RETROSPECTIVA
Escrito por George Valencia y Pako
Becerril
Viéndolo en retrospectiva, puedo afirmar sin temor a
equivocarme que la muerte de Gonzo marcó, más que cualquier otra cosa, el final
de nuestra infancia. Aunque desde luego nosotros no lo supimos en ese momento.
Ni siquiera cuando fuimos a observar su cuerpo muerto en la sala de velación.
Parecía dormido. Enfermo y dormido.
No recuerdo claramente con quién fui, o si alguno más de mis
amigos lo vio. Lo que sí recuerdo, además de la noche en que lo asesinaron, fue
observar su rostro a través de la vidriera del ataúd con una mezcla de
sentimientos atiborrándose en mi estómago. Eso, y estar al día siguiente sentado
con Chepe en la acera ubicada frente a la puerta de mi casa, sin saber qué
decirle, cómo expresarle mi pena por la muerte de su hermano, si es que
realmente debía decirle algo. Me sentía muy incómodo, y creo que me sentí peor
cuando me di cuenta de que eso era una despedida: Chepe y su familia se mudaban
de casa. Después de lo sucedido, no era de extrañar. Perder a un hijo o a un
hermano debe de ser algo muy doloroso, y hacerlo de esa manera, terriblemente
desgarrador.
Yo no había tenido tal cercanía con la muerte. Mi abuela
había fallecido años antes, pero yo solo era un pequeño de ocho años que no
entendía muy bien qué sucedía. Ahora tenía trece, y era un poco más consciente
de las cosas, o al menos comenzaba a serlo. Cuando tienes trece años crees que
eres casi intocable, que nada malo te va a suceder. Las cosas malas le suceden
a la gente todos los días, pero nunca a ti ni a ninguno de tus seres queridos.
Y entonces sucede algo como lo de Gonzo, y toda tu perspectiva cambia en un
abrir y cerrar de ojos.
Sí, cuando tienes trece años nada te pasa a ti, pero cuando
tienes treinta y ocho cualquier cosa puede ocurrir.
De niño soñaba con una gran casa. Un auto último modelo, un
magnífico empleo y una maravillosa familia.
Ahora tenía un departamento de cuarta y un viejo Mercury del
noventa, y mi empleo, aunque gozara de un buen sueldo, no era realmente lo que
habría podido esperar. Pero sí tenía una familia hermosa, y eso para mí era
suficiente.
Al cumplir la mayoría de edad me enlisté en el cuerpo de
policías. Supongo que una parte de mí, alojada en el fondo de mi subconsciente,
pensaba que si elegía ese camino algún día tendría la oportunidad de hacer
justicia. ¿Qué clase de justicia? No lo sabía. Gonzo había muerto por el simple
hecho de estar con las personas equivocadas en el momento y lugar equivocados.
Quien se había llevado su vida venía en busca de otra persona e, irónicamente, solo
Gonzo, el más honesto y recto del grupo, había pagado caro. Los demás solo
habían sufrido heridas leves provocadas por la fuerte detonación de la
escopeta, que con solo un disparo había repartido esquirlas como un macabro abanico.
Años más tarde, al morir mis padres, decidí mudarme de ciudad
y dejar atrás el lugar que me vio crecer, y con ello todos esos recuerdos de mi
infancia. O al menos eso era lo que creía hasta el fin de semana pasado.
Todos los días, al terminar las clases y antes de ir a nuestras
casas, solíamos pasarnos por la tienda
del viejo Samuel a jugar «Metegol». Era un viejo gruñón que le molestaba que
hiciéramos desorden en su tienda. Odiaba el bullicio y no pocas veces nos
amenazaba con echarnos a su viejo rottweiler si osábamos robarnos algo, pero su
juego de «Metegol» era el único que funcionaba en veinte cuadras a la redonda,
así que aguantábamos sus gritos con estoicismo.
Una tarde, poco antes de terminar el curso y unas seis
semanas después de la muerte de Gonzo, una fuerte tormenta impidió nuestra
sagrada cita con el juego mecánico, y
nos fuimos directo a nuestro hogar. Nada más el timbre de la escuela sonó,
todos salimos corriendo en direcciones opuestas amparados por bolsas de
plástico, periódicos o nuestras propias mochilas. Una vez hubo amainado el
aguacero, decidimos acercarnos a la tienda a gastar las pocas monedas que
habíamos podido birlar de la fuente del parque. Pero al llegar a la tienda una
patrulla y una franja amarilla cubrían el lugar.
Había un cuerpo tendido cubierto por una manta. Era el viejo Samuel.
Dijeron que había sido asesinado por un hombre al intentar evitar que lo robara.
Nosotros realmente no comprendíamos la gravedad de la situación, pero más tarde
comenzaron a correr rumores de que se había tratado de una retaliación por la
muerte de Gonzo. A decir verdad, no lográbamos imaginar qué relación podía
tener la muerte del hermano de mi mejor amigo con un tipo que no salía de su
tienda y cuya idea de diversión era ir todos los sábados en la noche a ver peleas
de gallos en la zona norte de la ciudad. Pero mi abuela solía decir que cuando el río suena, piedras lleva, y la
idea de dos muertes en menos de dos meses se nos antojaba algo perturbadora.
No hay hombre más ciego
que el que no quiere ver. Eso no lo decía mi abuela; lo aprendí con los años, y este fin de
semana me di cuenta de su real significado.
Casualmente, el viernes recibí una carta del cuerpo de
policías en que se me informaba, con la exagerada parquedad que los
caracteriza, que había sido ascendido, y que parte de la labor que me esperaba
guardaba relación con la ciudad que me vio crecer. Supongo que saber esto
debería haberme traído a la mente multitud de recuerdos. Y viéndolo en
retrospectiva, supongo también que, de haber sido así, una cosa habría llevado
a la otra y una serie de relaciones entre lo que había sucedido hacía veinticinco
años y lo que podría pasar si algunas cosas seguían como estaban, me habría
puesto en guardia. Pero con el paso de los años había echado una losa de olvido
sobre mi pasado, sobre mi infancia y los hechos que marcaron el fin de esta.
Fui ciego, ahora me doy cuenta. Y lo más triste es que solo abrí los ojos
cuando recibí la llamada el sábado en la noche.
Cuando ya era demasiado tarde.
A la edad de trece años crees que eres intocable, que las
cosas malas le suceden a la gente todos los días, pero nunca a ti ni a ninguno
de tus seres queridos. Cuando tienes treinta y ocho ha sido mucho más lo que
has vivido, tienes una perspectiva adulta de las cosas y te andas con más
cuidado. Pero de alguna manera esa premisa básica aplica también hasta cierto
punto: las cosas malas le suceden a todo el mundo, pero a ti también te pueden
tocar en cualquier instante. El problema radica en el enfoque de la
probabilidad. De chico sencillamente no te lo crees; al crecer, lo crees pero
te lo niegas descaradamente.
—Lo siento mucho, Fercho —dijo la voz de mi jefe al otro lado
de la línea, y supe de inmediato lo que había pasado. La posibilidad que había
estado negándome a mí mismo durante los últimos meses se había hecho una
realidad, y junto con el dolor punzante llegó también la comprensión de que
gran parte de la culpa recaía en mi ceguera.
Mi maldita ceguera.
—Juanca recibió varias heridas de bala, Fercho, pero solo una
fue la causante de su muerte. Perforó su artería aorta. Murió casi en el acto.
Los otros chicos están levemente heridos. Juanca se llevó la peor parte.
Me sorprendió la forma en que me lo decía, como si me
estuviera pasando informe de la muerte de cualquier otro cuando en realidad se
trataba de mi hijo de dieciocho años. Una parte de mí pensó en David, mi
pequeño de trece, y en mi esposa, dormida en el piso de arriba. Pero esa parte
se hallaba aletargada, distante. Ahora solo tenía cabeza para Juan Carlos.
Por un momento pensé en sus amigos, una partida de vagos a
los que Juan Carlos les guardaba un especial y extraño aprecio. Pensé en
Walter, a quien había descubierto por casualidad con un expendedor de droga de
la zona. Hasta pensé en el expendedor, en medio de la divagación de mi mente, a
quien había visto en la morgue poco después, asesinado con una treintena de
puñaladas.
Eran pensamientos inoportunos en un momento tan doloroso como
ese, pero mi mente se hallaba adormecida, como si el tremendo golpe la hubiese
dejado incapacitada.
—¿Fercho? —escuché que decía el capitán Pineda—. ¿Sigues ahí?
—Sí… Sí, señor… Yo… Voy para allá.
—Aunque cualquier palabra que diga en este momento resulte
hueca y vacía, sepa que lo siento mucho, Fercho. De verdad.
—Lo sé —dije—. Gracias.
Y colgué.
Estaba claro. Tanto como el agua.
Y lo peor es que lo había sabido. Sospeché lo que podía
pasar, y no hice nada. El colmo de la ironía viniendo de un policía.
Alguien había ido en busca de Walter. Si antes tenía dudas, el
asesinato del expendedor de droga debería haberlas despejado. Todo se sucedía
como un juego de fichas de dominó. Alguien iba en busca de un traficante de
drogas, tal vez como parte de una guerra entre pandillas. De ahí había solo un
paso hasta el distribuidor. Y luego Walter, un tipo prepotente y chocante a
quien aborrecí desde un primer momento.
Solo que en lugar de Walter quien había caído era mi hijo.
Mi primogénito.
Tal como había sucedido veinticinco años antes con Gonzo, el
hermano de mi mejor amigo. Muerto por el simple hecho de estar con las personas
equivocadas en el momento y lugar equivocados.
¿Puede uno experimentar un déjà vu por cuenta ajena?
El lunes en la tarde, después del funeral, vino un amigo de
David a ofrecerle sus condolencias. Me pareció curioso que no lo hiciera
entrar, y que en lugar de eso se quedaran fuera en el camino de entrada. En
realidad yo no lo vi llegar; me di cuenta casualmente al ver la puerta
delantera abierta. Pensé que alguien se había olvidado, pero cuando fui a
cerrarla reparé en la presencia de ambos en el exterior, y sin pensarlo
siquiera me descubrí escuchando a hurtadillas la conversación.
Hablaban de temas intrascendentes, con tensos silencios entre
un tema y otro, y de pronto me sentí transportado hasta una mañana de hacía
veinticinco años, con Chepe y yo sentados en la acera, despidiéndonos en medio
de unos intervalos de silencio similares.
Fue una sensación extraña, pero en cierta forma redondeaba
todo lo que había experimentado en las últimas horas.
Y también me dio la pauta de lo que debía hacer a
continuación.
Mañana domingo los de la mudanza vienen por las últimas
cosas. Más que todo se trata de enseres viejos que hemos ido acumulando a lo
largo de los años en una pequeña habitación del segundo piso.
Mi esposa estuvo de acuerdo desde un comienzo, y David,
sorprendentemente, mostró un inesperado desapego hacia su colegio y sus amigos
del barrio. Entre jueves y viernes empacamos todo, y hoy sábado estuvimos
llevando todo a la nueva casa, a las afueras de la ciudad. Ahora que Juan
Carlos no está, parece la decisión más sana, y todos, dentro de nuestro dolor
latente, parecemos movernos en esa dirección con una especie de acuerdo
silencioso.
Ausentarme un par de horas anoche no fue problema. Todos
estábamos agotados, y David y Laura se acostaron temprano.
Encontré a Walter en un callejón de la parte alta del barrio
consumiendo vicio. Estaba solo. El silenciador hizo el resto.
Siento que era lo más justo, y experimenté un inmenso
descanso al hacerlo, pero sigo pensando que el verdadero culpable soy yo.
Viéndolo en retrospectiva, siento que mi vida describió un
grotesco círculo. Solo espero que esta vez haya quedado cerrado.
1 comentario:
Brillante, George, Pako...
Se siente el drama a cada paso, la angustia del protagonista por lo vivido hace años, y por lo vuelto a vivir. Un gran cierre de la historia, inesperado, genial.
En ninguna medida se nota que son dos autores distintos los que escriben, mérito adicional para la historia.
En fin, me encantó.
¡Saludos!
Publicar un comentario