un tipo prepotente y chocante a quien aborrecí desde un primer momento.
Solo que en lugar de Walter quien había caído era mi hijo.
Mi primogénito.
Tal como había sucedido veinticinco años antes con Gonzo, el hermano de mi mejor amigo. Muerto por el simple hecho de estar con las personas equivocadas en el momento y lugar equivocados.


¿Puede uno experimentar un déjà vu por cuenta ajena?
El lunes en la tarde, después del funeral, vino un amigo de David a ofrecerle sus condolencias. Me pareció curioso que no lo hiciera entrar, y que en lugar de eso se quedaran fuera en el camino de entrada. En realidad yo no lo vi llegar; me di cuenta casualmente al ver la puerta delantera abierta. Pensé que alguien se había olvidado, pero cuando fui a cerrarla reparé en la presencia de ambos en el exterior, y sin pensarlo siquiera me descubrí escuchando a hurtadillas la conversación.
Hablaban de temas intrascendentes, con tensos silencios entre un tema y otro, y de pronto me sentí transportado hasta una mañana de hacía veinticinco años, con Chepe y yo sentados en la acera, despidiéndonos en medio de unos intervalos de silencio similares.
Fue una sensación extraña, pero en cierta forma redondeaba todo lo que había experimentado en las últimas horas.
Y también me dio la pauta de lo que debía hacer a continuación.


Mañana domingo los de la mudanza vienen por las últimas cosas. Más que todo se trata de enseres viejos que hemos ido acumulando a lo largo de los años en una pequeña habitación del segundo piso.
Mi esposa estuvo de acuerdo desde un comienzo, y David, sorprendentemente, mostró un inesperado desapego hacia su colegio y sus amigos del barrio. Entre jueves y viernes empacamos todo, y hoy sábado estuvimos llevando todo a la nueva casa, a las afueras de la ciudad. Ahora que Juan Carlos no está, parece la decisión más sana, y todos, dentro de nuestro dolor latente, parecemos movernos en esa dirección con una especie de acuerdo silencioso.
Ausentarme un par de horas anoche no fue problema. Todos estábamos agotados, y David y Laura se acostaron temprano.
Encontré a Walter en un callejón de la parte alta del barrio consumiendo vicio. Estaba solo. El silenciador hizo el resto.
Siento que era lo más justo, y experimenté un inmenso descanso al hacerlo, pero sigo pensando que el verdadero culpable soy yo.

Viéndolo en retrospectiva, siento que mi vida describió un grotesco círculo. Solo espero que esta vez haya quedado cerrado.




1 comentario:

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Brillante, George, Pako...
Se siente el drama a cada paso, la angustia del protagonista por lo vivido hace años, y por lo vuelto a vivir. Un gran cierre de la historia, inesperado, genial.
En ninguna medida se nota que son dos autores distintos los que escriben, mérito adicional para la historia.
En fin, me encantó.
¡Saludos!

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